9
Junio
Me están trasladando a la mansión familiar. La casa grande, como le dice mi padre. Crecí ahí. Puedo morir ahí también.
Pusieron una cama en la planta baja, en
el despacho. Es grande como un salón de baile y está vacío desde que mi padre se llevó su escritorio y el piano de cola que le regaló a mi madre. Me esperan una enfermera, Mary y Aurelio. En parte por ellos dos decidí irme del hospital, ya no soporto a los extraños.
Aurelio fue a verme, me dijo que mi padre enviaría a María a atenderme. Ha cuidado de mí desde que nací.
No puedo hacer nada. Tengo la mano diestra inmovilizada. La rodilla derecha. Si alguien tiene que seguir rasurándome y viéndome desnudo es mejor que sea Mary.
Ha sido muy doloroso el traslado. Parece que llegamos. Abren la puerta y bajan la camilla. Es rápido. Paso de ver del cielo a la techumbre del vestíbulo, con el candelabro inmenso de cristal colgando seis metros sobre la mesa estilo Luis XV. Cruzamos la puerta doble del despacho. Cuando era niño caminaba con un espejo en la mano, viendo el techo.
Me halan a la cama con la sábana y un movimiento que aunque es rápido, duele hasta el tuétano, con todo y los analgésicos. La médica que venía en la ambulancia me revisa una vez más.
Quiero que todos se larguen.
Escucho que la doctora da indicaciones a la enfermera y a mi personal en el vestíbulo. Mary se acerca. No la he visto en varios años, desde que se fue a trabajar con mi padre a la capital.
Sonríe con amabilidad y acomoda la ropa de cama, aunque no se necesita.
—Joven —puede decir apenas, mientras me observa conmovida. Noto como contiene sus emociones. Quería ser madre, no pudo. Mi madre no quería serlo y tuvo la desgracia de tenerme.
—Tráigame un whiskey, Mary —ordeno con toda seriedad.
Me mira contrariada. Comprende. Sonríe.
—Si la veo llorar tendré que prescindir de sus servicios. Eso no es broma —afirmo.
Ella asiente. Aprieta un poco mi mano libre y sale deprisa. No le dije que no pudiera llorar, solo le pedí que no me deje verla hacerlo.
Yo no puedo llorar, estoy muerto por dentro.
Días después
Aurelio me trajo un teléfono móvil nuevo, lo puso en el buró, sobre el cargador. Perdí el mío en el accidente. Recuperó mi número anterior. Estoy seguro de que fue idea de Mary. Igual nadie me llamará. Nada me importa. Solo miro al techo o al prado tras la ventana que va del piso al techo y de lado a lado del salón.
El espacio está en la penumbra. Pedí que cerraran parte del cortinaje de ambos lados de la inmensa ventana. No quiero ver mi cuerpo. Si no fuera por Mary, hubiera dejado de comer.
No se cuál de las enfermeras está sentada en el sillón de orejas. No las distingo. Al principio trataban de conversar, pero debieron entender que las estaba mandando al diablo.
Suena el móvil. La mujer levanta la cabeza y me mira. Yo tomo el aparato que sigue sonando y la observo. Ella sigue ahí. Frunzo el ceño. Me sigue mirando. Comprende. Se apresura a recorrer los diez metros hasta la puerta que empareja tras de sí.
La chimenea está encendida a espaldas de la cabecera de la cama. Bufo. Acepto la llamada.
—Hola, hijo.
—Papá.
—¿Cómo estás?
—Qué raro que preguntes —contesto para no darle explicaciones. Sabe cómo estoy. Si pretende aliviar alguna culpa al preguntar, está jodido.
—Estoy preparándolo todo para ir en diciembre —contraataca.
—En diciembre, claro... —digo con desgano.
—Sí. Ahora estoy muy ocupado realizando los trámites para mi retiro de la universidad.
—Realmente no te importa cómo estoy ¿verdad? —pregunto con toda la honestidad que me permite mi condición.
—Claro que me importa. Sólo que...
—¿Qué? —pregunto conteniendo el enojo.
—Hemos estado reclutando a las personas que integrarán el equipo —dice.
—¡No se si podré levantarme de esta cama y tu piensas sólo en tu trabajo!... —me doy permiso de vociferar.
—Vas a recuperarte, estoy seguro.
—No tienes idea de lo que estoy pasando. El dolor es insoportable.
—Lo siento mucho, hijo.
—¡No puedo seguir reclamándote, papá!
—He estado muy preocupado por ti. Es sólo que... Ojalá pudiera explicarte. Quizá debes conocerla para entender...
—¿A quién? —pregunto cada vez más furioso.
—A ella. La joven que te conté.
Todos mis músculos se tensan, en especial los de la pierna. Comienzo a sudar por el dolor.
—No puedo más. Voy a colgar —digo a punto de la agonía.
—Hablaremos pronto. Te amo, hijo.
Cuelgo. Golpeo el colchón con el celular varias veces. No lo arrojé porque volvió la enfermera, sin duda escuchaba tras la puerta.
Ella ve mi frente cubierta de sudor.
—¿Siente dolor?
Afirmo.
Me da un medicamento oral. Comienzo a relajarme.
Pasaron varias horas. Reacciono. Veo el número. Lo reconozco. Es el de Laura Esther.
Pretendo contestarle y recuerdo por qué estoy aquí. Por qué ella está como está.
Comienza una guerra adentro de mí. Siento el dolor en su más completa expresión. Mi cuerpo se tensa. El corazón se me desgarra. Necesito escucharla. Y no quiero volver a oírla a la vez. Me debato entre la vida y la muerte en vida, entre el amor y la venganza. Es una traidora, la destrocé. Pero la amo. Aún la amo.
Respondo.
—¿Gio?
No dije nada. No merece que le diga nada. No. Soy yo el que no merece nada de ella.
No sé qué pretende, no lo comprendo.
La destrocé, soy un monstruo.
Le dije a mi madre que era una puttana y no pudo soportarlo.
Es la verdad la que nadie soporta.
La amo. Pero no voy a hablar nunca más con ella.
Cuelgo.
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