6

No sé dónde estoy.

Dolor. Siento tanto dolor.

Me cuesta respirar. Tengo algo sobre el rostro. Todo es nebuloso, blanco.

Trago. Duele también. Hace mucho frío. Alguien se acerca.

—Parpadee, por favor —ordena. Lo hago. Remueve la mascarilla de mi rostro y pone una lámpara ante cada ojo—. ¿En qué mes estamos? —inquiere.

—Mayo —respondo. Mi boca está seca. No reconozco mi voz. Trato de incorporarme, no puedo. Siento más dolor.

—No se mueva. ¿Sabe cuál es su nombre?

—Di Maggio. Giorgio Di Maggio.

Ella sujeta mi mano izquierda. Tengo algo en la derecha.

—¿Puede apretar? —pregunta. Lo hago.

—Está en el área de cuidados intensivos del hospital universitario, señor Di Maggio. Tuvo un accidente. ¿Siente dolor?

—Sí —afirmo angustiado, sin tener idea de qué me ocurrió. Cierro los ojos y veo la carretera en mi mente.

—La doctora vendrá más tarde a hablar con usted. Descanse —ordena ella con autoridad, como si se dirigiera a un chico, inyectando algo en la vía que noto tengo conectada al brazo.

La conversación y el dolor me hicieron sentir exhausto. Antes de cerrar los ojos de nuevo, me doy cuenta de que tengo la pierna derecha sobre algo.

Finales de mayo

Sigo en el mismo lugar.

Ya sé qué pasó.

No podía recordar lo que había sucedido. Ahora no puedo dejar de revivirlo una y otra y otra vez.

La doctora habló conmigo. Tengo una fractura en la mano diestra. Mi rótula derecha está hecha pedazos. Tengo rotas varias costillas. Parece que me cubrí el rostro con el brazo izquierdo porque tengo cortes, pero no solté el volante que tenía sujeto con la derecha. Pisaba el freno cuando ocurrió la colisión. El frente del auto se clavó en mi rodilla.

Estuve cerca de perder la pierna.

Soy como un juguete de trapo. El personal médico me toca, pregunta, asea. Lo aborrezco.

Creo que Laura iba conmigo. No estoy seguro. Nadie me quiere decir nada.

Debí haber muerto aquella noche.

Tengo la sensación de haber visto sus ojos aquí tirado, como en sueños.

Pasa el tiempo, no sé cuánto.

Alguien se acerca. Puedo verla hasta que está junto a mí. Esos son los ojos que vi. Idénticos a los de Laura Esther. No es ella. Usa un cubrebocas.

—Hola —dice. Suena con menos autoridad que las otras personas que vienen. Me observa—. ¿Tienes sed?

—Sí —susurro. Sale del cuarto y vuelve con un vaso. Me lo acerca y pone con delicadeza la pajilla entre mis labios. Al beber unos tragos percibo su aroma. Flores. Frunzo el ceño al sentir una punzada en el pecho.

Parece preocupada. Nadie aquí me ve de esa manera.

—Soy una alumna de tu padre —dice.

De inmediato viene un nombre a mi memoria: Andrea.

—Que entre —le digo. Que me vea ahora que mi cuerpo muestra lo destrozado que he estado por dentro.

—Él... él no pudo venir —titubea.

Estoy casi muerto y papá no pudo dignarse a venir a verme. Recuerdo por qué estoy así. Traté de matarme porque nadie me ama. Parece que así es. No me ama. No le importo. Nada me importa.

La puerta se abre.

—Ya es hora —indica la enfermera.

La alumna se acerca a mi rostro. Siento aún más el aroma a flores en su cabello ondulado.

—Todo va a estar bien —me dice. A pesar del martirio por el que estoy pasando, sus palabras y su dulce voz me confortan un instante. Vuelvo a pensar en mi padre.

—Dile que no venga —susurro furioso.

Es más importante su ciencia, su maldito proyecto que la razón por la que estoy aquí despedazado. Entonces recuerdo su expresión extática al hablar de ella, su cobayo ignorante. Ella sí es importante para él.

Lo que siento en este momento no puede ser descrito con palabras. Siento como cada músculo de mi cuerpo se tensa, jalando así cada hueso facturado.

Es un suplicio.

No quiero volver a verlo jamás.

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