28
Finales de mayo
No entiendo lo que acaba de suceder.
Todo se siente irreal, en el camino creí que me estaba ahogando, que me daba un infarto. La lluvia en el techo del auto no me deja pensar, estoy al borde del colapso.
Le di un tiro a alguien y no fue al tal Harry.
Mi mente me engaña, no puede ser Andrea, no tenía nada qué hacer ahí.
La bodega del muelle es mía, se la rento a la OINDAH desde hace tiempo, como otros tantos inmuebles en la ciudad.
Fui días antes, revisé el acceso, tomé el tiempo, verifiqué la distancia.
Estaba todo planeado, el ingreso, la salida, el auto, la llamada, la patrulla del idiota que tuvo que ir a revisar en ese día y en ese horario. Toda la información que fui obteniendo de un sitio y otro, entre una reunión y otra...
Era su equipo, me cubría la tormenta, el apagón, la noche. Todo estaba en su lugar excepto él.
Le marco a Andrea otra vez. Suena, no responde. Ha sido igual las últimas cincuenta veces que intenté desde hace dos horas.
Es de madrugada, suena el móvil, no es ella. Es Gabriel.
—Diga —respondo. No nota que estoy bastante alcoholizado.
—Giorgio, disculpa que te moleste a esta hora. Debo darte una mala noticia.
El corazón se congela en mi pecho.
—Te escucho —respondo.
—Preferiría hacerlo en persona. ¿Puedo pasar a ver...?
—Dímelo ya —insisto.
—Andrea... Ha ocurrido algo muy grave con Andrea —afirma serio.
—¿Qué pasó? —rujo como si no lo supiera.
—Estuvo presente en el robo a una de las bodegas del muelle. Le dieron un disparo. La declararon muerta hace una hora en el Hospital General. Hubiera querido llamarte antes, pero m...
Sigue. No lo estoy escuchando.
Cómo quisiera poder llorar. Quisiera poder decir algo, gritar, no sentir nada.
—Lector —lo interrumpo —No entiendo lo que acabas de decir —clamo. Escucho mi voz decir esas palabras. Es la voz de un hombre destrozado.
—Lo lamento mucho, Giorgio —dice sin una pizca de compasión.
No merezco compasión, no merezco nada. Solo el infierno que me espera.
—Tengo que verla —clamo con profundo dolor.
—Hay otro problema con eso —afirma Elec —. No encuentran su cuerpo.
La esperanza es una perra desgraciada.
El aire entra a mi cuerpo por un instante. Luz y oscuridad se disputan mi alma, argumentos opuestos, ideas de ida y vuelta en mi mente en fracciones de segundo.
—Voy para allá —cuelgo.
Más tarde
La sala de espera del área de urgencias está casi vacía. La gente que queda duerme en el piso.
La gabardina que no me he quitado desde aquello está empapada.
Imagino un instante que me paro frente a un batallón de fusilamiento, o frente al tránsito.
Pero me urge llegar, no sé a dónde, no sé para qué. Aurelio solo condujo a donde le dije y como le dije, no tiene idea de nada.
"Giorgio", dijo el agente de negro con cara de niña cuando me bajé del auto, "No era necesario que vinieras, la policía ya tomó el caso, están indagando, revisando las cámaras..."
Sigo de largo, voy hacia la entrada del área de urgencias, aferrado al bastón, dando zancadas. Paso sin hacer caso del guardia, buscando...
Elec viene detrás, hace señas para que me permitan el acceso, nadie se atreverá a detenerme.
Andrea no está ahí.
Voy de vuelta a donde Aurelio estacionó el auto, pasando de Gabriel, pasando de todo, desesperado.
Escucho mis gritos, pero es como si exclamara otra persona.
—¿Qué carajos, Lector? ¿Dónde está Andrea? ¡¿Cómo me dices que está muerta si ni siquiera saben dónde está?! —clamo a media calle. Miro mi reflejo en los ventanales del hospital. Me veo lúgubre, aterrador. Culpable.
Volteo hacia Gabriel que se mantiene impasible.
—Certificaron su muerte y llevaron su cuerpo a la morgue, pero está el de una persona indigente en su lugar. Ya lo buscaron por todas partes y no lo encuentran. Estamos investigando —dice con toda calma.
Tengo el impulso de ir a ese sitio, pero otras treinta ideas se agolpan en mi mente.
Los muertos no caminan. No desaparecen.
No puede estar muerta.
No puede.
Tres semanas después
—Tiene que comer más, joven. Por favor —suplica Mary.
Veo de lado la charola sobre mi escritorio. La ignoro.
—Después —replico ente dientes. Bebo otro trago de la botella.
Helena viene y se va. Asumo que ella fue quien se lo dijo a María. Ella debió avisarle a Andrea cuando salí. Ya no me importa.
—Joven, tiene que bañarse, debe cambiarse de ropa —insiste María.
—Para qué —replico.
—Hoy es el servicio.
Volteo a verla. Es pésima para ocultar su aflicción.
—Basta, María. No van a sepultarla, no encuentran su cuerpo —afirmo. Toda mi existencia pende de esa idea. De eso y del odio profundo que siento por la maldita OINDAH, por el tal Harry, por mi padre y su proyecto, pero sobre todo, por ella.
"Ella va a estar ahí", me digo.
Dejé la Colt en una de mis bodegas en el centro. No quisiera ir a la cárcel antes de saber.
Tengo que saber.
Me bebo el vaso de leche que María trajo con lo demás. Me pongo de pie, la ropa apenas se sostiene sobre mi cuerpo.
—Prepare mis cosas —ordeno.
Esa tarde, en el cementerio
Creo que me voy a volver loco.
Tenía el deseo demente de bajar del auto y abrir el ataúd para ver que realmente mi Andrea no estuviera ahí. La he buscado con la mirada entre la gente que se congrega alrededor de la fosa abierta. He creído verla un par de veces.
Sigo bebiendo. No quiero bajar y encontrarme con el tal Harry. Lo cosería a golpes, le arrancaría la lengua con las manos. Maldito infeliz.
No se cuánto tiempo ha pasado, veo a la gente moverse a la distancia.
Bajo del auto, olvido el bastón, olvido el dolor de la artrosis, olvido para qué quería bajar.
Solo siento ira, furia.
Levanto la mirada.
Una mujer joven, vestida de negro, se encuentra como diez metros frente a mí. Distingo sus grandes ojos castaños. Me traspasan.
Lleva colgada una placa del cuello. Pienso en la de Andrea. Mi pecho se satura de una emoción indescriptible, muy intensa.
No es la placa que perdió Andrea.
Es ella.
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