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Dicen que siempre es bueno ver a los viejos amigos. Pero este no es un amigo cualquiera.

El proyecto que dirijo es un secreto, que mi padre legó parte de su patrimonio a la OINDAH, no. Carlos Caballero opina que no tiene sentido que se oculte que alguien de la organización trabaja conmigo, al ser heredero de las deudas morales de mi padre.

Más que deudas parecen una condena.

Helena me dijo que la contactaron de la oficina de mi amigo De Lois. Como esperaba el Director, pidió verme.

Es un hombre muy ocupado, preguntó si podíamos encontrarnos en el centro. Accedí por una simple razón: quiero saber qué tanto le dijo mi padre sobre el asunto.

Aurelio me conduce a un edificio particular. Me duele la cabeza. He estado limitando el Alprazolam cada vez más, por lo que ahora duermo mucho peor.

Desciendo del auto en el estacionamiento subterráneo y tomo el elevador. Las puertas se abren junto a un pasillo de mármol blanco. Al final hay un tipo musculoso con una playera gris. Este debe ser "el hombre de confianza" de De Lois que ha seguido a Andrea.

Me saluda, hace una reverencia con la cabeza, abre la puerta.

Lo trato con la mayor indiferencia posible, como la basura que es. En otras circunstancias le hubiera dado con el puño en la quijada.

De Lois y su grandilocuente gusto. Este pent house tipo industrial de acero y ladrillo rojo tiene toda la pinta de un departamento de soltero. Si lo sabré yo.

Él está sentado en un sillón blanco, como si fuera el maldito César.

—¡Amigo! ¿Cómo te encuentras? —Se levanta y se apresura a tenderme la mano. Lo saludo con firmeza. Noto el vistazo rápido que le da al bastón del que me sostengo con la izquierda.

—Bien, gracias —respondo. Sonríe. Yo ni siquiera hago el intento. Me conoce, no necesito tratar de fingir.

—Pasa, por favor, tomemos asiento —señala la sala color mostaza sobre la duela—. ¿Te puedo ofrecer algo? Tengo un coñac de colección.

—Sí —respondo. Ambos bebemos desde muy jóvenes, lo hicimos en muchos eventos. Sirve dos copas, me pasa una.

—Lamento mucho lo de tu padre. Era un gran hombre —asevera. Mi padre era como su tío. No dudo de su pesar.

—Te lo agradezco.

—Hace tanto que no nos vemos. ¿Cuándo fue la última vez? —me escudriña con sus ojos celestes. Aún se deja los rizos largos. Él solía decir que eran como los de Alejandro Magno, pero a mí me recuerdan a los de Shirley Temple.

—Hace como ocho años. ¿A qué debo el honor de tu invitación? —pregunto sin rodeos.

—Tu padre me llamó hace unos meses. Me dijo que trabajaría en la OINDAH con un proyecto propio. Imagino que ahora tú te harás cargo de esos asuntos.

—Mi padre era un filántropo, apoyaba varias causas humanitarias. Dejó fondos en su testamento para diversas instituciones entre las que se encuentra la OINDAH, aunque pienso que es un gasto absurdo —afirmo con seriedad. Él sonríe más divertido.

—De no ser por hombres como él yo no trabajaría en tan noble institución. Lo que quería era ponerme a tus órdenes en caso de que necesitaras algo respecto a la organización. Quisiera que tuvieras la confianza de conversar conmigo, puedo ayudarte con lo que necesites, por tu padre.

Afirmo con la cabeza.

Me habla de su cargo, dice que puede poner a todo su personal a mi disposición.

Quisiera preguntarle qué más le dijo mi padre cuando hablaron, pero si muestro un ápice de interés sabrá que estoy más involucrado de lo que parece. Esa siempre fue mi ventaja en el ajedrez, mi cara de póker. Alex trata de leerme, piensa que puede hacerlo. Pero yo sí veo con claridad su interés.

Hay otra conversación tras la aparente.

Quiere manipularme, como hace con todo el mundo.

Como con el idiota que está a la puerta, al que puso ahí para que yo sepa que tiene a su guardia pretoriano a un chasquido, con el coñac que me sirvió que vale una fortuna, con la forma furtiva y condescendiente en la que mira el bastón de ébano, con su tono que es el que usaba en sus veinte para regodearse cuando creía que le iba a ganar un juego de ajedrez a un chico de diez años.

Sigue hablando y sirviendo coñac. Ya llevamos media botella. Para mí ha sido como tomar limonada. Él se ha puesto rojo como jitomate.

—¿Recuerdas nuestras partidas? —pregunta tras relatarme cómo resolvió una querella en la que participó el equipo legal del Dalai Lama.

—Recuerdo haberte vencido varias veces —afirmo.

—No debí darte ventaja. ¿Qué te parece si jugamos? por los viejos tiempos —Le brillan los ojos. Señala el tablero que noté al entrar, así como las ventanas con vista a toda la ciudad.

Dejo escapar una bocanada de aire. Debería irme, pero no quiero perder la oportunidad de derrotarlo otra vez.

—Gracias —digo. Me pongo de pie con algo de trabajo y me acerco a su mesa del tablero.

—Eres mi invitado, por favor, comienza.

—Jamás juego con las blancas —le recuerdo. Hace otra vez con ese gesto de suficiencia.

Dejamos la partida a medias cerca de las doce de la noche.

Pude hacer jaque mate un par de veces, pero preferí prolongar el juego. Se lo toma tan a pecho que genuinamente me hace mucha gracia.

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