10
Septiembre
Ninguna enfermera soportó atenderme. La siguiente era cada vez más idiota que la anterior.
Pero ya no necesito de sus servicios.
Me levanté de la cama finalmente. Quince quilos menos. Lisiado. Recuperé el uso total de la mano derecha.
De la rodilla no.
Laura ha llamado todos y cada uno de los malditos días. Respondo, no digo nada. Cuelgo.
Espero ese momento para respirar un instante antes de volver a sumergirme en un océano de dolor.
Mi padre. Insiste en que debo prepararme para ver por la tipa por la que no puede venir a verme. No imagino qué pasará si se atreviera a pararse frente a mí.
Ya no duermo en el despacho, retomé mi habitación de siempre, vestida para el adulto miserable y jodido que soy.
Aún uso ropa deportiva y camino con una andadera, como si fuera un anciano.
Un anciano miserable y jodido.
El proyecto de mi padre sigue su curso. Espero a alguien hoy. La tal Andrea. Vino ayer, no la recibí. Le dije la atendería el día siguiente. Me visto para esperarla.
Seré un lisiado, pero ya no tengo que verme como uno. Camisa blanca de seda italiana. Pantalón gris oxford de casimir. Abrigo ligero de lana negra, que me cubra la rodilla que me causa un perenne suplicio.
Zapatos oxford negros, doble perforado. Todos los del lado derecho tienen un pequeño ajuste, porque mi rodilla con artrosis lo requiere.
Bajo el pantalón, la rodillera que nunca podré dejar de usar.
Me miro en el espejo. Parezco un villano. Uno muy jodido.
La rehabilitación se la debo a mi coach. Vino con el preparador físico del equipo. Entre ambos hicieron que me levantara de la cama y recuperara tono muscular apenas para poder mantenerme de pie, como en este momento.
Fueron semanas de otro tipo de agonía. Una que podía controlar. Cuando me dijeron que no podrían hacer más por mí les di las gracias.
Creen que me lo debían. Yo les di tres campeonatos.
Nadie se dignará a buscarme jamás. Soy un paria. Un indeseable. Todo el mundo sabe lo que le hice a la amada Laura Esther. Se armó una campaña para acabar con mi reputación. No es que la necesitara. Solo que el odio hacia mí se hizo viral.
No he salido de la mansión desde que llegué en esa camilla. No tengo a qué salir otra vez.
Caminar es una pesadilla. Antes, podía recorrer el campo como una gacela. Ahora no puedo ni bajar las escaleras sin sentir como si una decena de agujas se clavaran en mi rótula.
A veces, la rodilla no me responde. Si no fuera por la andadera, estaría siempre en el piso.
Espero a la famosa Andrea.
Hice que pusieran algunas cosas en el despacho. Un escritorio enorme. El sillón de visitas frente a él. Una silla giratoria que nadie notará es ortopédica. Así podré ver el prado, el bosquecillo que lo limita. Que me recuerden que la esperanza es algo que está detrás de la ventana del claustro del que no voy a salir jamás.
Hice que trajeran algo más. Lo único que hace tolerable mi suplicio. El whiskey.
Justo miro la noche detrás de la ventana, cuando veo el reflejo de Mary en los cuadros de cristal divididos por marcos de delicada madera. Su reflejo lo dan las llamas de la chimenea. Es la única luz que me permito hoy.
Se acerca. La anuncia.
—Qué pase. A ver qué noticias me trae de mi querido padre. Uno que pudo venir unas horas a firmar un contrato que nos compromete a ambos y que no ha podido dignarse a visitar a su hijo destrozado.
Minutos después aparece Andrea en la puerta doble. La luz clara del vestíbulo recorta su silueta. Incluso así me recuerda tanto a Laura...
Camina con seguridad, pero con cautela hacia el fondo del salón donde me encuentro. Escogí este sitio para poner el escritorio, junto a la ventana. Me permite estudiarla mientras recorre los nueve metros.
—Hola, buenas noches —dice con voz dulce. Parece tímida.
—Siéntate —le ordeno. No estoy de humor para cortesías—. Así que... eras tú en el hospital.
—Sí. Me da mucho gusto que estés mejor —asevera.
—No tienes idea. ¿Qué haces en la ciudad? —Voy al grano.
—Hace nueve meses fui diagnosticada con leucemia mieloide en fase acelerada. El trabajo de tu padre me salvó la vida. Ahora estoy trabajando en la OINDAH para armar el laboratorio en el que desarrollará la investigación del suero que sintetizó.
Traté de hacer un sonido afirmativo. Sonó como un gruñido.
—Eres bioquímica entonces —afirmo. Pienso un instante en mis padres. No podían ejercer sus profesiones en campos más disímiles. Por eso fui un atleta. Fui.
—Acabo de terminar la licenciatura —respondió.
Es más fácil hablar con ella de lo que esperaba. Quizá porque no he visto a nadie distinto a mi personal desde hace semanas. Y seguro que esta mujer no está enterada de la quema de brujas de la que soy objeto en la ciudad.
—Gracias por haberme recibido. Tu casa es bellísima —comenta. Quiere romper el silencio a como de lugar. Odio la conversación ligera casi tanto como odio al engendro por el que mi padre está tan ocupado.
—No tengo más remedio que estar aquí por ahora.
Observo las ojeras bajo sus ojos verde avellana, de los que solo distingo el brillo desde este lugar.
Otro silencio. En esta ocasión es roto por el rugido que hace su estómago. Se ruboriza hasta las orejas.
—Oh. Discúlpame, por favor. No he tenido mucho tiempo para comer. Inclina la cabeza, dejando caer mechones de su cabello sobre el pecho.
Me siento como un lobo acechando a una presa.
Lo pienso solo un instante. No tengo nada qué perder.
Saco la andadera oculta a su vista detrás del escritorio, me levanto con cuidado y paso junto a ella hacia la puerta, rumbo a la cocina.
—Acompáñame — le ordeno.
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