Un viaje a las montañas:
Cuando al fin salió la caravana, eran las cinco de la mañana. La lluvia aún no cesaba. Trasladando al cadáver en el maletero del auto iban Bruno, Clara y Ana. En otro auto, que los seguía muy de cerca, iba el matrimonio Morales, junto con Elena y Gabriela. Se dirigían fuera de la ciudad, donde las montañas se elevaban, dejando atrás las casas y, por lo tanto, también a posibles testigos curiosos. No podían cometer más errores...
Cerca del camino que los llevaría a las montañas, en una ruta muy concurrida, se encontraron con un embotellamiento. Aún no lograban salir del todo de la ciudad.
— ¿Qué ocurre? —preguntó Clara, nerviosa.
— Ni la menor idea... No se puede ver nada —dijo Bruno, tan nervioso como ella. La cortina de agua era casi impenetrable.
— Es tan extraña esta lluvia... ¡Si nunca llueve! —opinó Ana, con molestia.
El hombre llevó el auto lentamente hacia unas luces, que terminaron siendo las de la policía vial. ¿Sería un control policial?... Los tres se miraron con el horror estampado en el rostro. Se encontraban atrapados y no podían escapar, ya que la calle estaba bloqueada por un sinfín de vehículos.
— Esto no puede estar pasando —susurró Clara, con un tono agudo. Tenía un rosario entre las manos y comenzó a rezar... hasta que cayó en la cuenta de que Dios no la iba a ayudar ¡por ser cómplice de un asesinato!
Bruno acercó el auto al hombre uniformado, que llevaba una linterna y que los alumbró con ella. Éste le hacía señas para que detuviera el vehículo... Lo que más temían estaba a punto de suceder.
— ¿A dónde se dirige, señor? —le preguntó, cuando Bruno bajó la ventanilla un poco a regañadientes. El ruido del tránsito y la lluvia era intenso.
— No muy lejos, a unas cuadras —le gritó, señalándole adelante, con la suficiente compostura para el caso.
— Va a tener que dirigirse hacia la derecha. Ha habido un accidente —le ordenó, indicándole un camino lateral. Éste se dirigía de nuevo a la ciudad, algo que no deseaba ninguno, no obstante no había alternativa.
Ni siquiera intentaron contradecirlo, era mejor que no les hiciera más preguntas. Respirando profundo y con las manos temblando, Bruno dirigió su vehículo hacia donde le indicaba el hombre.
Anduvo unos cuantos metros hasta que, después de pasar una curva pronunciada dejando atrás el lugar, detuvo el auto.
— ¿Por qué te paras? ¡Hay que huir! —manifestó Ana, que estaba blanca como el papel.
— Tenemos que esperar a los demás —indicó Bruno.
— Sí, no sé por qué tardan tanto... ¿No venían detrás de nosotros? —intervino Clara, que también quería huir pero estaba preocupada por sus amigas.
En efecto, el vehículo se encontraba justo detrás del de ellos cuando se detuvieron a hablar con el policía, sin embargo no había señales de que hubieran continuado. Mientras pasaban los segundos, comenzaron a alarmarse. Y una discusión se desató en el interior del auto.
— Hay que volver por ellos —propuso Clara.
— ¡No podemos volver! ¿Estás loca?... ¡Tenemos el cadáver en el maletero! —se enojó Ana.
— ¡¿Y si les pasó algo y están en problemas?! —replicó la otra mujer.
— No están en problemas... Si los tuvieran, hubieran llamado.
— ¿A quién? Yo dejé mi celular en el hotel...
— Yo también —confesó Ana, aunque a regañadientes—, pero tienen el de Bruno.
Hubo un breve silencio.
— Yo también lo dejé en el hotel —suspiró el hombre, contrariado.
— ¡Oh! Demonios —soltó Ana, junto con otros insultos. ¡¿Recién se daban cuenta que ninguno tenía un celular a mano?! ¡¿Qué clase de plan era ese?! ¡El de los más grandes inútiles!
Pasaron unos minutos en silencio... ¿Qué más podían hacer? No había plan B. Había que esperar a sus acompañantes. El problema era que no había rastros del auto de los Morales en la ruta.
— Definitivamente ocurrió algo —susurró Clara—. Si no podemos volver... ¿Qué hacemos entonces?
— Hay que seguir adelante con el plan —manifestó Bruno, encendiendo el motor del vehículo.
— Pero... pero...
— Clara, no podemos ayudarlos. Caeremos todos en cuanto abran el maletero... Hay que seguir con el plan original.
Bruno puso el auto en marcha y continuó por la ruta. Mientras tanto, Clara se quejaba y Ana lo alentaba.
— Conozco una zona descampada cerca de aquí, está dentro de la ciudad... No es tan alejada como pretendíamos... pero en este punto no nos queda otra opción. Pronto amanecerá... muy pronto. Tenemos que deshacernos de él y seguir como si nada —sugirió Bruno pero su voz tembló un poco. ¿Podrían dejar todo atrás? ¿Seguir como si nada?
Ana se dio cuenta de su duda e intentó darle ánimos.
— Nosotros no lo matamos, Bruno. Cuando descubran su cadáver, investigarán qué le ocurrió y la verdad saldrá a la luz... Nadie sabrá de nuestros planes. Nosotros nos salvaremos... Es la única manera.
— Eso espero —susurró Bruno, con un hilo de voz.
Continuaron en silencio... hasta llegar a una verdadera zona descampada, detrás de una villa de emergencia, donde la gente que la habitaba dormía aún bajo sus casillas de cartón y chapa. Nadie advirtió el auto que llegó esa madrugada... Nadie advirtió a las tres personas que bajaron de él y dejaron, en medio de la oscuridad, un cadáver. Y muchos menos, se dieron cuenta cuándo se fueron, junto con las últimas gotas de lluvia, que había inundado todo a su paso.
— ¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Ana.
— Van a ser las... seis y cuarto de la mañana. Tenemos que volver al hotel —dijo Bruno, mirando su reloj de pulsera. El cansancio se notaba en su rostro al igual que en el de las dos mujeres.
— ¿Pero... y los demás? —indagó Clara.
— Ojalá se encuentren ya allí —suspiró Bruno—. Sino cuando recupere mi celular les llamaré.
Cuando llegaron al hotel ya había amanecido... Sin embargo, el auto de los Morales no se veía por ningún lado.
— ¡No están! —exclamó Clara, verdaderamente preocupada.
Se miraron y el pánico se reflejó en sus ojos. Bruno fue el primero en romper el silencio:
— Probablemente dejaron a Gabi y a Elena en casa y volvieron a su propia casa a cambiarse —opinó, sin mucha convicción.
— Sí —asintió Ana, moviendo la cabeza de arriba abajo.
— Pero... —titubeó Clara, el hombre la interrumpió:
— Hay que continuar. Ustedes suban y vistan a la novia, como quedamos. Yo iré a ver si me encuentro con Mauricio para decirle lo que hemos pactado... que vi salir muy temprano a Hugo.
Ana se bajó del auto, sin embargo Clara se detuvo...
— ¿Y si ven las cámaras del hotel? —preguntó.
— No lo harán. Cuando declare que lo vi salir del hotel antes del amanecer creerán que se fue a reunir con alguno de sus sucios socios. Allí hubo una pelea y lo hicieron "desaparecer"... Nadie se preocupará por las cámaras.
— Dios nos ayude...
En el tono de su voz se notó la falta de ánimo que sentía. El lío en que estaban metidos era realmente grave... Por otro lado, algo había pasado con los demás y eso le preocupaba... ¿Por qué nada tenía que salir bien?
Clara siguió a Ana dentro del hotel y ambas fueron a vestir a la novia.
Cuando el auto de Bruno avanzó por el camino indicado sin tener ningún tipo de inconveniente, los que venían en el de atrás suspiraron de alivio. El señor Morales avanzó con su vehículo y se detuvo al lado del policía de tránsito. Éste le preguntó exactamente lo mismo que a Bruno, pero el hombre no fue tan ágil para inventar una mentira.
— ¿Do... dónde va... vamos? —tartamudeó. El hombre uniformado los apuntó con la linterna, mirándolos fijo—. Ammm... por ahí.
— ¿Por ahí? —repitió el policía, desconcertado.
— Qui... quiero decir, por aquí cerca —aclaró el señor Morales.
Hubo un breve silencio.
— Sí, no se preocupe... Vamos a casa de mi hija... No es que llevemos un cadáver en el maletero o algo por el estilo —intervino la señora Morales, con una sonrisa falsa y torcida. Sus manos temblaban un poco.
Todos la miraron con los ojos bien abiertos, sin poder creer que hubiera dicho aquello. El silencio se extendió y el ambiente se puso tan tenso que explotaría en cualquier momento. De pronto, Gabriela largó una carcajada...
— ¡Eso fue muy chistoso, tía! —exclamó, palmeándole los hombros.
Los demás acompañantes la secundaron con risas que, sin embargo, distaban de parecer naturales. El sujeto uniformado pareció titubear, se alejó un poco de ellos y comenzó a hablar rápidamente con un compañero.
— ¡No puedo creer que dijeras eso! —retó a su esposa el señor Morales.
— ¡Estoy muy nerviosa! Se me escapó —replicó muy nerviosa.
— Hay que huir... ¡Se dieron cuenta!... ¡Iremos a la cárcel! —manifestó Gabriela a punto de perder la compostura.
— ¡Shhh, no grites! ¡No tenemos ningún cadáver en el maletero!... Déjenmelo a mí —ordenó Elena.
Cuando el hombre volvió, Elena intercambió algunas palabras con él y terminó mostrándole su identificación. Éste al fin sonrió al identificarla como una integrante del cuerpo de policías...
— Pueden continuar, no hay inconveniente, pero deberán esperar. Ahí llega la ambulancia —indicó, mientras sus palabras eran tapadas por el estridente sonido de una sirena. Tuvo que gritar para hacerse oír.
El señor Morales llevó el auto hacia la calzada y detuvo la marcha, al igual que otros conductores que estaban esperando en la cola detrás de él. Mientras maldecía su mala suerte, ¡no había tiempo que perder! No obstante las circunstancias no los iban a acompañar porque sólo pudieron continuar pasados los 45 minutos. Cuando todos estaban a punto de derrumbarse ante la presión.
— ¿Dónde está el auto de Bruno? No los veo por ningún lado —comentó Gabriela, preocupada.
— Bruno es un hombre sensato, tiene que haber continuado con el plan —manifestó su tío.
— ¿Entonces, qué hacemos? —preguntó la joven y añadió—. Necesitan toda la ayuda posible... ¿Y si les ha ocurrido algo?
— No creo, se hubieran comunicado con nosotros —opinó el hombre. Y Gabriela le dio la razón... Nadie sabía el problema de los celulares.
Tomaron un camino rural de tierra que, mediante un rodeo de quince minutos, desembocaba en la misma ruta por dónde habían venido. Desde allí siguieron hasta las montañas. Sin embargo, no encontraron ni rastros de sus acompañantes en varios kilómetros. El tiempo parecía volar...
— Deben estar cerca, no creo que hayan ido más lejos. Está amaneciendo —comentó el señor Morales.
La claridad se extendía en el horizonte y a cada minuto que pasaba el panorama era más y más nítido. Ya se podía observar la cumbre de las montañas.
— No, no lo creo. Deben haber regresado —sugirió Elena.
— Si así hubiese sido, nos hubiésemos topado con ellos —replicó el hombre.
De pronto, el auto empezó a dar tirones y a perder fuerza. Su conductor lo llevó hacia un costado... hasta que se detuvo.
— ¿Qué pasó? —preguntó su mujer, perpleja.
Elena largó un insulto.
— Se quedó sin combustible —confesó el hombre, pasando su mano por la cabeza.
— Pero... pero, ¿no sabías que no tenía?... ¡¿Cómo no te diste cuenta?! —se enojó su mujer, comenzando una discusión.
— ¡¿Qué quieres, mujer?! ¡¡Estaba con la cabeza en otro lado!!
— ¡¡Siempre eres el mismo!! —respondió su mujer.
— No puedo creerlo —susurró Gabriela y, mientras los demás se gritaban, rebuscó en su ropa y sacó el celular. Marcó el número de Bruno... Tendrían que venirlos a buscar... ¡Otro inconveniente más! Pensó desanimada. No obstante el hombre no atendió. Luego probó con el de Clara... y el de Ana... Nada...
— ¿Qué ocurre? —preguntó Elena, cuando su amiga largó un insulto.
— Nadie responde...
El silencio se extendió dentro del auto... De pronto, Elena abrió la puerta y salió... Su amiga, sorprendida, la siguió, mientras el matrimonio volvía a discutir.
— ¡Espera! ¿A dónde vas?
— Hay que volver. ¡Ya amaneció!... Los demás deben estar ya en el hotel —dijo Elena, de mal humor.
— No, hay que esperar, seguro están cerca —la contradijo.
— Vamos, Gabi, pasó demasiado tiempo. ¡¡Hay que volver!!
— ¿Y si les pasó algo? ¡No podemos abandonarlos!
— No les pasó nada...
La joven corrió detrás de Elena, que continuaba caminando por la banquina a paso rápido.
— ¿Qué piensas hacer? ¿Ir a pié?
— ¿Hay otra opción? —le preguntó la mujer, deteniéndose y encarándola.
— ¡Estamos a kilómetros de la ciudad! ¿Estás loca?
Elena se molestó y suspiró de frustración... No quería reconocerlo, pero su amiga tenía razón. Además que no adelantaban nada con peleas. El señor Morales, un poco agitado, las alcanzó en ese momento. Por suerte la lluvia se había detenido al fin.
— Vuelvan al auto. Según el mapa hay una estación de servicio a medio kilómetro por esa dirección —dijo señalándoles una pequeña calle de tierra que había cerca—. Voy a ir a conseguir nafta y volveré lo más pronto que pueda.
Elena refunfuño un poco, pero al final aceptó regresar. Gabriela ni lo había pensado y ya se encontraba dentro del auto.
Lamentablemente, una hora después, seguían allí... El calor del desierto se empezaba a sentir y la humedad desacostumbrada de aquella terrible tormenta, aumentaba el sopor. El sudor hacía que la ropa se pegara a su cuerpo. Habían abierto casi todas las puertas de todo el auto con la esperanza de que una inexistente brisa entrara para calmarlas.
— No podemos seguir aquí... Hay que hacer algo —dijo Gabi, que no aguantaba más.
— No pienso moverme de este auto hasta que venga mi marido —replicó con testarudez la mujer. La discusión ya se había dado antes.
— Si nos hubiéramos ido cuando quedamos, ya estaríamos viendo la ciudad —se quejó Elena—. ¡Ya pasó más de una hora! ¡No lo soporto más!
— Hay que esperar a Edgardo, tiene que estar por llegar —chilló molesta su mujer, mirando impaciente hacia la calle de tierra por donde se había perdido su marido.
Gabriela la tomó de los hombros y trató de razonar con ella.
— Señora, es muy posible que la estación de servicio no esté dónde creíamos. Probablemente haya seguido de largo. Quizá tarde mucho más y la boda es en unas horas.
— Sí, hay que volver —la interrumpió Elena, que ya había perdido la paciencia—. ¡Miren, ahí viene un auto!
La joven bajó corriendo del vehículo y comenzó a hacerle señas al auto. Su amiga la siguió, no obstante la detuvo. Tratando de que bajara los brazos.
— ¡Espera! ¡Espera un momento! ¡No podemos abandonarla aquí a su suerte! ¿No la escuchas? Está gritado que no se irá sin su marido.
— ¿Y qué quieres que hagamos? ¡Tenemos que volver!
— ¡Ya lo sé!... Sin embargo no la abandonaré —indicó Gabi decidida y le dio la espalda, comenzó a volver al auto.
Elena fastidiada la siguió, mientras la posible ayuda pasaba al lado de ella a unos 100 kilómetros por hora. No se dirigió al asiento trasero sino que abrió la puerta del de la mujer.
— Mire, señora, siento mucho lo de su esposo pero tenemos que irnos. Puede tardar horas en volver.
— No —replicó, cruzándose de brazos.
La mujer policía perdió la paciencia.
— ¡Su hija se casa en unas horas! ¿Qué piensa hacer? ¡¿Abandonarla justo ahora cuando va a ser plantada en la ceremonia por el novio?!... ¡¡Hugo está muerto y no aparecerá...!! ¿Se imagina la situación?... Su hija va a derrumbarse porque sentirá que la abandonó. ¡La necesita ahora más que nunca!... Y cuando la verdad se descubra... ¡Todo va a ser peor!... ¡Su esposo puede sobrevivir solo muy bien! ¡Puede dejarle una nota para que sepa que tuvimos que partir!
La señora Morales, cruzada aún de brazos, ni siquiera se dignó a responder. Entonces, la joven, hastiada, cerró la puerta. Su vista se dirigió hacia la ruta y pudo ver que un camión se acercaba... Decidió volver sola. Corrió y le hizo señas para que parara, mientras Gabriela le gritaba. Esta vez el conductor detuvo el auto.
Al ver que Elena abría la puerta del camión y conversaba con el robusto hombre de camisa azul transpirada, Gabi se bajó del auto y corrió hacia ella. ¡No podía creerlo! ¡No conocían a ese hombre! ¿Y si Elena aparecía muerta al día siguiente? ¡No podía dejarla ir sola!
— ¡Espera, Elena, no puedes irte sola!
— Vamos, no seas tan protectora.
— Pero...
— Entonces ven conmigo —le propuso.
— Sabes que no puedo dejar sola a...
— Este buen hombre nos llevará hasta el pueblo más cercano, después podremos volver en colectivo a la ciudad —la interrumpió, mirándola fijo para que se callara la boca y no incomodara al amable personaje.
Su amiga intentó discutir...
— ¡Basta! Si ella quiere quedarse... que se quede a esperar a su marido.
Luego de decirle esto, Elena comenzó a empujarla dentro del asiento del camión. El robusto hombre le sonrió, mostrándole sus podridos dientes y guiñándole un ojo. En ese momento, antes de que la otra joven pudiera subirse, se escuchó un grito. La señora Morales venía corriendo tras ellas, agitada. Había pensado en su hija... Unos minutos después, se apiñaban las tres en el reducido asiento.
No hablaron mucho durante el trayecto y sólo se oyó la música espantosa que le gustaba al hombre. De todos modos, no dejó de guiñarle el ojo a Gabriela. Cuando llegaron al pueblo, un conjunto de casas desteñidas y sucias, se detuvieron en una estación de servicio.
— Disculpe, ¿no sabe dónde se toma el colectivo para la ciudad? —le preguntó Gabi a una mujer que pasaba con el carrito de compras. Ésta le indicó de manera muy amable el sitio. Sin embargo, les dijo que recién pasaba dentro de una hora.
— ¡Pero la boda es en una hora! —exclamó la señora Morales.
— Si quieren yo puedo llevarlas... Pensaba hacerle una visita... a mi primo —sugirió el robusto hombre del camión, con una sonrisa.
Gabriela dudó... se imaginó, por el tono empleado que sólo era una excusa para acercarlas a la ciudad pero, ¿les quedaba otra opción?... Quince minutos después continuaban camino, apiñadas en el asiento del camión. En un momento, el conductor estiró un brazo por los hombros de la joven y le sonrió.
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