La llamada:

 Aquel día no fue como cualquier otro, se había levantado con un molesto dolor de cabeza y ella sabía bien por qué, siempre era lo mismo, pero simplemente no podía evitarlo. El día anterior se había comprometido para ir a almorzar a la casa de su madre... y odiaba hacerlo. Realmente lo detestaba. Su madre era la gran cruz que siempre transportaría a su espalda, ya lo había asumido... No es que no la quisiera... Ella siempre conseguía la forma de humillarla comparándola con sus hermanas y hacerle pasar un mal rato. Gabriela era la peor de sus hijas, lo sabía muy bien, porque se lo había dicho en alguna que otra ocasión. Así que, cada vez que tenía que hacerle una obligada visita, la noche anterior no dormía por las pesadillas. En ese momento, su madre seguramente ya estaría planeando la mejor forma de hacerle sentir como si fuera un asqueroso bicho.

La joven se pasó toda la mañana en el trabajo bastante inquieta y distraída, imaginando en qué estaba pensando cuando aceptó la invitación de la mujer y reprochándose su debilidad o falta de fortaleza para rechazarla... Sin embargo, no debía ser tan dura consigo misma... La llamada de su madre fue súbita e inoportuna y no pudo encontrar una excusa para no ir. Había sido un golpe de mala suerte y, al transcurrir el día, eso no cambaría...

El teléfono de su oficina sonó, haciéndola pegar un respingo y devolviéndola a la realidad. El número de su línea privada no lo conocía casi nadie. Por lo general su secretaria le informaba cuando había un llamado de algún cliente... Excepto... su madre. Una sonrisa apareció en su rostro al imaginar que había decidido cancelar el almuerzo, bien porque una de sus amigas se había presentado en casa sin anunciar su llegada, uno de sus numerosos gatos había tenido un accidente... ella tuvo un accidente mientras conducía o mientras estaba en el baño... ¿Y si se había muerto? Pensó... La sonrisa siguió en su rostro al tomar el tubo.

— Hola.

— ¿Gabriela? ¿Gabriela Bellini?

— ¿Sí? —Aquella voz le sonó levemente conocida. Pertenecía a alguien de su pasado, no obstante no pudo identificarla con el rostro de alguien.

— ¡Soy Elena! ¿Cómo estás, Gabi? —dijo animadamente la voz. Hubo un breve silencio—. Elena Mestre... No me digas que no te acuerdas de mí.

El rostro de la joven se transformó por completo, perdió los colores poniéndose blanco como la tiza. Parecía como si le hubiera llamado la mismísima muerte, la parca del destino. Sus manos comenzaron a temblar incontroladamente. Colgó el tubo del teléfono sin responder y se levantó de golpe, mirándolo horrorizada con sus ojos grises. Los recuerdos la atormentaron y el temblor se esparció por todo su cuerpo.

Como el teléfono comenzó a sonar de nuevo, salió de su despacho. Se sentía abrumada... ¿Cómo Elena había conseguido el número de su línea privada?... Había pasado tanto tiempo sin saber de ella... Tantos años... El recuerdo logró asquearla y lo apartó de su mente... Sí, pensó, había sido la muerte quién llamaba... Había marcado su vida a fuego la última vez que la vio. Desde entonces se había sentido como muerta en vida.

Llegó hasta el escritorio de su secretaria, una mujer madura con lentes que estaba al teléfono, y siguió de largo hasta la otra punta del vestíbulo, donde se encontraba una mesa con una cafetera y vasos de plástico. Con el visible temblor aún en sus manos, tomó uno de ellos.

Su secretaria la miró sorprendida. Si la joven deseaba algo por lo general se lo pedía a ella para que se lo alcanzara. Colgó el teléfono y fue entonces cuando escuchó el sonido...

— Señorita Bellini, está sonando su línea privada —le indicó, tratándola formalmente.

— Deja que suene. —La voz salió débil de su garganta.

La mujer le guiño un ojo... pensó que seguro era su madre. Hacía unos años que trabajaba con Gabriela y había tenido la oportunidad de conocerla, por lo que ya no le sorprendía que cada vez que tenía que ver a la señora Bellini se enfermara súbitamente. Según su propio criterio, era una mujer muy dura... y cruel. Tenía una mente sádica... No le agradaba.

Sin embargo, en esta ocasión a Gabriela le hubiera gustado que fuera su madre quien llamara. Podía soportar la conversación del demonio sin derrumbarse pero no la de la mismísima parca.

Luego de tragar un poco de café sin azúcar pudo controlarse y pensar más claro... Era realmente muy extraño. Pensó que jamás volvería a saber algo de Elena Mestre, su "ex" mejor amiga... ¿Qué querría la maldita zorra?

— En menos de media hora llega el señor Quiroz —le recordó su secretaria. La veía un poco distraída y no se equivocaba.

— ¿Quién?

— El inversionista que mandó la firma de Los hermanos Graff.

— ¡Ah! Gracias, Susana, lo había olvidado por completo.

Sus pies se dirigieron a la oficina, tenía obligaciones que cumplir. Sacó el expediente y se puso a estudiarlo pero el maldito teléfono comenzó a sonar otra vez. ¡La distraía sin cesar!... No iba a atender, por supuesto, pero de pronto una idea desafortunada se le metió en la cabeza... envenenando su decisión... ¿Y si fuera su madre cancelando la cita? ¿Y si fuera el encargado de su casa para informarle de algo? Maldijo a su suerte y atendió.

— ¿Sí?

— Gabriela no cortes, yo...

Cortó el teléfono... ¡Maldita Elena!... No obstante, su ex amiga no era de las personas que se rendían con facilidad o de las que tenían tacto, ni consideración con los sentimientos ajenos. Volvió a llamarla, todo el tiempo... Parecía que no tenía nada mejor que hacer. El ruido del teléfono se convirtió en una tortura para Gabriela. Logró sacacarla de sus casillas.

— ¡Cállate! ¡Cállate, maldita zorra! ¡Asquerosa prostituta!

Golpeó el teléfono con la agenda... ya estaba harta, no lograba concentrarse en nada. Se puso de rodillas en el piso y gateó debajo del escritorio hasta la pared, donde el cable del teléfono se unía al enchufe. Tiró de él una y otra vez para desengancharlo y desconectar el aparato... pero parecía pegado a la pared.

— ¡Maldita sea! —murmuró de mal humor. La rabia había superado a cualquier otro sentimiento que tuviera contra su amiga.

— ¿Señorita Bellini?

Gabriela dio vuelta la cabeza, sorprendida. Un hombre mayor de severo aspecto la contemplaba ceñudo, desde el umbral de la puerta, mientras que su secretaria tenía la boca abierta. La joven se incorporó con rapidez, acomodándose la ropa. Agachada en el suelo su falda negra se había levantado y ¡acababa de mostrarle los calzones al nuevo inversionista! ¡¿Eso no podía estar pasando?! Su rostro estaba rojo de la vergüenza y su torpeza aumentó.

— Sí, disculpe, ¿señor...? —Su secretaria, que estaba detrás del sujeto, le hacía muecas pronunciando el apellido que Gabriela debió recordar y que había olvidado por completo.

— Quiroga —dijo triunfante.

— Quiroz... —la corrigió el hombre, seriamente.

— Sí... Sí... Quiroz. Tome asiento, por favor —dijo indicándole la silla que estaba frente a su escritorio. Se sentía miserable, ese no era su día.

Lo bueno es que aquel cara a cara duró poco. Cuando terminó la entrevista pensó decepcionada en el completo fracaso de la misma. El teléfono no había dejado de sonar, interrumpiendo su voz, ella estaba tan nerviosa que no recordaba nada y el hombre terminó por molestarse... Era una desgracia...

Al entrar su secretaria al despacho para llevarle unos papeles y de paso averiguar cómo estaba, tenía la cabeza entre las manos... Su pulcro rodete se había inclinado y unos cabellos oscuros escapaban de él.

— ¿Cómo fue todo? —preguntó, temiendo saber la respuesta.

Gabriela ni siquiera se movió ante el ruido de la puerta.

— Muy mal. Dime que no le mostré los calzones...

— Bueno... pero sabe que no me gusta mentir. De todos modos, a los hombres eso les gusta.

— ¡Ay, no! —exclamó desanimada y ruborizándose—. No digas eso... Tiene que haber creído que soy un desastre.

— Lo hubiera disfrutado si usaras lencería más fina y no unas pantis de viuda.

— ¡Por Dios, Susana!

— Parecen pañales.

La mujer rió, más que su secretaria era su madre sustituta. La quería como a una hija.

— No había visto unas parecidas desde que vestimos a mi abuela para el funeral.

— No me fastidies... Suficiente voy a tener cuando vea a mi madre.

La mujer, dejando de lado la formalidad que le gustaba expresar allí manteniendo la distancia, le dio un intento de abrazo cariñoso.

— Deberías de estarte preparando, ya casi es hora —le dijo, señalando el reloj que estaba en su escritorio.

Gabriela se sobresaltó, había olvidado por completo la hora y la mañana se había esfumado más rápido que un suspiro. De mala gana se levantó y se preparó física y emocionalmente para un par de horas de sufrimiento perpetuo. Antes de cerrar la puerta del despacho, sonó el teléfono otra vez... La joven vaciló en el umbral... Le pareció tentador perder el tiempo ya que si llegaba tarde tendría menos minutos que compartir... y sufrir.

— ¿Sí?

— ¡Hugo Peña se casa! —respondió rápidamente la voz de la parca.

Gabriela no reaccionó.

— ¿Qué?

— Qué Hugo se casa... Por eso te llamaba, Gabi. Sé que después de todo lo que pasó me debes odiar, ¡Yo misma me odio!, pero... tenemos que hablar. Ten algo de compasión...

Hubo un largo silencio.

— ¿Gabi? ¿Estás ahí?... Dime algo... ¿o ya te desmayaste?

— Yo... Sigo aquí... —dijo en un hilo de voz, mientras se sentaba en la punta de la silla. No podía creerlo. Pensó que ya por ese día no podría soportar más malas noticias... y ahora esto...

Había creído que Hugo Peña, su ex novio... o mejor dicho ex prometido, formaba parte de su horroroso pasado, que ya lo había olvidado por completo dejando todo el daño que le provocó atrás, sin embargo... la noticia le cayó como un balde de agua fría y los tormentosos sentimientos de su pasado volvieron a inundarla. Sintió que se ahogaba.

— ¿Te... te casarás con... con Hugo? —tartamudeó.

— Yo no. ¿Cómo se te ocurre? —dijo Elena con evidente desprecio y rió.

— Con... ¿Clara?

— ¿Clara?... ¿Por qué, Clara? No, no... Ya encontró a una nueva víctima a la que arruinarle la vida. ¿Podemos vernos en algún lugar y hablar?

Hubo un breve silencio hasta que pudo acoplar sus ideas.

— Mira, Elena, no quiero ser grosera pero después de que... de que te encontrara con él en... mi propia cama... ¡el día de mi boda!... me parece una vil caradurez de tu parte que me hables como si nada hubiera pasado. ¡Hugo ya no me importa, ni sus asuntos! ¡Y mucho menos los tuyos! Sólo... déjame en paz y no vuelvas a llamarme.

Colgó el teléfono sin decir más nada, pero sus manos aún temblaban por la catastrófica noticia. Se obligó a sí misma a reflexionar por qué se sentía así... ¿Realmente Hugo ya no le importaba?

El tiempo corría y pronto apareció su secretaria para animarla a marcharse a cumplir con sus obligaciones familiares.

— Bien, ya voy... Ya voy...

Llegó a casa de su madre en un estado de ánimo terrible... Era como si una vieja herida se hubiera abierto de repente causándole el más agudo dolor. Y así había sido. El olvido aún no había llegado a ella... lamentó reconocer.

Semejante humor no era el ideal al enfrentar a su madre, que parecía siempre aprovecharse del miedo ajeno para imponer su criterio. En especial el suyo. Se sentía vulnerable.

— ¡Oh, mi Gabi, cuánto te extrañe! —dijo al verla, mientras levantaba sus manos para abrazarla. Era una mujer pequeña, de cabello claro y vestida con un traje blanco, hermoso y elegante. Su boca roja manchó sus mejillas—. Nunca me llamas, parece que ya no me quieres.

"Aquí vamos"... pensó Gabriela. Siempre intentaba que en ella naciera la culpa.

— Luisina lo hace todos los días —continuó con voz melosa.

"Y sigue no más"... pensó su hija.

— Perdón, mamá, he estado muy ocupada. Luisina es ama de casa, en cambio yo trabajo.

— Pues, claro, porque ella tiene un buen esposo que la provee de todo lo que necesita. Al igual que a sus hijos. Supo elegir muy bien... a diferencia de ti.

Gabi no respondió e intentó calmarse... Dejó el saco negro en el perchero y ambas pasaron a la amplia sala. Todo era impecable, limpio y ordenado. Las paredes blancas y llenas de platos decorados con flores pintadas le daban al lugar un aspecto realmente repugnante, según ella. Retiró a un gato que dormía en el sofá y se sentó.

— ¡Oh, no trates así a mister Mushi! —dijo tomando el animal y colocándolo en una silla que despreció, huyendo de allí. Luego ella misma se sentó en la silla, cruzándose de piernas.

Hubo un breve e incómodo silencio.

— ¿Cuándo comemos? —dijo Gabriela de repente.

— ¿Hija, acabas de llegar y ya quieres irte? Ten paciencia, Mirella está en la cocina haciendo uno de esos platos de nombre raro... tú sabes. Son muy ricos... Y por lo que cobra, más vale que lo sean.

La joven se impacientó. Movió la cabeza de un lado a otro, Mirella cobraba lo mínimo. Nunca pudo comprender por qué era tan tacaña con los demás, no así consigo misma.

— Cuéntame algo de tu vida... —comenzó su madre.

— Todo en orden —se apresuró a contestar.

— ¿El trabajo?

— Bien.

— ¿La casa?

— Bien.

— ¿El perro?

— Se murió.

— ¿Algún novio?

— No...

— ¡¿Por qué?! Deja ya de perder el tiempo, no te estás haciendo más joven, cariño. Ya pasaste los treinta... Se te fue el tren... chuf chuf —dijo la mujer, haciendo el ruido de un tren, mientras sonreía. Si con eso quería hacer reír a su hija, se equivocó por completo.

Gabriela la miró con desprecio, mientras pensaba: ¿Cuándo demonios terminaría aquella conversación?

— No me sorprende que nadie te considere atractiva... Si al menos te vistieras más a la moda... ¡pero mírate! —dijo, señalándola.

Eso fue el colmo para su fingida tranquilidad.

— ¿Qué problema hay con mi ropa? —preguntó, molesta.

— Es horrible... Perdón por ser tan franca...

— Siempre lo eres.

—... pero nunca vas a atraer a un hombre con esa falda negra de anciana a cuadros... Y esa enorme chaqueta masculina que dejaste en el perchero. ¡Y mira tus zapatos! ¿Ya se dejaron de fabricar?

— Son cómodos, mamá. Vengo de trabajar... ¿Qué pretendes que use? ¿Una falda corta con una blusa transparente que muestre todos mis pechos? ¿Crees que algún cliente me tomará en serio?

— Podrías probar... Al menos tendrías esposo.

Gabriela hizo un ruidito de fastidio. Acababa de llegar y ya no la soportaba más... El timbre vino a interrumpir sus pensamientos.

— ¿Esperas a alguien? —preguntó desconcertada.

— Sí, invité a comer también a Mirta, a Adriana y a Ingrid.

La mujer se levantó y corrió a la puerta con clara emoción, mientras su hija la miraba horrorizada... Las secuaces de su madre, aquello iba a ser un ataque cuádruple... Necesitaba un trago.

La primera en entrar fue Ingrid, una mujer alta, regordeta, con una sonrisa falsa estampada en el rostro que hacía juego con sus cachetes de payaso.

— ¡Oh, qué bueno verte, Agustina! Siempre he admirado tu... tu inteligencia —le dijo al verla, con fingido cariño, y la besuqueó. Quiso decir "belleza" pero se retractó.

— Soy Gabriela...

— Sí, sí claro.

La joven le devolvió el saludo, muy incómoda. Las demás se habían quedado en el vestíbulo pero aparecieron en un instante.

— Gabi, querida, ¡cuánto tiempo ha pasado! Prácticamente no te reconocí. ¿Has aumentado de peso? —dijo Mirta, al verla de arriba abajo. Era una anciana escuálida de ojos azules. La observaba con mirada crítica al tomarla de los hombros.

No tuvo tiempo de responderle, detrás de ella venía Adriana, que colocó su huesuda mejilla contra la suya.

— Querida, te ves muy demacrada... ¿Cómo andan los niños, son incorregibles? —Su corto cabello negro tinto se pegaba al cráneo y relucía con las luces.

— ¡Oh, no, Adri, ella no tiene niños! —intervino su madre.

— ¿En serio? ¡Pero qué extraño! —dijo como dando a entender que ya estaba en edad suficiente como... ¡para nietos!

Detrás de ellas se escuchó el ruido de una puerta.

— Señora Bellini, disculpe, ya se encuentra la mesa servida. —Mirella, la criada de su madre, había aparecido por la puerta del comedor, salvándola.

Todas se dirigieron parloteando como cotorras hacia la mesa, puesta con una pulcritud y elegancia propia de un restaurante. Gabriela sentía como si miles de abejas la hubieran picado en un instante. Le habían dicho gorda, fea, demacrada y vieja... en menos de cinco minutos.

— ¿Puedes traerme alguna bebida fuerte? —le susurró a Mirella, luego de ver que en la mesa no había nada que contuviera alcohol.

— Por supuesto, señorita —dijo, giñándole un ojo. Poco después volvía con un vaso de vino blanco que trató de que las demás no vieran. No era lo que deseaba la joven pero peor era nada.

El almuerzo al principio le trajo un momentáneo alivio. Ingrid había estado de vacaciones en Madrid, España, y no dejaba de hablar del viaje criticando cuanta cosa se le ocurrió. Sólo las observó conversar, sin intervenir y sin dejar de mirar el reloj. La hora pasaba con una lentitud increíble y las mujeres comían muy lentamente. Deseaba más que nunca largarse de allí. La calma no iba a durar mucho...

— Gabi, cuéntanos algo de ti. ¿Cómo está tu esposo? —dijo Adriana de repente, mientras llevaba la copa de agua a su boca.

— Yo... no tengo esposo...

— ¡Pero, cómo! Yo creía que ya te habías casado con... con Hugo algo... Creo que ese era su nombre... Un muchacho muy atractivo. Han sido novios durante años, ¿cuándo van a dar el sí? Supongo que tu madre desea más nietos —continuó sonriendo.

— No, Hugo y yo... ya no estamos juntos. Hace tiempo.

— ¡Qué horror! —intervino Mirta, realmente horrorizada. Gabriela la miró sorprendida—. ¿Eso quiere decir que estás sola? ¿A tu edad?

Y mientras decía todo esto escuchó cómo Ingrid le preguntaba a Adriana qué edad tenía, por lo bajo... y esta le decía ¡que ya llegaba casi a los cuarenta! ¡A los cuarenta! Pensó molesta, Gabi...

— Estuvo comprometida pero no se casó —intervino su madre, con algo de molestia, como si tuviera vergüenza no de sus amigas sino de su hija.

— ¡Esto es inaudito! ¡¿Pero qué pasó?! —dijo Ingrid con curiosidad.

Gabriela no tenía ni las más mínimas ganas de hablar del tema. De todos modos, no lo necesitó ya que su madre habló por ella.

— Se involucró con la mejor amiga...

— ¡Mamá!

— ¿Qué? Todo el mundo lo sabe.

— ¿Con Elena Mestre?... Era muy linda... —opinó Mirta, pensativa.

— La recuerdo muy bien, una muchacha deliciosa, cualquier hombre habría caído a sus pies... Pero eso no es motivo para romper un compromiso. Todas sabemos que los hombres suelen hacer esas cosas, son débiles —lo justificó Adriana.

Gabriela la miró estupefacta... ¿Qué? Pensó.

— Estoy de acuerdo contigo. Ya sabes lo que pienso, Gabi. Y, discúlpame, pero debieron casarse —opinó su propia madre.

— No después de lo que hizo —se obligó a contestar la joven, entre dientes.

Mirella sirvió el postre en ese momento: flan casero con una bola de dulce de leche encima.

— ¿Y de quién fue la culpa? —la sermoneó su madre—. ¡Totalmente tuya! Debiste prestarle mucha más atención... A los hombres les gusta que los consientan. Si al menos te hubieras preocupado más por tu aspecto y... hubieras adelgazado un poco, él no se hubiera fijado en otra. Elena es mucho más linda que tú, hija, seamos francas.

Gabriela la miró horrorizada... ¡¿Su culpa?! ¡¡El maldito se acostó con su mejor amiga la noche antes de la boda!! ¡¡Y su madre decía que era su culpa!! No podía creerlo y no lo soportó más.

— Mamá, yo...

— Debiste perdonarlo y olvidar. La comprensión es muy importante en un matrimonio. Hoy tendrías un esposo muy atractivo y con un buen pasar, no tendrías que trabajar para subsistir. Te dedicarías a criar a tus niños. Sin embargo, tomaste la peor decisión y... ¡mírate ahora! Solterona pasando los treinta. ¿Quién va a querer salir contigo a tu edad? Hay miles de jóvenes hermosas en la calle, hija. ¡Es demasiada competencia para ti!

Gabriela miró el flan y comenzó a comerlo compulsivamente.

— No lo hagas. Esto no es para ti, niña. No te ayudará con el peso —le dijo Mirta, mientras prácticamente le quitaba el postre de las manos.

Fue suficiente. Gabriela se paró de golpe, su silla casi cae al suelo. Mirella la miraba desde un rincón de la habitación con los ojos como platos, decidida a intervenir en cualquier momento. Pensaba que la mujer iba a estrangular a su madre. O al menos ella lo hubiera hecho...

— Tengo que volver a trabajar —dijo y por poco no salió corriendo del comedor, mientras escuchaba murmullos a su espalda.

Cuando se encontró a salvo dentro de su auto, se puso a llorar sin consuelo. Sus emociones eran un torbellino... Lloró por el tiempo perdido junto a ese hombre amado que nunca la quiso y que la hirió de la peor manera. Lloró por todas las ilusiones fracasadas que tuvo en el pasado y por el poco valor que se tenía en el presente... Porque no podía olvidar a Hugo... Lo había amado demasiado, le había dado todo lo que tenía. No se lo merecía... pero ella lo hizo de todos modos. ¿Y qué le había quedado? Sólo desagradables recuerdos y la crueldad ajena.

Cuando logró calmarse pensó en Elena. ¿Qué querría? ¿Informarle que Hugo se casaba con otra miserable víctima? ¿Para qué? De pronto, un odio como jamás lo había sentido se apoderó de ella, pero no contra Elena sino contra su ex novio que le había arruinado la vida... El incidente había sido la gota que colmó el vaso. Había habido muchas "Elenas" antes...

Cuando pasó todo, había huido del hotel en donde iba a ser la ceremonia de boda. Jamás había vuelto a hablarle ni a él ni a Elena. En ese momento le pareció la mejor decisión, pero ahora veía todo con otros ojos... Deseaba haberle dicho a Hugo todo lo que se merecía... todo lo que pensaba de él. El miserable cobarde en que se había convertido. ¿Por qué no lo hizo? Ahora tenía atorada aquellas palabras en su garganta, que la asfixiaban lentamente.

Entonces tuvo una idea, iba a devolverle la llamada a Elena. Le iba a suplicar, si era necesario, que le diera su dirección e iba a ir a verlo para decirle todo lo que tenía atorado en el pecho desde que le había sido infiel... Iba a escucharla, le gustara o no. Porque si no se sacaba todo ese odio que tenía encima, envenenándole la existencia, jamás iba a poder seguir con su vida. Debía dar vuelta a la página y seguir adelante.

Sin embargo Elena,como comprobaría más tarde, tenía una mejor idea. 

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