La última sirena
Crucero Mediterráneo, Islas Griegas
12 días a bordo
¡OFERTA!
Cabina exterior superior
970 €
Minami no lo había meditado demasiado. Tenía el dinero ahorrado, coincidía con sus vacaciones, y estaba convencida de que después del año arduo que había vivenciado, se lo merecía. Necesitaba despejarse y desintoxicar la mente; olvidar los números, las obligaciones, los problemas y la rutina.
Si bien el mar le infundía temor (lo cual encontraba irónico considerando el nombre que portaba), conforme pasaban los días y los nuevos destinos, su entusiasmo por la aventura aumentaba.
Ya habían visitado Nauplia, Atenas, la isla Creta, y ese mismo atardecer habían abandonado la isla Mykonos. Por la noche el crucero se adentraría en el Mar Egeo para arribar a la ciudad de Volos al amanecer.
Ya en su cabina y sintiéndose muy exhausta, puso su cámara a cargar y se acostó, sucumbiendo ante los brazos de Morfeo.
Repentinamente, Minami fue arrancada de sus sueños por el estallido de las alarmas generales.
Se incorporó en la cama, desorientada, e instintivamente miró por la ventana. La noche era densa y oscura.
De pronto un estruendo, acompañado de una violenta embestida, dieron inauguración a la pesadilla. Para cuando Minami cayó al suelo, la adrenalina le había arrebatado los sentidos, sus pupilas estaban dilatadas y sus dientes apretados. Bajo las luces rojas de emergencia, quedó unos segundos paralizada, presa del pánico.
Como un rayo cruzaron por su mente todos los recuerdos que la aferrarían a la vida, de lo único que estaba segura, era que no quería morir.
Se abalanzó hacia la puerta y comenzó a correr por los pasillos cuyas paredes crujían, con los músculos aún tensos. Sus extremidades no se sentían propias, estaba fuera de control.
Todo parecía transcurrir en cámara lenta, personas empujándose, tropezandose, cayéndose; vaciando sus pulmones con alaridos y gritos desgarradores, llorando. Rostros deformados por el horror. Aquello era dantesco. Una estampida de desesperación y frenesí contagiosa.
Sucumbió ante un padre que corría con su hijo en brazos, y al chocar contra una pared, Minami sintió que la cordura (nada más lejos de la realidad) le espabilaba: tenía que lograr llegar a cubierta.
Pero ella era menuda, la fuerza no le alcanzaba para abrirse paso con eficiencia.
Un nuevo estruendo estremecedor, la estructura cedió. El suelo comenzó a inclinarse pronunciadamente, y a escasos metros, lo inconcebible: el casco se partió en dos.
Minami, con sus ojos atónitos y desencajados, observaba al dios Cronos irguiéndose desde las profundidades del océano, burlándose, separando las mitades del barco con sus brazos, con la facilidad de quién abre las cortinas de un ventanal.
Fueron otros segundos eternos, congelados en el tiempo. A través de la grieta Minami divisó el cielo, la noche estaba cerrada, sin estrellas; y la brisa helada le hizo consciente de lo sudada que estaba, por el choque térmico. Por un momento le pareció que todo quedó en silencio.
A lo lejos divisó a Poseidón, aún más grande que Cronos, su con toda su furia hundiendo la proa del barco.
La mano gigante de Cronos casi le alcanzó, sus dedos serpenteaban lentamente hacia ella, y ante el terror comenzó a huir en dirección contraria despavoridamente.
Cuando quiso acordar, sin saber cómo, se encontraba en la congestionada cubierta, dónde estaban subiendo a mujeres con niños en botes salvavidas. Seguía confundida, con la cabeza embotada entre el gentío desenfrenado.
Alguien le entregó un chaleco, y sin lograr terminar de ponérselo, recibió un empujón tan brutal que resbaló hasta la baranda final de la popa. Con el envión pasó por debajo. Sus reflejos respondieron, pero su fragilidad venció cuando pendía del borde.
Nadie le ayudó.
No se pudo sostener.
Se vio a si misma cayendo en un interminable agujero, batió los brazos como si intentase volar, pero ningún milagro sucedió.
Golpeó la superficie. El agua helada le tragaba, el frío le dolía en los tuétanos, y no podía gritar, porque se seguía hundiendo.
La superficie parecía tan lejana, y nadar contra la succión era un trabajo imposible.
Sentía que las fuerzas abandonaban su cuerpo, desoladoramente. No quería morir así, pero iba a morir, lo sabía, se estaba muriendo. Sus pulmones estaban al borde del colapso.
Su última visión fue un tritón que nadaba hacia ella, rápida pero heróicamente, un rayo de esperanzas.
Su larga cabellera flameaba en el agua como una estela detrás de él. Todo su cuerpo era musculoso, sus escamas y aletas brillaban como luciérnagas en el campo, en una noche de verano.
Sintió el calor de sus brazos cuando la tomó para llevarla a superficie. Minami estaba casi inconsciente.
El tirón fue fuerte. Parte de su cuerpo cayó sobre quienes le habían halado, pero su cabeza golpeó el suelo del bote, aunque no sintió dolor alguno.
Respiró profundo.
— Te tenemos. ¡Ya pasó! ¡Estás a salvo! — Alcanzó a oír, antes del desmayo.
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