Lucas 9, 28-36
La vida de los cristianos consistía en cientos de ires y venires entre el barullo de la multitud y los silencios de la oración, de andares y desandares por caminos desérticos a campos reverdecidos, por bazares sobrepolados de ladrones y aprovechadores, por hombres de fe, por fariseos cuestionadores, y también por elogios malintencionados de los típicos interesados aduladores, por la mala fama persiguiéndolos tras cada esquina, por los brazos adoloridos de tanto bautizar, de tanto repartir el pan, de curar, por las suelas desgastadas y la voz ardiendo con tal de acallar las necesidades de la multitud.
El día nacía en la oración, crecía en el servicio y acababa del mismo modo que había empezado. A veces en una ciudad, a veces en un camino, otras en el medio de un campo, incluso alguna sobre montes o posándose en la superficie del mar, pero siempre el maestro se esforzaba por volver aquella experiencia algo revelador. No es que gozara demostrar su poder, más bien pretendía reservárselo para ocasiones especiales, pero él con frecuencia designaba a cada instancia algo de particular, algo único. Parecía saber qué sucedería aun cuando aquello no se hubiera gestado.
Fue así que un día, el octavo después de hacer pública por primera vez la proximidad de su pasión, acudió al complemento más frecuente en la vida de cualquier cristiano: la oración, y llevándose a Pedro -viva imagen de la fe-, a Juan -imagen, a su vez, de la espiritualidad-, y a Santiago -que bueno... tenía salud-, subió con los tres a un monte a orar.
Ya estando allí, ahora viene la parte copada, algo increíble sucedió: su cara brilló como el sol volviéndose irreconocible, sus ropas se tornaron tan blancas que parecían ganar brillo propio, ¡ningún detergente podría dejarla así, ni siquiera Ala! Jesús se había transfigurado por completo, y pronto dos hombres más se acercaron a conversar con él: Moisés -imagen de las leyes-, y Elías -imagen de todos los profetas.
-Los pasajes de las escrituras se están cumpliendo, El Salvador debe morir para que viva su pueblo -decía Elías con toda seriedad.
-Te están por armar un juicio complicado, mi señor; tienen planeado pasar por alto todas las leyes frente al pueblo con tal de sacarte de encima -corroboraba a su vez Moisés.
Jesús permanece en silencio. Por su mente divagan imágenes de todas las personas que hasta ahora conoció, todas las vidas que alcanzó y las que le quedan aún por alcanzar. -Si yo no muero Roma lo destruye todo, y con ello el mensaje que vine a traer quedaría bajo rocas. Mi buena noticia vino para traer la salvación, no puedo dejar que se extinga.
Elías suspira. -Me temo que no es cuestión de morir nada más, como dicen las escrituras.
-Ellos tienen planeado crucificarte.
Una sensación punzante acaricia las muñecas de Jesús, sus pies experimentan la somatización del miedo que le inspira aquella palabra, y aún a sabiendas desde un principio de que así sería, decide por amor afrontar el miedo y entregarse a su final en cruz.
-Si bebo de esta copa el mensaje de salvación llegará hasta los confines de la tierra y todos seremos uno junto con Mi Padre.
-¡Te van a clavar a un madero! -reaccionó Moisés, que aún conservaba un poco de sus violencias de ataño. El Mesías no perdió la calma.
-Y cuando yo sea levantado en alto...
-No lo digas -lo cortó-, no hace falta. Es como con la serpiente sobre el báculo, en medio del desierto.
-Todos los que la veían quedaban curados -corroboró el profeta, recibiendo un gesto de afirmación por parte de sus compañeros.
Pedro, Santiago y Juan, por su parte, habían estado observando aquel espectáculo de gloria manifiesta resistiendo el sueño a como diera lugar, olvidándose incluso de ellos mismos. Al ver que Moisés y Elías pretendían marcharse, Pedro se adelantó a decir.
-Maestro, ¡qué bien que estamos acá! Dejame poner una carpa para vos, otra para Moisés y una más para Elías, así nos quedamos más tiempo...
Pero no pudo ni terminar de decir aquello porque una nube lo tapó todo haciendo que los discípulos se tiraran de cara al suelo achicados de miedo porque en el Antiguo Testamento ese era el símbolo de la presencia de Dios, y nadie puede soportar ver su rostro sin morir, pero la voz que venía de la nube les dijo "Éste es mi hijo, el elegido. Escúchenlo". Rápidamente levantaron la vista para ver si eran Moisés o Elías los que dijeron eso, pero en el lugar sólo estaban ellos y Jesús, quien les pidió que no le contaran a nadie lo que habían visto.
Los discípulos cumplieron hasta tal punto que este relato no lo pude encontrar en el evangelio de Juan. En los otros tres sí, pero éste se lo tomó muy en serio. Y es que a veces nos acostumbramos tanto a ese Jesús que nos mira con ojos humanos -ojos tristes, ojos cansados, ojos hambrientos, ojos confundidos, ojos juzgados por montones, ojos que no saben perdonar o que no quieren ser perdonados, ojos felices por tanto resignar, ojos insatisfechos por la codicia, ojos convalecientes, ojos muertos, ojos ciegos, ojos que no les permitieron mirar el mundo...- que nos olvidamos que su origen es divino. En cada mirada anhelante de bondad está Jesús sin transfigurarse exigiendo nuestra misericordia. Y cuando llega el momento se revela, pero es sólo para nosotros. Lo podemos compartir, sí, pero esa experiencia única de subir al monte y desvelarse admirando su gloria brillar es algo que difícilmente otros entiendan, salvo caso que primero hayan experimentado ese lado tan humano de encontrar a Jesús observándonos anhelante desde los ojos de alguien más.
Te adoramos Cristo, y te bendecimos porque por tu dulce entrega redimiste a la humanidad.
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