Capítulo 16: ETHAN

Pasar navidad con Ricardo, Miguel y José ha sido conmovedor y realmente bonito. Ellos saben absolutamente todo por lo que he pasado y me han animado mil quinientas veces a visitar el hospital en el que trabaja mi padre. ¿Por qué no he ido aún y han pasado dos meses? Ni puta idea, no os lo voy a negar.

Estoy acojonado.

Me cago de miedo tener que enfrentarme a una realidad tan turbia, saber el por qué están aquí, por qué no me han buscado, por qué no volvieron a por mí y cómo es que ahora han pasado de ludópatas a personas de alta alcurnia.

He buscado en internet a Julio González, cirujano pediátrico del Hospital La Fe y a que no sabéis con qué joyitas me he encontrado.

Bueno, os lo cuento mejor.

Resulta que Julio lleva doce años siendo cirujano en La Fe, Alicia, su queridísima mujer, es azafata de vuelo y tienen una preciosa hija llamada Laia de catorce años.

Así es como mis queridísimos padres han rehecho sus vidas y se han olvidado por completo de su primer y único varón. Teniendo una hija nueva y una familia de ensueño.

—¿No quieres verlos? — pregunta José tras de mí.

—No lo sé, tío, es que... es complicado. Tienen una hija y una vida nueva, no se han interesado por mí en ningún momento y...

—Es tu hermana, Ethan.

—Lo sé, pero ella... ella significa un nuevo comienzo, un nuevo comienzo sin mí.

—Si no hablas con ellos no lo sabrás nunca y te quedarás con la duda el resto de tu vida.

José tiene razón, siempre la tiene, supongo que la experiencia es un grado y a mí me falta todavía mucha vida para entenderlo.

José me da una leve palmada en la espalda y me informa de que va a buscar a Ricardo y Miguel para salir a dar el paseo matutino tradicional.

—Nos vamos al parque, ¿vale? Hoy toca gimnasia. Tómate el día libre, te vendrá bien.

—Gracias, José.

Le sonrío y sale en dirección a la habitación de Ricardo.

Escucho cómo Miguel se pone nervioso porque salir al parque le encanta, es como si su batería personal se recargara con la energía solar y el suave movimiento del viento, sin embargo, a Ricardo siempre le viene mal salir, pero sólo porque es un cascarrabias.

¿Debería ir a hacer esa visita al hospital?

Estoy confuso. He dejado a un lado la increíble noticia de Carlos para centrarme en esta mierda, en mi familia o lo que se supone que es. No sé si ir y decirles que quiero terminar con esto, que no quiero seguir pensando en ellos y que quiero empezar mi vida lejos de Valencia o si en cambio quiero conocerlos y sobre todo saber quién es Laia.

—Eh, muchachote — dice Max cuando llega a la altura de mi habitación —. ¿Estás bien? Estos dos viejos pachuchos me han informado de lo ocurrido durante mi ausencia.

Max también lo sabe, en esta casa no hay secretos porque nosotros sí que somos una familia y nos preocupamos los unos de los otros.

—No mucho, pero lo estaré, gracias, Max.

Le intento sonreír, pero no hay buenos resultados.

—Todo irá bien, ¿vale? Piensa en ti y en lo que necesitas. Nada más importa que tu bienestar.

Ver a Max dando consejos es de las cosas más bonitas que puede ofrecer la vida. Es una persona que admiro mucho, pese a todo lo que ha vivido por su discapacidad, es de los hombres más honrados que conozco. No hay día que una de sus nietas no pase a visitarle y comérselo a besos. Bueno, es lo que se merece por ser un hombre tan bueno, inteligente y bondadoso.

—Gracias, Max — me levanto de la silla del escritorio y le abrazo con fuerzas.

—Nos vamos — me informa José.

—Vale.

—Eh, tú, ya que hoy te vas a escaquear, tráeme algo bonito con lo que poder jugar cuando vuelva del parque — dice Ricardo con su teclado digital.

Le encantan los coches teledirigidos y como su familia ya pasa completamente de regalarle más, pues me encargo personalmente de comprárselos yo y ayudarle en su increíble estantería de coleccionista.

—Eso está hecho, Ric — le guiño un ojo y me despido de él.

—Tú puedes — finaliza Miguel saliendo por la puerta.

—Que vaya bien, chicos, nos vemos luego.

Me despido de ellos y cierro tras de mí.

Estoy solo y no lo digo únicamente porque en el espacio en el que estoy no haya un ser vivo a mi lado. Me siento solo a nivel emocional.

No sé qué hacer, no sé qué sentir, no sé si ir al hospital o quedarme aquí hasta que pase el curso académico e ir a por mi niña a Algeciras.

Sin darme cuenta ya estoy de nuevo sacando el móvil de mi pantalón trasero y llamando al número que Ana me escribió en el libro de Carlos.

Creo que es la vez número ciento cincuenta que llamo a este número. Siempre tengo la esperanza de que ella coja el teléfono, de escuchar su voz, pero otra vez no hay nadie al otro lado de la línea.

Suspiro, me dirijo a mi habitación y después de observar a la pequeña Laia a través de la pantalla del ordenador, decido que es momento de enfrentarme a mi familia.

Cuarenta minutos más tarde estoy plantado frente al Hospital La Fe de Valencia, acojonado hasta la médula y clavándome la tarjeta que me dio Julio en la mano derecha.

No me ha costado mucho encontrar el hospital, pero las vueltas que he dado rodeándolo como quince veces me ha llevado mucho más tiempo del que pensaba.

Mi cerebro va a mil por hora, intento procesar la información y, sobre todo, lo que quiero decir, pero otra cosa muy distinta es lo que saldrá de mi boca.

Sin darme cuenta, ya estoy en el vestíbulo del hospital preguntando por el queridísimo cirujano pediátrico que tanto están alabando incluso en las noticias por salvarle la niña a la pequeña que se calló en el centro comercial.

A ella la salvó, a mí me abandonó.

La hipocresía de la vida.

—Hola, buenos días. Disculpe las molestias, ¿pero podría hablar con Julio González? — pregunto agachándome hasta la altura del mostrador donde una señora de unos cincuenta años con gafas mastica chicle de la forma más asquerosa posible.

—¿Tienes cita previa? —pregunta la señora chiclosa.

—Mmm... no, pero es necesario que hable con él ahora.

—Lo siento, sin cita previa no se puede.

—Mira, me dio su tarjeta y me dijo que pasara a hablar con él —le enseño la tarjeta y se baja las gafas hasta la punta de la nariz para observarla de cerca.

—Me da igual, como si la tarjeta te la ha dado el mismo papa de Roma. Sin cita previa no puedes pasar.

—Eh, mire... no estoy para perder el tiempo, necesito hablar con él, es urgente.

—Todo en la vida es urgente en un hospital, joven.

Dios, qué mujer tan repelente.

—Ethan —dice una voz a lo lejos del pasillo.

En realidad, no sé si es real o no, pero los pelos de todo el cuerpo se me han erizado más de la cuenta.

—¿Ese eres tú, joven?

La miro y pongo los ojos en blanco. Paso de contestar a la pregunta de esta señora.

—Mila, me encargo yo —dice Julio cuando llega hasta la altura del mostrador y me observa de arriba abajo como si no diera crédito a lo que ve.

—Por supuesto, señor González.

Vaya, "señor González" y todo. Qué formalidades. Seguro que cuando me dejaron en el orfanato no lo llamaban así los mendigos.

< Cálmate, respira >

—Hola —dice Julio mirándome fijamente a los ojos.

Me intenta dar un abrazo y os aseguro que es más incómodo de lo que me esperaba. Lo rechazo, por supuesto, y él intenta hacer como que no le ha dolido un poquito el gesto y me tiende la mano.

—Hola —le digo al fin estrechándole la mano.

¿Debería haber hecho eso? En fin, no sé nada. Aquí la tensión se puede cortar con un hilo de coser.

—Vamos a mi despacho, ahí podremos hablar tranquilamente. ¿Me acompañas?

Asiento con la cabeza porque ¿qué hago sino aquí si no es para hablar con él?

Sigo a este hombre corpulento con un poco más de pelo que en la fotografía que tengo guardada en mi cartera y entramos en un despacho blanco y más impoluto que nada que haya visto antes.

—Puedes sentarte si quieres.

Julio se quita la bata, la cuelga en la percha y se sienta tras la mesa en una silla típica de consultorio médico. Acolchada y negra, como el pasado que tengo por su culpa.

—Gracias —le digo intentando ser lo más educado posible.

Ojalá Val estuviera aquí conmigo para hacer este momento más ameno, ella siempre sabía qué hacer y qué decir en momentos tan inoportunos como este. Con ella me sentiría seguro en esta especie de emboscada.

—Bueno... esto... gracias por venir —comienza a decir.

Yo sólo sé asentir con la cabeza y observar todo su despacho al milímetro.

Parece una consulta médica, nada tiene que ver con ser cirujano o al menos no se parece a las salas de cirugía de las películas del orfanato. Todo está realmente limpio, hay una camilla pegada a la pared, una especie de lavabo con mil cosas que no sé para qué sirven, cuadros abstractos por las paredes y en su mesa de escritorio una foto de mi madre, él y una niña pequeña rubia sentada en el regazo de ambos.

—Supongo que esa de ahí es Laia.

Mierda, no quería decirlo en voz alta.

—Así es —dice Julio mientras juega con la palma de sus manos.

Venga ya, no me jodas, ¿tiene el mismo tic nervioso que yo?

—No sé por dónde empezar, la verdad —dice levantando la vista de sus manos para encontrarme con mi mirada.

—Podrías empezar por explicarme por qué cojones abandonaste a tu hijo de dos años en el orfanato más mierdero que había.

¿Estoy empezando a ponerme nervioso? Es posible.

—Lo siento, Ethan.

—Oh... vaya, ahora lo sientes —resoplo con amargura —. ¿Sabes cuántos años tengo?

—Dieciocho.

Afirmo con la cabeza y me muerdo el carrillo interno para no decir una grosería.

—Exacto, dieciocho. ¿Y sabes cuánto tiempo llevo encerrado? Dieciséis. Dieciséis años sin saber absolutamente nada de vosotros y echando a perder mi vida. Me abandonasteis como a un perro en medio de una carretera y ahora me dices que lo sientes. Permíteme que lo dude.

—Volvimos a por ti.

—Y una mierda —digo pegando un puño sobre su escritorio y haciendo que él se sobresalte.

—Lo digo en serio —se muerde el labio, suspira y mira hacia un lado, porque obviamente, no tiene los huevos necesarios para mirarme a la cara—. Volvimos diez años después porque estábamos renovados, teníamos trabajos nuevos, carreras de provecho y podíamos ofrecerte lo que nunca te dimos, pero Sebastián nos dijo que te adoptaron, que tenías una vida mejor y que no querías saber nada de tu familia biológica.

—Tú debes estar de puta coña —me paso la mano por la cara y me levanto.

Comienzo a dar vueltas por la consulta porque me parece increíble lo que acaba de decir.

—¿Me estás vacilando? —le pregunto poniendo ambas manos sobre el escritorio y encarándolo.

—Te digo la verdad. Vinimos aquí porque tenía contactos que podían ayudarme, empecé a estudiar, tu madre también...

—Yo no tengo madre —digo con una mueca de asco —. Mi madre murió cuando me dejó con una maleta vacía enfrente de una puerta roñosa.

Julio respira hondo e intenta tranquilizar el ambiente, pero es imposible. Estoy demasiado nervioso y como no empiece a tranquilizarme me dará un ataque que no quiero que me dé frente a esta persona.

—Alicia fue a la que más le costó superar la adicción y tu pérdida, se echaba la culpa todos los días, lloraba a cada segundo por ti, pero cambió de vida y mejoró por ti, para volver a por ti como te prometió.

—Alicia es una mentirosa de mierda —sonrío con desgana —. No sé quiénes sois. No os reconozco, ¿qué se supone que debo hacer ahora?

—Conocernos, Ethan —Julio se levanta y viene hacia mí para intentar tocarme un brazo.

Niego con la cabeza y me alejo de él.

—No quiero conoceros. Sólo he venido para cerrar un ciclo y decirte que estoy bien sin ti y sin ella. Que gracias a vosotros conocí a mi verdadera familia, a la mujer de mi vida y que voy a rehacer mi vida con ella lejos de mis padres biológicos.

—Ethan, por favor, piénsalo bien, nosotros...

—¡Hola, papi! —grita de un momento a otro una niña de ojos verdes como el césped y el pelo rizado y rubio como Ricitos de Oro.

El corazón se me queda en un puño y me olvido de respirar.

Es ella.

Mi hermana.

—Hola, cariño, perdona la tardanza, es que venir desde el centro es...

Todos se quedan en silencio y completamente quietos. Lo único que mueven son los ojos y son los que utilizan para observarme de arriba abajo, en silencio y con lágrimas en ellos.

—Ethin —dice la mujer que recordaba bien arreglada con apenas dos años y con las manos posicionadas en la boca como si no creyera que fuera yo en carne y hueso.

—¿Tete? —finaliza Laia.


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