04. El sur
━━━ CAPÍTULO CUATRO ━━━
EL SUR
Era una noche lluviosa como aquella cuando todo sucedió.
El sonido de las ramas de los árboles movidas violentamente por el viento era todo lo que se podía oír en aquel bosque desierto; los animales hacía mucho tiempo que se habían escondido y ni siquiera los insectos que anhelaban los paisajes húmedos se atrevían a salir. La lluvia caía intensamente sin cesar, formando enormes charcos de agua que desplazaban la tierra y dejaban al descubierto las gruesas raíces de los árboles centenarios del bosque. Una pequeña ardilla de pelaje anaranjado y pecho blanquecino asomó su cabeza por el hueco vacío de la corteza de un pino; su cuello se movió de un lado a otro con movimientos rápidos, como si estuviera inspeccionando la zona a su alrededor. Una intensa luz cegó a la ardilla momentáneamente, por lo que el pequeño animal parpadeó un par de veces mientras movía el hocico. A los pocos segundos, el fuerte estruendo de un trueno se escuchó por todo el bosque y la ardilla se ocultó rápidamente en el tronco.
A escasos pasos del árbol en el que estaba oculta la ardilla, una diminuta cabaña descansaba sobre un claro de apenas nueve metros de diámetro que los árboles no se habían atrevido a invadir. La casa, construida únicamente de madera, parecía a punto de derrumbarse con cada ráfaga de aire que golpeaba sus débiles paredes. Una tabla del techo había salido volando al comenzar la tormenta y el agua había encontrado su camino de entrada a las entrañas de la vivienda. En su interior, una chimenea apagada de la que todavía salía un débil humo grisáceo indicaba que hasta hacía poco un gran fuego calentaba la estancia ahora sumida por una oscuridad perpetua que amenazaba con tragarse en cualquier momento a los dos niños que se encontraban allí dentro. Una astillada mesa de madera adornada con dos taburetes de tres patas cada uno estaba colocada en una de las esquinas de la casa; sobre ella todavía se podían apreciar algunas migajas de pan duro que habían quedado esparcidas sin nadie que las limpiase.
El niño de doce años acurrucado frente a la chimenea extinta tiritó de frío y sus dientes castañearon involuntariamente, chocando la hilera de arriba con algunos huecos por los dientes perdidos durante la niñez contra la de abajo en un movimiento repetitivo y rápido que no daba tregua. El chico apretó la manta de lana llena de pelotillas que cubría su delgado cuerpo contra sí mismo aún más, intentando protegerse de la gélida noche que se cernía sobre él. No sabía cuánto tiempo había permanecido en esa posición sin moverse, pero sus piernas no le respondían correctamente y estaba seguro de que no podía sentir los dedos del pie izquierdo. Sin embargo, el niño no pensaba moverse de su sitio: había prometido a sus padres que cuidaría de su hermano pequeño mientras estuvieran fuera y pensaba cumplir con su promesa.
Lo que el niño no sabía era que hacía ya seis días desde que sus padres habían abandonado la cabaña.
El niño de redondos ojos negros echó la cabeza pesadamente hacia atrás para mirar arriba; el agua seguía cayendo por el agujero del techo y pronto mojaría todo el suelo si no dejaba de llover. El fuerte rugido de un trueno hizo que el niño se encogiera sobre su sitio y ocultara la cabeza entre las rodillas; su cenizo pelo liso cayó sobre su frente y le rozó las pestañas. Nunca le habían gustado las tormentas, cosas malas pasaban cuando la lluvia llegaba. A su derecha, su hermano pequeño comenzó a moverse incómodamente entre la montaña de mantas que servían como cuna. Llevaba ya un rato así, medio dormido meciéndose al compás de los truenos que caían impasibles de un cielo oscuro que parecía estar castigando a todos los pecadores del imperio. El niño giró la cabeza para mirar a su hermano de apenas un año y sonrió ligeramente al pensar en lo ajeno que era al mundo cruel que le rodeaba.
Pronto, los rayos y los truenos pasaron a ser los protagonistas de la escena. El bebé cubierto por gruesas mantas soltó un bajo sonido gutural y su hermano levantó la cabeza de sus rodillas para mirarlo. Cuando los dos pares de ojos negros chocaron entre sí, el bebé comenzó a llorar desconsoladamente, exhalando el aire de sus pulmones con la mayor fuerza posible, como si estuviera compitiendo contra la fuerza de la naturaleza por ver quién era capaz de hacer más ruido. El pelinegro arrugó su nariz mientras se levantaba de su sitio con esfuerzo y caminaba cojeando hasta la improvisada cuna de su hermano, la manta que colgaba de sus estrechos hombros arrastraba por el suelo sucio con cada paso tambaleante que daba.
—No llores —murmuró, extendiendo su mano para tocar la mejilla regordeta del bebé; las puntas de sus dedos estaban fríos y rojos—. No llores, yo estoy aquí contigo.
Sin embargo, el bebé siguió llorando.
—Mamá y papá vendrán pronto —siguió hablando el mayor para intentar calmar a su hermano—. Siempre vuelven.
Al escuchar las palabras «mamá y papá» saliendo de la boca de su hermano mayor el bebé cesó momentáneamente su llanto. Sus redondos ojos negros se abrieron en exceso y estiró su pequeño brazo hacia el pelinegro, como si quisiera alcanzarlo por alguna razón desconocida; el niño tembló ligeramente al verse reflejado en esos ojos azabaches que parecían no tener fondo y que en más de una ocasión le había parecido que ocultaban algo espeluznante en su interior. El bebé siguió durante varios segundos con su brazo extendido hacia su hermano, pero un inesperado trueno hizo que lo retirara y siguiera llorando. Al final, el pelinegro optó por levantarlo de las mantas para intentar calmarlo. Estiró los brazos en su dirección y lo alzó con cuidado de que su delicado cuello no se torciera hacia atrás; pesaba, pero podía soportarlo. El bebé pareció calmarse ante el toque de su hermano, quien comenzó a mecerlo hacia arriba y hacia abajo mientras ruidos llamativos salían de su boca.
—¿Sabes? Mamá y papá están trabajando en el campo, justo al otro lado del río —comenzó a hablar con la intención de que su voz cubriera los truenos y su hermano pequeño se tranquilizara—. Trabajan mucho para que tú y yo podamos comer y crecer fuertes y sanos.
Caminó con su hermano en brazos por la casa. El niño esquivó el gran charco que ya había comenzado a formarse en una de las esquinas de la vivienda y suspiró apesadumbrado cuando se dio cuenta de que probablemente la madera se pudriría si el sol no lograba vencer pronto a las nubes. Sus piernas le dolían y no sabía si sus rodillas iban a soportar durante mucho tiempo más el peso de su propio cuerpo, por lo que anduvo hasta donde minutos antes había estado sentado y se agachó, apoyando la espalda contra la pared y colocando a su hermano sobre sus piernas de cara a él. Después, utilizó su manta para cubrir al bebé y a sí mismo. Esos ojos negros le seguían mirando directamente, por lo que el niño apartó la mirada y continuó con su propio monólogo:
—Cuando sea mayor yo también trabajaré mucho para que tú puedas ser feliz. Ahora mismo no me dejan trabajar porque dicen que mi salud es mala, ¡pero ya verás cómo dentro de poco me pongo bien!
El bebé observaba a su hermano con ojos curiosos; los truenos se seguían oyendo fuera, pero parecía que el más pequeño había dejado de notarlos hacía tiempo. Unos agudos ruidos guturales abandonaron su garganta y el mayor le miró emocionado, esperando impaciente a que su hermano dijera sus primeras palabras. Le apenaba que sus padres no estuvieran para presenciar aquel importante momento, pero al menos él sería capaz de vivirlo en persona. Sin embargo, unos fuertes golpes en la puerta asustaron a ambos niños e interrumpieron lo que podían haber sido las primeras palabras coherentes del bebé.
El más pequeño volvió a llorar, por lo que el pelinegro lo apretó contra su pecho con la intención de que no hiciera ningún ruido. El pueblo más cercano se encontraba al menos a treinta kilómetros hacia el norte, por lo que era extraño que alguien golpeara la puerta de su hogar y más en un día torrencial como aquel. El niño tragó saliva pesadamente mientras intentaba permanecer lo más quieto posible. Un escalofrío recorrió su espalda cuando escuchó unas claras palabras al otro lado de la puerta de madera.
—¿Hay alguien ahí?
( . . . )
Circe soltó un gruñido cuando los rayos del sol impactaron de forma molesta contra sus ojos, sus párpados cerrados se movieron inconscientemente mientras fruncía el ceño. Parecía que la noche tormentosa había dejado paso a un radiante sol que reinaba sobre los cielos, pero todavía podía olerse —incluso desde el interior del viejo granero— el aroma a petricor que inundaba el ambiente. Circe giró su cuerpo hacia el lado contrario intentando escapar de la cegadora claridad que invadía el espacio, algunos puñados de paja seca se adhirieron a sus piernas provocándole un intenso picor que hizo que su frente siguiera arrugada. Sin embargo, no podía quejarse: si no hubiera sido por el montón de paja que mantenía su cuerpo caliente estaba segura de que habría sufrido una hipotermia. Intentó acomodarse lo mejor que pudo sobre la paja con la intención de dormir un poco más, pero los rayos de luz que se colaban por los huecos de las ventanas colocadas en la parte superior de las paredes del granero no se lo ponían fácil. Al final, la pelirroja simplemente se rindió y se incorporó sobre la paja con ayuda de sus brazos.
Al instante, una sensación inquietante recorrió su espalda desnuda y provocó que los vellos de su cuerpo se erizaran. Abrió los ojos lentamente, intentando enfocar con nitidez lo que había delante de ella. Se frotó los párpados con el dorso de la mano para deshacerse de los puntos negros que invadían su visión y tras parpadear un par de veces sus ojos se abrieron enormemente por la sorpresa. La chica se arrastró por el suelo de tierra con velocidad hasta que su espalda tocó la pared que había detrás de ella, el montón de paja seca sobre el que había dormido toda la noche se había esparcido por el suelo. Circe levantó las manos despacio hasta la altura de su cabeza en una clara señal de rendición.
—Espera, por favor. —La voz de la pelirroja sonó algo temblorosa a pesar de que estaba intentando mantener la calma—. No dispares.
Frente a ella, a escasos siete metros, había una persona desconocida agachada cuyo cuerpo estaba cubierto por una larga capa negra con capucha que mantenía su rostro oculto. Circe no sabía quién era ni lo que quería, pero lo más importante en ese momento era tratar de que dejara de apuntarla con la flecha que tenía tensada sobre un arco de madera que parecía fundirse con su brazo. Circe continuó con sus manos en alto con la intención de que el extraño entendiera que ella no quería atacarle. Intentó alejarse aún más de él con ayuda de sus pies, pero la pared del granero se lo impedía.
—Tu ropa —habló la persona enmascarada y, para sorpresa de Circe, su voz era más aguda de lo que había esperado.
—Mi ropa —repitió la chica sin entender lo que el desconocido estaba tratando de decir.
—Es rara. Tu ropa es rara. Nunca había visto nada parecido.
Circe se mantuvo en silencio mientras sus ojos abandonaban momentáneamente la figura oscura del desconocido para posarla en su uniforme escolar que todavía se encontraba estirado sobre el suelo del granero. A juzgar por su aspecto, parecía que estaba totalmente seco. Circe recordó en ese momento que se encontraba únicamente en ropa interior y sintió su rostro enrojecer intensamente, pero intentó apartar esos pensamientos de su mente; necesitaba encontrar una forma de escapar, daba igual si lo hacía con o sin ropa.
—Tu pelo también es raro. Nadie de por aquí lo tiene de color rojo. Es casi como si el fuego bailara alrededor de tu rostro.
Circe tragó saliva pesadamente sin saber qué decir. Había intuido que su ropa escolar llamaría demasiado la atención para los habitantes del imperio, pero no sabía que su pelo también atraería miradas no deseadas. Era cierto que incluso en su ciudad natal ser pelirroja era algo que estaba fuera de los estándares de la población y únicamente los miembros de la familia Agnes contaban con cabellos rojizos —al menos ella no conocía a ningún pelirrojo más—, pero nunca habría adivinado que allí fuera algo tan extraño como para ser comentado; de hecho, su avatar en el juego también tenía el pelo rojo y no había tenido ningún problema durante la trama. Una vez más se dio cuenta de que el mundo del juego y lo que ella estaba experimentando actualmente eran dualidades distintas.
—¿Puedo tocarlo?
Sin darse cuenta, Circe había bajado los brazos y los había dejado caer sobre sus piernas estiradas debido a la sorpresa. De todas las cosas que pensaba que su posible asesino podía decir esa era sin duda una opción que Circe no había barajado. Sin embargo, si lo pensaba mejor, no era tan mala idea: si él se acercaba y bajaba el arco, ella quizás podría derribarlo y salir corriendo como llevaba haciendo desde que había sido enviada a ese mundo virtual.
La pelirroja asintió con la cabeza y tal y como su mente había imaginado el desconocido bajó el arco. Sin embargo y para su consternación, agarró la flecha y la colocó en su mano a modo de cuchillo. Circe se mordió el labio inferior, parecía que el plan no había salido tal y como lo había pensado y ahora un posible asesino se iba a acercar a ella para tocarle el pelo. El enmascarado comenzó a andar y Circe elevó las cejas; en un primer momento había pensado que el desconocido se encontraba agachado debido a su baja estatura, pero ahora que estaba caminando hacia ella se dio cuenta de que en realidad no debía superar el metro treinta de altura. Una mano asomó a través de la capa negra y la adolescente se quedó muy quieta mientras el extraño pasaba sus dedos por un mechón de su excesivamente largo cabello rojizo.
—No quema.
Circe aguantó la respiración al notar que la punta de la flecha se encontraba a escasos centímetros de su cuello.
—Aunque está pegajoso. Es como si intentara tragarse mis dedos.
El desconocido agarró uno de los mechones y lo envolvió alrededor de su dedo. Después, tiró un par de veces de él provocando que Circe tuviera que inclinar ligeramente la cabeza hacia la izquierda para no sentir tanto el tirón de pelo. La joven se fijó en que pese a su baja estatura su mano y sus dedos eran grandes en comparación.
—Hay quien dice que tocar un cabello de fuego puede ser la llave de tu fortuna o el eco de tu perdición. Me pregunto cuál de esos destinos las estrellas han escrito para mí...
Al final, el desconocido soltó su pelo y dio varios pasos hacia atrás para alejarse de ella. Se detuvo sobre un rayo de sol que se colaba por una de las ventanas del granero y Circe pensó que parecía el protagonista de alguna película siendo bañado por la luz de los focos del escenario. Entonces, sin previo aviso, el extraño elevó su brazo y se deshizo de la capa que cubría su cuerpo. Circe no pudo evitar soltar un jadeo repentino de desconcierto por lo que estaba viendo. Frente a ella lo que había era un niño que no debía tener más de diez u once años. Pese a que se encontraba dándole la espalda, podía decir que su piel era morena, pero un moreno de esos que se adquieren cuando pasas muchas horas bajo el sol. Su pelo era ligeramente largo, liso y negro, con una raya al medio que hacía que se dividiera por la mitad y el flequillo cayera a ambos lados de su rostro como una cortina.
—Supongo que no me imaginabas así. —El niño todavía se encontraba de espaldas, pero giró su cabeza hacia un lado permitiendo a Circe ver el lateral de su rostro aniñado. Mechones de pelo azabache cayeron sobre su estrecha frente por el movimiento y rozaron sus largas pestañas—. Mi nombre es Cricrí.
—¿Cricrí?
—Sí, como el sonido que hacen los grillos. La gente que me crio me lo puso ya que dijeron que cuando me encontraron a las puertas del orfanato un grillo estaba cantando. Un derroche de creatividad, ¿verdad? Como si no hubiera más nombres disponibles...
Circe no sabía qué decir. De hecho, no sabía por qué estaba teniendo esta conversación en primer lugar. Optó simplemente por presentarse.
—Yo soy Circe. Circe Agnes.
—Circe Agnes —repitió el niño—. Tú no eres de por aquí, ¿cierto?
Cricrí se dio la vuelta para enfrentar a la chica y Circe estuvo tentada a apartar su mirada de los ojos del niño: eran redondos, muy abiertos y negros, casi del mismo tono que su cabello; Circe sintió que el niño podía ver su alma a través de aquellos orbes que parecían que fueran a tragársela en cualquier momento. Por lo que podía apreciar, también parecía muy delgado a pesar de que su rostro era redondeado y sus mejillas parecían infladas. Llevaba unos pantalones marrones anchos que había doblado a la altura de los tobillos para que no arrastraran por el suelo y una especie de camisa de manga larga amarillenta por la suciedad que no tenía botones, sino unas cuerdas entrelazadas a la altura del pecho para ajustarla. Sus pies estaban protegidos por unas botas de color negro que se ocultaban dentro del pantalón.
—No, no lo soy. —No había ninguna necesidad de mentir cuando el niño ya sabía la verdad.
—Entonces, ¿qué haces aquí? —Se rascó la cabeza con el extremo opuesto de la flecha, provocando que algo en el interior del estómago de Circe se removiera incómodamente.
—Estaba caminando por el bosque cuando me sorprendió la lluvia torrencial. Solo entré aquí para poder resguardarme de la tormenta.
—Ya veo... —Cricrí se sentó con las piernas cruzadas en el suelo sobre la capa que minutos antes había tirado; por su parte, Circe cada vez estaba más intranquila—. A mí también me sorprendió la lluvia en mi viaje hacia el sur. No sabía que podía llover tanto por esta zona.
—¿Tú tampoco eres de aquí?
El niño negó con la cabeza a modo de respuesta. Tenía profundas ojeras que se acentuaban con la luz del sol que impactaba directamente contra su rostro.
—Por cierto, ¿no piensas ponerte la ropa?
Circe pensó en aquellas palabras durante un par de segundos sin comprender bien su significado antes de caer en la cuenta de a lo que el niño se estaba refiriendo. Su rostro enrojeció al instante. Había estado tan nerviosa con toda la situación de su posible asesinato a manos de un arquero que se había olvidado por completo de que estaba en ropa interior. Se levantó rápidamente del suelo y recogió la ropa que había dejado estirada la noche anterior para ponérsela; la camisa estaba sucia y olía ligeramente a sudor por todo lo que había corrido, pero no tenía más opción que volver a ponérsela. Por primera vez se fijó en que tenía una herida en la parte trasera del pie derecho formada por la rozadura de los zapatos escolares: no eran incómodos, pero supuso que no estaban diseñados para ser utilizados por el bosque. Los leotardos estaban rotos a la altura de las rodillas, pero ahora que el sol estaba comenzando a calentar el día aquello no parecía ser un problema.
—Eres muy rara, pero no pareces una mala persona. —La risa del niño llegó hasta los oídos de Circe y por primera vez desde que se habían conocido sintió que los nervios se desprendían de su cuerpo. Circe relajó los hombros que hasta ahora habían estado en tensión y se sentó de nuevo en el suelo, con las piernas estiradas en dirección a Cricrí.
—No soy una mala persona —corroboró Circe.
—Eso es lo que he dicho. —Cricrí se encogió de hombros mientras jugaba con la flecha que todavía tenía en la mano—. No eres de aquí, pero estabas caminando por mitad del bosque bajo una fuerte tormenta. Como todo sobre ti, eso también es raro. Dime, ¿hacia dónde te diriges?
—Hacia ninguna parte. Supongo que lo único que quiero es alejarme lo máximo posible de la capital —habló. Hizo una pausa, apartó la vista de Cricrí y, después, murmuró entre dientes—: Daría lo que fuera por salir de este maldito imperio.
—Puedes hacerlo.
—¿Qué? —Circe miró al niño con las cejas levantadas.
—He dicho que puedes hacer eso. Puedes salir del imperio.
—¿Cómo? —Circe se inclinó hacia delante mientras preguntaba.
—El sur.
—¿El sur? ¿Te refieres a que para salir del imperio debo ir hacia el sur?
Cricrí asintió con la cabeza.
—El sur es la única zona del imperio que limita con el mar. He oído que entran y salen barcos constantemente del puerto. Si vas hacia el sur podrías subirte en uno de esos barcos y abandonar Orión.
—¿Es eso cierto? —Circe ya no estaba sentada, ahora se encontraba de rodillas con su cara muy cerca del rostro del niño debido a que no podía contener la agitación de su cuerpo. Si lo que Cricrí le estaba contando era cierto, tenía una posibilidad de escapar del príncipe y de Úrsula. Ahora mismo, era la mejor forma de salvar su vida.
—¿Por qué te engañaría? Una de las monjas del orfanato tenía un acento extraño. Decía venir de un reino lejano, de tierras que nadie en Orión había visto, y que había llegado hasta aquí tras un largo viaje en barco. De todos modos, lo que me sorprende es que tú no lo sepas. ¿Has estado viviendo toda la vida en una cueva?
—Como ya te he dicho, no soy de aquí —se defendió Circe, echándose un poco hacia atrás. Después, algo que había dicho el niño anteriormente le vino a la mente—. Antes has dicho que te dirigías hacia el sur. ¿También quieres salir del imperio?
Cricrí negó con la cabeza. Estiró su brazo y recogió el arco de madera que descansaba sobre el suelo de tierra. Lo levantó y señaló una zona en específico de la madera con su dedo índice. Circe entrecerró los ojos para intentar vislumbrar lo que el niño le estaba mostrando y vio que había unas letras grabadas en la parte interior del lomo del arma.
—El sur —leyó Circe.
—Eso es, chica rara. —Cricrí asintió con la cabeza mientras repasaba con su dedo las palabras allí escritas. Contraria a su primera impresión, sus ojos negros ahora parecían desbordar una tristeza tan profunda que un nudo se instaló en la garganta de Circe—. El sur. No sé leer, pero en el orfanato me dijeron que aquí ponía eso. Mi hermano me legó este arco cuando me dejó allí siendo yo un bebé. Estoy seguro de que después él se dirigió hacia el sur y me dejó este mensaje para que pudiéramos encontrarnos en el futuro.
Circe no dijo nada. En cambio, aprovechó el silencio que se había formado en el granero para ordenar sus pensamientos. Ella ya sabía que al sur del imperio había un gran mar, pero ahora había descubierto que también había un puerto desde el que partían barcos constantemente. Si era capaz de llegar hasta el sur sin ser descubierta tenía muchas posibilidades de abandonar el imperio y formar una nueva vida lejos de allí. Quizás, incluso alguien de alguna parte de aquel mundo virtual podría ayudarla a regresar a su casa. Sin embargo, Circe era realista y sabía que aquello no sería fácil. Para empezar, ni siquiera sabía dónde se encontraba actualmente. La pelirroja miró a Cricrí de reojo, quien parecía entretenido jugando con las flechas de su arco. Aunque fuera un niño parecía saber mucho sobre el imperio y estaba convencida de que al menos sabía el camino a seguir para llegar a su destino.
—Vayamos juntos —propuso.
—¿Eh? —Cricrí levantó la vista de las flechas para posarla en la chica.
—Vayamos juntos al sur —repitió Circe—. Si vamos juntos es probable que sea más fácil.
Cricrí miró detenidamente la mano que Circe había extendido hacia él. Después, una sonrisa adornó sus labios mientras estiraba su propio brazo y aceptaba la propuesta de la chica.
—Vayamos al sur.
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