01. Solo una chica más
━━━ CAPÍTULO UNO ━━━
SOLO UNA CHICA MÁS
Las grandes cristaleras a modo de pared que adornaban ambos lados del pasillo dejaban penetrar los débiles rayos de sol del final del día; todo el edificio de oficinas estaba construido con grandes paneles de vidrio que permitían un mayor ahorro de energía al aprovechar la luz natural del astro rey —aunque representaba un aspecto bastante negativo para aquellos que sufrían de vértigo o de miedo a las alturas—. Los pasillos del edificio, todos ellos anchos, alargados y con olor a lejía, estaban abarrotados de gente de aspecto cansado que abandonaba sus puestos de trabajo después de una dura jornada laboral, así que no fueron pocas las veces que la mujer de camisa blanca y falda de tubo oscura tuvo que asentir con la cabeza a modo de cortés despedida, pues pese a que llevaba ya tres años trabajando en aquella empresa todavía le costaba acostumbrarse a la manera tan rígida y educada que tenían los trabajadores de tratarse.
Bordeó el escritorio de madera blanca de la secretaria de la planta cinco —una mujer de negros ojos rasgados ocultos detrás de unas gafas de culo de botella— y recorrió el kilométrico pasillo hasta llegar al lugar donde se encontraban los ascensores: siete cubículos metálicos con capacidad para doce personas cada uno. Al trabajar en una empresa tan grande y con tanto personal era imprescindible que las salidas —tanto las escaleras como los ascensores— estuvieran bien equipadas. Apretó el botón de uno de los elevadores con su dedo índice y esperó a que este llegara mientras daba pequeños golpecitos con su pie en el suelo. Las puertas metálicas se abrieron y Laurie se adentró en él presionando el botón de la planta baja y tarareando en su mente la banda sonora de su juego para ordenador favorito: Cómo salvar un reino y casarte con el príncipe heredero.
Sus dedos se aferraron al asa de su bolso negro que comenzaba a resbalar por su hombro y volvió a colocarlo correctamente sobre este. Un mechón de cabello castaño cayó sobre su redondeado rostro, por lo que Laurie levantó su mano para colocarlo nuevamente detrás de la oreja, una tarea algo complicada desde que había decidido cortárselo a la altura de los hombros. Un número fluorescente en la pantalla de la parte superior del cuadrangular ascensor indicaba que iba por la planta uno y, cuando cambió al número cero, se detuvo y un suave pitido acompañado por la apertura de las puertas retumbó en sus oídos.
La mujer de veintinueve años salió decidida del ascensor igual de rápido que había entrado y anduvo velozmente por el espacio abierto que constituía la planta baja: una gran sala espaciosa con sillones y plantas decorativas donde normalmente se recibía a los clientes que terminaba en las puertas automáticas que permitían a cualquiera entrar y salir del edificio.
En cuanto puso un pie en el exterior, la suave brisa de principios de octubre le golpeó en la cara. Inhaló profundamente y retuvo un par de segundos el aire fresco en sus pulmones mientras intentaba deshacerse de los nervios y la tensión acumulados en su cuerpo a lo largo del día; por mucho que le gustara su puesto de trabajo y estuviera agradecida de poder formar parte de una plantilla como la de esta empresa nunca se acostumbraría a despedir empleados, y aquel día había tenido que comunicar a dos de ellos que su tiempo en la compañía había terminado. Recursos humanos era así, una moneda de dos caras que no siempre caía para el lado deseado.
Atravesó con cuidado el aparcamiento privado de la empresa, esquivando a un vehículo de ventanas tintadas que se había detenido en doble fila para recoger seguramente a algún empleado cuyo turno había finalizado, hasta llegar a su propio coche: un Mercedes plateado que la compañía le había entregado al inicio de su contrato y que sería suyo mientras trabajara para ellos.
Metió la mano en su profundo bolso y tanteó a ciegas buscando las llaves del vehículo, sintió sus dedos rozar el cacao que había guardado para aplicárselo durante el día cuando sus labios se secaran y, seguidamente, el frío del metal entre las yemas de sus dedos. Agarró las llaves y sacó la mano del bolso, presionando el botón de la parte superior y provocando que los faros delanteros y traseros del Mercedes emitieran un breve tintineo de luces amarillentas antes de apagarse completamente.
La mujer se adentró en el coche y cerró la puerta detrás de ella. Después, se abrochó el cinturón de seguridad y miró la hora en la pantalla táctil que había incorporado en la parte delantera en una de sus visitas al mecánico; los números anaranjados indicaban que eran ya las siete y treinta y cuatro de la tarde, por lo que si no había mucho tráfico calculó que llegaría a casa sobre las ocho. Laurie no recordaba un solo día en el que hubiera llegado a casa antes de las ocho, siempre había trabajo que hacer en la empresa y por mucho que intentara terminarlo en su jornada laboral al final de una forma u otra acababa haciendo horas extras o llevándoselo a casa, lo cual era el caso de hoy.
Metió las llaves en el bombín de arranque y las giró, escuchó cómo el motor rugía con furia y el coche se ponía en marcha. Deslizó sus ojos marrones hacia el llavero que colgaba altanero de las llaves del vehículo moviéndose de un lado a otro por la inercia de la vibración del motor, era una pequeña espada plateada cuyo mango estaba bañado en oro y tenía incrustado en él un par de gemas preciosas —obviamente falsas— que no pudo resistirse a comprar ya que le recordaba demasiado a la espada que usaba el protagonista del juego al que estaba enganchada. Cuando el pequeño punto de luz en la pantalla táctil se apagó indicando que podía poner el vehículo a circular, Laurie apretó el pedal del acelerador y el coche comenzó a desplazarse suavemente por el pavimento.
La kilométrica autovía por la que debía circular para llegar a casa se encontraba llena de coches, sin embargo, Laurie ya se lo esperaba; era normal teniendo en cuenta que la mayoría de los trabajadores de la ciudad salían de sus puestos de trabajo a esa hora. Suspiró pesadamente mientras encendía la radio y sintonizaba su emisora favorita, aquella que ponía temas de los ochenta que tan olvidados estaban por los adolescentes de hoy en día. Tamborileó sus dedos contra el volante de cuero negro al ritmo de Still loving you mientras poco a poco iba avanzando por la carretera.
Sus redondos ojos miraron por la ventanilla bajada, observando de forma aburrida el seco paisaje que rodeaba la autovía y que consistía en un campo de aspecto amarillento por la falta de lluvia y en un par de fábricas a lo lejos de cuyas chimeneas salía un denso humo grisáceo. Cuando por fin llegó al primer desvío, giró a la derecha y el Mercedes pudo deslizarse con mayor velocidad por la carretera.
Disminuyó la velocidad cuando el vehículo abandonó la carretera principal y se incorporó a la secundaria, viendo el gran cartel sobre su cabeza que indicaba que se estaba adentrando en la ciudad. A su izquierda, como siempre, estaba el mismo parque por el que pasaba todos los días: un parque infantil de vivos colores que acogía con los brazos abiertos a los niños que habían salido ya del colegio y que ahora disfrutaban de un merecido descanso. Los pequeños gritaban y reían mientras se montaban en los diferentes columpios; sus padres, sentados en los bancos de madera de los alrededores, los vigilaban mientras conversaban entre ellos. Vislumbró también a un par de señores paseando alegremente a sus perros y a una pareja de jóvenes montando en bicicleta —aunque por sus expresiones faciales parecían estar sufriendo por la elevada cuesta que intentaban subir—.
Se detuvo cuando el semáforo que tenía delante cambió a rojo. Echó un rápido vistazo al bolso que había colocado cuidadosamente en el asiento del copiloto y lo abrió velozmente para aprovechar el tiempo que iba a estar parada y aplicarse el cacao transparente que no había podido echarse antes por las prisas, después lo volvió a guardar al ver que el semáforo todavía no había cambiado a su color original. Un par de ancianos cogidos tiernamente de la mano cruzaron por el paso de cebra en el momento en que la luz comenzaba a parpadear y la mujer se preparó para ponerse en marcha en cuanto el tintineo cesara. Cuando el semáforo se puso en verde, la mujer pisó el pedal del acelerador sin perder tiempo.
Tuvo suerte, pues en una de las calles cercanas a su edificio logró encontrar rápidamente un sitio libre donde aparcar en batería. Laurie apagó el motor del coche, abrió la puerta y abandonó el calor del interior, después caminó con paso raudo por la acera hacia la puerta de hierro del portal con cuidado de que la punta de los tacones no se metiera en las ranuras de los adoquines.
La mujer vivía en un tercer piso en uno de los edificios situados en el centro de la ciudad; no era un apartamento excesivamente grande, pero era lo suficientemente espacioso como para permitir que viviera allí toda la familia sin molestarse los unos a los otros. La morena todavía no se había independizado, por lo que seguía viviendo con sus padres y sus dos hermanos pequeños. El dinero que ganaba en el trabajo no le permitía la posibilidad de irse de casa debido a los altos precios de los alquileres de la capital, imposibles de asumir para una persona con un solo sueldo.
—¡Ya estoy en casa! —Laurie gritó a modo de aviso en cuanto abrió la puerta principal de madera rojiza. La cerró detrás de ella y se quitó los zapatos negros de tacón. Los dejó en la entrada, donde había un pequeño zapatero de plástico blanco que la familia usaba para guardar los zapatos y no pisar con ellos los suelos de parqué de la casa.
Sin embargo, nadie respondió. Laurie aspiró profundamente por la nariz: olía a pescado.
—Mamá, ya he llegado —repitió, asomando la cabeza por la puerta de la cocina.
—¡Oh, cariño, no me había dado cuenta! —La voz de su madre sonaba agitada mientras se movía de un lado para otro de la cocina con un trapo en su mano y un delantal blanco con la imagen impresa de la Torre Eiffel protegiendo su ropa de las posibles salpicaduras de comida.
—Salmón, ¿eh?
—A tu hermano le han seleccionado para el equipo de balonmano de la universidad, así que he pensado que podríamos cenar su comida favorita.
—¿A cuál de mis dos hermanos? —Laurie preguntó irónicamente mientras dejaba que su bolso cayera por su brazo hasta su mano. Tenía la zona del hombro dolorida por el peso, así que alzó la otra mano y se dio un pequeño masaje.
Su madre le envió una mirada de advertencia.
—Está bien, está bien. —Laurie alzó las manos en señal de rendición—. Voy a mi habitación, tengo que enviar un informe a mi jefe antes de las diez. La dulce vida de una mujer adulta...
—La dulce vida de una mujer adulta, sí... —Su madre repitió con el ceño fruncido mientras dejaba el paño que segundos antes había tenido en la mano sobre la encimera. Laurie sabía que a su madre no le gustaba que trabajara tanto y su mala opinión sobre la empresa, pero no había nada que ella pudiera hacer si quería conservar aquel puesto de trabajo que había conseguido años atrás gracias a una conocida suya que trabajaba en el sector de la limpieza y que le había informado sobre la vacante.
—Serán solo diez minutos, lo prometo.
Laurie caminó por el pasillo alargado de la casa y pasó las dos puertas de madera que llevaban a las habitaciones de sus hermanos —las cuales no tenía ninguna intención de pisar a no ser que fuera un asunto de vida o muerte—. La tercera puerta, la que estaba al fondo del pasillo, era la suya. La chica la abrió y se adentró en ella. Enseguida le llegó a la nariz el olor a repelente de insectos que su madre debía haber echado para acabar con todos los mosquitos de la casa y que ahora estaba a punto de acabar con ella. Laurie intentó aguantar la respiración mientras se dirigía a la ventana y la abría para permitir que el aire fresco de la noche limpiara el irrespirable ambiente de su pequeño cuarto. Sobre su cama se encontraba el ordenador portátil que había dejado enchufado por la mañana antes de ir al trabajo. La mujer lo cogió y lo posó sobre su escritorio de cristal semitransparente, se sentó sobre la silla de cuero giratoria y encendió el ordenador.
—Solo un email —murmuró Laurie para sí misma mientras introducía la contraseña del portátil. El fondo de pantalla predeterminado con la imagen de una persona buceando en el mar apareció frente a sus ojos y la chica introdujo el pendrive con los documentos de la empresa en la ranura lateral del ordenador. Mientras los documentos se cargaban, la mujer de pelo castaño arrastró la silla de ruedas por el suelo para intentar alcanzar el bolso que había dejado sobre la cama, lo abrió y sacó las gafas que utilizaba cuando tenía que ver una pantalla para que no se le secaran excesivamente los ojos.
Cuando los documentos aparecieron frente a ella, Laurie seleccionó el que debía editar y lo abrió. Sus dedos comenzaron a moverse ágilmente sobre las teclas del ordenador, provocando un molesto ruido al que ya estaba acostumbrada. Revisó con cuidado todos y cada uno de los datos que la secretaria le había pasado en un cuadro de Excel, cerciorándose de que no hubiera ningún error con los cálculos de los salarios del mes de octubre. La empresa para la que trabajaba ciertamente no era la mejor de la ciudad, pero sí era una de las más competitivas en el sector y no podían permitirse cometer ningún error. Después de revisar los números finales y ver que todo parecía estar en orden, Laurie abrió su email y adjuntó el archivo. Enviado.
La mujer miró el despertador de números azules que descansaba sobre su escritorio: eran las nueve y media pasadas. No había escuchado la puerta de casa abrirse, por lo que supuso que ni su padre ni sus hermanos habían llegado aún de la universidad. Laurie se mordió el labio inferior mientras cerraba la aplicación del correo electrónico y arrastraba lentamente el ratón por toda la pantalla del ordenador hasta situarlo sobre la interminable lista de aplicaciones con las que contaba el sistema. La mujer bajó con la rueda del ratón rápidamente hasta que vislumbró el nombre de su juego favorito: Cómo salvar un reino y casarte con el príncipe heredero y pinchó dos veces sobre él para que se abriera. La música misteriosa de fantasía de la introducción le dio la bienvenida y Laurie siguió su ritmo con la punta de su pie cubierto por las zapatillas de estar por casa.
«¿Quieres continuar por dónde lo dejaste la última vez?» La chica asintió instintivamente con la cabeza mientras presionaba el botón de sí con el ratón del ordenador. Según las reglas del juego que había leído antes de instalárselo —ella era una feroz creyente de que no se podía jugar a algo sin saber primero las reglas, aunque eso implicara leerse un manual de cien páginas—, la trama del juego de fantasía constaba de ochenta niveles que había que ir superando para finalizar el juego; ella iba por el treinta y dos, pero quizás si jugaba aquella noche podría superar aquel nivel en el que se había quedado atascada. Cuando la ruedecita en el centro de la pantalla dejó de girar indicando que todos los datos se habían cargado, el personaje que había diseñado a su semejanza para el juego apareció en la pantalla en el mismo sitio en el que lo había dejado la última vez.
Los oscuros orbes de Laurie ocultos detrás de las gafas rectangulares se movían velozmente de un lado a otro de la brillante pantalla para leer lo más rápido posible los diálogos de los personajes. Actualmente su personaje, o avatar según los expertos, era una pequeña maga de pelo castaño hasta el cuello y túnica azul con estampado de estrellas amarillas que se encontraba en mitad del bosque junto al príncipe del reino y algunos soldados que constituían su guardia personal. Para superar el nivel treinta y dos, debía encontrar una forma plausible de atravesar el pantano de los mil rostros, una gran balsa de agua maldita que atrapaba a los visitantes hasta ahogarlos, y cruzar al otro lado sana y salva.
«Comienza la misión».
Laurie sonrió para sí misma, estaba decidida a superar aquel nivel de una vez por todas. Sin embargo, cuando ya había posicionado el ratón sobre la opción de sí y estaba a punto de darle al botón, sus manos se paralizaron y la mujer quedó inmóvil. Un dolor infernal recorrió su espina dorsal y la chica ahogó un grito que quedó silenciado en lo más profundo de su garganta. Todo a su alrededor comenzó a dar vueltas mientras sentía como si alguien le estuviera apretando con fuerza los laterales de su cabeza con la intención de aplastársela.
No pudiendo soportar más el peso de su propio cuerpo, Laurie se desplomó sobre la silla giratoria con el tronco doblado hacia adelante y la cabeza inerte colgando hacia abajo. Fue entontes cuando lo vio: en el suelo de su cuarto había aparecido un círculo perfecto de dos metros de diámetro de color dorado brillante; en su interior, una estrella plateada de cuatro puntas había sido dibujada con líneas perfectas y justo en el centro de la estrella se encontraba ella.
No pudo gritar porque de un momento a otro todo se volvió negro.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top