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Por lo regular, cada que Toru inyectaba a Dalia, ella quedaba incapaz de moverse pero estaba despierta. Esta vez no fue así. La sirena sintió que los párpados le pesaban y su alrededor se desvanecía. Toru la tomó entre sus brazos y ella poco a poco perdió la consciencia.

Le gustaba dormir. En los sueños no tenía noción del tiempo y sentía que podía quedarse ahí para siempre. Vivía bien en el acuario, pero de vez en cuando extrañaba mucho a su madre y solo durmiendo la podía ver.

Dalia era transportada al océano, o lo que su mente creía como tal. Sabía la existencia de ese lugar tan maravilloso gracias a la televisión y a los guías del Safaia, y aunque llamaba su atención, no tenía deseos de conocerlo.

Era mejor así. De todos modos, aunque ansiara ir a su hábitat natural más que nada en el mundo, no podría hacerlo. Su blancura la hacía alguien exótica, digna de admirarse, pero también era a causa de esta que nunca podría vivir como una sirena normal.

La criatura, en el fondo de esas aguas infinitas que llamaba océano, sonrió al ver a su madre nadando a cierta distancia. No quería despertar, esta sensación no podía compararse con ninguna que hubiera sentido antes en el mundo real. No se refería a la libertad, sino a estar acompañada. Volver con las suyas, sentir sus cabellos, sus pieles gruesas. El cautiverio no le afectaba, la soledad sí. Jamás podría conformarse con vivir rodeada solo de peces el resto de su vida.

Dalia miró a sus hermanas persiguiendose la una a la otra: tenían el mismo rostro etéreo que ella. De pronto se preguntó donde estarían ahora. Lo más probable era que ya hubieran fallecido.

Era un hecho que las sirenas consumían humanos, pero los humanos también consumían sirenas. Dalia fue testigo de ello muchas veces cuando Haruki hacía fiestas.

Poco a poco la imagen de sus hermanas jugando se desvaneció. Era señal de que en poco tiempo despertaría. La sirena, como siempre, se resignó y cerró los ojos. Cuando los abrió sintió el agua más cálida de lo habitual. Miró alrededor: las algas, los corales, rocas y la variedad de peces brillaban por su ausencia. Tampoco estaba el castillo, así que ese no era el tanque pequeño. Dalia alzó la vista: arriba había una leve luz danzante reflejándose en el agua. Ella nadó hacia ella y sacó la cabeza a la superficie. Se frotó los ojos para aclarar su vista. Se encontraba en una alberca de tamaño considerable, había un jardín con dos rosales y una casa blanca. El cielo, de un tono de azul que nunca había visto, la intimidó. El sol era enorme y dorado, ella quiso contemplarlo por largo rato pero le fue imposible.

El tiempo pasó más rápido de lo que creía. Por fin estaba en aquella casa que todos mencionaban.

Se quedó quieta contemplando cada detalle del que sería su nuevo hogar por quien sabe cuánto tiempo. Después se inspeccionó a sí misma y notó que no traía brazaletes ni sostén. Sonrió ampliamente. No le molestaban mucho, pero se sentía más cómoda sin ellos.

Joshua salió de la casa al poco rato. Vestía vaqueros y camiseta, estaba descalzo. Se sentó en el borde de la piscina y metió los pies al agua. Era cierto: él no tenía miedo. Dalia, en medio de la alberca, no supo qué hacer. Tantas veces fantaseó con tocarlo, pero ahora que era realidad, no tenía el valor ni de acercarse. Le aterraba la idea de que, una vez lo hiciera, él se iría corriendo de regreso a la casa para luego volver con un traje parecido al de Toru. Por un tiempo creyó que Toru lo usaba porque su piel no soportaba el agua, pero la verdad era que él temía ser devorado por ella.

—Hola, Dalia, gusto en conocerte—dijo Joshua, arrancándola de sus cavilaciones—. Soy Joshua, ¿me recuerdas? Te visité un par de veces.

La sirena asintió. él le sonreía como si fuera una vieja amiga, alguien a quien conocía muy bien.

—Ven—él la llamó con sus brazos—. No seas tímida, vamos a estar juntos tu y yo por mucho tiempo.

Dalia lo miró a los ojos. No le quedaron dudas de que había algo de sirena en él. El encanto, la elegancia.

Ella se acercó muy lentamente, estaba temblando.

—Dalia—decía él una y otra vez con su voz aterciopelada—. Ven, Dalia, ven aquí...

Cuando menos se dio cuenta, Dalia ya estaba junto a él, con el mentón en sus regazo. Joshua, muy despacio, acercó las manos a su cabello y lo acarició.

—Sé cómo te sientes—le dijo—. Pero eso se acabó, te lo prometo. Solo debemos trabajar juntos.

Dalia alzó la mirada. Esos ojos oscuros la tenían en un trance.

No sabía qué planes tenía en mente, pero cualquier orden que él le diera, ella la obedecería.

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