20

Joshua, como cada noche, preparó café. Esta vez sacó dos tazas de la alacena en vez de una.

—Mai me dijo que no te pasará nada si bebes un poco—dijo él.

Dalia, sentada en la mesa, esbozó una amplia sonrisa. Ella ya sabía tomar bebidas calientes, no se quemaría la lengua como la primera vez. Joshua se sentó frente a ella y le entregó una taza. Ella relajó el cuerpo en cuanto percibió ese aroma cálido que tanto le gustaba. Se llevó la taza a los labios y sorbió. Era más amargo de lo que imaginaba, pero delicioso. Con razón a Joshua le gustaba tanto.

—¿Y bien?—dijo él—¿Está bueno?

Dalia asintió, complacida. En medio de la mesa descansaba Hiromi, el libro que Yukie regaló a Joshua. Este último prefería leer a la luz de las velas, lo que hacía el ambiente aún más acogedor. Las llamas se reflejaban en sus ojos. Dalia se perdía en ellos.

—El capítulo de ayer nos dejó muy impresionados, ¿verdad?—dijo Joshua después de dar un sorbo al café, tomando el libro y abriéndolo en la página donde se quedó—. Creo que mañana lo terminamos.

Carraspeó, listo para comenzar. Dalia apoyó la mejilla en la palma de su mano.

—El amor de una sirena es inmortal. Los cuerpos desaparecen pero el amor se queda—leyó Joshua—. Ayer Hiromi me dijo que las suyas solo se enamoran una vez en toda su vida, ya sea entre ellas mismas o de un ser humano. Esto último ocurre muy rara vez, ella es una excepción.

Dalia se dejó llevar por su voz aterciopelada: podía imaginarse con lujo de detalle la pequeña isla en la que el protagonista y la sirena solían verse. Para ella cada palabra de ese libro era pura verdad. No necesitaba comprobarlo, ella lo sentía en su alma, en su carne. Amaba a Joshua, y le alegraba saber que ese sentimiento seguiría vivo aunque ella desapareciera.

Mientras lo oía narrar, pensó en todas las sirenas que él conoció a lo largo de su carrera. Sintió pena por ellas y por sí misma: él, a diferencia del pescador de ese diario, jamás les correspondió. Y jamás le correspondería a Dalia. Todos esos cuidados y esos besos, para él, no estaban teñidos de romance. Dolía asimilarlo, pero era comprensible. Aunque Joshua no fuera un hombre triste, aunque no cargara con la falta de su hija y de su mujer, no amaría a Dalia. El cariño que sentía por ella nació de la empatía y la ternura, de convivir por tantos días.

Puedo con eso, se repitió Dalia a sí misma en su mente. Solo me basta con tenerlo cerca, con seguir sintiendo su piel y su cabello, con seguir viéndolo a los ojos.

Joshua siguió leyendo unos minutos más hasta que el teléfono sonó. Eso rara vez pasaba, y siempre era Mai preguntando por la salud de Dalia. La sirena, de nueva cuenta, volvía a maravillarse por todas las cosas que inventaban los humanos. Ella era capaz de comunicarse a distancia con su madre y hermanas por medio de su mente. Durante muchos años estuvo convencida que esa era una habilidad que solo le pertenecía a ellas, pero cambió de parecer en cuanto supo de la existencia del teléfono.

—Un momento, pequeña—se disculpó él, para ponerse de pie, ir a la sala y contestar—¿Hola...?

Dalia volteó a verlo. él no dijo más, solo se quedó quieto, escuchando. Su rostro permaneció impasible, pero las lágrimas empezaron a brotar. Un par de minutos después él respondió con monosílabos, dio las gracias y colgó. Se llevó las manos al rostro, reunía todas sus fuerzas para no sollozar. La sirena jamás lo había visto así, en ese momento solo quería abrazarlo y cantarle para que se sintiera mejor. Ella rápidamente se movió de un lado al otro hasta caer de la silla y comenzó a arrastrarse para ir hacia él. Joshua corrió hacia ella y se arrodilló, rodeándola con sus brazos.

—Oh, Dalia, no hagas eso, te lastimas—la estrechó con ternura—¿Estás bien?

Ella asintió y le enjugó las lágrimas. Eran tan cálidas como el resto de su cuerpo.

—Lamento mucho que me veas así—dijo con la voz quebrada—. Es solo que...al teléfono...yo...

Joshua temblaba. Dalia sintió que algo en su interior se quebró cuando él hundió el rostro en su hombro.

—Sadie me habló después de tanto tiempo. Ella se deshizo de todo, ella...ella no puede borrar a Michelle, Dalia, no puede. Era su hija también.

La sirena no entendía nada, y no tenía apuro por hacerlo. Lo que más deseaba en ese momento era que Joshua dejara de llorar, que volviera a ser ese hombre fuerte y seguro de sí mismo que vio por primera vez con un cristal de por medio.

El hombre lloró un rato más. Ya más tranquilo, miró a Dalia a los ojos. Tenía los ojos brillando por las lágrimas, sus labios estaban entreabiertos. Dalia le dio un delicado beso, apenas un roce. Joshua esbozó media sonrisa.

—Siempre me siento muy bien cuando nos besamos, Dalia. Siempre.

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