Capítulo 12.
Victoria.
Perdí la cuenta del tiempo que llevo aquí en este lugar desolador. Ayer, cuando fui a ver a Adelaida, intenté huir, pero Lesart me despistó y me advirtió que me estaban siguiendo.
Ahora estoy sentada en el suelo, apoyando mi cabeza contra la puerta, y comienzo a reflexionar. Nadie vino a buscarme, a nadie le importa que esté tomada como rehén, ni siquiera a mi propio padre. Repito esa palabra una y otra vez, y me río para disimular el dolor, ese traidor al que llamo padre no le importó una mierda.
De repente, alguien golpea la puerta, haciendo que tiemble.
La abro de inmediato y por su uniforme deduzco que pertenece a la Guardia Oscura. Veo que sostiene una espada con la bandera de Solasta sobre ella. Mis ojos se abren como platos al verlo.
—¿Qué ocurre?
—La Señora Lara Abaliz ha fallecido —la frase resuena en mis oídos.
No puedo soportar el impacto: mi madre ha muerto, su presencia ya no iluminará mi vida. Me siento culpable de que no he podido hacer nada para salvarla. La traición de Gerald y la culpa de los Iluna se convierten en un veneno que hiere mi alma. En ese instante, me rindo ante el dolor, ante la tristeza que me inunda sin piedad. Mis lágrimas no tienen remedio, brotan desconsoladas, como un desgarrador lamento por la ausencia irreparable de mi madre.
El guardia deja con delicadeza la espada que solía pertenecer a mi madre, pero ya no significa nada.
El vacío que deja su partida es un abismo insondable, una dolorosa sensación de soledad que me consume. Me siento desamparada, como si el mundo entero se desmoronara a mi alrededor.
Cierro los ojos y no encuentro consuelo, solo la cruel certeza de que jamás volveré a verla. El llanto se convierte en mi única forma de expresar la desdicha que anida en mi corazón destrozado.
—La muerte de un soldado es un recordatorio de los sacrificios que hacen en nombre de su rey y su reino.
Miro al guardia con ganas de estrangularlo, mientras mis lágrimas brotan. ¿El rey?
—Un rey cobarde que se atreve a matar mujeres más poderosas que él, no merece ser llamado rey, sino traidor. Su cobardía y crueldad lo descalifican para estar en el trono, trono que arrebato cruelmente a Ayla Vennet.
—Pasado pisado, deberías ir aceptando que Sargas ahora es el rey y su esposa Defnne es su consorte, créeme, si no lo haces, te irá bastante mal.
El guardia da media vuelta y se va. ¿Quién se cree? Es un lame botas de Sargas, como todos los de este lugar.
Cierro los ojos y no encuentro consuelo, solo la cruel certeza de que jamás volveré a verla. El llanto se convierte en mi única forma de expresar la desdicha que anida en mi corazón destrozado.
Las lágrimas se mezclan con los sollozos, derramándose sin control en un torrente de desesperación y agonía. La punzada en mi pecho es insoportable, una herida que nadie más podrá curar.
Desenvaino su espada y de ella cae una carta.
En este despiadado mundo, si una mujer ostenta un poder superior al de cualquier otro, inevitablemente se alzarán en su contra, movidos por la simple envidia y el temor a su grandeza. Sus logros y virtudes serán cuestionados, su autoridad desafiada y su legado despreciado.
Empapo la hoja con las lágrimas que no podía contener. Todo esto son consecuencias de la muerte de Ulrik: la pérdida de mi madre, el robo de Solasta, la masacre, el abandono de Alicent, el enfrentamiento entre los reinos y más cosas horribles están por venir.
Sin darme cuenta, dos doncellas entran en la habitación con un velo.
Una de ellas posa su mano en mi hombro.
—Sécate las lágrimas, ya ha sucedido. Nada se puede cambiar.
—Tal vez, si Sargas muere, todo cambie —respondo.
La doncella se arrodilla y me toma de las manos.
—Si Sargas muere, todo cambiará a peor —dudo mucho eso—. Arthur ascenderá al trono con un poder absoluto al tener a Adelaida sometida como su marioneta.
La idea de que Adelaida sea considerada como una marioneta me llena de ira.
—Y cuando logre su objetivo, la matará —susurra la otra doncella mientras dobla.
—Está obsesionado con ella, eso sí la torturará, pero no la matará. La necesitan viva pero no intacta.
—No te creas, míra a Sargas. Estaba perdidamente enamorado de Ayla y acabó asesinándola sin piedad.
Qué poco hombre es, asesinó a su ex amada, a la mujer que una vez amó y prometió darle todo.
Las Vennet siempre han tenido una belleza clásica que se agradece, pero Adelaida es única en muchos sentidos. Su carácter inquebrantable, su forma de responder, su mirada única. Su familia tenía una belleza singular, pero ella es la mismísima belleza, por dentro y por fuera, por eso Arthur está obsesionado.
Permanezco en silencio mientras las doncellas discuten, sin ánimo de participar. Ambas se percatan de mi estado.
—Bueno, Dilara, si Sargas muere, todo será peor —comenta una al levantarse.
—Pero, ¿y si todos mueren? —pregunto frotándome las manos.
La doncella se ríe como si hubiera dicho algo gracioso.
—Nadie se atreve a desafiarlos, y no le temen a nada.
Si no le temieran a nada, Adelaida no estaría secuestrada y sometida, ni la usarían para sofocar las rebeliones. Yo tampoco estaría tomada como rehén.
—Creo que te equivocas. Temen a Marcus Atlas, sobre todo Sargas. Es un gran rey, bondadoso cuando debe serlo y cruel cuando es necesario. Cuando asesinaron a su madre, él solo tenía 17 años, pero buscó a sus asesinos uno por uno y vengó la muerte de su madre de manera adecuada, matándolos de la misma forma. Además de liderar su ejército y guardia, es el mejor soldado de los reinos, por no mencionar lo excepcional que es.
Me pongo de pie. ¿Qué les pasa a estas mujeres con Marcus? ¿Y con Adelaida? Es como si no tuvieran vida propia.
Veo el vestido y el velo, deduzco a donde iré.
••🥀••
Un carruaje llegó para recoger tanto al príncipe como a mí, lo que parece ser una costumbre en Solasta.
Al llegar, ya me duelen los ojos por llorar tanto. Durante todo el viaje, no dirigí ni una palabra a Esard.
Él me guía hacia una pequeña sala donde se encuentra Sargas. Al entrar, él se levanta de inmediato y me recibe.
—Señorita Dilara, estaba esperándola —me dice.
Solo puedo mirarlo como si estuviera a punto de asesinarlo. Se acerca poniendo sus manos sobre mis hombros.
—Estamos contigo, créame, su madre era una mujer maravillosa —murmura, mientras observo sus manos en mis hombros—. Deje de llorar, estas desgracias no deberían ocurrir, y menos a jóvenes hermosas como usted.
Estaba siendo descarado al hacer el entierro en su palacio.
—Quíteme las manos —le digo sin paciencia.
—¿Disculpa? —responde con ingenuidad.
—Como has escuchado, quíteme las manos de encima.
Sargas sonrió y obedeció de inmediato.
—Creo que en este momento no sabe lo que dice.
—Créame, sé perfectamente lo que digo.
Me observó durante unos segundos, como si estuviera buscando algo.
—Hay que ir a su entierro, porque no se enterrará sola.
•••
Me pongo en fila junto a los demás, todos me miran como si fuera un horror. Aunque no lo crean, soy humana también. Intento contener las lágrimas. Todas están con velos y mirando al suelo. Sin darme cuenta, comienzo a temblar, por reprimir mis lágrimas. Me gustaría gritar, asesinar a los culpables, pero no puedo hacer nada.
Clarissa viene hacia mí y me toma de las manos, mientras tiemblo para calmarme.
—Podrá haber fallecido, pero no en tu corazón —me dice.
—Pero yo no hice nada para evitarlo —digo con la voz entrecortada—. La asesinaron, por culpa de Gerald.
—Dilara, cálmate antes de que te caigas.
—No puedo, nada puede calmarme en este momento.
Adelaida entra al lugar. Arthur parece haber llorado. Me mira y viene directamente hacia mí, tomándome de la mano.
—Lo pagarán —me susurra—. Prometo que lo harán, por lo que nos hicieron a ambas.
Asiento mientras aprieta mi mano. Me gustaría preguntarle acerca del decreto, pero no es el momento. En ese instante, entra el ataúd en el que se encuentra Lara Abaliz. Cinco hombres lo llevan a sus espaldas. Yo lentamente suelto la mano de Adelaida y Clarissa y me acerco. Los hombres se detienen y toco la caja.
No deben verme llorar.
Los hombres miran al suelo en modo de condolencia. Adelaida me toma y me devuelve a la fila para poder continuar el entierro.
Comienzan a pronunciar el discurso de siempre. Me llaman para ser la primera en tirar tierra. Me levanto y limpio mis manos, volviendo a la fila donde Lesart lleva todo el entierro mirándome. En ese momento, Sargas abre la boca.
—Hoy nos deja una mujer poderosa y no muy inteligente ya que me desafío. Como saben, quien desafíe a Sargas Iluna acaba muerto y nadie del lugar puede tener más poder aquí.
Adelaida va a abrir la boca, pero Lesart la toma del brazo.
—No le hagas caso.
—Pero pronto serás acabado por una Vennet —susurra Adelaida—. Me da igual el poder que tengas, Adelaida Mynor Vennet cumplirá su promesa tarde o temprano.
—Tómense esto como una lección —dice Sargas desviando la mirada hacia nosotras dos—. Si no quieren acabar como Lara Abaliz, mejor guarden silencio.
No aguanto escucharlo más y me voy del lugar lo más rápido que puedo. Adelaida intenta seguirme, pero Clarissa la detiene.
Entro en la caja de cristal. Apenas puedo respirar por la culpa que siento en mi pecho. Puedo escuchar cómo alguien se aproxima. Miro y veo que es Lesart.
—¿Dilara, estás bien? Obviamente no estás bien, pero me refiero a que si te ocurre algo.
—No, no estoy bien.
—Ven, siéntate —Lesart toma una silla y me hace sentarme en ella, me ofrece un vaso de agua que bebo y luego sostengo con mis dos manos. Él se arrodilla.
—La peor tortura es contener las lágrimas, así que desahógate.
Miro fijamente al vaso.
—¿Cómo quieres que lo haga si tengo a Sargas en frente? Eso le haría gozar aún más. ¿Acaso no viste cómo humillaba a una difunta?
—Es mejor dejar a Sargas gozar que hacer sufrir a uno mismo. Sí, escuché las horribles palabras que pronunció sobre tu madre, pero no te tortures, ese es su objetivo.
—Ahora mismo no me entiendes —digo devolviendo la vista al vaso.
—Claro que te entiendo —dice con compasión—. Yo pasé por lo mismo, tuve que enterrar a mi madre con tan sólo 11 años y todo por culpa de Sargas, pero ahora mismo no estamos hablando de mí sino de ti.
Lesart se levanta y yo dejo el vaso. La desesperación me gana e inevitablemente encuentro consuelo en los brazos de Lesart. Me pongo a llorar contra su pecho, necesito desahogarme por una vez.
—No pude despedirme, me siento culpable de todo, todo fue... —susurro contra su pecho.
—Nada fue tu culpa —puedo sentir cómo mis lágrimas mojan su camisa.
Al otro lado del lugar.
Ambos están contemplando el entierro.
—Creo que todo esto no fue necesario —dice Eliam.
—Todo sea por proteger a mi hija, la cual dejaste lastimada —contesta Lara Abaliz—. Esto lo hago porque la amo y no quiero que sea asesinada.
Eliam tuvo un breve romance con Dilara que acabó porque la estuvo engañando, es decir, no sabía quién era realmente Eliám.
—Agradece a tu hermano por su hospitalidad y por ayudarme a escapar. Nunca olvidaré este favor que me hizo.
Eliam se ríe.
—Marcus también de creyó tu muerte. Literalmente lo traicionaste.
—Repito, todo esto fue por el bien de Dilara. Será mejor que me vaya —dice apunto de subirse al carruaje.
—¿Ni una despedida, ni nada?
Lara sonríe y va donde Eliám para abrazarlo.
—Cuídate Eliám, eres como un hijo, bueno un hijo al cual le guardo rencor.
Eliam sonríe de oreja a oreja.
—Tan directa.
Ambos se despiden y Lara se vuelve a subir al carruaje.
—¿Hacia dónde, mi señora?
—Hacia Sargría.
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