2. No todos los taxis llevan a Roma

—¡Mierda! —Grité cuando después de varios intentos y de estirar la mano a más no poder, otro taxi pasó de largo, ignorándome por completo.

Desesperada, me adentré en la carretera, alejándome de los numerosos coches que estaban aparcados a lo largo de la calle Almendralejo. Vislumbré unas luces a los lejos y, perdiendo la paciencia y la cordura también, me coloqué en medio de la carretera y moví mis brazos arriba y abajo como si estuviera en una de esas clases de zumba a las que siempre me negaba a acompañar a mi madre. El taxi cada vez estaba más cerca y en cualquier momento se detendría, o eso creía yo, pero al notar como no reducía su velocidad y al prever el choque inminente, hui como una cervatilla asustada por los faros.

—¡Cuidado! —Le grité al conductor que dio un frenazo que hizo chirriar las llantas desgastadas. Estaba segura de que ese hombre había superado el límite de velocidad permitido.

—¡Pero si has sido tú la que se ha metido delante, loca del coño! —Me insultó el maleducado chófer en un tono que parecía más bien de camionero.

—¡Oh, claro, por tener coño ya estoy loca! —Lo acusé, poniendo mis brazos en las caderas en una postura desafiante.

—¡Más bien por no usar el paso de peatón, feminazi!

—¿Perdona? ¿Qué me has llamado, neandertal?!¿Acaso los Picapiedra te regalaron el carné de conducir?!

- ¡Intenta hacerlo tú mejor! ¡Al fin y al cabo las mujeres no saben conducir!

Para ese momento el taxista ya estaba saliendo del coche y el humo que salía del tubo de escape era comparable al que salía de sus peludas orejas. A nuestro alrededor se había formado un corrillo de turistas curiosos y vecinas marujas que cuchicheaban y grababan el espectáculo que estábamos formando, a pesar de la lluvia que no nos daba un respiro.

—¡Habló el que usa las reglas de circulación para limpiarse ese grande y feo culo! —Le grité, inflando mi pecho y dando un paso hacia delante hasta dejarlo encerrado contra la puerta del coche.

—¡Al menos tengo culo, guapa! —Me contestó con una risa socarrona.

—Tal vez si tus ojos estuvieran más rato en la carretera en vez de en el culo de mujeres a las que claramente no le interesas, no atropellarías a los peatones, pervertido. —Sentía como mi pecho subía y bajaba por la rabia contenida.

—¡Quizá no atropellaría a nadie si una histérica no se quisiera suicidar metiéndose en medio de la carretera porque su novio la ha dejado por teléfono! —Continuó con sus burlas baratas.

—¡Pues yo lo siento por la mujer que tenga que trabajar para ti como una esclava y tener unos hijos tan horrendos como tú! —Lo imité, soltando una muy ruidosa carcajada.

—¡No te atrevas a hablar así de mi Pepa! —Su cara se empezó a hinchar y a asemejarse a un tomate a punto de convertirse en kétchup. ¿Estaba teniendo una reacción alérgica a las mujeres?

—¡Pepa no es un objeto para pertenecerte! ¡Dile de mi parte a "tu" Pepa que se busque un marido más educado y respetuoso que la satisfaga de verdad! —Dije con total libertad y marcando las comillas con mis dedos —. Hoy en día con Tinder es muy sencillo, pero eso ya lo debes de saber tú —Lo acusé sin pelos en la lengua, ganándome una exclamación de nuestro público.

El hombre que parecía ser gallego, pues no paraba de variar su tono de voz en cada palabra como si sus cuerdas vocales fueran una montaña rusa, empezó a gritar improperios en su lengua natal, mientras apretaba los puños y los levantaba al aire. El pasajero que ocupaba el asiento trasero, notando que si seguíamos así lo meteríamos en un problema, salió del taxi y se colocó a nuestro lado.

—Caballero, por favor, cálmese. No es recomendable que se altere tanto a su edad. —Con ese comentario, el joven, bastante apuesto, no hizo más que ganarse una mirada de odio del conductor.

—Sí, creo que va a necesitar sus pastillas. —Le susurré al muchacho, con una mano delante de mi boca, aunque sabía que el otro nos podía oír a la perfección —. Ya sabes, para la demencia.

El cliente tuvo que colocarse delante del conductor para intentar calmarlo, porque a ese paso lo acabarían encerrando por asesinato de primer grado.

—Vamos a calmarnos todos. —Nos apremió —. A mí no me importa compartir el taxi. Usted necesita que la lleven, ¿no? —Me preguntó y, sorprendida por su tono cordial, solo pude asentir —. Y ninguno quiere darle más espectáculo a todos estos empapados entrometidos que deberían marcharse ya, ¿verdad? —Le preguntó al chófer en un tono alto, para que los demás notaran la indirecta de que nadie les había dado vela en ese entierro. Este también asintió —. Perfecto. Veo que estamos todos de acuerdo.

- Pero antes la señorita debe disculparse —Lo detuvo el otro con una sonrisa egocéntrica.

- ¡Ja! ¿Y piensas que yo lo voy a hacer? —Me reí en su cara.

- ¿Y piensas que yo te voy a llevar en mi taxi? —Me imitó en tono jocoso.

El muchacho, que parecía tener prisa y estar cansado de la situación, me miró con cara de súplica.

—Bien, bien, me disculparé. —Este respiró aliviado —. Siento que tu madre no te haya enseñado modales —.Solté sin previo aviso, mientras le daba la espalda y me dirigía a la parte trasera del vehículo.

—Ya entiendo lo que pasa aquí —Me replicó mi contrincante, más calmado de lo que esperaba —. Lo que pasa es que te está controlando la marea roja, ¿cierto? —Podía sentir su sonrisa pedante detrás de mí.

—¿Disculpa? -le pregunté en tono mortalmente frío.

—Ya sabes, sangrar os pone sensibles. Bueno, más sensibles de lo normal. —Su risa de cerdo me retumbaba en los oídos, opacando todo el sonido del exterior y del ajetreado tráfico.

Solo quería borrarle esa sonrisa de su gorda caro. Y eso pretendía hacer un puñetazo hasta que el apuesto caballero que se había ofrecido a compartir vehículo se interpuso entre mi puño y su objeto, Fue como si todo sucediera a cámara lenta. La gente dio un paso atrás y soltó una exclamación asustada, él cayó contra el lateral del taxi sin que nadie pudiera sujetarlo y su nuca impactó y rebotó contra la gran panza del taxista, que actuó como una cama elástica hasta que este por fin pudo incorporarse.

—¡Auch! —Agité mi mano dolorida y enrojedica. Al final el golpe me había dolido más a mí —. ¡Mierda, mierda, mierda! —Grité al ver como de su nariz empezaba a chorrear sangre —. ¡Lo siento mucho! —Me disculpé, acercándome a él, pero él puso una mano frente a mi cara para detenerme.

—Cállate, por favor. —Añadió al notar que había sonado muy brusco. – Qué dolor, mi cabeza... —Se quejó, intentando detener el sangrado que le estaba manchando su blanca e impoluta camisa.

—¡Dios, lo siento mucho de verdad! ¡No quería darte a ti sino a ese...! —Fui a señalar al conductor, pues todo había sido su culpa, pero preferí concentrarme en él —. Joder, ¡lo siento muchísimo! —Repetí afligida y al ver la mueca de dolor que hizo, bajé mi tono —. ¿Puedo acompañarte al hospital? ¿Estás bien? Dime que estás bien, por favor. —Le supliqué realmente asustada. No sabría cómo superar el hecho de haberle provocado una contusión tan grave que luego terminara en una hemorragia cerebral que lo dejara en un estado vegetal indefinido. Vale, tal vez había exagerado un poco, pero es que me gustaban las series de médicos de Fox.

—Estoy bien, o al menos eso creo. —Abrió los ojos desorientando, pues no conseguía enfocar bien mi cara, y haciendo crujir los huesos de su mandíbula. —. No, ya has hecho suficiente. —Me sonrió a duras penas, intentando no sonar maleducado, pero solo consiguió que me sintiera aun peor.

—Deja que al menos te pague el taxi. Le supliqué en un tono de vergüenza extrema, pero después de buscar de forma desesperada, me di cuenta de que me había olvidado otra vez la cartera en casa —. .Joder, lo siento de verdad. —Lo miré a los ojos con verdadero pesar. ¿Podría hacer algo algún día sin provocar un desastre? Spoiler: no. Agarrando las carpetas contra mi pecho, me dispuse a marcharme, pero él abrazó mi muñeca para detenerme.

—Aún podemos compartir el taxi, señorita...

- Mérida, llámame soloMérida. —Le contesté con una sonrisa tímida y nerviosa, volviendo a sus brazos, quiero decir al vehículo.

La puerta seguía abierta para mí, pero al conductor, mi nuevo enemigo acérrimo, no le pareció bien que la "feminazi" que lo había retrasado tanto se subiera en su joya más preciada, así que arrancó mientras yo todavía sujetaba la puerta trasera.

- ¡Oye, Homo-Erectus, déjame subir! —Gritaba mientras corría detrás del coche sin soltar la puerta, la cual era mi última esperanza de llegar a tiempo al trabajo.

—¡Ven, sube! -me estiró la mano el pasajero, intentando ayudarme una vez más, pero ya era inútil.

El taxista que debería ser despedido por abuso de autoridad, aumentó la velocidad y mis piernas cortas no pudieron seguir su ritmo, así que me separé de la dichosa puerta color blanco, no sin antes cerrarla de un portazo.

—¡Mierda! —Grité por tercera vez esa mañana, pegándole una patada al aire al ver mi reloj.

Como si no hubiera tenido ya bastante, el taxista como despedida dio un derrape encima de un charco, con lo que consiguió llenar mi hasta ahora impoluto uniforme de barro. Acabé hasta el cuello de mierda, literalmente.

—¡Mierda, mierda, mierda! —Grité junto a otra larga lista de improperios que afortunadamente fueron callados por la bocina del taxi, que anunciaba su victoria.

—Los jóvenes de hoy en día no tienen modales ni decoro de ningún tipo. —Murmuró una señora que pasaba a mi lado, mientras miraba con asco mi aspecto y le tapaba los oídos a una niña pequeña.

Me dieron ganas de pedirle perdón. Bueno, a la mierda, en realidad me dieron ganas de decirle que era mejor que su hija aprendiera como era la vida, la vida real y no esa que prometían los cuentos de hadas y las películas idílicas que echaban en Divinity a medianoche. Quería decirle en la vida real apenas duermes tres horas, descansas una y trabajas veinte para ganar un sueldo de mala muerte que apenas te da para mantener una casa en la que ni siquiera pasas un tiempo decente y en la que todo se rompe antes de que lo notes y de que te dé tiempo llamar al fontanero, al electricista, al del seguro o a todos a la vez; mientras el casero llama a tu puerta para darte la tercera orden de desahucio porque ese dinero por el que tanto has trabajado no te ha alcanzado para pagar un alquiler super inflado que ningún ciudadano de clase media es capaz de permitirse. Quería insistirle que en la vida real no descubres lo que quieres hacer gracias a que un objeto volador te revela para que estás hecho. Quería dejarle claro en la vida real te pasas más tiempo perdida que buscándote porque no quieres afrontar todo eso que te hace ser quien no eres y te aleja de quien en realidad quieres ser. Quería enseñaqrle que en la vida real ningún sombrero te indica como debes actuar o que hacer. Quería gritarle que en la vida real no hay héroes que te salven y la mayoría de las veces tú no eres capaz de ser tu propia heroína porque te pasas más tiempo pendiente en arreglar la vida de los demás. Quería tatuarle en el alma que la vida real a veces no es una vida y que es más real de lo que te habían contado, porque todo, incluida tú, es una puta mierda. Pero, sobre todo, quería recordarle a esa mujer que probablemente no era una mala madre que ella no siempre iba a estar para volver sorda, ciega y muda a su hija ante el mundo. Que no siempre podría mi querría protegerla. Pero no dije nada porque, primero, no tenía tiempo para hacerlo y segundo, yo también fui una niña ilusa, y aún lo sigo siendo. Simplemente pestañeé varias veces, intentando quitar las gotas de mis ojos, e inhalé para calmarme, antes de emprender la carrera de mi vida a través del ajetreado tráfico mañanero, sorteando palomas, personas, señales de tráficos y más semáforos de los permitidos. Lo único que me faltaba era que me multaran.

- ¡Aquí estoy! —Dije con la respiración agitada tras casi atravesar la puerta metálica de entrada.

Me encontraba encorvada, dejando caer todo el peso de mis hombros y estrés sobre mis rodillas a través de mis manos, apoyadas en estas. Mi cabello mojado se pegaba a mi frente al igual que lo hacía mi camiseta a mi torso húmedo, transparentando mi nada sexi sujetador sin aros y con lunares. Tal vez debería haber elegido otro conjunto. Estaba empapada, sudada y llena de barro. Parecía literalmente una cerda, pero una que había ido de manera voluntaria y con un sueldo fijo al matadero. Una que entraba en concreto a un matadero que exponía todas las joyas clásicas arqueológicas más antiguas e importantes habidas y por haber, y entre ellas no me encontraba yo. Al levantar la vista y un poco más calmada, miré desde abajo a una imponente mujer de metro ochenta cinco, que llevaba un conjunto elegante típico de Zara y una credencial con el título "Encargada."

—Justo a tiempo. —Me dijo con una sonrisa demasiado grande. No sabía que se podía sonreír tanto —. Bienvenida al Museo Nacional de Arte Romano de Mérida, Mérida.

—Gracias. —Le contesté incorporándose y con una media sonrisa —. ¿Y usted es?

- Adelaida Montero, pero llámame solo, Ada, por favor. —Me pidió y me contagió su gesto al instante—. Al parecer mis padres se pasaron de tradicionales con mi nombre.

- Y los míos de originales. —Bromeé con sarcasmo.

—Presiento que nos llevaremos bien —Su sonrisa no se había borrado en ningún momento y supe que era verdad lo que decía —. Por cierto, bonito conjunto ¿dálmata? —Me dijo, debatiéndose entre la confusión y la risa.

—Yo prefiero decir que es un estampado de vaca. —Le guiñé un ojo y ella supo que no debía hacer preguntas.

—A pesar de que me encanta ese estilo rústico, no sé si los turistas pensarán lo mismo. Por ahora, puedes ir a la tienda de regalos a ver si encuentras algo que te sirva y que te haga parecer más humana —Me sugirió con un brillo cómplice en sus ojos.

Siguiendo su consejo, me dirigí al pequeño local, dejando un camino de huellas marrones a mi paso, y los madrugadores clientes que ya se encontraban ahí se apartaron para evitar mi contacto.

—¿Necesitas un chubasquero? —Me preguntó de forma socarrona el dependiente.

—Ja, ja, muy gracioso. No hace falta que alguien más me recuerde lo horrible que estoy.

—No seas así, mujer, Como dice el dicho: al mal tiempo buena cara. —Me dijo con una sonrisa tan exagerada como los kilos de gomina que mantenían inmóvil su cabello, si es que todavía se podía llamar así.

—Ojalá te pudiera borrar la sonrisa de la cara de un puñetazo. —Farfullé entre dientes, pero un escalofrío me recorrió al recordar la escena que había montado esa mañana con el apuesto hombre del taxi —. Necesito algo de ropa que arregle todo este desastre. —Le pedí señalándome, sin darle tiempo a que siguiera con sus burlas.

—¿No te saldría mejor ponerte una bolsa de basura en la cara?

—Lo siento, pero ya la has acaparado tú todas.

Él rio, negando con la cabeza, pero complacido por encontrar una compañera de humor negro y se dirigió a un estante que estaba abarrotado de cosas de todo tipo, desde miniaturas de las esculturas del museo hasta tazas que imitaban ánforas antiguas y bolas de nieve del coliseo, hasta camisetas en las que se leía

—Por favor no me des la camiseta que dice "Yo sí que soy una obra de arte." —Le supliqué, adivinando su próximo movimiento.

—Creo que esto será más de tu agrado. —La funda transparente que depositó sobre el mostrador me hizo entender que hubiera sido mejor elegir la camiseta.

—¿Qué es esto? ¿Una manta? —Pregunté mientras sacaba una especie de tela de color blanco.

— Los antiguos romanos preferían el término "túnica."

—Eso sí que no. No pienso ponerme esta horterada. —Dije al ver el vestido de estilo romano que caía por encima de un hombro como si fuera una cortina —. ¿No puedes darme una de esas camisetas de ahí?

—Podría, siempre que quieras que se te vean esas bragas de abuela con, ¿qué son esas cosas? ¿Lacitos? —Preguntó, riéndose a carcajada limpia y señalando el bordado de mi ropa interior que se transparentaba por encima de los pantalones grises manchados.

—Son de marca, pervertido. —Protesté, metiendo la túnica rápidamente en el paquete y poniendo este delante de mi pelvis para ocultarla de miradas curiosas.

—Seguro. —Se burló una última vez. Al parecer eso iba a ser lo usual con él. —Bueno, ¿lo tomas o lo dejas?

—¿Tengo otra elección? -pregunté con agonía fingida y el subió las cejas con picardía mirando más allá del envoltorio pegado a mi cadera como si tuviera rayos-X en los ojos. —Más quisieras, cerdo.

— Oink, oink. —Imitó al animal, consiguiendo que yo arrugara la nariz.

—Piensa que este era el último grito en tu época. Fuiste la mejor amiga de la reina de Inglaterra, ¿no?

—Capullo. —Lo maldije, con una carcajada de incredulidad a la vez que me daba y la vuelta y me alejaba en dirección a la salida con el producto tapando mi parte trasera.

—Ponlo a mi cuenta, Ale. —Le dije, tuteándolo por el diminutivo de su placa.

—¿A nombre de quién lo anoto?

—Mérida. —Sonreí, abriendo la puerta de cristal.

— No sabía que en Roma había princesas.

Reí y me aparté definitivamente de su vista, enseñándole el dedo corazón de mi mano izquierda, levantado por encima de mi cabeza. Después de cambiarme en el baño, lavarme la cara y hacerme un moño improvisado, volví al recibidor y me sorprendió ver que Ada seguía ahí, tal y como me había prometido.

—Anda, pero si así estás guapísima. —e dijo con auténtica emoción y yo levanté una ceja, queriendo decirle "¿En serio?" —. Al menos vas acorde con el museo. —Se mordió el labio sonriendo y me encogí de hombros. Al fin y al cabo, el día no podía ir peor, o eso pensaba yo —. Tus primeros clientes están en la sala principal. —Me anunció, colocándome en la ropa una placa idéntica a la suya con mi nombre inscrito —. Lo vas a bordar, Mer.

No era la primera persona que me llamaba por ese apodo, pero si la primera que lo hacía tan rápido. Ella levantó ambos pulgares y siguió dándome ánimos a la distancia. Un grupo de pensionistas, una pareja de turistas y dos jóvenes que no tenían nada mejor que hacer que ver unas antiguallas robadas por los castellanos de hace siglos, me esperaban bajo unos arcos de forma semicircular que coronaban la entrada a la primera sala del que se había convertido por casualidad en mi nuevo empleo. Me coloqué en el centro del aburrido corro y tosí levemente para llamar su atención, pero no parecían haberme oído y si lo hicieron, me ignoraron. Los ancianos se encontraban sentados en dos grupos en bancos enfrentados; mientras que el extranjero le sacaba cientos de fotos a su esposa, la cual posaba como si fuera una modelo junto a un jarrón de terracota que creían que era parte de la colección, pero que en realidad era meramente decorativo. Finalmente, los otros dos chicos se encontraban viendo el móvil a la par que soltaban bostezos.

—Ejem. —Volví a toser para llamar la atención de todos, pero obtuve la misma reacción. —¡Ejem! —Lo hice de manera tan exagerada que la tos duró durante varios segundos, pues me había raspado la garganta —. Buenos días a todos. Yo soy Mérida y seré su guía en esta ocasión —Sonreí al grupo de jubilados y luego me dirigí a aquellos que consideraba extranjeros, pero de los que no conseguía adivinar su origen —.Good morning, Bonjour, Buongiorno, Guten Morgen, Kon'nichiwa, Nǐ hǎo, ¿Aloha? —Exclamé el último como una pregunta, al ver que el más joven de todos me miraba con curiosidad, pero no parecía reaccionar ante mis saludos.

—¡¿Qué ha dicho, Paco?! —Le preguntó una señora a uno de sus compañeros en un tono muy alto.

- ¡¿Qué dices, Josefa?! —Le gritó el otro, que no la había oído bien.

—¡Que qué ha dicho esta jovencita de las tetas caídas! —Le contestó la otra en un tono aun más alto.

—¡Marisoooool! —Berreó el anciano a otra de sus amigas, que se encontraba frente a ella.

—¡¿Qué quieres, Paquirrííííííííín?! —Le respondió de la misma manera, subiéndose las gafas de culo de botella.

—¡Dice la Josefa si sabes que ha dicho esta jovencita!

—¿Quién? —Le cuestionó, levantándose la falda del vestido para limpiarse los cristales, sin importarle mostrar la ropa interior. Alejandro tenía razón: nuestras bragas se parecían.

—¡Esta! —Chilló, señalando directamente a mi pecho, por lo que todos miraron fijamente en esa dirección.

—¡Ah, la de las tetas caídas y las piernas cortas, sí! —La mirada de todos descendió inmediatamente por mis piernas —. ¡Creo que estaba pidiéndole a Pilar el número de su cirujano! ¡Pilaaaaaaaaaaaaar! —Gritó más fuerte, mirando a la de delante.

—¡¿Qué quieres ahora, Mariiiiii?! —Vociferó una a la de la punta contraria.

—¡Dice Paqui, que dice Josi si la jovencita te ha preguntado por el número de tu cirujano!

—¡¿Quién?! ¡¿Ella?! —Me señaló a mí —. ¡La de las tetas caídas, las piernas cortas y los codos huesudos! L—a mirada de todos subió hasta mis codos, siguiendo su dedo acusador —. ¡No, no me lo ha pedido, pero le hace falta! ¡Ya quisiera ella tener unos melones como los míos! —Mío con orgullo, mientras movía con sus manos dos pechos tan grandes como la fortuna que debió haberle costado operárselos —. ¡Le preguntaré a Felo si a él le ha dicho algo! ¡Felooooooooooooo! —Se dirigió al del banco de enfrente a grito pelado.

—¡Dime, Piliiiiiii!

- ¡Dice Mari que le dijo Paqui que dice Josi qué ha dicho la jovencita!

—¡¿La jovencita de las tetas caídas, las piernas cortas, los codos huesudos y las paletas grandes?! —Inquirió, señalando mi boca, la cual todos ya estaban mirando, a pesar de que yo tenía sellado mis labios y miraba al suelo avergonzada.

—¡Sí, esa, la feucha, la pobre!

—¡Ha dicho buenos días! —Contestó él a todos por fin, los que asintieron con una sonrisa.

—¡Buenos días, guapa! -Me saludaron todos a medida que pasaban a mi lado.

Me vi obligada a dirigirles una sonrisa de boca cerrada, sin saber bien quién había mentido más: yo, recordando lo "bueno" que había sido hasta ese momento mi día, o ellos, admirando mi "belleza."

—Sí, buenos días. -—Repetí, negando estupefacta y forzándome a sonreir. - En primer lugar, visitaremos las salas uno y dos. —Como una azafata indiqué los aposentos cuyas puertas se encontraban a ambos de mis lados. —. Donde podremos ver... -Empecé a decir mientras abría la carpeta que guardaba el plano de todo el recinto y la información de cada colección y obras guardadas en este, pero me callé de golpe a la vez que varios pliegues me arrugaban la frente —. P-podremos ver... —Repetí titubeando por la contrariedad. Eso no me podía estar pasando esto a mí —. Esto...claro...veremos algunas de las maravillosas...mierdas —Exclamé al darme cuenta de que sí me estaba pasando justo en ese momento —. Perdón, piezas que nos ofrece el museo. —Sin haberme percatado de las prisas, la lluvia había mojado mis apuntes y entre la tinta corrida y los trozos rotos de papel mojado, apenas se podía leer su información.

—¿Qué pasa, guapa, te ha comido la lengua el gato? —Preguntó de forma socarrona la anciana a la que reconocí como Marisol.

—¿O ella se ha comido al gato? —cuchicheó una de ellas con su amigo al ver mi enorme cadera acentuada por la incómoda tela del disfraz.

—Si son tan amables de seguirme por aquí, por favor. —Me di la vuelta, ignorando sus nada indirectos insultos.

—Cuidado no nos tenga que seguir ella, con esas patas cortas y gordas como salchichas. Hasta nosotros la adelantamos. —se burló Paco y su panza, la cual era mucho más grande que la mía, vibró al ritmo de su estruendosa carcajada.

—No sé cómo no se ha comido a ella misma todavía. —continuó Josefina, mientras su dentadura postiza amenazaba con salirse de la boca.

—Esta es la sala dedicada —Dudaba hasta de mi propia vista.

—¿Te presto mis gafas, guapa?

Una risa general volvió a inundar el lugar y estuve a punto de aceptarlas con tal de que dejara de ver el bochorno que estaba haciendo en ese momento.

—Detrás de mí pueden ver... —Estaba caminando de espaldas en dirección a una cristalera colocada en el centro de la sala, con lo cual lo único que conseguí fe caer de bruces sobre la mesa que guardaba una maqueta de Mérida —. Una especie de puzzle 3D de nuestra ciudad. —Créanme cuando les digo que es muy difícil articular palabra con tus labios pegados a un frío cristal con exceso de polvo.

—Si querías besar a alguien solo debías pedírselo a Felo, guapa.

Los hirientes comentarios esta vez fueron recalcados por el susodicho, que, tras dirigirme una mirada coqueta propia de Flynn Ryder en Enredados me lanzó una serie de besos con sus arrugados labios que se movían al compás. Su canoso e irregular bigote me invitaba a acariciarlo, pero yo solo quería correr en dirección contraria. ¿Hacía cuánto ese hombre no se afeitaba?

—Vayan yendo a la segunda sala.

Por una vez, todos me hicieron casi sin comentar nada más, excepto Felo, que se acercó dispuesto a brindarme una ayuda que obviamente necesitaba, pero ni muerta iba a aceptar.

—Venga, guapa, necesitamos que esa boquita tuya nos siga diciendo cosas que no nos importan y no lo podrá hacer si sigue pegada a ese cristal —Se burló con picardía acariciándose uno de los extremos rizados de su bigote.

No sabía que me había dolido más: su nada disimulada mirada a mi trasero, ver mi propio reflejo patético en el cristal o que tuviera razón en todo lo que dijo. En un intento inútil, pegué mis manos como ventosas a la frágil superficie y reuniendo todas las fuerzas que me faltaban, me impulsé para levantarme, pero volví a caer, abrazando la cristalera.

—Literalmente estás en la cima de la ciudad. —No supe que me molesto más: su estridente risa o la forma en la que me agarró de la cintura para ayudarme a incorporarme.

—Muchas gracias, no hacía falta. —A pesar de que mis labios estaban adornados por una sonrisa, en mis ojos brillaba una silenciosa súplica para que me soltara de una vez —. Si me disculpa, tenemos que volver con sus compañeros. —Le pedí en un susurro, empujándolo para que me dejara ir, pero él no hacía más que acentuar su agarre y acercarse. Mi trasero estaba pegado contra el helado cristal, pero esa no fue la razón que me heló la sangre, sino el hecho de que su mano arrugada empezaba a inspeccionar por debajo de esa ridícula y fina túnica.

—Tranquila, guapa, estamos bien aquí nosotros solos.

Sus brazos se aferraban a mi cuerpo de tal manera que sentía que en cualquier momento me asfixiaría. En ese momento, solo podía agradecer que la disfunción eréctil fuera un rasgo muy característico a su edad, pues no tenía ganas de sentir esa bola de carne flácida que tendría entre las piernas pegada a mi muslo. Miré a mi alrededor buscando una salida y me alivié al encontrar una solitaria cámara de seguridad en la esquina. Agité mis manos, pero si detrás de esta había algún vigilante o bien estaba dormido o bien me estaba ignorando. Esperaba que al menos no estuviera disfrutando de esa película porno casera. La cara de Felo vez estaba cada vez más cerca de la mía, hasta tal punto que podía ver los restos de su café en su bigote. Qué asco. Me eché todo lo atrás que podía, pero no tenía escapatoria, Podía oler su aliento de sándwich de ¿atún? ¿Qué diablos les daban de comer en la residencia? Tenía que zafarme de su agarre o este evento se convertiría en otras de las innumerables anécdotas que le contaría a mi psicóloga, aunque siempre pospusiera nuestras citas.

—Lo siento, Felo, pero entiendo que usted ya no tiene pensado tener hijos. —Sin darme tiempo a sopesar la consecuencia de mis actos, subí una de mis rodillas y la impacté contra su entrepierna. El anciano me soltó por fin y dirigió sus manos por fin libres a sus adoloridos testículos —. Escúcheme bien, fósil pervertido, que sea la primera y última vez que me molestas a mí o a una de mis compañeras. Si le vuelvo a acosar a alguna otra mujer, especialmente a aquellas a la que usted les triplica la edad, le juro que lo denunciaré en su residencia y no dudarán ni un momento en echarlo a la calle. Si es que tiene suerte y usted tiene un hijo que se ocupe de usted, este no querrá ni verle la cara después de lo que ha hecho. Porque, créame, yo misma me encargaré de que todos sepan que usted es incapaz de mantener las manos quietas y su miembro disfuncional dentro de sus pantalones. —Solté ese discurso sin detenerme ni siquiera a respirar, mientras le daba toques en el pecho con un dedo acusador a Felo en el pecho, haciéndolo retroceder —. ¿Entendido? —Si el anciano tenía algo que decir, se calló de repente, y con un gesto de horror en los ojos, se llevó una mano al pecho, justo donde mi dedo había estado hace unos segundos.

Maldito viejo verde, malditas arpías con arrugas, maldito taxista, maldita lluvia, maldito trapo que llevaba puesto, maldito museo, maldito día. ¿Podía empeorar mi situación aún más?

—Venga, ahora no se quede callado. Yo también quiero oír lo que esa boquita tiene para decir. —El hombre se había puesto pálido de los pies a la cabeza, temblaba y estaba sudado como un cerdo. ¿Tanto lo había asustado? —. Tranquilo, hombre. No ha estado bien lo que ha hecho, pero sé que yo también me he pasado —. Intenté calmarlo, al ver que se apretaba el cuello de la camisa —. Vamos a sentarnos y relajarnos antes de volver con el grupo. —Lo cogí del brazo, dispuesta a acompañarlo hasta el asiento más cercano, pero el cuerpo del hombre se me resbaló entre las manos y fue a parar contra la maqueta de la ciudad, la cual acabó aplastada. Felo había conseguido destruirnos a ambas Mérida.

—No, no, no. Esto no me puede estar pasando a mí. —Chillé horrorizada, intentando levantar al anciano, pero este volvía a caer sobre la cristalera —. Felo, despierte, por favor. No me pueden despedir en mi primer día. —Le supliqué muerta de miedo, pero este no hizo ni siquiera el amago de abrir los ojos —. Felo, ha sido una buena broma. Me lo merecía. Ya ha sido suficiente de esta venganza de mal gusto —. Traté de buscarle el pulso en el cuello, pero su enorme papada me lo impedía —. Por favor, que no esté muerto. —Recé mirando al cielo, como si Dios, en el cual nunca había creído, tuviera tiempo para atender a una escritora sin talento que siempre conseguía meterse en líos —. No puedes morirte, Felo. En mi turno no. ¡Código azul, repito, código azul! —Intenté recobrar la compostura e imitando lo que había aprendido en las series de médico, coloqué mis manos entrecruzadas sobre su pecho y empecé a comprimirlo de manera compulsiva —. Treinta compresiones, diez insuflaciones, treinta compresiones, diez insuflaciones... —Me repetía como mantra, pero no podía evitar cerrar los ojos al tener que hacerle el boca a boca. El muy cabrón había conseguido el beso que quería. Me preguntaba si por eso aun se seguía haciendo el muerto.

Hubiera seguido con esa tarea de reanimación sin sentido, pero se empezaron a oír las sirenas de una ambulancia cada vez más alto y, sin que me diera a tiempo reaccionar, un técnico de urgencias entró en la sala arrastrando una camilla, mientras su compañera me separaba del cuerpo del moribundo anciano. Y entonces lo vi. El turista asiático que se había mantenido apartado del grupo durante toda la visita me miraba fijamente desde una esquina, mientras guardaba en su bolsillo el teléfono con el que probablemente había llamado al 112. ¿Cuánto tiempo llevaba ahí? ¿Cuánto habría visto? ¿Habría visto como lo había matado? ¿Por qué no paraba de mirarme? ¿Me consideraba una asesina? Pero si había visto todo, ¿por qué no había salvado al pobre Felo de mi rodilla? ¿O por qué no me había ayudado a mí a liberarme de él? Y, ¿por qué yo no podía dejar de mirarlo? Era cierto que si probablemente acababa en la cárcel sería por su culpa, pero no sería sincera si aseguraba que esa era la razón por la cual no podía apartar mis ojos de los suyos. Sus ojos parecían desprender una especie de magnetismo que me impedía apartar los míos de ahí y sus labios se curvaron por una micra de segundo en una pequeña sonrisa que parecía más tranquilizadora que acusadora. Me quedé tanto tiempo mirándolo con la boca abierta, como si de esa manera pudiera adivinar si estaba pensando llamar también a la policía para que me encerraran, que no me percaté de que la sala se había llenado con el resto de los visitantes hasta que uno de ellos me cegó con el flash de su cámara.

—No photos, please. — Dije en un evidente inglés chapurreado a la pareja de recién casados que me miraron con un gesto de disculpa, pero que ni siquiera fingieron que borraban la foto que probablemente llevarían como evidencia para el juicio —. ¿Está muerto? —Le pregunté horrorizada a la mujer que se llevaba a Felo en la camilla.

—Ha tenido un pequeño infarto, pero se recuperará.—Sentía que el aire volvía a entrar en mis pulmones —. ¿Estaba usted con él cuando pasó? —Tal vez había cantado victoria demasiado pronto. Solo pude sentir, sintiendo como mi garganta se cerraba —. ¿Fue usted quien le practicó la reanimación cardiopulmonar? —Volví a asentir, esperando el momento en el que me acusara —. Pues déjeme decirle que le ha salvado usted la vida. —Espera, ¿qué? ¿Qué yo había hecho el qué?

—Muchas gracias, guapa. —Se despidió Felo, el cual había recuperado la conciencia sin que yo me hubiera percatado de ello. 

—Los infartos son muy comunes en los hombres de esta edad, sobre todo en aquellos que consumen viagra de manera frecuente. No más pastillitas azules por un tiempo. ¿De acuerdo, Felo? —Intentó tranquilizarme la auxiliar y Felo asintió con una sonrisa, mientras se volvía a colocar la mascarilla de oxígeno.

De un momento a otro, todos los presentes dejaron de burlarse y pasaron a aplaudirme, mientras me felicitaban por mi labor. Contrariada, le agradecía a cada uno mientras salía de la sala, pero no me atrevía a mirarles la cara. Todos creían que era una heroína, excepto uno de los presentes, el cual seguía con su mirada fija en mí.

—Sé que crees que has visto lo que has visto, pero no es lo que parece. —Solté a bocajarro tras acercarme a él —. En realidad, sí es lo que parece. Me aproveché de la debilidad de un anciano necesitado y no solo le metí una patada en los huevos, sino que también le provoqué un infarto. Pero yo no quería que se muriera, lo juro. Bueno, puede que sí lo deseara cuando no paraba de tocarme el culo, pero yo no quería que se le parara el corazón de verdad. Sé que en parte esto ha sido culpa mía, pero esto ha pasado porque ese viejo es un salido adicto a la viagra. —¿Si yo estaba tan histérica por qué el parecía tan tranquilo? Que no dijera nada me estaba sacando de mis casillas. Sabía que él podía denunciarme y probablemente por ello debería haberme quedado callada, pero estaba harta de que todos se rieran en mi cara. —¿Sabes qué? Esto también ha sido culpa tuya. ¿Qué clase de persona se queda observando callado en una esquina mientras un pervertido de ochenta años intenta manosear a una dama indefensa? ¿Eres una especie de voyeur o simplemente no tienes empatía? No tenías que pegarle una patada en sus partes preciadas, pero podrías haber dicho que estabas ahí para que me dejara en paz. ¿Qué clase de caballero eres? Hasta los simios defendían a sus hembras. —Sus labios no se habían despegado, pero una ceja levantada coronó su frente. Definitivamente eso había sonado muy mal. —Perdón, no quería decir eso. Esto no ha sido tu culpa ni de Felo, aunque él no tendría que haberme tocado. Todo ha sido culpa mía. Bueno y también de esas arpías de ochenta años que me decían que tenía tetas caídas, aunque ellas las tienen aun más caídas. Y del taxista machista de esta mañana que no me dejaba subir a su fórmula uno con exceso de velocidad. Y del buenorro que me invitó a subir antes de que yo le pegara. Y de la maldita lluvia que me hizo parecer en una estúpida, porque claramente yo no lo soy y venía totalmente preparada a este curro que odio. He tenido un primer día de mierda, pero no quiero perder este trabajo, así que te agradecería si no le contaras a nadie y mucho menos a la policía el incidente del que has sido testigo. Te prometo que no acostumbro a provocarle parraques a ancianos con exceso de testosterona. —A pesar de mis súplicas, el joven seguía indiferente. ¿Acaso no le daba lástima? Yo me daba lástima a mí misma. Entonces, ¿por qué no aceptaba guardar mi secreto? ¿Es que estaba sordo o es que no estaba hablando en castellano? Espera, eso era. No era que yo no estuviera hablando bien, sino que no estaba hablando en su idioma —. Well. Pervert, Old bitches ,Taxi, Boom, Auch, Rain, Stupid, Eyes, Me, You, Secret. —Le resumí gesticulando todo, incluido el puñetazo y la conducción temeraria del chófer, aunque seguramente lo había dejado con más interrogantes que antes —. I'm sorry. —Finalicé totalmente abochornada, pero para mi gran alivio, el asiático se llevó un dedo a los labios que no se habían abierto y fingió cerrárselos incluso más con una cremallera invisible.

—Consigue que todas compren unas audioguías, por favor. —Le rogué a Ale, tirándome sobre el mostrador, después de haber apartado a varias señoras que intentaban retomar sus tiempos de ligoteos con él.

—¿Qué tal tu primer día? —Me preguntó tras despedirse de la última de sus pretendientes.

—¿Cuánto crees que tardarán en despedirme? —Solté como única respuesta.

—¿Por provocarle un infarto a un anciano senil o por no saber nada de arte romano? —Me preguntó, mordiéndose el labio para contener la risa.

—¿Cómo diablos sabes eso? ¿Lo has visto todo? —Chillé con los ojos queriendo salirse de mis órbitas.

—En vivo y en directo. —Se mofó, mostrándome un monitor con una pantalla dividida que mostraba todas las salas del museo.

—Capullo, podrías haberme ayudado. Ese viejo casi me viola prácticamente.

—¿Y qué iba a hacer? ¿Mandar al guardia de seguridad que va en un patín eléctrico más lento que el taca-taca del anciano? Además, seguro que ni se le para.

—Para que lo sepas, Felo era un yonqui de las viagras. Eso le provocó el infarto y no yo.

—Claro, porque el rodillazo que le diste en los huevos no habrá tenido nada que ver.

—¿Desde cuando eres experto en anatomía?

—Te puedo dar una clase privada, si eso es lo que quieres. —Me sugirió, haciendo bailar sus cejas —. Aunque creo que preferirías al chico que te intentaste ligar después de haber matado al viejo. Sabes que a los asiáticos les mide dos centímetros, ¿no?

—¡Cállate! ¡Ni siquiera es mi tipo! Además, eso solo es un bulo urbano.

—Cuando babeabas por él en la sala dos no parecía lo mismo. —La puyita vino acompañada de la grabación de la especie de trance espiritual que sufrí —. Yo solo intento preservar tu satisfacción sexual.

—Mi satisfacción sexual está muy bien, gracias. —Le contesté tajante.

—¿Por qué no debería estar bien la satisfacción sexual de Mer? —Nos cuestionó Ada mientras se metía un bocado de ensalada en la boca a la vez que comprobaba sus redes sociales en su móvil. Ale se apartó para dejarle un hueco en el mostrador, claramente incómodo.

—Porque su novio no distingue su meñique de su polla. —Soltó sin tapujos en voz alta.

—¿Tienes novio? —Separó sus ojos de la pantalla para verme emocionada.

—Claro que no.

—Claro que sí. —Me llevó la contraria mi nuevo amigo —. Es el rollito de primavera de la entrada.

Automáticamente, todos dirigimos la vista a la puerta acristalada, donde pudimos ver como mi supuesto ligue se acercaba demasiado al otro extranjero de aspecto alemán que había estado apartado también del grupo durante la visita. Una de sus manos se encontraba en su hombro, mientras la otra estaba en su teléfono, donde le enseñaba algo que no logramos ver.

—¿Le estará dando su número? —Pregunté yo, emparejándolos al instante, aunque en mi interior lamentaba que fuera gay. Todos los tíos buenos tenían que ser gay y si no que le preguntaran a Ricky Martin.

—¿Le estará enseñando su Grinder? —Subió mi acusación de nivel Ada con el tenedor a medio camino de su boca.

—¿Le estará enseñando su polla enana? —Se burló Ale y ambas apartamos la vista para darle por sus costados un empujón. Al volver al mirar hacia la puerta, la parejita ya había desaparecido.

- Seguro que se fueron al baño a...- Para rematar sus palabras Ale movió su muñeca con su puño cerrado al lado de su mejilla izquierda, mientras inflaba la derecha.

Yo lo miré con reproche, mientras que mi compañera lo hizo con resignación para volver a concentrarse en su móvil. Sin embargo, Ale siguió mirándola a ella un par de segundos más, embelesado. Ale parecía distinto cuando Ada estaba cerca, eso lo podía notar cualquiera, y yo me moría de ganas de que me contaran su historia de amor para yo darle un final feliz en mi novela. Pero por ahora no preguntaría nada. No obstante, el chico tuvo que apartar la vista de golpe cuando ella dio un bote en el sitio sorprendida, y con la boca formando una perfecta "o", me acercó el dispositivo.

—¿Por qué no nos habías enseñado tú esto?

Confusa miré a la pantalla y me encontré con un video de Youtube que mostraba en una con música épica de fondo el momento exacto en el que mi puño se estrellaba contra la cara del guaperas de esta mañana. Pero lo peor no era eso, ni siquiera lo era que luego aparecía mi ridícula cara de dolor en primer plano. Lo peor era que el vídeo ya tenía quince millones de visitas y seguían subiendo. Mierda, otra vez.

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