1. El ascensor
La noche cayó y las luces del edificio situado en la calle 13 se apagaron. Esa era la señal que Sammy necesitaba para escapar de su humilde y desordenada morada. Las agujas de su reloj marcaban las 12:14; solo faltaba un minuto para la hora acordada con él. Ese joven del que llevaba locamente enamorada desde que se mudó al edificio y al cual nunca se había atrevido a confesarle su amor. Tocó el botón del ascensor una vez, actuando calmada, pero los nervios la vencieron y repitió su acción de manera impaciente. El minutero se movió hacia la tercera línea de su reloj. Eran las 12:15, las puertas del ascensor se abrieron, iluminando el oscuro pasillo, y los ojos de la chica se encendieron al verlo ahí, esperándola: el vecino del quinto.
Y Enter. Cerré mi portátil tras comprobar que el nuevo capítulo de la novela se había guardado con éxito y, sin ni siquiera irme a la cama, acosté mi cabeza sobre este, curvando aún más mi desviada columna en una posición no recomendada por los médicos. Me dispuse a dormir mis merecidas ocho horas de sueño, o puede que los ocho segundos que me había ganado por quedarme despierta hasta las tantas de la madrugada, pues justo al cerrar los ojos, mi teléfono se encendió a mi lado y un fuerte ruido que simulaba el cacareo de un gallo me ensordeció por unos instantes.
—¿Ya es de día?
Como si no me hubiera quedado ya claro, mi alarma aumentó su sonido poco a poco, recordándome que ya había amanecido y que me había pasado toda la noche, otra vez, escribiendo, aumentando de manera preocupante mi falta de sueño y mis ya demasiado marcadas ojeras. Encendí las luces de mi habitación, pero tuve que cerrar los ojos inmediatamente.
—Tengo que cambiar esa maldita bombilla. —Normal que fuera incapaz de distinguir entre el día y la noche.
Sin atreverme a abrir los ojos para comprobar si me había quedado ciega por el exceso de luminosidad, me levanté de forma apresurada, pisando en el intento la manta que me cubría las piernas. Mis pies se enredaron con esta y caí al suelo rodando como una croqueta y envolviéndome en el trozo de tela hasta llegar a parecer un rollito de primavera un poco crudo debido al color blanco de la tela y de mi propia piel. Ya era verano y ni un poco de color había cogido. Atrapada en la colcha barata del Primark y en mis propios pensamientos, me quedé mirando el techo por más minutos de los que me permitía mi apretada agenda, y estiré una de mis manos, intentando tocar con ella la bola de luz cegadora.
—¿Algún día podré brillar tanto como tú?
Y como si se riera de la estupidez de mi pregunta, la bombilla parpadeó y se apagó, dejándome otra vez completamente a oscuras. Saltando como un conejo torpe, me levanté a duras penas, agarrándome de la manta, y me tiré a la cama, donde pude escapar por fin. Miré el uniforme colgado frente a mí y haciendo una mueca de asco me vestí con prisa.
—¿Por qué acepté ese puesto de trabajo?
"Porque dejaste el otro, estúpida, y el anterior, y el anterior del anterior...", me regañó mi voz mental. Mirando en el espejo mi mal aspecto, acentuado por el insomnio, decidí que no había maquillaje que lo mejorara y tras coger mis carpetas y un termo con café frío. Cerré la puerta de mi apartamento, el 7A, y salí corriendo de casa, chocando casi en el proceso con mi vecina.
—¿A dónde vas con tanta prisa, muchacha? —Me preguntó con su común tono sibilante.
—A trabajar, llego tarde. —Le respondí con tono apurado, esquivándola mientras le dirigía una pequeña sonrisa de disculpa.
—¿Otra vez se te pegaron las sábanas?
—Justo eso —Si ella supiera.
-—Suerte en tu primer día! -me deseó animada, mientras se iba trotando con su ropa de deporte por las escaleras. Seguramente iba a hacer running como cada mañana. ¿Cuántas veces habríamos repetido y repetiríamos esta misma escena?
Pensé por un momento en imitarla, pero al ver el reloj que abrazaba mi muñeca y recordar los seis pisos que había bajo mis pies, rechacé la idea. Llamé al ascensor y para mi buena suerte, por una vez, las puertas se abrieron al instante. Entré y le dirigí una sonrisa a un hombre joven de treinta años que iba muy repeinado y con un traje impoluto con una corbata muy fea con dibujos de anclas, que al menos combinaba con sus ojos azules.
—Buenos días, Raúl. Sammy acaba de bajar por las escaleras - Le informé con una sonrisa cómplice y él sin mediar palabra, se rascó la cabeza y rio avergonzado, para luego bajarse del ascensor y seguir el camino de mi amiga.
¿Os habéis dado cuenta? Son los personajes de mi novela. Sammy es mi vecina del sexto A, mientras que Raúl vive en el quinto B. Por alguna extraña razón, Raúl sube cada mañana en ascensor a mi piso antes de irse a trabajar y Sammy se pone su traje deportivo más corto y ajustado, se hace una coleta alta y se maquilla a más no poder, a pesar de lo guapa que ya es. Ella finge tener una charla mañanera con su vecina de abajo y él se excusa con haberse bajado en el piso equivocado, cuando en realidad ambos solo esperan encontrarse a mitad de camino. Llevan coladitos el uno por el otro desde que la chica se mudó a mi edificio, pero hasta hoy ninguno ha dado el primer paso. Lo suyo fue amor a primera vista, algo de película romántica, o más bien de libro. En mi libro, ese que escribo cada noche, se tiran a los brazos del otro nada más verse, mientras que en la vida real solo se comen con la mirada, por ahora, espero. Ensimismada en mis ensoñaciones no me percaté de que las puertas se abrieron en el tercer piso, dejando entrar a los Martínez, acompañados de su manada de cinco niños.
—Buenos días, Marta -saludé a la mayor de todos, de dieciséis, la cual se encontraba con los audífonos puestos, mientras le da un corazón en Instagram a publicaciones que ni siquiera ve. Ella solo me dirigió una mueca de asco. La bella e indiferente adolescencia —Mateo—. Le dirigí una sonrisa al segundo, el cual únicamente levantó la mirada de su libro para colocarse las gafas y mirarme con aburrimiento — Matty —. Miré esperanzada al mediado, el cual iba jugando con su Nintendo Switch, mordiéndose el labio por la concentración —Martín, Martina —. Mis ojos se dirigieron a los mellizos, los cuales saltaban y se colgaban en los hombros de su padre, tirándoles de los pelos, mientras le gritaban al oído e intentaban que este les cogiera a caballito —. Buenos días, María, Manuel. -saludé a ambos progenitores con pena, los cuales me dirigieron una mirada de socorro y yo solo intenté contener la risa. Para intentar apaciguar el ambiente, metí mi mano a mi bolso. —. Peques, ¿quieren un caramelo?
—¡No! -Gritaron horrorizados los adultos, intentando contenerme —. ¡Más azúcar no!
Pero ya era tarde, los menores ya habían visto lo que tenía entre las manos, que pretendía así que en pocos segundos se abalanzaron sobre mí y me arrancaron de un tirón el caramelo. En pocos segundos, se libró una auténtica lucha espartana en los pocos metros cuadrados que tenía ese ascensor con capacidad máxima para diez personas. Los mellizos tiraban en direcciones contrarias de las esquinas del pequeño envoltorio del caramelo de limón.
—¡Gooooooolazooooooooo! —Gritó Matías a todo pulmón mientras levantaba la consola en señal de victoria por encima de su cabeza y corría en círculos, celebrando que había ganado el partido de fútbol en el Fifa.
El paquete se rompió debido al fuerte tira y afloja, tirando a cada niño a una pared opuesta del cubículo, provocando su llanto por el golpe. Mientras tanto, el caramelo salió volando como un proyectil en dirección a la boca abierta de Matías y entró como un triple perfecto en una canasta de la NBA. El pequeño, que no se esperaba que nada entrara en su boca, se agarró la garganta al sentir como el dulce se le quedaba atorado en esta y cerró los ojos, contrayendo los músculos de su cara, sin saber si era por el sabor ácido o la falta de aire. Manuel, asustado, chilló como un crío más, sin saber que hacer; mientras su mujer, soltaba el maletín del trabajo, agarraba a su hijo por debajo de las axilas y apretaba su abdomen, realizando una perfecta maniobra de Heimlich. El caramelo salió despedido hacia el cabello de Marta, la cual empezó a gritar también al intentar separar inútilmente esa masa ya pegajosa y derretirá de su pelo. Matías, mareado por el traqueteo del ascensor y el susto, se dobló a la mitad y vomitó hacia Mateo, dejando un charco de lo que parecía un sándwich a medio digerir en el libro edición coleccionista de su hermano, "Orgullo y prejuicio", un clásico que acabaría literalmente en la basura. Los gritos, insultos y lloros se incrementaron en el pequeño móvil que seguía bajando. Martín y Martina discutían entre sollozos, culpándose y golpeándose el uno al otro, mientras Mónica le limpiaba el vómito de la cara a su hijo, a la vez que el hermano mayor le gritaba por arruinar su libro favorito. Al otro lado, Manuel tiraba del caramelo que no sería separar del pelo de Marta, quien chillaba de dolor y por ver sus hermosos rizos dorados arruinados. Dio un último jalón y el dulce se separó de la cabeza de su hija, pero acompañado de un trozo de su cabello. La mayor respiró aliviada, pero al ver las hebras rubias caer de la mano de su padre, abrió los ojos con terror, viendo la muerte de su belleza ante sus ojos, y dirigió su mano al trozo desnudo de piel que había quedado al descubierto junto a su frente. Lo único que pude hacer fue agacharme y recoger la consola que Matty había dejado caer y que tenía varios trozos de cristal rotos debido al choque contra el suelo y a los diversos pies que la habían aplastado en esa ardua batalla originada por una dulce y minúscula tentación. Al menos solo se había hecho añicos el protector de la pantalla.
—Mi consola...
—Mi libro...
—Mi caramelo...
—¡Mi pelo!
Dijeron los niños de manera sucesiva con tristeza y enfado, mientras sus padres se miraban sin saber cómo calmarlos. Intentando calmar la tensión del ambiente y disculparme por el desastre que había ocasionado, hice la siguiente sugerencia.
—Si os parece bien, después de trabajar puedo llevar a arreglar la consola de Matías —Me gané un "¡Bien!" del susodicho —. Puedo pasarme por la librería y comprarle el mismo libro a Mateo —Este me dirigió una pequeña sonrisa —. Puedo ir al Mercadona de la calle de al lado y comprarle un paquete de caramelos sin azúcar a Martín y Martina —Los mellizos se abrazaron y celebraron —. Y, si ella quiere, puedo acompañar a Marta a la peluquería. Un cambio de estilo nunca viene mal. -La adolescente levantó sus cejas incrédulas, como queriendo decirme "¿Perdona?", pero dirigió su mirada de vuelta al móvil, estando más tranquila. Sus padres me miraron aliviados, como si les acabara de salvar la vida. Era lo menos que podía hacer, ellos me habían ayudado muchas veces cuando había llegado fin de mes y el sueldo de mi nuevo trabajo no me alcanzaba para pagar el alquiler. No era por presumir, pero mis vecinos estaban forrados, aunque para poder mantener a cinco hijos tan caprichosos como los suyos era necesario. Además, su condición económica se la habían ganado a pulso. Eran una humilde pareja de un pueblo campestre del sur de Badajoz, formada por dos jóvenes soñadores que se habían mudado a la capital de Extremadura con aspiraciones más grandes que su maleta. Tras varios años de duro trabajo llenos de sangre, sudor y lágrimas, literalmente, habían hecho su sueño realidad. "Nadie nos advirtió de que sobrevivir en la calle sería tan difícil", me dijo María una tarde en la que me invitó a tomar café "Y de que el pan de supermercado era más caro que el que me amasaba mi padre para desayunar", terminó con una broma llena de crudeza. Ese día me contó su historia, la historia de su gran amor y su familia, y yo la inmortalicé en mi propio libro. Espero que no me denuncie por derechos de autor porque crearon y dirigen el mejor bufete de abogados de la provincia, y porque es la única historia que he escrito basada en hechos totalmente reales y no en meras suposiciones. El agua del vaso estaba calmada, pero siendo la gota que lo colmó, trayendo el caos de vuelta, las puertas del ascensor se abrieron en el piso de abajo. Miguel González, dieciséis años, metro setenta, moreno, pelo y ojos castaños, mexicano, nieto de la vecina del segundo e irresistible ante los ojos de Marta. Nos dirigió una de esas sonrisas que enamorarían a cualquiera, incluida a mí, a pesar de que probablemente me arrestarían por pedofilia.
—¡No, no, no! ¡Mierda! —Susurró Marta, mientras se daba la vuelta hacia la pared.
—¿Qué te sucede, chamaquita? ¿Por qué estás ahí apretujada? —Le preguntó Miguel a la chica al entrar al ascensor. Este se fue acercando cada vez más a ella, mientras esta parecía querer fusionarse con la pared.
—Es que estoy enferma. Cof, cof —Tosió débilmente, haciendo una actuación nefasta que provocó una risa en sus hermanos. Mateo la intentó disimular cubriendo su boca con los libros y los adultos inmediatamente agarraron a los mellizos y les taparon la boca. Sin embargo, yo no tuve tiempo de callar a Matty, que soltó una gran carcajada.
—Claro, padece de Mentiritis aguda.
Miguel miró extrañado al pequeño y yo intenté hacerle un gesto para que se callara, llevándome un dedo a los labios y una mano al cuello que claramente indicaba "Corta el rollo o tu hermana te matará y nadie la culpará", pero claramente no entendió mi amenaza porque siguió con sus bromas.
—Su síntoma principal es una caída del pelo tan repentina que ni el mejor champú de Pantene la puede frenar.
Si sobrevivía, ese niño iba a ser el humorista más popular de "El club de la comedia", pero lamentablemente su carrera profesional se quedaría en los nueve años de edad. ¿Qué futuro tendrían los chistes malos sin él?
—¿Esto es una joda de esas de cámara oculta que tanto les gustan a los gringos o qué? -preguntó con su acento remarcado por la confusión.
—Oh, ya le gustaría a mi hermana que esta fuera una de tus jodas. Verás, lo que le pasa a Marta es que la nariz le va a crecer, pero el pelo...
—Ignóralo, no sabe de lo que habla. Ya sabes como son los niños. —Lo corté con una risa nerviosa. Llegados a ese momento yo ya estaba sudando al intentar que Matías cerrara la boca por una vez en su vida. Mateo se agarraba la barriga mientras reía a lágrima limpia, como no lo había visto hacer nunca, sin importarle quien lo estaba mirando; los mellizos se burlaban mientras hacían gestos, fingiendo ser un par de pinochos a los que les crecía la nariz; Manuel y María se mordían el labio, intentando contener la risa por respeto a su hija; y Marta, ella solo quería que se abriera mágicamente un agujero debajo de sus pies y se cayera hasta el parking donde nadie pudiera ver su cara de vergüenza ni su calva.
—Claro que sé de lo que hablo. Lo que digo es que Marta ahora está calv... -le di un pisotón para que no terminara la frase —. ¡Auch! ¿Por qué has hecho eso? —Yo solo levanté las manos, fingiendo que estaba libre de culpa.
Él me lanzó una mirada recelosa que mostraba que no me creía nada, mientras Miguel el ceño fruncido de Miguel se hacía cada vez más profundo.
- Bueno, lo que decía. Que Marta ahora está más calva que Don Limpio, Voldemort y Kratos juntos.
Esa fue la chispa que prendió la mecha de una bomba que nadie fue capaz de detener. Fue como si en un solo segundo se prendieran cien cartuchos enteros de TNT dentro del ascensor y una explosión combinada con un terremoto sacudiera el ascensor de apenas diez metros cuadrados. Y eso que solo se había girado Marta, mostrándole una cara de muy pocos amigos a su hermano.
- ¡Te puedes callar la boca de una puta vez, pedazo de gilipollas! ¡Serás subnormal! ¿No te han enseñado en el colegio que calladito estás más bonito, idiota? ¡A veces pienso que no eres de esta familia porque tienes semejantes neuronas atrofiadas!¡¿Neuronas? ¡Se me olvidaba que de eso no tienes! ¡Normal, si estás todo el día con esos putos juegos que no le interesan a nadie y en los que siempre te dejamos ganar por pena! ¡Porque sí, acéptalo! ¡Eres un noob en toda regla! —Estalló la adolescente, con la cara tan roja como el cable que había que cortar del explosivo para detonarlo. Le escupió, literalmente, todos esos insultos a su hermano cargados de un sarcasmo hiriente que asustó a los menores y a mí. Se había pasado tantos pisos como los que tenía el edificio, y eso que eran quince contando el bajo, pero era lo único que podía hacer una adolescente hormonada cuando su hermano pequeño la dejaba en ridículo delante de su crush.
—¡Esa boca, jovencita! —La reprendió su padre al instante, mirándola con enfado y compasión a la vez. Entendía por qué lo había hecho, pero eso no quitaba que no le pudiera hablar así a su hermano.
—¡Eres una zorra! ¡Ojalá te quedes calva para siempre! —Gritó Matías mientras unos borbotones de lágrimas le rodaban por las mejillas. Con dignidad se los limpió al instante, para salir corriendo del ascensor nada más que las puertas se abrieron en el primer piso, pasando por al lado de la señora Gonzáles, la abuela de Miguel.
—¡Oye! ¡Quieto ahí tú también! ¡Estás castigado! ¡No corras por las escaleras! ¡Te vas a caer! —Le gritó Manuel dispuesto a perseguirlo, pero la anciana lo detuvo en las puertas del ascensor con un apretón reconfortante en el brazo.
—Tranquilo, yo me ocupo. Sé cómo hacer que se le pase la rabieta. —Dijo con una sonrisa cómplice y un acento menos marcado que su nieto debido a los numerosos años que llevaba viviendo en nuestro país.
La mujer corrió de vuelta a su casa con una rapidez impresionante para su edad y tras coger una lata de algo que esperaba que no fuera droga, bajó las escaleras con la misma agilidad. Asombrado, Manuel volvió a entrar al cubículo para que las puertas pudieran cerrarse y no recobró su expresión seria y su postura recta hasta que vio a su hija mayor arrinconada en la misma esquina de antes con los brazos cruzados sobre su pecho.
—Y tú... -La apuntó con un dedo acusador —. Castigada una semana sin salir.
—¡Pero si ha empezado él! —Se quejó ella al instante-
—Por rechistar ahora serán dos y le tendrás que pedir perdón a tu hermano o los días irán aumentando.
—Bien. —Dijo rechinando los dientes reacia.
—¿Disculpa? No te he oído.
- ¡Bien! ¡Lo haré! —Gritó haciendo aspavientos con sus manos, ofuscada. No tenía otro remedio si quería conservar su vida social, tan importante para los jóvenes del siglo XXI.
El mexicano que se había mantenido al margen de la discusión familiar y que había entendido por fin toda la situación al notar el minúsculo mechón que le faltaba a la chica, vio su oportunidad y soltó una estruendosa y musical risa.
—¿Neta? ¿Tanto pedo por esto? ¿Por un poco de pelo estabas tan encabronada? —Le preguntó riendo, mientras le agarraba y le acariciaba una hebra conjunta a la calva —. No manches, si hasta calva y con la nariz grande estás igual de bonita, chamaquita.
Los colores le volvieron a subir a la joven, la cual no pudo evitar sonreír como una boba. Admito que yo también lo hice. ¿Cómo no lo iba a hacer ante semejante declaración de amor? Era tan romántica como las que se hacían a diario en mi novela. Los adultos, al notar el ambiente íntimo que se estableció entre los jóvenes, vieron en las puertas abiertas una salida temprana y se llevaron consigo cada uno a un niño de la mano, Mateo los siguió, no sin susurrarme antes "Ni Romeo y Julieta eran tan cursis" y fingir que quería vomitar sobre ellos como Matías había hecho sobre su libro. En mi libro sus padres no aprobaban su relación por ser príncipes de razas distintas, por lo que ellos se veían cada noche a escondidas en el techo del edificio, disfrazándose con sus apariencias humanas para que nadie, ni incluso sus seres queridos, los reconociera. Una auténtica fantasía shakesperiana. Mi novela estaba formada por tantas historias distintas, cada una escrita ante mis ojos por cada vecino de ese edificio y luego plasmada en mi ordenador con algunos cambios mínimos para no ser denunciada por plagio, que no podía asignarle un género en concreto. Era un poco como la paleta de colores de un niño: nunca puedes esperar que este use un único color, porque al final los acabará utilizando todos hasta que la acuarela se convierta en una gran bola color caca.
Mateo se marchó con prisa sin ni siquiera despedirse, justificando que tenía ensayo del club de teatro. Aún esperábamos que llevara a escena alguna de sus obras, pues el mismo las escribía y dirigía, pero nunca se atrevía protagonizarlas, aunque todos sabíamos que era su mayor sueño. Siempre cancelaba los estrenos a última hora porque decía que algún actor o actriz se había echado atrás en el último momento, cuando en realidad era él y su miedo quienes los echaban porque no interpretaban bien el papel. ¿Cómo lo iban a hacer perfecto si el personaje estaba hecho a su medida? A veces somos los escritores de nuestra propia vida, otras veces somos los directores y otras, somos los actores de esta, y si tenemos más valentía que suerte, podemos ser las tres cosas a la vez. Sin embargo, Mateo tenía más suerte que valentía y siempre conseguía escaquearse de sus propios deseos y de su profesora de teatro, la cual le decía siempre "Vuela, pajarito, vuela libre y muéstrale tu arte al mundo, mi arma (porque era sevillana), pero no vueles para huir de tu talento y de mí", ya que literalmente estaba corriendo en su busca por todo el instituto. En mi novela, Mateo era Fernando de Rojas, el supuesto autor de "La celestina", pero al ser buscado y amenazado por la Inquisición, vivía en el anonimato y la única manera que tenía de brillar era protagonizando sus obras. Lo contrario que en a la vida real, pero como decía mi profesora de matemáticas cuyos exámenes nunca aprobaba porque yo siempre fui de letras: el orden de los factores no altera el producto, y tampoco su miedo escénico.
La señora González nos esperaba en el rellano sonriente junto a un Matías más calmado. que parecía devorar una galleta con pepitas de chocolate como si no hubiera comido en semanas, aunque estaba segura de que ya se había zampado el resto de la caja. A veces escribía sobre la dulce señora González, lo que claro ella no era ni dulce ni la señora González, sino que era la astuta bruja que atraía a Matías, que no era Matty sino Hansel, a su casita que era la única realmente dulce en todo el cuento. Sin embargo, en esta historia no se sabía quién era el bueno ni quién era el malo, pues por saber no se sabía ni siquiera si la bruja le había robado la libertad Hansel al encerrarlo en su casa o si Hansel le había le había robado su casa y su comida al encerrarse en su corazón. La soledad es dura para todos, pero más para una anciana que usa galletas que amenazan con tener un alto contenido en marihuana para atraer a niños que le hagan compañía. La señora González era la mejor repostera que conocí en toda mi vida porque sabía endulzarnos la lengua, pero también el alma. Sin que a su hermano le diera tiempo a reaccionar, Martín y Martina se acercaron sigilosamente por sus costados y le dieron cada uno una mordida a una mitad de la nueva galleta que Matías acaba de coger, tragándosela de un solo bocado.
—¡Oye! —Se quejó al instante el niño, poniéndose de morros. Y toda la felicidad se esfumó en un instante. Menos mal que fui hija única.
¿Recuerdan que dije que no había villanos en esta historia? Me equivocaba. Gretelo y Gretela eran don duendecillos, malos, malignos, perversos y todos los sinónimos que se les puedan ocurrir, que le habían robado los poderes mágicos a la bruja sin que ella se diera cuenta y que, de paso, también le robaban las galletas. Cuando la bruja y Hansel sospechaban y las escondían, les echaban salsa picante a estas, para que nadie más que ellos mismos pudieran comérselas. La bruja rebuscaba a diario, pero no lograba encontrar al ladrón, pues sabía que el que había adoptado como su hijo no lo era, así que terminó por culpar a su cuervo, su amigo más fiel, porque como decían las malas lenguas "Cría cuervos y te sacarán los ojos." Lo que ella no sabía era que los verdaderos cuervos se escondían bajo la apariencia de unas escobas viejas que sin polvos mágicos no le servían para volar, pero sí para limpiar el polvo que acumulaba la casa de caramelos porque también era cierto que la venganza era un plato dulce.
—Niños, ¿podéis dejar de atiborraros a azúcares innecesarios? El dentista ya tuvo suficiente con las dos caries del mes pasado. —Se quejó María, a la cual al parecer la pasta de dientes no le bastaba. Inmediatamente, los mellizos abrieron la boca a la vez y cada uno tocó con un dedo la encía del otro, contándose las caries.
—Yio shi, pengo dosh, mami -dijo Martín de manera inteligible ya que el dedo de su hermana le rozaba prácticamente la campanilla.
—¡Yio pengo sholo uda, mami! -gritó victoriosa su tocaya, pero por la emoción le mordió el dedo al otro sin querer.
Martín empezó a llorar mientras alejaba la mano de Martina de su boca y ambos empezaron a discutir, demostrando una vez más que el amor-odio de esa familia era constante. En momentos como esos me preguntaba cuántas tilas necesitaban tomar a diario Manuel y María para no volverse locos. La señora González vino al rescate y metió en la boca de los pequeños otras dos galletas que los callaron al instante, aliviando a la mujer y a todos los presentes que estábamos en peligro de quedarnos sordos. ¿Cómo eran capaces de gritar tanto? Tenían la capacidad pulmonar de un buceador profesional. María se quedó más tranquila y a pesar de las recomendaciones de su odontólogo, le agradeció a la anciana y a sus riquísimos postres por la ayuda.
—Tranquilo, yo me quedo con ellos esta tarde, María —Dijo la mujer de origen mexicano después de haber comprobado que su caja de aluminio estaba vacía.
—¿En serio? Muchas gracias porque esta tarde tenemos una reunión importante. Toma algo de dinero por el favor. —Fue a sacar unos billetes de su monedero, pero inmediatamente la otra la paró.
—Sabes que no lo voy a aceptar.
—Pero ya has hecho de niñera muchas veces. Te lo debo.
— Tú no me debes más que irte a trabajar de una vez, muchacha. Quédate tranquila, que sabes que yo cuido de ellos encantada. Así me enseñan como poner las novelas en el televisor. —Esa mujer era amante a las telenovelas, pero lo más sorprendente eran los comentarios que se escuchaban a veces a través de su puerta: "¿Puedo hornear esas galletas que tienes por posaderas?" "Con esa tableta haría miles de pepitas de chocolate guapo" "Ojalá poder darte un mordisco, o dos" Y todo eso entre risas. No la culpaba, los actores estaban más buenos que el cacao que había traído de su tierra para sus recetas, y encima ambos provenían del mismo lugar.
—¿Segura? Al menos déjame darte dinero para que le compres algo de comer. ¿Cómo es que lo llaman ustedes, asnitos?
—¿Dices los burritos? —Preguntó poder evitar reír.
—Sí, esos mismos. —La imitó la otra y aprovechó el momento para dejarle veinte euros en la mano —. Espero que sea suficiente.
—Mamá, ¿no me puedo quedar yo también? Me encuentro mal, no debería ir al colegio. —Se quejó Matías.
- No tienes fiebre, así que arreando que es gerundio. —Le contestó su madre tras tocarle la frente por apenas un segundo.
—Pero si antes vomité.
—Lo hiciste por culpa de esa maquinita del demonio. Eso sí que te enferma de verdad, así que más estudiar y menos quejarte.
—Pero si yo voy a ser youtuber, mamá. —Le respondió él con orgullo.
—Y yo influencer, así que hazme caso, venga —Le insistió, colocándole bien la mochila. —. Marta, date prisa, se les va a hacer tarde, como siempre. -Se notaba que estaba agotada.
—. Ya voy —Contestó la otra rodando los ojos, sacándole una risa a Miguel, que luego se acercó a su abuela y le dio un beso sonado en la mejilla derecha.
—Ey, mocoso —Se acercó Marta a Matías que al verla adoptó una pose seria y altanera.
—¿Qué quieres? -La acusó, sin dignarse a mirarla.
—Solo quería decirte que lo siento. Siento... —Hizo una pausa, dudosa y el niño abrió uno de sus ojos, expectante. —Siento que seas tan imbécil como para creerte que me disculparía, pringado. —Le dijo riéndose y, cogiendo la mano de Miguel, salió corriendo del edificio en dirección al centro de enseñanza privado donde estudiaban todos ellos, con su hermano pisándole los talones en una persecución mejor que las de CSI Miami.
—Hasta luego, nona -se despidió el mexicano de su abuelo con una sonrisa divertida, sin poder hacer otra cosa que dejarse llevar.
—Hasta después, mijito
—Nosotros también nos vamos. —Anunció María con prisa al ver la hora en su reloj y se agachó para darle un beso de despedida a sus hijos, dejándoles en cada mejilla la marca de su carmín.
—Pórtense bien. —La imitó su marido.
—¿Habrá algún día que salgamos a tiempo? —Abrazó a la señora González con cariño.
—Cuando todos nuestros hijos se gradúen de la universidad, cariño. —Bromeó el hombre dándome un apretón en el hombro y la otra rio, negando con la cabeza, aunque sabía que era verdad.
—Recuerda lo de esta tarde, por favor. Gracias, otra vez. Adiós.
Ambos salieron corriendo en dirección al aparcamiento sin que me diera tiempo a despedirme y decirles que cumpliría mi promesa.
—Chicos, ¿qué les parece si vamos un rato al parque? —Le preguntó la señora González a los mellizos y estos inmediatamente empezaron a celebrarlo dando saltos. Aunque la anciana miraba a los niños sus ojos estaban fijos en el señor Domínguez, un anciano unos años más joven que él que vivía en el bajo que hacía función de recibidor de los inquilinos, como si de un hotel se tratase, y que fingía ser el portero de del edificio, a pesar de que nadie nunca se lo pidió. Oh, el amor. Me preguntaba porque todos los que vivían en la calle Almendralejo número cuarenta y cinco ocultaban lo muy enamorados que estaban los unos de los otros. ¿Tanto miedo daba querer a alguien? No lo entendía, pero claro, eso era normal, pues yo nunca había estado enamorado ni tenía tiempo para ello. Tenía una novela que escribir, una en la que por fin todos fueran valientes.
—Señorita González, buenos días. ¿Cómo se encuentra usted hoy? —La saludó el anciano, sonriendo con su boca, dientes y ojos, como si hubiera estado esperando ese momento por demasiado tiempo.
—Ya le he dicho que no me trate de usted ni me llame así. Prefiero que me llame Rosa. —Contestó ella con una sonrisa igual de grande, colocándose un mechón de cabello extrañamente largo para su edad tras la oreja en un gesto que ella y yo sabíamos que era coqueto.
—De acuerdo, pero tú me deberás llamar Antonio, señorita Rosi. —Dijo con cierto cariño y confianza.
—Ándale, perfecto, Toni. -Contestó ella con una risa de vergüenza y emoción a la vez, mientras su acento se incrementaba.
Ándale. -repitió él, sintiendo que era lo más bonito que le habían dicho nunca
—¿Rosi? —Le preguntó Martín a su hermana con una mueca de asco.
- ¿Toni? -le inquirió ella sacando la lengua.
Sin embargo, la mayor impresión me la llevé yo, que di un respingo en el sitio, cuando de repente sonó un trueno y una fuerte lluvia empezó a caer a través del cristal de la puerta de entrada.
—Chamaquitos, al parecer hoy no podremos ir al parque -—Dijo Rosi, ganándose una queja y un puchero de los niños —. Vayamos a casa, les prepararé un chocolate caliente. —Los animó y estos corrieron escaleras arriba hacia la casa de la señora. —. Ven tú también, Toni, te invito a un cafecito, mijo. —Le guiñó un ojo mientras pulsaba el botón del ascensor.
—Ándale. —La imitó una vez más. Cada vez que lo hacía su bigote canoso se movía de manera graciosa, como si bailara, festejando con él. Antes de marcharse, Toni se giró y me dirigió una sonrisa de bobo similar a la de Marta, la cual gritaba: "Lo conseguí."
—Pásenselo bien. —Lo felicité indirectamente, contenta por ellos, pero al dirigir mi vista al empañado vidrio, mis hombros decayeron. Llegaría empapada a mi primer día. Fantástico —, Yo me tengo que ir a trabajar.
—Gracias, guapa. —me contestó, enchochado a más no poder y me abrió la puerta, la cual atravesé con mi carpeta sobre mi cabeza. Quería llegar al menos con un peinado decente, si es que podía describirse así mi estilo mañanero —. Y Mer... —Me llamó y me giré para mirarlo —. Suerte en tu primer día. — Un poco más animada, le sonreí y el ruido de la campana de la puerta al cerrarse fue la única señal que necesité para atravesar las calles de la ciudad a toda velocidad, derrapando debido a los charcos de agua que me hacían resbalar. Suerte era lo más que iba a necesitar.
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