Ratas y traidores

Cuando Gregor despertó, una ira desbocada lo hacía también. Impotente como un animal salvaje y rabioso, sacudía las cadenas que lo aprisionaban en aquellas cavernas de frío y huesos. Sin reconocerse a sí mismo, Gregor solo deseaba una cosa: a su hermana. No importaba a cuantos tuviera que matar en ese momento, solo quería lograrlo. No obstante, en lo más profundo de él se hallaba una realidad irrevocable: su hermana era la excusa; el crucifijo el objetivo.

Por más que Brynjolf intentó razonar con él después de hallar el descenso secreto hacia la ratonera, Gregor no hacía más que empeorar. Primero le mencionó y describió como al accionar el crucifijo las escaleras del edificio se reconstruyeron ante sus ojos, creándole un descenso hacia algún lugar sin fin. Pero eso no era real y Brynjolf comenzó a preocuparse. Luego, cuando parecían estar cerca de llegar al fondo, Gregor había empezado a hablar solo; Sin embargo, no lo estaba. El crucifijo, tal y como había oído de las historias, estaba maldito.

Las maldiciones, no obstante, no eran lo que todos creerían. Uno aseguraría que fuera verbal o ritualista por medio de un brujo, pero no, dependían de las mismas almas corruptas, seres, hasta el día de hoy, desconocidos.

Más tarde, cuando Brynjolf vio que en las cavernas no había forma de contener a Gregor, se vio obligado a recurrir a la ratonera, arrastrando a Gregor por los incontables pasadizos del subsuelo hasta encontrarla.

Ahora, tras fallar en la búsqueda de la ayuda; pero con el éxito de hallar la ratonera, Brynjolf y Gregor quedaron prisioneros. Sin saber a qué se enfrentaban, ambos se prepararon para lo peor: estar a la merced de los famosos asesinos de la ratonera.

Por otro lado, Gregor tenía otras preocupaciones, como dónde se hallaba el crucifijo; cosa que se respondería pronto. Cuando abrieron la puerta de la celda formada de madera y barrotes oxidados de metal, el rostro de Gregor se vio más entusiasmado que nunca. Ignorando a la persona que entraba a su celda, Gregor clavó los ojos en el crucifijo que traía en mano.

El hombre de mediana edad que había entrado acercó el crucifijo de hueso a Brynjolf y, al no ver una respuesta, expuso un brazalete de piedras sobrenaturalmente brillosas que portaba en su muñeca y lo posó sobre la cabeza de Brynjolf. Dándole igual lo que ocurriera, Gregor volvió a arremeter contra las cadenas con tal de alcanzar el crucifijo, acción que se ganaría la atención del hombre y salvaría a su amigo.

Cuanto más se acercaba el amuleto de hueso a Gregor, una parte de él se sentía completa y se aliviaba. Al verlo, el hombre, con una sonrisa pícara, se peinó su cabello canoso hacia atrás y lanzó el crucifijo lejos de Gregor, lo que lo enfureció aún más que antes. No obstante, volvió hacia él y lo tomó de las mejillas, viéndolo de igual a igual; como si fueran familia. Pese a la falta de parentesco familiar, lo que sentía el hombre no corría en la sangre, sino en algo más.

Dentro de Gregor, una batalla estaba a punto de librarse. Una fuerza corrupta intentaba apoderarse de todo cuanto pudiera, sin embargo, algo la contenía.

"Cuando una persona normal toca un objeto maldito termina muriendo, pero con un Anclado es diferente", expuso el hombre. "Si el Familiar (el alma corrupta) lo llegara a aceptar, el Anclado podría dominar su poder." "¡Acéptalo y únete a los tuyos en esta guerra!".

Tal vez fuera cierto lo que decía el hombre, pero en ese caso ya no existiría un único individuo, sino dos. Y lo que omitía por completo era que si el Anclado no era lo suficientemente fuerte desaparecería, dejándole el cuerpo por completo al alma corrupta.

Brynjolf, aunque preocupado por su vida, no pudo evitar pensar en lo que significaba un Anclado para su negocio. No obstante, no era mucho lo que realmente sabía sobre ellos, y ni cuantos lo estaban rodeando en ese lugar, ya que si pensaba muy alto en algo ellos se enterarían.

Al sentir como Gregor se oponía al Familiar, el hombre comenzó a preocuparse. "Escúchame, debes hacerle espacio o lo hará el mismo y, créeme, te dolerá." Pero Gregor no se oponía, ni siquiera sabía lo que ocurría en su interior. En ese momento, el hombre lo comprendió; Gregor no sabía lo que en realidad era.

Cuando el momento de la lucha por su supervivencia estaba a punto de llegar, Gregor sintió como el mundo se desvanecía a su alrededor mientras el extraño lo tomaba de la mano. En ese instante creyó observar un resplandor saliente de ambas manos, la propia y la de él; como si cruzaran almas. Tras un momento, ya no existía aquí o allá, sólo un ahora: estaba en el reino vinculante.

El reino vinculante, como especificaba el propio nombre, era el umbral, el limbo al que estaba sujeto cada Anclado. Un lugar imposible de alcanzar para alguien ordinario, pero la perdición para otros inexpertos; sin embargo, era un ritual de iniciación.

Gobernado por nada más que oscuridad, en aquel lugar era evidente la falta de los testigos que, se supone, habitaban allí. No obstante, no estaba del todo deshabitado. Acechando detrás de la niebla se escondía la sombra de lo que alguna vez había sido Un alma, aunque corrupta, no dejaba de ser un alma, y eso lo pudo observar Gregor cuando ella se acercó.

Atravesando el espesor de la niebla y dejando de ser tan solo una sombra espeluznante tras un manto, el alma le mostró lo último que quedaba de ella para demostrarle que podía ser salvada. Su rostro y su tamaño eran equivalentes a los de un niño, pero su madurez no. Ella sabía que el interés de Gregor no era el poder que podía ofrecerle, sino más bien las oportunidades. Sin embargo, ella misma era consciente de que si la aceptaba corría el riesgo de perder a su hermana para siempre en un caso extremo, aunque el plan era que ella nunca llegase a ese punto. Si se unían, podrían evitarlo todo.

Gregor, siendo el más desesperado de los dos, comprendió los riesgos y, de igual modo, aceptó. Pero él tenía una condición...

Al volver al mundo real tras un simple pestañeo, ya no estaba encadenado y se encontraba muy lejos de la ratonera: en su hogar; no suyo, pero de su alma anclada. Habiendo abandonado a su amigo y al que, sentía, le salvó la vida.

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