Capítulo 7

Mikhail


Es domingo.

Estoy impaciente como un adolescente en su primera cita. Me siento tan idiota... ¿Qué demonios me ocurre?

Le mando el primer mensaje a Adán:

Pienso que, si nos pasamos un par de horas juntos allí a donde lo llevo, con suerte, puede que cuele el pedirle cenar, aunque quizá debería rebajarle el precio o le saldrá cara la cita.

Pocodespués me responde:

Sonrío al acabar de concretar las cosas; hace más real la situación, aunque sigo deseando que no se arrepienta en el último momento.

Me he pasado toda la mañana delante del armario, mirando y remirando la ropa; no quiero ir muy formal, pero tampoco lo contrario. Le estoy dando demasiada importancia. Sé que Adán es un cliente, pero es que no lo siento así cuando me habla.

Con él no necesito aparentar tanto. Si no lo «encandilé» con la primera impresión, ¿qué sacaré de repetir? Seguro que nada. Con él me apetece ser más «yo» y menos el amante galán.

Al fin, logro elegir lo que me pondré; camisa, americana oscura, tejanos y zapatos de vestir, así iré decente, pero sin excederme.

Durante la mañana, al no tener clientes, me dedico a mis ejercicios; con cuarenta años, hay que estar muy bien cuidado para que los clientes no se vayan con chavales de veinte, y, aun así, pasa. Al acabar, me ducho con tranquilidad; asearme es algo que hago varias veces al día y rápido, por eso, cuando lo hago en casa, intento relajarme y disfrutarlo.

Las horas se me han pasado rápido, sobre todo porque no he aceptado trabajos para hoy. Me vuelvo a sentir idiota por darle tanta importancia a la cita con Adán. «¡Es un cliente!», me repito varias veces, pero soy así de estúpido.

Por la tarde, tras comer, me entretengo con un libro y, cuando se acerca la hora de la cita, me visto con la ropa elegida y me arreglo un poco; aunque sea algo más informal, me gusta mostrar mi mejor aspecto.

Le mando un mensaje cuando voy a salir de casa:

Gracias a que el tráfico es prácticamente inexistente, llego antes de lo que le he dicho.

Estaciono, sin parar el motor, al lado de él, que espera en la acera. Al percatarse, dibuja una sonrisa sutil para acompañar un saludo con la mano.

Me bajo y, muy cordial, le digo:

—Buenas tardes.

—Hola —dice más tímido.

Voy hacia él y le abro la puerta, invitándole a entrar.

—Gracias —susurra antes de meterse en el coche.

Vuelvo a mi asiento y lo miro junto con una sonrisa animada.

—Espero que te guste la sorpresa. ¿Listo para ir?

—Sí. Creo. —Ríe sutil, algo nervioso.

—Tranquilo, creo que será de tu agrado.

Arranco y recorro las calles hasta llegar a destino.

—¿El museo? —pregunta, sorprendido al ver el edificio.

—Sí —respondo alegre, ocultando que yo también siento nervios por la situación—. Venga, vamos, que nos esperan.

Tras quitar la llave del contacto, bajar y cerrar mi puerta, voy raudo junto a la de Adán, que ya se está bajando.

—¿Quién nos espera? —pregunta curioso.

—El director —respondo, disfrutando de la cara de asombro que pone—. Ya ves, me codeo con todo tipo de gente.

—Ya veo, ya —susurra para sí.

Al llegar a la entrada, veo a Rodrigo, el director del museo, que nos recibe con su habitual gesto serio.

—Gracias por esto —le digo mientras le estrecho la mano con firmeza.

—Por ti, lo que sea —responde en un susurro, de modo que Adán no lo oiga.

Rodrigo es un cliente de hace años. Tras prometerle un muy buen descuento en la próxima cita, aceptó abrirme una sala de exposición sólo para mí y mi «conocido».

No especifiqué que era para un cliente, pero lo pensó, y sé que no le hizo gracia. Parece mentira lo celosos que son algunos, sabiendo a lo que me dedico; es un absurdo.

—¿Cuándo voy a enterarme de qué va esto? —pregunta Adán mientras recorremos el vestíbulo.

—El señor Mikhail —interviene Rodrigo—, me pidió que le mostrara, a él y a su... acompañante —dice con cierta molestia—, una exposición que aún no está abierta al público.

—¿En serio? —Sorprendido, me mira incrédulo—. ¿No son muchas molestias? —Parece algo inquieto.

—Tranquilo —le susurro—, luego se cobrará el favor bien cobrado.

—Ah... —musita, apartando la vista.

Rodrigo abre una puerta doble de madera noble.

—Cuando acabéis, pasad por taquillas y decidle a quien esté que os vais; ya me avisarán y mandaré que cierren —apunta Rodrigo, mirando a Adán de mala gana antes de irse.

—Mm... Creo que no le caigo bien —comenta Adán con gesto inocentón.

—Bueno, lo suyo es que los clientes no se crucen —respondo, sabiendo que estoy poniendo demasiadas ganas en esta cita—. Es irónico que contraten a un hombre como yo y luego se pongan celosos. También es cierto que, esto que he hecho hoy, no se debe hacer.

—Juntar a dos clientes es una mala idea, ¿no? —pregunta algo preocupado.

—No le dije que eres un cliente, sólo que tenía que sorprender a un amigo, pero parece ser que no se lo creyó; se ve que los hombres como yo no podemos tener amistades. —Sonrío resignado.

—Suena ilógico —musita algo decaído; ojalá supiera el porqué.

—¿Vamos? —propongo, deseando animar la situación.

—Sí, claro —exclama impaciente—. Tengo ganas de ver la sorpresa.

Sonrío al verlo alegre; por lo menos, he logrado borrar la tristeza de su hermoso rostro.

Empujo despacio la puerta y dejo que vea el interior de la sala.

—Esto es... —musita perplejo al entrar—. Vi la exposición anunciada. ¡Dios, tenía muchas ganas de venir! —exclama contento, con una sonrisa de felicidad que le sienta de maravilla, algo que me hace feliz a mí.

—Me lo imaginé —respondo, cerrando la puerta tras de mí al pasar.

—Era fácil atinar —comenta, mirándome, regalándome una sonrisa tan bella que me hace estremecer por un segundo.

—Cla-claro —logro decir.

Era cierto, era fácil acertar con Adán si lo llevaba a una exposición sobre la historia de la fotografía.

Verlo mirar las cámaras y fotos antiguas, las fichas o haciendo instantáneas con su teléfono a lo expuesto es maravilloso; está alegre y relajado. Me siento satisfecho; mi trabajo sirve para algo más que dar placer físico, también puedo hacerle compañía a alguien que no sabe qué hacer un día difícil para él.

Camino a su lado, escuchándolo mientras lee en voz alta las fichas y los carteles informativos de cada objeto, foto o dato histórico. Casi ni me entero de lo que va diciendo, porque me pierdo en su expresión, en su voz, en su sonrisa... Realmente me parece que es un hombre distinto de verdad; normalmente, nadie que no quiera acostarse conmigo, y conozca mi trabajo, está tan relajado o evita preguntar por mis clientes, lo qué hago y todo el tema más morboso.

—¿Te aburres? —se interesa.

—Ni mucho menos —respondo con una sonrisa tierna.

—¿De verdad? Tampoco quiero que te tragues toda la exposición si no te va.

—Me gusta —indico, aunque creo que me estoy refiriendo a otra cosa. ¿En qué estaré pensando?

Adán sonríe.

—Gracias. Esto es justo lo que necesitaba hoy. —Su gesto se vuelve triste por un segundo, y se gira para seguir leyendo una de las placas.

Quiero decirle: «No me agradezcas nada; verte sonreír es la mejor recompensa», pero sé que se lo tomaría como un intento de llevarlo al huerto.

Al final, tras dos horas y media de paseo calmado entre la historia de la fotografía, acabamos con la exposición. Salimos a la calle tras dar aviso de que nos vamos.

—Ha sido una sorpresa muy grata —dice cuando llegamos junto al coche.

—Me alegro mucho —respondo con sinceridad.

Veo como saca un sobre doblado del bolsillo interior de la americana.

—Bueno...

—¿No te apetece ir a cenar? —interrumpo, más nervioso de lo que debería haber mostrado.

Adán niega con la cabeza y una sonrisa más apagada.

—No podría pagar tanto.

—Podemos arreglar el precio.

—Agradezco mucho tus esfuerzos —dice con mirada triste—, de verdad que sí, pero no me gusta aprovecharme de la compasión de la gente.

—No es...

—Déjalo —pide amablemente, pero sin querer escucharme—. Sé que mi situación despierta la necesidad de los demás de ser cordiales y todo eso, pero no es necesario.

Me tiende el sobre y lo acepto, sintiéndome mal.

—Cuatrocientos —dice, indicándome la cantidad que me está pagando.

—Te dije cien por hora.

—La propina.

—Es demasiado, no quedamos en eso —replico; estoy disconforme, pero él se encoge de hombros.

—Gracias por todo. —Da un par de pasos atrás.

—¿Te llevo? —me ofrezco, sintiendo que si se va no volveré a verlo.

—No será necesario; me gusta pasear.

Sus ojos vuelven a brillar tristes. Su sonrisa vuelve a ocultar su pesar.

No quiero que se vaya. ¿Por qué?

—Entonces... —No quiero acabar la frase y despedirme.

—Adiós. —Alza la mano a modo de saludo.

—Adiós... —respondo con el corazón encogido.

Adán se da la vuelta y se aleja.

«¡Hazlo!», me exijo, y alzo la voz para decirle:

—Para lo que sea, puedes volver a llamarme.

Él sólo levanta la mano para indicar que me ha oído, pero nada más.

Me meto en el coche cuando ya no lo veo. Me quedo sentado, pensando en lo idiota que estoy siendo, reprochándome que no esté separando lo profesional de lo personal.

Necesito ir a ver a Mama Rose, así que arranco y voy al La vie en Rose, esperando que me ponga en vereda como sólo ella sabe hacer.

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