Capítulo 54

Adán


He salido a comer con Fran, pero después de ver al hombre de apariencia sospechosa, siento que debería volver y comprobar que Mikhail esté bien, porque la cara que tenía... Algo va mal.

—¿Qué pasa? —pregunta Fran, que me acaricia la espalda.

—El tipo que estaba en el piso...

—Tenía pintas de mafioso, ¿no crees?

—Sí... Me pregunto si ese tipo era Julio.

—Ese es al que le debía dinero, ¿no?

—Ajá... Y si era él...

—Seguro que no pasa nada. Quizá ha ido a preguntarle o contarle algo sobre André.

—No sé... Misha dijo que Julio no se pondría en contacto con él cuando «hablara» con André. Tengo la sensación de que algo no va bien.

—Podría ser porque estás cansado y triste. Has pasado por mucho en poco tiempo, así que es normal que tengas las alarmas disparadas. Cuando volvamos, le preguntas y ya. Verás que no es nada.

Asiento sin estar convencido, pero le doy la razón en que estoy muy sensible desde hace semanas; todo me pesa y preocupa más.

—Después de comer, ¿qué te apetece hacer? —pregunta para cambiar de tema.

—No mucho, la verdad.

—¿Prefieres volver con Mikhail?

—No es eso.

—No me ofendería. —Sonríe con cariño, esperando a que le diga que quiero volver con mi amado.

—Lo sé, pero no es eso.

—Va bien con él, ¿verdad?

—Sí, claro. ¿Por qué lo preguntas?

—Por nada en concreto; sólo quiero asegurarme de que estás bien. Él parece estar encantado contigo, y eso me deja muy tranquilo. Pero tú, con todo lo que ha pasado... Sólo espero que no estés agobiado o...

—La verdad es que siento mucho que Misha tenga un principio de relación tan complicado. Pienso en que no hemos podido hacer lo que se hace al empezar, y que todo ha sido un maldito caos.

—¿Te arrepientes de estar con él?

—No. Tengo claro que es un hombre con el que vale la pena estar. Lo único es que... No sé... ¿Y si se cansa de todo esto? Me da miedo que se agobie y...

—¿Quieres saber qué pienso?

—Dime.

—Creo que Mikhail ha aguantado muchas mierdas, así que dudo que, por unos altibajos, se canse de tener al lado a un hombre que le hace sonreír cada día. Además, mañana te mudarás, así que, después de que todo vuelva a su sitio, podréis empezar a actuar como una pareja común. En cuanto llevéis un par de citas, verás las cosas con otros ojos.

Asiento y sonrío algo más relajado. Aun así, no puedo dejar de pensar en el hombre que había en casa de Mikhail.

—Por cierto —le digo al caer en algo.

—¿Sí?

—Bueno, mañana me mudo, pero la cosa es que está todo patas arriba. ¿Te importaría venir el fin de semana que viene a ayudarme?

—Claro. Podemos ir todos y hacer una pequeña fiestecita de inauguración.

—Mm... Eso no... Aún no.

—¿No te apetece?

—Es que no estaríamos to... —Callo al no poder ni reconocer que José ya no está.

—Lo dejaremos para más adelante.

El sonido de su móvil rompe el triste momento. Fran responde.

—Hola, preciosa. ¿Necesitas algo?... ¿Ahora?... Sí, claro. Ahora se lo digo, que está aquí conmigo... Vale... Hasta ahora. Besos.

—¿Quién era? —pregunto cuando cuelga.

—Sam. Quiere que vayamos a verla.

—No puedo...

—Me ha pedido que te lleve.

—Pe-pero...

—Sé que quieres decirme que es por tu culpa que se haya quedado sin José, pero no es así, y ella lo sabe, y no te culpa. Nadie te culpa.

—Yo me culpo —digo con el corazón encogido.

—Ya, y es algo que no puedo solucionar, eso depende de ti. Pero aquí me tienes para decirte que tú no tienes culpa de nada.

—Gracias...

—¿Nos vamos?

—Sí —digo inquieto.

Paga la cuenta, porque insiste en invitarme, y nos vamos. De camino a casa de Samanta, Fran va hablando, pero yo estoy bastante distraído; estoy aterrado. No la he visto desde que nos despedimos de José, y casi no me acerqué a ella, porque me sentía tremendamente mal y muy culpable, cosa que no ha cambiado mucho.

Mi matrimonio ha acabado por afectar a todos mis conocidos, ¿cómo se supera algo así? Yo decidí casarme con Borja, y eso ha acabado con José en el cementerio. Esto es algo que me acompañará el resto de mi vida, y ni Fran ni nadie podrá borrarme esta sensación de vacío y oscuridad que se ha formado dentro de mí.

Llegamos ante la pequeña casa adosada y Fran aparca. Yo empiezo a temblar y a respirar con dificultad.

—Eh... —Me coge la mano y aprieta con cariño—. Respira despacio. Estoy aquí.

Tardo un poco en relajarme, pero Fran no deja de darme su cariño y apoyo, así que, cuando logro salir, lo tengo pegado a mí, asegurándose de que no me voy a ir al suelo.

Llama al timbre. Samanta no tarda en abrir. Se le ve cara de cansancio.

—Has conseguido que venga —exclama nada más verme, acercándose para darme un abrazo, pero me aparto sin pensar.

—Está nervioso —apunta Fran, que me acaricia la espalda.

—Ya... Pero me apetece un abrazo. —Me mira a la espera.

—Perdona. —Respiro hondo y le concedo el deseo.

—Me alegro muchísimo de verte —me dice, apretándome con fuerza. Nos separamos y se aparta de la puerta—. Anda, pasad.

Acabamos en el salón. Samanta nos trae café y charlamos un rato de trivialidades. Luego me pregunta por las cosas con Mikhail, por la mudanza y por si necesito algo. Mis respuestas son escuetas, porque no me siento con ánimos para nada, ni para hablar, y menos con ella; encima que ha perdido a José por mi culpa, lo último que quiero es que se preocupe por mí.

—No está muy hablador, ¿eh? —comenta Samanta, lamentando mi estado.

—No mucho.

—Bueno, pues yo sí tengo ganas de hablar, y tengo algo muy importante que contaros.

—Son buenas noticias, ¿verdad? —pregunta Fran, que tampoco está para aguantar mucho más.

—Sí, lo son, o eso espero, porque si no os alegra...

—Di, venga, que no aguanto más —pide Fran impaciente.

Samanta se lleva las manos al vientre y suspira. No necesitamos más.

—¿Es... cierto? —pregunto sin saber cómo reaccionar.

—¡Ay, Dios! —Fran se levanta y va a abrazarla—. ¡Madre mía! ¡Enhorabuena!

Después de que Fran y ella comenten la noticia, se vuelven a sentar calmados.

—Adán... —me llama ella con cariño—. ¿No me vas a decir nada?

—No sé... —Sólo siento ganas de llorar.

En mi cabeza se ha cruzado la idea de que he dejado a Samanta sola para tener al bebé y que a la criatura la he dejado huérfana de padre.

Me agobio mucho, tanto que he de salir de la casa corriendo. Antes de darme cuenta, ya tengo a Fran encima, abrazándome, meciéndome y susurrándome para intentar hacerme sentir mejor, pero es imposible que todo ese dolor y tristeza desaparezcan.

Samanta sale, me acaricia la nuca y me da un beso sobre los cabellos.

—Es triste, lo sé, pero piensa que parte de él se ha quedado con nosotros. Así que, ya que no podemos cambiar lo que ha pasado, ¿por qué no le damos a su peque todo lo que tenemos? Hagamos que conozca a su padre a través de todo lo que nos dio.

Acabamos abrazados, llorando, dejando salir todo lo que nos está comiendo por dentro. La tristeza pesa mucho, demasiado, pero cuando estamos juntos se hace algo más liviana.

De algún modo, en algún momento, he acabado pensando en que, si José nos protegió a todos, ahora es nuestro turno de proteger lo que nos ha dejado.

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