Capítulo 32

Adán


La alarma del despertador suena, retumbando en mi cabeza. Gruño molesto. Paro el sonido infernal. «¡Dios!», exclamo al sentir las punzadas en las sienes. Aún no sé ni dónde estoy.

Alguien llama a la puerta.

—Adán, levanta, va —dice Pedro, uno de mis compañeros—. Que tenemos curro después de comer.

—¡Voy! —respondo, quejándome del dolor; «¿Por qué bebería tanto? Qué resaca, por favor...».

Me levanto como un zombi. Me visto y aseo, esperando espabilar un poco. Antes de salir busco mi teléfono.

—Puta... Está bajo el agua —musito con enfado—. ¡Mierda! —exclamo, amartillándome la cabeza por el grito—. Oh... Mikhail, ¿cómo se me olvidó llamarle? Soy lo peor...

Suspiro resignado y salgo. Todos esperan ya en el comedor del hotel.

—Ya era hora —exclama Ainhoa, que sonríe divertida—. Me da que estás mayor para beber tanto.

—O que tú tienes mucho aguante —espeta Pedro entre risas.

—No soy una alcohólica —responde con falso enfado.

—Tampoco soy tan viejo —mascullo con malestar; «Paso de los treinta, pero debería aguantar mejor».

—Va, siéntate, que tenemos que comer —indica André, apartando la silla de su lado.

—Tengo que hacer una llamada antes.

—Te dejo mi teléfono. —Sonríe, poniéndome nervioso.

—Gracias, pero no quiero aprovecharme de...

—No seas tonto, anda; entre amigos no es aprovecharse.

—Mm... —Quiero negarme, pero ya no sé qué más decir.

—Ten y déjate de darle vueltas —espeta Lola, sacando un teléfono del bolsillo.

—¿Qué...? —susurro perplejo.

—Vamos, llama y vuelve, que tenemos que irnos pronto —insiste paciente.

—Gra-gracias —digo antes de alejarme; «Lola, me has salvado la vida», me digo aliviado.

Llamo a Fran, ya que sólo me sé su número, el de Yago y el de José.

—«¿Diga?».

—Soy yo.

—«Ya te has cargado el móvil» —espeta ente risas.

—Sí, pero fue porque me empujaron; no ha sido por mi culpa.

—«¿Qué ha pasado esta vez?».

—Un chaval me dio un empujón y el teléfono acabó en el río.

Fran estalla en carcajadas.

—«Eso sólo te pasa a ti» —logra decir.

—Ya, bueno, necesito que me hagas un favor.

—Dime.

—Búscame el teléfono de Mikhail, por favor.

—«Vale, un segundo». —Oigo como trastea algo al otro lado—. «Tenemos un problema; la web está cerrada».

—¡Mierda! «Si ha dejado el trabajo, es normal que eso sea lo primero que quite».

—«¿Quieres que le avise o...?».

—Adán, la comida —me dicen al fondo.

—No, da igual, ya me apañaré. Tengo que colgar.

—«Pero...».

—Gracias. Ya hablaremos.

Cuelgo y le devuelvo el terminal a Lola, que me mira curiosa.

—¿Todo bien por casa? —pregunta, escrutándome con la mirada.

—Sí; tenía que avisar a Fran de que estoy sin teléfono, nada más. —Miento, logrando que André deje de poner la oreja.

—Se habrá reído de ti —comenta Lola, que intenta mantenerse seria, pero se le asoma un resquicio de sonrisa.

Sonrío resignado.

—La verdad es que sí. Luego iré a mirar un móvil de prepago, aunque sea. «No puedo estar sin uno, quiero hablar con Mikhail de una puñetera vez».

—Suerte que con la cámara no tienes tan mala pata —se mofa Ainhoa con sonrisa dulce.

—Ya, bueno, mejor no llamemos al mal tiempo. —Temo que algo más pase, ya que las desgracias nunca llegan solas.

Nos ponemos a comer. Luego toca trabajar.

Pese a que André no tiene nada que hacer propiamente dicho en París, se apuntó al viaje porque podía pagarlo y porque Ainhoa y Miriam, las dos chicas del grupo, le insistieron en que se apuntara para tener un guía nativo de confianza y gratis. Por ello, porque está con nosotros todo el día, tengo la sensación de que no deja de observarme mientras curro. De vez en cuando, viene a hablar conmigo, pero me mantengo tan distante como me es posible sin levantar sospechas de que no me fío de él.

Casi al final de la sesión, se acerca Lola, que ya ha acabado de revisar la entrevista.

—Adán —dice, tendiéndome un papel.

—¿Qué es? —pregunto perdido.

—Fran me ha llamado para darte el número de un tal Mikhail.

Me estremezco. André me mira fijamente.

—Gra-gracias —respondo cuando logro articular palabra; «¡Mierda! Justo tenía que liármela de esta manera», pienso sin desdibujar una sonrisa inquieta.

—Eres un desastre —me reprocha Lola.

—¿Eh?

—Si tenías un trabajo con ese tipo, ¿cómo se te ocurre venirte de viaje sin avisarle?

—¿Qué...? Oh, sí —exclamo, viendo una salida «¡Gracias Fran por contarle una milonga!»; André sigue atento, demasiado—. Se me olvidó que tenía que mandarle unas fotos.

—Qué cabeza... Así te iría de ir por libre... Ya veo que, si no me tienes encima, no cumples los encargos. Anda, sigue con el trabajo, que ya casi es hora de cenar.

—Sí. Gracias por lo del número.

Lola se va. Siento que André arde al cruzar la mirada un segundo con la de él; «¿Qué cojones pasa con él y Mikhail? Porque es obvio que no le ha hecho gracia», pienso con angustia.

Intento centrarme y currar. Aun así, me parece poder sentir las malas vibraciones que desprende. Está tan mosqueado que no se ha acercado para nada más.

Hemos vuelto al hotel. Tengo muchas ganas de subir a mi habitación y llamar a Mikhail.

—Adán —me llama André, tirando de mí, llevándome hacia los ascensores.

—¿Qué pasa? —pregunto inquieto, intentando zafarme, pero aprieta bastante, tanto que me hace daño.

Me mete en el ascensor y cierra; quiere que estemos solos. Sin decirme nada, me acorrala contra la pared y me besa.

—Mm... —gruño, empujándolo, pero no logro apartarlo.

Siento como sus manos se clavan con demasiada fuerza en mis brazos. Ni siquiera puedo respirar hasta que se aparta.

—¡¿Se puede saber qué haces?! —exclamo con rabia—. ¡¿De qué coño vas?!

—Si eres capaz de hacerlo con un puto, eres capaz de hacerlo conmigo, ¿no? —dice completamente serio, con un tono frío y sombrío.

—¿De qué cojones hablas?

—Te has acostado con Mikhail.

—No, y aunque así fuera, ¿qué te importa a ti? Es mi jodida vida.

—Hazlo conmigo. —Me empuja contra la pared de nuevo, agarrándome de los hombros con mucha fuerza.

—¡No!

—Si te han pasado el teléfono de Mikhail es por algo.

—Es por trabajo; quería unas fotos, ya lo sabes.

—Entonces, prométeme que no te has encaprichado del puto ese.

—Menuda gilipollez —gruño, sintiendo que cada vez me hace más daño, así que le doy un empujón, pero sigo sin zafarme—. No, claro que no me he encaprichado.

—Así que no sientes nada por ese tío, ¿verdad?

—Te aseguro que no me he enamorado de ningún «puto».

André me suelta y se aparta, bufando media sonrisa, algo que me eriza el cuerpo entero.

Las puertas se abren. Se aparta, dándome paso. Salgo raudo y asustado. Lo miro, pero ninguno de los dos decimos nada. André le da al botón, y el ascensor se cierra.

Me quedo temblando en el pasillo unos segundos. Su mirada, su fuerza... Tengo claro que André le hizo daño a Mikhail, que ese hombre no es lo que aparenta.

—Mi-Mikhail —pienso angustiado, yendo a la habitación a trompicones, porque las piernas apenas me sujetan. Al llegar y cerrar tras de mí, me siento más seguro.

Me tomo un par de minutos para respirar y calmarme. Entonces voy a la mesilla, cojo el teléfono y saco el papel con el número; me cuesta marcar con la mano temblorosa. Cuando oigo el tono, siento que por fin podré oír a Mikhail, pero no contesta. Salta el buzón de voz. Cuelgo. Llamo. No hay respuesta. Oigo el buzón de nuevo. Cuelgo.

—¡Cógelo ya! —imploro, atacado por los nervios; «Necesito hablar contigo; necesito oír tu voz».

—«¿Sí?» —dice al otro lado.

—Mikhail... Dios, por fin...

—«¿Qué cojones quieres?» —pregunta con rabia.

—¿Qué...? —Me ha dejado atónito—. ¿Por qué me hablas así? ¿Qué pasa?

—«¡Me hiciste creer en ti!» —espeta con ira.

—Pero ¡¿qué pasa?!

—«¡Si la realidad es que no puedes enamorarte de un puto, ¿por qué me diste esperanzas?!».

Me congelo. Caigo de lleno; «André... me ha tendido una trampa».

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