Capítulo 11
Mikhail
Adán se ha ido con prisas; le habría dicho de ver las fotos o tomar algo para agradecerle el que pierda parte de un domingo por trabajar, pero no he podido al verlo tan inquieto. Lamento mucho que haya sido él el que viniera a hacer la sesión de fotos, porque verme en esa tesitura, cuando aún recuerda aquello que ya no tiene... No puedo ni imaginarme lo difícil que debe de haber sido.
Salgo del hotel y me voy a ver a Mama Rose; no puedo hacer otra cosa. He sentido algo antes, o no, no lo sé claramente, quizá sólo es que con él dejo de ser el «puto» y puedo ser una persona más.
—Misha, bonito, ¿estás bien? —pregunta Mama Rose.
Estoy en la barra, sentado en el taburete de la esquina, con una copa de vino enfrente y la mente en otro mundo.
—No sé...
—Quizá deberías hablar con ese hombre —opina sin apartar la mirada escrutadora que me tiene enfilado.
—¿Y qué le digo? —pregunto resignado—. Es tontería; él tiene a alguien en su corazón, y yo sólo soy un...
—Eres maravilloso —sentencia, viendo por dónde voy—. Tu trabajo no quiere decir que seas un mal hombre, ni una pareja infiel, ni nada de eso que sé qué piensas, aunque no lo digas.
—Da igual —suspiro cansado—, no voy a tener nada con él, y menos trabajaría y tendría pareja. No soy su hombre...
—Misha, cariño... No puedes rendirte así.
—No es rendirme, es la jodida realidad: soy lo que soy, y ningún hombre a mi lado se merece imaginarme con otros mientras... No, es imposible.
—No eres tu trabajo, querido —remarca con intensidad—. Odio que te encasilles de ese modo. Eres una persona buena, inteligente, trabajadora, generosa... Eres mucho, pero nunca serás tu oficio.
—Ni él está preparado para algo así, ni yo tampoco.
—Espero que seas capaz de ver las señales que te manda el universo.
—Sabes que no creo en esas cosas.
—Ya, ya... Algún día me darás la razón en eso, como has ido haciendo en todo lo demás —sentencia presuntuosa, pero acaba por sonreírme con cariño.
—Sí, puede ser que sí...
—Y ya que estamos con ese hombre; es buen fotógrafo, ¿no?
—Sí, ¿por?
—Había pensado en renovar las fotos del local; los nuevos artistas no están aún incluidos, y también quiero cambiar la publicidad y anunciar los nuevos espectáculos.
—Claro... —La miro viendo su plan de lejos.
—Vale, sí, quiero conocerle —reconoce como la diva divina que es—. Pero lo de las fotos es verdad también; que yo no dejo todo pasado de moda como otros.
—Touché —digo risueño—. Ya te pasaré el número y...
—Mejor le invitas a venir y le dices que quiero hablar con él —propone con esa mirada de maquinar algo que no puede disimular—. Tú sabes tus horarios y tus citas, y así estás con él un rato.
—Mama Rose... —reprocho con cariño.
—¡Chitón, niño! A mí se me obedece, ¿okey?
—Okey.
—¡Oh, mira! —dice, dirigiendo la vista al fondo.
Me giro y no veo nada.
—¿Qué? —pregunto escrutando el local.
—El chico rubio y delgado que acaba de entrar, es al que le enseñé tu perfil y me recomendó al fotógrafo —cuenta antes de ir a recibirlo.
La veo tendiéndole la mano; es una dama de beso en mano. Habla con él y se acercan.
—Este es mi niño querido —dice Mama Rose con orgullo—, Mikhail.
—Encantado —digo con mi tono de galán, sonriendo coqueto.
—Él es André —lo presenta Mama Rose.
—Es un placer —saluda con una sonrisa de satisfacción, supongo que por conocerme—. Aún no he hablado con Adán, pero espero que la sesión haya ido bien.
—Sí, mucho —logro decir sin perder la compostura.
—El fotógrafo era otro —cuenta, tomando asiento a mi lado—, pero me ha fallado y he tenido que pedírselo a Adán; no es fotógrafo erótico, así que temía que fuera un apuro para él.
—Ha sido muy profesional —apunto sincero, porque, pese a su problema personal, se ha mantenido muy bien en su lugar.
Mama Rose le sirve una copa, pero pronto desaparece porque la llama Tía Amber. Ya me toca estar con un cliente sin trabajar, lo odio porque esto no me lo pagan.
—Tenía muchas ganas de conocerte —dice, pasando a un tono más caliente, llevando la mano a mi pierna—. He tenido demasiado curro este último mes, y tengo muchas ganas de «desfogar».
—Ahora mismo estoy de descanso —apunto, alzando la copa y dando un trago al vino.
—Te pago el triple por ser fuera de tu agenda.
Odio ceder, pero quiero ese dinero.
—¿Dónde?
—Tengo el coche en un rincón oscuro y apartado del aparcamiento.
Qué asco me da mi vida a veces; ni el domingo puedo respirar.
Me tomo lo que queda de vino y le indico que cuando quiera. Así que él deja su copa y nos vamos a la calle. El estacionamiento está detrás del local; es un edificio de varias plantas que está muy tranquilo a esas horas, ya que los que aparcan ahí están viendo los espectáculos de La vie en Rose, del teatro que hay un poco más arriba de la calle o andan por algún local de copas cercano.
Me lleva, como ha dicho, a un rincón apartado y bastante oscuro; alguien de mantenimiento no ha cambiado las luces y este cliente lo va a aprovechar.
—¿Atrás? —pregunta mientras abre el coche con el mando de la llave.
—Más cómodo, ¿no? —digo con una sonrisa que oculta el tedio de mi ser.
Subimos al vehículo. No tarda nada en empezar a acariciarme la pierna y a besarme el cuello.
—Nada de besos en los labios —apunto cuando veo que se acerca a ellos.
—¿Por qué no? —pregunta lastimero.
—No me gusta compartir saliva —respondo, pensando en que a saber qué se ha metido antes en la boca.
—Está bien. Qué remedio...
Vuelve a los besos en el cuello y sube la mano por mi pierna, llegando a mi bragueta. No sé si puedo ponerme a tono, porque no estoy centrado. «Vamos... Tienes que cumplir», me digo, así que hago algo muy impropio de mí; me imagino a Adán; hoy estaba excitado, fue fácil saberlo al ver el bulto de su pantalón; «¿Cómo será al desnudo? Tenía un buen tamaño», pienso para calentarme, y lo consigo.
André empieza a quitarse la ropa y le sigo.
—¿Llevas condones? —pregunta—, porque tengo en la guantera, y lubricante.
—Siempre llevo protección —apunto, pero le invito a que coja lo segundo.
Cuando ha cogido el bote de la guantera, se acomoda sobre mí. Mira nuestros penes juntos y suspira, relamiéndose.
Me pongo el preservativo y le invito que me diga qué quiere hacer.
—Cabalgarte —dice sonriente y llevándose la mano a la nuca, mientras que con la otra acaricia su pecho—. Estás para comerte.
No le doy conversación, ¿para qué? Mi idea es no perder la erección, así que sigo con Adán en la cabeza, con su miembro erecto, con su voz penetrante clavándose en mí; oigo unos gemidos que nunca escuché, y me estremezco al sentir unas caricias que él nunca me dio.
Mis manos agarran el culo de André con fuerza mientras él se lubrica la zona, al final no puedo resistirme a meter mis dedos en su ano, porque no es el suyo, es el de Adán en mi cabeza. Juego con él hasta que la dilatación es suficiente como para penetrarlo.
Gruño al sentir como entro en su interior. André gime perdido en el placer, pero más perdido estoy yo que le pongo un rostro que no es el suyo.
Mis manos vuelven a apretar sus nalgas, y las separo para abrirle el trasero. Tiro de él, suplicándole que se mueva, que me deleite con lo que tiene.
André se mueve, subiendo y bajando para sentir como mi falo sale casi por completo y vuelve a entrar todo lo largo que es. Una y otra vez. Despacio. Disfrutándolo. Hasta que, poco a poco, el placer nos puede, y queremos más. Yo muevo mis caderas, deseando darle más duro, deseando perderme en su interior y que se lleve todo lo que soy. Él se mece más rápido, ahora de adelante atrás, haciendo que mi pene le baile dentro.
Gemimos, gruñimos, suspiramos... Estamos compenetrados en una ilusión.
André lleva una mano entre los cabellos y la otra a la nuca, cierra los ojos y sigue, como él ha dicho, cabalgándome.
Yo, que estoy pensando en Adán, pongo la palma sobre su pecho y lo acaricio, para luego recrearme en su pezón derecho, tirando sutil, apretando con delicadeza. Mi otra extremidad, traviesa y lujuriosa, está masturbando con energía a ese Adán imaginario que vive en mi cabeza.
—Mon Dieu! —exclama excitado, moviéndose con más ganas.
Los dos gemimos con más fuerza, sintiendo que todo está llegando a su fin.
—Sí... Sí... Así... No pares —suplico con los ojos cerrados, soñando con el hombre al que no puedo tener.
—Me voy —suspira André casi sin voz—. Me corro... Dieu... Ya... Oh... Oh...
Siento el calor, la humedad y el espesor de su esperma por mi mano y parte del torso.
—No pares —imploro, sintiendo que ahora me toca a mí—. Sigue... Sigue...
Son unos segundos lo que tardo en culminar. Y sólo pienso en un nombre mientras me tenso, mientras mi miembro reacciona con espasmos al dejar salir el orgasmo en forma de semen; «Adán... Oh, Adán...».
Esta noche, tras asearme como he podido tanto en el coche con toallas húmedas de André, como en el servicio de La vie en Rose, vuelvo a casa sintiéndome más vacío que nunca, sintiendo que estoy perdiendo la batalla contra mis deseos, que están empujando a la razón y a la necesidad fuera de mi ser, abriéndose paso con fuerza hacia mi corazón.
—No puedo hacerlo —me digo en la ducha, deseando que el agua se lleve cada pensamiento que hay dentro de mí por Adán—. No puedo... —gruño con ganas de llorar.
La soledad me invade, se hace dueña de mí. Quiero una vida junto a alguien, pero es una vida que ahora no me puedo permitir.
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