Capítulo 9
Llevaba un buen tiempo sin pasarme por la mueblería de mis padres. Tal vez un par de años, si no más. Esa mañana, al entrar, el delicioso aroma a cuero y a madera barnizada me devolvió a mi niñez, a los días en los que jugaba con la viruta mientras miraba fascinado las creaciones de papá.
Al final decidí dejar de ser un testarudo y aceptar su oferta. Mamá terminó de convencerme cuando me dijo que realmente estaban pensando en contratar a alguien durante cuatro horas por día durante la semana, y que llevaban un tiempo queriendo ofrecerme la oportunidad.
—Tu madre nos envió donas. Estaba tan feliz de que aceptaras el empleo que se puso a cocinarlas anoche.
Papá me extendió la bolsa de papel que contenía las deliciosas donas glaseadas de mamá.
A pesar de que siempre me llevé bien con mi padre, sabía que él era muy exigente en cuanto a su trabajo. Por esa misma razón es que nunca quiso contratar a alguien externo a su propia familia. Yo sabía que tenía muchísimas cosas que aprender de él, porque papá era brillante y no solo con sus trabajos de carpintería; también sabía muy bien cómo llevar adelante un negocio.
Engullí la primer dona glaseada, y cuando el sabor dulce inundó mi boca, mi teléfono sonó dentro del bolsillo de mis pantalones.
—Buenos días, caramelo de fresa. Te deseo un excelente primer día de trabajo. Usa tus encantos de niño bonito para vender mucho, te amo.
El audio de Samuel se escuchó por todo el lugar. Papá sonrió enternecido y yo casi acabo escondido dentro de algún armario.
—Envíale saludos a Sami "caramelito de fresa" —dijo a modo de burla.
—¡Nunca me llama así! —traté de excusarme, pero solo conseguí que mi padre soltara otra carcajada.
Mis primeras cuatro horas de trabajo no fueron para nada tediosas. Papá no solo vendía muebles, también adornos hechos en madera con detalles en piedra que llamaban mucho la atención de quienes pasaban frente a nuestra tienda.
Cuando terminé mi turno, me despedí con pesar de él y verifiqué la hora antes de tomar el autobús hacia la universidad. Los viernes eran días ligeros, ya que solo tenía dos horas de diseño gráfico, y como era una materia que me gustaba un montón, el tiempo se me pasaba volando.
Al finalizar mis clases. mientras caminaba de vuelta hacia la parada del autobús, saqué mi teléfono para escribirle a Samuel, y en ese momento, me entró una llamada suya.
—Justo estaba por escribirte —comenté, luego de saludarlo.
—Tessa y yo estamos en la parada del autobús —comenzó. Podía escuchar el ruido de los vehículos de fondo —. No quise decirle nada a mis padres para que fuera una sorpresa, pero luego recordé que soy ciego y bueno, ya sabes... perdí un poco el rumbo cuando llegamos. ¿Podrías venir a recogerme?
Sin darme cuenta, había pasado de largo la parada del autobús. Empecé a caminar rápidamente mientras sostenía el teléfono contra mi oreja.
—¿¡Te volviste loco!? —exclamé—. ¿Cuánto tiempo llevas ahí?
—Como una hora. Sabía que estabas en clase, por eso no te llamé antes.
A esas alturas ya estaba corriendo por la vereda. Miré hacia los lados en busca de un taxi, y cuando vi uno a lo lejos, prácticamente me paré en medio de la calle para detenerlo.
—Quédate ahí, no te muevas. Voy a buscarte ahora mismo.
No era la primera vez que Samuel hacía locuras para sorprenderme, y sabía que tampoco sería la última. Pero a pesar de conocer perfectamente su personalidad aventurera, nunca podía evitar aterrarme al enterarme de que hacía cosas peligrosas como esta.
Cuando por fin estuvo seguro dentro del taxi, tuvo que soportar mi sermón hasta que llegamos. Pasamos primero por su casa antes de llegar a la mía porque quería dejar su equipaje y saludar a sus padres, quienes parecían incluso más aterrados que yo cuando se enteraron de las hazañas de su hijo. Cenamos juntos en compañía de los señores Colman, y luego de sacar algo de ropa de su mochila, nos fuimos a mi casa.
—Mis padres están en la mueblería —le comenté, mientras lo guiaba escaleras arriba—. Me dijeron que iban a llegar un poco más tarde porque estaban viendo algunos asuntos financieros.
—Genial.
Noté una chispa de picardía en su voz y no pude evitar ponerme nervioso. Llegamos a mi habitación y Tessa tomó lugar de inmediato en su rinconcito de siempre. Samuel revolvió su mochila en busca de sus croquetas, y luego, se dirigió hacia mí, que estaba de pie a sus espaldas.
—Duchémonos juntos —propuso —así entramos en calor.
Sentí que la sangre se me me había ido hasta la punta de los pies. Samuel ni siquiera esperó mi respuesta. Comenzó a desvestirse delante de mis narices sin ninguna mesura. Yo solo me quedé parado allí, mirando cómo sus prendas iban cayendo una a una al suelo. Solo le quedó la ropa interior. Vi su torso desnudo antes, su piel pálida con algunos lunares y su estructura menuda, de pocos músculos. También conocía sus piernas. Sus muslos delgados, con vellos tan claros que apenas se notaban. Lo vi muchísimas veces en ropa interior, pero nunca fuimos más allá de eso. Y aunque él no pudiera verme, yo no era capaz de desnudarme delante de él.
—Me estoy congelando —dijo, abrazándose a sí mismo.
Sentí que sus palabras fueron como una bofetada que me trajo de vuelta a mi propia habitación. Estiré la mano con prisa para tomar su antebrazo y guiarlo hasta el baño.
—Métete tú primero, luego voy yo —dije, sentándome en el inodoro.
—¿No sabes lo que significa "ducharse juntos"?
Me jaló del brazo para ponerme de pie, y tiró de mi camiseta para quitármela. Me pareció tierno que tuviese que ponerse en puntillas para poder hacerlo. Sus manos frías recorrieron mi pecho y buscaron mis pantalones. Tragué saliva cuando la prenda se deslizó por mis piernas y acabó en el suelo. Sentí el corazón retumbándome en el pecho. Comencé a temblar a pesar de que mi cuerpo estaba templado.
—Haces que me sienta un flacucho cuando toco tus músculos —comentó.
—Estás bien... —contesté en un hilo de voz.
Giré el grifo para comenzar a llenar la bañera con agua caliente. Samuel se balanceaba sobre sus piernas como un niño pequeño. Tenía la piel erizada por el frío, y las mejillas un tanto enrojecidas. Me preguntaba si él también sentía algo de vergüenza. Nos metimos juntos a la bañera, ambos con la ropa interior puesta. Samuel llevó sus rodillas al pecho y se abrazó a sí mismo cuando el agua caliente lamió su piel fría.
—¿Me puedo quitar la ropa interior? —preguntó.
Ante mi silencio, él solo lo hizo. Sus interiores se deslizaron por sus piernas y antes de tirarlos fuera de la bañera, los escurrió. Luego, estiró las manos para encontrar mi rostro.
—Puedes mirar, Eli.
Exhalé un suspiro pesado cuando sentí que me faltaba el aire. Desde luego que había mirado, y me sentía un completo descarado por hacerlo, pero simplemente fue algo inevitable. Samuel me parecía un chico hermoso en todos los sentidos, la parte física no perdía mérito alguno.
—Estoy... Yo ya...
Un poco de agua se derramó fuera de la bañera cuando Samuel se deslizó hacia mí para rodearme el cuello con los brazos. Su piel desnuda y entibiada por el agua caliente acarició la mía, y aquel contacto me resultó casi glorioso. Buscó mi boca para besarme y casi por instinto mis manos atraparon su cintura y se deslizaron tímidamente hacia sus glúteos. No supe en qué momento el beso se hizo más y más profundo. Samuel se las había ingeniado para sentarse sobre mis piernas y rodear mi cintura con las suyas. Ya no me importaba que el agua se estuviese derramando y mojando nuestra ropa y la alfombra, solo quería disfrutar de aquel momento hasta que mi vergüenza me lo permitiera.
—Sería un poco incómodo que nuestra primera vez fuera en una bañera —dijo sobre mi boca, un poco agitado. Sus labios enrojecidos se curvaron en una sonrisa pícara —. ¿Cómo te sientes? ¿fui demasiado impulsivo?
—¡En absoluto! Estoy... estoy bien —contesté, luego de tragar saliva.
Mentiría si dijera que los nervios no estaban acabando conmigo. Probablemente Samuel lo sabía por más que yo intentase ocultarlo con todas mis fuerzas. Aunque no fuera capaz de verme, él podía sentirme mejor que nadie, incluso pudo notar que me puse un poco tenso cuando intentó quitarme la ropa interior.
—Paremos aquí —dijo, luego de regalarme otro beso en los labios. Se alejó de mí y se giró para sentarse entre mis piernas, pero esta vez, dándome la espalda —Vamos a tener que limpiar este desastre antes de que lleguen tus padres.
Me detuve contando los lunares en su espalda. Pasé las yemas de mis dedos por cada uno de ellos, y noté que Samuel se estremeció ante el contacto. Sabía que era muy cosquilludo.
A pesar de ser muy espontáneo y lanzado, él también era extremadamente comprensivo. Podía entender cuando era momento de detenerse, y no esperaba que le dijese nada para hacerlo. Samuel era todo lo que estaba bien para mí.
Al final, yo mismo me deshice de mi ropa interior, y Samuel festejó aquella hazaña con auténtica alegría. Era un pequeño gran paso después de todo.
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