Capítulo 11
El calor se resistía a marcharse a pesar de que ya estábamos a punto de entrar en otoño. Las hojas ya estaban cayéndose de los árboles, formando colchones amarillos y naranjas en el patio trasero de mi casa. De pequeño me gustaba hacer montañas de hojas para luego saltar sobre ellas. Mi madre siempre se espantaba porque tenía miedo de que hubiese algún insecto o algo por el estilo, pero a mí no me importaba en lo absoluto.
—¿Cómo imaginas las nubes?
Lo vi cerrar sus ojos pestañudos, y por un momento sentí que estaba intentando crear una imagen en su cabeza.
—Como... un malvavisco —dijo, y de inmediato se rio—. Son blancas, ¿no? Como algunas de las rosas que tiene mamá en el jardín.
—A veces pueden ser grises, cuando hay tormenta. En realidad pueden ser de muchos colores. Parecen algodón, pero si pudiésemos tocarlas se desvanecerían entre nuestros dedos como si estuvieran hechas de humo.
—Eso suena genial...
—Oye —continué —, ¿sabías que la primera vez que te vi pensé que eras un fantasma? Los vecinos siempre dicen que en tu casa espantan. Que se escuchan ruidos durante la noche y que han visto sombras.
La risa limpia de Samuel acarició mis oídos.
—La imaginación de la gente puede crear cosas donde no las hay. Ya sabes, cuando estás asustado por algo en específico tu cerebro empieza a distorsionar la realidad. Te hace ver monstruos y sombras, pero en realidad no hay nada. Aunque debo admitir que la primera vez que entré a la casa sí la sentí un poco sombría. ¿Tú alguna vez escuchaste o viste algo?
—No que yo recuerde... Tampoco miraba mucho porque siempre estaba todo oscuro y me daba un poco de miedo.
Samuel volvió a reírse.
—¿Eres muy miedoso, ¿no?
—No... bueno, más o menos. ¿Cómo sabemos que no hay un universo paralelo en donde las almas de los muertos andan por ahí rondando?
—Es que nunca vas a saber cuando el fantasma es producto de tu imaginación o no. Si fuera real, creo que ese sería su método para esconderse de nosotros.
Me crucé de brazos, analizando lo que Samuel acababa de decirme. Tenía mucha lógica, pero eso no quitaba el hecho de que, mental o no, ver un espectro te sacaba el Jesús de la boca.
—¿Y por qué me confundiste con un fantasma? —preguntó.
—Es que te vi sentado en el fondo de tu casa y estabas inmóvil. No sé, supongo que ya entré con la idea de que el lugar estaba plagado de espectros o algo así.
—He leído algunos libros de terror, y creo que yo no me parezco mucho a un espectro —comentó entre risas.
—Obvio que no. Pero te vi a través de la ventana. Yo que sé, no me hagas mucho caso.
La brisa fresca del atardecer lamió nuestros brazos desnudos. Samuel era un chico muy friolento, así que el abrigo que había traído no fue suficiente para que dejara de temblequear.
Lo acompañé hasta su casa y lo esperé en la habitación mientras se daba una ducha para volver a templarse. Observé las piedras en el estante, los adornos en madera, los libros apilados cuidadosamente uno junto al otro, y encima de ellos la carpeta gris.
De inmediato recordé la primera vez que nos conocimos. Me sorprendía lo mucho que había aprendido en tan poco tiempo, y no me refería únicamente al braille. Samuel me enseñaba un montón de cosas todos los días, su amistad me alimentaba, me hacía bien.
Escuché sus pies descalzos en el pasillo. Tanteó la puerta semiabierta de la habitación, y yo me puse de pie para tomar su mano. Estaba tibio, sus mejillas estaban coloradas por el agua caliente, y sus pestañas aún húmedas le daban un aspecto infantil a su rostro.
—¿Quieres quedarte a dormir? Mañana nos vamos juntos al colegio.
—¿No me van a jalar los pies los fantasmas? —pregunté a modo de broma.
Samuel negó con la cabeza, esbozando una sonrisa.
—Entonces me quedo.
Era la primera vez que me quedaba a dormir en otra casa, en su casa.
Se sentó junto a mí en la cama, con el teléfono en una mano y los auriculares en la otra.
—Tengo un audiolibro de terror para enseñarte, apenas lo voy comenzando.
Me extendió uno de los auriculares y yo dudé unos momentos antes de tomarlo. Sí, era un miedoso, pero también era muy masoquista y me encantaban las cosas de terror.
Cuando el narrador comenzó a contar la historia con una voz tétrica, sentí que se me erizaban los pelitos de la nuca. Samuel mantenía una sonrisa dibujada en sus labios, como si el relato no lo asustara en lo más mínimo.
En ese momento, escuchamos un golpe seco cerca de su ventana. Levanté la vista de golpe, con el corazón palpitándome en las sienes.
—¡¿Qué fue eso?!
Justo después de hacer esa pregunta, volvimos a escuchar el golpe. No supe en qué momento mi mano acabó agarrando la de Samuel, con tanta fuerza que se quejó.
—¡Me estás estrujando los dedos!
El golpeteo se volvió a escuchar y yo, lejos de reaccionar, lo jaloneé del brazo hacia mí.
—¡Samuel! —chillé, aterrado.
—Sí, lo escucho desde hace varios días pero no sé lo que es. Creo que proviene de afuera, ¿por qué no vas a mirar?
—¡Estás loco! —exclamé, abrazándome a su brazo—. Sabías que sí espantaban y me invitaste a quedarme, ¡eres el peor amigo del mundo!
Samuel se carcajeó, y cuando escuché su risa cerca de mi oído, caí en cuenta de que prácticamente estaba encima de él.
—No te invité a quedarte por eso. De hecho, se me había olvidado lo del ruido. Mira, tal vez es Rüdiger¹ que quiere meterse por la ventana. No vas a tenerle miedo a un niño vampiro, ¿o sí?
Y de nuevo se escuchó el ruido.
Oculté mi rostro entre su hombro y su cuello, apretando los ojos con fuerza. Samuel me rodeó con el brazo, palmeándome la espalda para tratar de calmarme, pero yo estaba a otro nivel; estaba aterrado.
—Eli, ¿afuera hay viento? —preguntó con un tono suave de voz.
—¡No lo sé! No quiero mirar por la ventana.
—Los monstruos solo están en tu cabeza, Eli. Si tienes miedo va a ser peor. ¿Hay algún árbol cerca de mi ventana?
Entonces, recordé ese árbol de plátano que está justo entre medio de mi casa y la suya. Ese que en primavera me hace picar la nariz por la molesta pelusa que expulsa, la misma que mamá sale a barrer a regañadientes porque ensucia todo el patio delantero.
—Un árbol de plátano —dije con la voz temblorosa.
Samuel se removió para intentar levantarse. Yo seguía sosteniendo su mano con fuerza, así que él, como si quisiera dejarme saber que no pensaba soltarme, entrelazó sus dedos con los míos. Caminó a tientas hasta la ventana, le quitó el seguro y deslizó una de las hojas.
—Asómate —me indicó.
Tragué saliva. Mis pies no querían moverse a pesar de que les di la orden para que lo hicieran. Estaba tan asustado que todo lo que quería era salir corriendo de allí, o por lo menos seguir escondiéndome detrás de Samuel. Pero decidí que ya había pasado suficiente vergüenza, así que, muy lentamente, me asomé por la ventana y justo en ese momento, el viento azotó la rama del árbol contra la pared.
Sentí que me volvió el alma al cuerpo. Las piernas se me aflojaron tanto que casi me caigo sentado al suelo.
—Es el maldito árbol.
Samuel se rio.
—Te lo dije, los monstruos están en tu cabeza. Todo está bien, Eli.
Sentí su mano apretando suavemente la mía, y en ese momento noté que todo ese tiempo me estuvo sujetando. No sé por qué atiné a apartarla de forma brusca; quizás por la vergüenza de ser descubierto en mi estado más vulnerable, o tal vez porque su tacto me agradaba más de lo que debería.
—Sí, ya estoy bien. Vaya susto me dio ese condenado árbol.
Sentía que estaba hablando demasiado rápido.
—Yo también me asusté la primera vez —Levanté rápidamente la vista cuando escuché aquel comentario. Mi cabeza comenzó a imaginar cosas raras de inmediato, hasta que Samuel continuó hablando—. Estaba dormido como un tronco y de pronto escuché el golpe. Creí que alguien estaba intentando meterse a la casa. Ahora que ya descubrimos lo que es, le voy a pedir a mi padre que corte esa rama.
Esa noche casi no pude dormir pensando en todo lo que había pasado. En la mano de Samuel tomando la mía, en su aroma, que se quedó impregnado en mi rostro, y en su voz suave repitiéndome que los monstruos solo están en mi cabeza.
"Los monstruos solo están en mi cabeza". Dije una vez más en mi mente, y cerré los ojos para intentar dejar de darle vueltas al asunto.
. . .
¹ Rüdiger es el personaje del libro favorito de Samuel. Es un niño vampiro que se mete a la casa de Anton, el personaje principal del cuento, por la ventana.
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