Prólogo

El filo del látigo se incrustó en su espalda de forma rápida, dolorosa, formando una profunda y sangrante herida en su costado derecho que le forzó a apresurar su movimiento si es que deseaba no volver a ser herido por aquellos bárbaros y atroces hombres. Si había algo que todos los soldados Reales compartían, era su increíble crueldad y sus métodos clandestinos para obligar a los futuros esclavos a acelerar su paso por más que estuviesen muriendo por los mínimos cuidados que recibían y la casi nula agua que se les obsequiaba, sin importar la edad o sexo que presentara la persona en cuestión. Allí, los malos tratos eran igualitarios, y a ningún guardia le importaba el escuchar quejarse a los esclavos, incluso riendo por ello. En algo se debían parecer al hombre para el cual trabajaban, si no, este no los habría escogido para hacer una faena de tanta importancia como la de guiar y entrenar a los sirvientes que habitarían la corte hasta que muriesen los faraones y fuesen abandonados a su suerte, aunque algunos no vivían esa suerte y eran mandados a asesinar por no cumplir las órdenes de los faraones tal como estos querían.

—¡Camina más rápido, no tenemos todo el día para llegar a Alejandría! —exclamó uno de los guardias, alzando su mano y mostrando el látigo que sostenía para así poder mostrar a la resta del séquito lo que sucedería si no hacían caso a sus órdenes, acariciando el filo del objeto, pareciendo disfrutar de la mirada de horror que el joven herido mostraba, sabiendo que había cumplido con su deber cuando este comenzó a temblar, aterrado—. Si crees que tengo tiempo para soportar tus temblores, ¡estás muy equivocado!

Nuevamente, la punta del látigo golpeó su espalda, provocando un gran ardor en la anterior herida, pero por más que dolía como un infierno, mantuvo la boca cerrada, apretada con fuerza para así evitar darle a aquel soldado lo que quería: escucharlo gritar de dolor, pues aquello solo realzaría el poder que los guardias tenían sobre ellos y provocaría aun más abusos hacia el resto de personas que ya habían sido amenazadas antes con el arma, sobre todo los niños más pequeños que rondaban entre los cinco y los siete años. Estos, al parecer habían sido separados de sus familias por una considerable suma de oro, y servirían como esclavos de tortura para los actuales faraones, y no paraban de llorar mientras caminaban con la espalda al Sol, el cual quemaba sus blanquecinos y suaves rostros, tornándolos rojos por las lágrimas que caían por sus mejillas ante el dolor que provocaban esas torturas.

Kirishima simplemente no podía aguantar aquella visión, estaba más que harto de tener que observar los abusos de esos guardias hacia esa gente inocente, aguantando las ganas de rebelarse para poder proteger a los más débiles, sabiendo que si llegaba a hacer aquello sería ensartado al instante por los ostentosos machetes que portaban los soldados en sus túnicas de lino y que contrarrestaban con sus costosos brazaletes y sortijas que portaban con mucho orgullo, demostrando que estaban satisfechos de poder trabajar al servicio del actual faraón, hecho que asqueaba por completo al muchacho encadenado, pero por más que repudiaba la situación en la que se había llevado a sí mismo, no podía quejarse y mucho menos arrepentirse.

Si estaba atado junto a una extensa fila de esclavos, exponiendo su piel, ya naturalmente tostada por el tiempo que había pasado de su vida cultivando junto a sus padres todos los alimentos posibles para poder subsistir sin necesidad de acabar endeudados con el monarca, al Sol y clavando miles de finas piedras en los talones de sus pies, era por un simple motivo: salvar a su mejor amigo. Kaminari Denki era sin dudas un joven algo ingenuo a la hora de vivir sin meterse en problemas, antiguamente habiendo llamado la atención de varios soldados que vigilaban la ciudad donde ambos vivieron sus infancias, pero había acabado por cruzar la línea cuando robó un saco de sabrosos alimentos a sus superiores, hecho que se ganó la furia de estos e intentaron ejecutarlo en el centro de la ciudad, pero Kirishima no pudo permitir aquello, por lo que decidió recibir el castigo del rubio en su lugar. Lo que el pelinegro no esperaba era que su destino se hubiese sellado por haber hecho aquello, siendo apresado sin que nadie pudiese liberarlo y siendo llevado al carruaje que transportaba todos aquellos infelices que recibirían sus castigos en el palacio de la dinastía Bakugou, y justamente él había sido entregado al futuro faraón, el único hijo de aquella dinastía cuyo poder podría superar por mucho el que su padre, actual faraón de Alejandría, poseía en sus manos.

Bakugou Katsuki era aquel hombre en cuestión, del cual se hablaban atrocidades. Muchos incautos comentaban sin temor alguno que el futuro faraón llevaría a la población a la ruina y que ya había comenzado a actuar de forma déspota, teniendo una actitud que probablemente los dioses no llegarían a perdonar, hablando de que probablemente había llevado a la muerte a todos sus sirvientes y que por ese mismo motivo ya no tenía ninguno a su completo servicio, teniéndose que contentar con los que trabajaban para sus padres. Tales incautos siempre eran asesinados sin piedad alguna por ensuciar el nombre del futuro faraón, quien no podía perdonar tales ofensas y mentiras hacia su persona, acabando con las acusaciones desde la raíz terminando con cualquiera que las extendiese más de lo necesario, y nadie tenía derecho a la salvación si eran condenados a la muerte por falsas recriminaciones sobre su manera de gobernar en su propio hogar.

Todas aquellas palabrerías habían terminado por asustar a Eijirou, rogando a todos los dioses que todo lo que decían sobre su futura majestad fuesen falsos, pues no deseaba morir por el capricho de otra persona, y ahora temía el momento en el que llegaran a Alejandría, pero tampoco podía evitar sentirse agradecido por el hecho de no haber sido asesinado en nombre de Kaminari, pues quizá, si actuaba de forma correcta y siguiendo cada una de las órdenes del heredero de Alejandría al pie de la letra, podría salir de allí con vida sin más que algunas cicatrices que le recordasen el resto de sus días sobre aquella desgraciada etapa de su juventud. Además, había algo en lo que era afortunado: al ser el esclavo únicamente del joven faraón, los demás habitantes del palacio no tendrían derechos sobre él, y de alguna manera, si lograba empatizar un poco con este, podría contar con su protección y con privilegios por encima del resto de esclavos de la majestuosa construcción en la que a partir de dentro de poco comenzaría a vivir su día a día. Aun así, sus derechos se habían reducido desde el mismo momento en el que decidió salvar la vida de su amigo de aquella manera.

—¡He dicho que vayan más rápido, joder! ¡¿Acaso ustedes son todos sordos?! —gritó uno de los guardias mientras se dirigía con posado amenazante a uno de los niños que formaba parte del futuro séquito del faraón, blandiendo su látigo con agresividad y golpeando la espalda del pequeño con fuerza abrumadora. El chasquido sonó de forma repentina, y tras aquello, se formó un terrible silencio entre los guardias y los esclavos, quienes abrieron los ojos con lágrimas al ver cómo el niño, que no tendría más de cinco, caía al suelo con una gran herida sangrante rodeada de hematomas violáceos que daban a entender que no era la primera vez que recibía tales maltratos, y con un par de gritos, el infante dejó de boquear, cayendo sobre la arena y ahogando su rostro sobre el terreno, inmóvil, muerto de forma injusta y abusiva por culpa de la falta de fuerzas, el dolor físico y los repetitivos abusos que había tenido que aguantar durante todo el viaje.

—¡Idiota, acabas de matarlo! ¡Al faraón Masaru no le hará ninguna gracia! —exclamó otro de los soldados mientras corroboraba el estado del niño en el suelo, notando como este había dejado de gritar, sollozar o moverse, con su cuerpo huesudo y tenso completamente quieto—. ¡¿Sabes lo terriblemente complicado que es encontrar un niño a tan poco coste?! ¡Nos matarán por tu culpa, joder! —reclamó el guardia, completamente aterrado al imaginar la reacción de los faraones al saber que uno de sus esclavos había muerto por culpa de ellos.

—¡¿Y qué más da?! —contestó de forma agresiva el primer soldado, guardando su látigo en su túnica mientras continuaba dando órdenes a los demás esclavos para que continuasen caminando—. Los animales se lo comerán, probablemente su cadáver no durará ni un día aquí, así que nadie tendrá evidencias para inculparnos. Más bien, podemos decir que sus padres no nos lo quisieron entregar y listo, ¡problema resuelto! Además, el faraón Masaru es un blandengue, no sería capaz de mandarme a ejecutar, así que, ¿qué más da lo que suceda con uno de estos estúpidos esclavos? Tarde o temprano morirán en el palacio, solamente les estoy librando de ese infortunado destino de la forma más rápida que existe.

—Mitsuki no durará en asesinarte con sus propias manos si escucha lo que acabas de decir de su esposo, y juro que en tu ejecución yo estaré riéndome de tu suerte —se quejó el soldado, cubriendo el cadáver del infante con una cantidad considerable de la dorada arena, creando un montículo en mitad del camino con el objetivo de que, gracias a las frecuentes tormentas de arena que había por aquella zona, el cuerpo acabase enterrado de forma natural y de una manera en la que ningún mercante podría percatarse de este.

Kirishima entrecerró los ojos con tristeza, apresurando su paso al comprender que para la gente de poder, ellos no eran más que simples objetos de los que deshacerse una vez ya no servían o se cansaban de ellos. Era una realidad que había aprendido desde temprana edad, cuando una gran cantidad de ciudadanos que, según falsas acusaciones, habían deshonrado a los faraones, fueron capturados y desperdigados por los diversos reinos de Egipto, la mayoría muriendo ejecutados por el faraón al que les tocaba servir.

Tales muertes fueron comunicadas con tanta crueldad y apatía que Eijirou, a sus cinco años, comprendía lo que era el verdadero terror: que llegaran a cortarle la libertad con la que estaba acostumbrado a vivir, y ahora, estaban cumpliendo ese miedo llevándolo hacia la corte de la dinastía Bakugou, haciéndole preguntar si correría la misma suerte que todos aquellos esclavos que perdieron la vida por un simple antojo de sus faraones.

Pero si el faraón Katsuki deseaba su muerte, él no tendría más remedio que cumplir con su voluntad, resignarse a sus derechos como ser vivo, porque en el mismo momento en el cual esos guardias le esposaron las manos con aquellas dolorosas cuerdas que ya comenzaban a apretar sus muñecas, su voluntad fue arrebatada de su cuerpo. Se había convertido en un objeto desechable, y debería inclusive alegrarse por poseer nombre y una infancia relativamente feliz, pues muchos de los esclavos que servían a los faraones habían nacido con esa pésima condición de vida, en cambio él había echado todo a perder por conservar con vida a su mejor amigo. Pero valía la pena, porque por lo menos, Denki se había liberado de la muerte y sabía que había hecho lo correcto.

—¡Todos, prepárense, estamos a punto de llegar a Alejandría! —exclamó el culpable de la muerte de aquel infante, amenazando a todos los presentes con su látigo, y cuando Eijirou alzó la mirada, se dio cuenta de que, efectivamente, en la lejanía se podía divisar una cantidad exuberante de estructuras cuadrangulares, probablemente doblaban en número el total de casas que había en su pueblo de origen, de ladrillos, sencillas y no muy grandes, pero al final de todas aquellas viviendas, se podían vislumbrar las murallas que rodeaban el majestuoso y sublime palacio de la dinastía Bakugou, contrastando completamente con los simples habitáculos de los ciudadanos ordinarios, y más allá se podía distinguir la estructura de la biblioteca de Alejandría, grandiosa en todo su esplendor.

El pelinegro abrió la boca con un brillo de maravilla en sus ojos rubíes, contemplando cada una de las posibilidades que se le abrirían en aquella señorial ciudad de no ser por el hecho de que estaba obligado a servir al futuro faraón Katsuki por algo que realmente no le concernía a él, pero, ¿qué más daba? Por lo menos, había podido contemplar por cuenta propia la fascinante ciudad de la que tanto había escuchado hablar por parte de los escribas que de vez en cuando iban a su pueblo para poder dar órdenes directas del faraón a los ciudadanos, por lo que si moría ahora, al menos sabía de que su viaje hacia allí no había sido totalmente inútil, aunque si era sincero, le hubiese agradado muchísimo más el poder entrar en la biblioteca, investigarla a fondo, aprovechar todo lo posible su estadía allí para conectar con los ciudadanos y ampliar su nula cultura o por lo menos acostumbrarse a la vida en la ciudad tras tantos años pasados en el mundo de la agricultura, cerrado a nuevas experiencias e incluso a conocer nuevas personas, limitando su círculo social por miedo de llegarlos a perder en cualquier momento por culpa de alguna de las tan frecuentes enfermedades o a causa de las órdenes directas de sus superiores, ya fuesen generales o el mismísimo faraón. E, irónicamente, aquel miedo estuvo a punto de hacerse realidad, pero él hizo todo lo posible para evitarlo, logrando con eso vender su voluntad a la de otra persona que a partir de ahora dirigiría cada uno de sus pensamientos, cada una de sus acciones y que condicionaría su forma de vivir para siempre.

Tras una lenta y exhaustiva revisión de cada uno de los esclavos que habían podido llegar con salud a Alejandría, la cual consistió en comprobar que ninguno de ellos estuviese atentando contra la vida de la familia Bakugou, revisando cada una de las partes de las prendas de los futuros sirvientes Reales, todos marcharon hacia el palacio, nerviosos, tragando saliva ante el fatal destino que se les había sido impuesto y del que probablemente no podrían liberarse, y nada más traspasaron el umbral de la principesca construcción, Eijirou acomodó de mejor forma sus prendas, alisando la única pieza de ropa que portaba —una tela enrollada a su cintura que cubría solamente su cadera hasta llegar a las rodillas, dejando la parte superior completamente al descubierto— y limpió el sudor que se había formado en su frente por los nervios que estaba sintiendo sin parar, pues a pesar de que no sentía simpatía alguna por los faraones, siempre le habían parecido personas que aprovechaban su gran poder para hacer lo que deseaban sin importarles el bien común, debía quedar bien ante ellos, intentar ganar su cariño para así no morir asesinado por la primera acción errática que cometiese dentro de aquella construcción.

La larga hilera de esclavos fue guiada por los más fieles soldados del faraón Masaru hasta la puerta que conduciría al interior del salón común del palacio, el cual Eijirou había permanecido contemplando maravillado por las espectaculares decoraciones con motivos divinos que había a lo largo de cada uno de los extensos pasillos, en cuyo interior se encontrarían con los faraones y con el heredero al poder, provocando un pánico general que llegó a afectar al pelinegro, quien comenzó a temer por su vida al darse cuenta de que, si no era del gusto de Katsuki, este fácilmente podría liberarse de él matándolo para que así se le diese dado otro esclavo más a su propio gusto, por lo que su corazón comenzó a retumbar con fuerza ante ese terrorífico pensamiento, creyendo que sus días habían llegado a su fin a la corta edad de quince años, agradeciendo el por lo menos haber podido vivir bajo el afecto de sus padres y rodeado de personas como Kaminari, quienes se encargaron de hacerle ver que, aunque el mundo parecía estar podrido ante el exceso de poder que impartían algunas personas, se podían encontrar cosas buenas si se buscaba de la forma correcta. Pero ahora dudaba de sus propias palabras, pues, ¿qué cosa buena podría encontrar en tener que servir a alguien a quien no conocía de nada?

—Procuren comportarse bien delante de los faraones si no queréis que manden a degollar vuestros cuellos, ¿entendido, bastardos? —preguntó uno de los guardias con crueldad, comenzando a abrir el portón que daba acceso a la sala de los faraones, haciendo que cada uno de los esclavos callasen la boca, nerviosos y pavorosos por lo que llegaría a suceder en el interior de la habitación, y este se fue abriendo lentamente hasta que los tres tronos principales de la dinastía Bakugou, y allí, sentados con postura imperturbable y majestuosa presencia, observando de forma inexpresiva, observando con seriedad a cada uno de los esclavos que iban accediendo al grandioso salón, decorado por pilares y jeroglíficos que Kirishima, quien fue el último de todos en entrar en el territorio enemigo, no pudo descifrar de ninguna manera, pero en el tercer trono no había absolutamente nadie, haciéndole preguntar a Eijirou dónde estaba el príncipe Katsuki.

Entonces, los guardias comenzaron a hacer pasar en frente a todos los esclavos, uno por uno, para que fuesen analizados y los faraones, Masaru y Mitsuki Bakugou, decidiesen qué harían con ellos. Mientras que los que parecían más fuertes y capaces de sí mismos lograron bastante aceptación por parte de la autoridad, los más débiles y de apariencia más suave fueron o mandados para cumplir las tareas más desagradables del palacio o fueron mandados a ser degollados en los calabozos que había bajo el castillo para así evitar que el suelo se manchara de sangre, y entonces llegó el turno de que Eijirou fuese presentado ante la autoridad, efectuando una reverencia que, a pesar de todos los nervios interiores que estaba sintiendo, pareció realmente segura, creando una buena aceptación a primera vista en los faraones, quienes se fijaron en el cuerpo bien trabajado del chico y en la musculatura que adornaba sus brazos. Fácilmente, podría convertirse en uno de los guardias de la corte si se lo permitían, pues parecía un muchacho sano, poderoso y de fácil entendimiento, lo que daba grandes posibilidades de entrenamiento para que protegiese al príncipe Katsuki por más que este negara diciendo que era capaz de cuidarse por cuenta propia. Pero los faraones tenían más enemigos de lo que les gustaría, así que jamás podían caminar con la guardia baja, de lo contrario, podrían ser envenenados o traicionados en cualquier momento.

—¿Cuál es tu nombre, joven? —interrogó con voz gélida la faraona, jugando con su corto cabello y dirigiendo una mirada inescrutable al chico de cabellos negros y firme mirada rubí, por lo que este no tuvo más remedio que contestar, o por lo menos, intentar contestar, pues uno de los soldados se encargó de hacerlo por él.

—Su nombre es Eijirou Kirishima, mi reina —contestó el soldado con seriedad, interrumpiendo mientras daba una reverencia para no hacerla enfadar, aunque se ganó una mirada furibunda por su parte. Al parecer, a Mitsuki no le parecía agradar mucho que interrumpiese sus pláticas, menos si estas no incumbían a quien se hubiese entrometido—. Es el reemplazo del insolente Denki Kaminari, y a quien creemos más oportuno para que sirva al príncipe Katsuki hasta que esté preparado para tomar su puesto de faraón.

—¿Quién mierda será mi sirviente, bastardo? —Una dura voz sonó acompañada de una serie de sólidos pasos golpeando con arremetida furia el pulido suelo de la sala. Eijirou tragó saliva mientras su falsa apariencia tranquila comenzaba a quebrarse en miles de pedazos, pues aquella era la voz más poderosa, imponente y ronca que había escuchado en su vida, acompañada por una increíble seguridad que hizo temblar a todos los esclavos que había en el interior de la sala, quienes no pudieron resistirse a girar con disimulo sus cabezas para corroborar quién era el recién llegado a la sala, y Kirishima no fue la excepción, pues giró sus pupilas como pudo sin deshacer la reverencia, sintiendo su aliento desaparecer ante la visión que se formaba a lo largo del pasillo de entrada.

Allí, en el umbral de la puerta, había un joven apoyado sobre el marco, cruzado de brazos y observando con disgusto a cada una de las personas que había en la sala.

Su edad era imposible de averiguar, pues su rostro, a pesar de estar adornado por unas arrugas provocadas por su cejo fruncido, era realmente delicado a su manera, casi brillante por la manera en la que probablemente había cuidado su piel durante toda su vida, sus ojos eran de un rubí potente, inundados en una furia terrorífica que contrarrestaba con una leve capa de contorno oscuro, extendido de una forma prolija que ni tan solos la faraona había logrado conseguir en sus ojos. Sus labios eran pálidos, delgados, cerrados y apretados en una línea fina de apatía, con las comisuras levemente curvadas en una expresión de molestia, tal como si no deseara estar allí. Su cabeza estaba poblada de una rebelde cabellera rubia, demasiado corta —algo muy extraño en cuanto las apariencias habituales de los faraones—, pero no era el color al que Kirishima estaba acostumbrado, sino que poseía un color opaco, triste en cierto modo, tal como si hubiesen mezclado un tono gris ceniza con el más vívido de los tonos amarillos, y al contrario que los faraones, no llevaba ningún tocado real en la cabeza, lo cual significaba que se había negado a rapar su cabello como todos los monarcas egipcios acostumbraban a hacer.

Por otra parte, sus prendas, consistentes en una túnica dorada acompañada de un cinturón de cuero a la altura de su cintura, se apegaban y se ceñían completamente a su tonificado cuerpo, dejando a la vista músculos bien formados, en especial sus abdominales, los cuales parecían realmente ejercitados y atractivos para cualquier mujer que los pudiese observar. Sus brazos eran gruesos, fuertes, y sus manos tenían una apariencia áspera, capaces de levantar cualquier peso que se propusiera, y cuyas muñecas estaban ornamentadas por una gran cantidad de sortijas y brazaletes dorados y plateados, todos ellos creados del más puro oro y la más bella plata. Sus piernas tampoco eran la excepción en aquel musculado cuerpo, y parecían pertenecer al cuerpo de cualquier soldado orgulloso de su trabajo por la gran cantidad de raspones que las decoraban, y el tono levemente tostado de su piel solamente lo hacía ver mucho más atractivo y agradable para la vista.

Parecía un chico capaz de lograr salirse con la suya cada vez que chascara sus dedos y diese sus más concretas órdenes, pero no parecía muy experimentado en cuanto a las costumbres egipcias por la gran cantidad de diferencias que había en su apariencia teniendo en cuenta a los pocos faraones que Eijirou había sido capaz de ver en su corta vida, hecho que podría confirmar la sospecha de que el príncipe Katsuki pudiese realmente ser un rebelde. ¿Podría ser aquel el motivo por el cual las malas lenguas hablaban de tan mala manera de él? Quizás, con que cometía acciones déspotas, se referían a que aprovechaba su poder para evitar cumplir con la tradición que durante tanto tiempo habían seguido las dinastías egipcias, pero a Eijirou aquello no le pareció realmente malo, solo era una manera con la cual Katsuki parecía expresarse, y era bastante innovadora, cosa que agradó bastante a Eijirou, quien sonrió de forma involuntaria cuando acabó de analizar al príncipe, pero su sonrisa se desvaneció nada más este comenzó a acercarse hacia él, erguido, inquebrantable, con el objetivo de observar mejor a quien sería su sirviente a partir de ahora, y nada más llegó frente al pelinegro, alzó su rostro forzosamente con sus manos, contemplando los ojos escarlatas de Kirishima en silencio y todas sus facciones, soltando una forzada risa de vanidad.

—Así que tú vas a ser mi sirviente a partir de ahora, ¿no? —preguntó para sí mismo el príncipe, volviendo a cruzar sus brazos con superioridad y orgullo—. Supongo que deberé conformarme contigo —espetó el rubio cenizo, dirigiéndose ahora hacia sus padres, quienes no parecían muy orgullosos por el comportamiento del heredero al trono—. Porque ya es hora de que tenga un sirviente a mi disposición, ¿no creen?

—Katsuki, sabes que si no te hemos dado el derecho de poseer un criado es porque no te duraría ni un par de días —habló de forma autoritaria su madre, torciendo su boca en una mueca de desagrado—. Pero no podemos continuar negándote tu deseo, así que adelante, puedes quedarte con este muchacho. Parece lo suficientemente fuerte como para poder protegerte si la situación lo acredita y lo suficientemente paciente como para soportar tu actitud, pero te advierto una cosa, Katsuki: este será el único sirviente que tendrás a tu disposición, así que procura no desperdiciar esta oportunidad.

El príncipe rió con fuerza, soltando una carcajada dura y suavizando su expresión, pues por supuesto que comprendía los motivos por los cuales sus padres siempre se habían negado a darle un sirviente que facilitara su vida cotidiana, pero ahora finalmente había logrado tener uno, el cual a pesar de intentar mantener una faceta firme alzando el rostro y sin titubear ante la cercanía de Katsuki, poseía un brillo de temor en sus ojos. Y solamente por aquel intento de enfrentarlo a él, heredero de Alejandría y posiblemente uno de los mejores guerreros de todo Egipto, había decidido que sería divertido mantenerlo a su lado, y, quizás, perdonarle la vida si llegaba a cometer alguna falta.

Y, nada más Eijirou escuchó esa cruel risa, supo que su destino ya había sido sellado completamente su destino en base al príncipe, y sin poderlo controlar, sus piernas temblaron de forma repentina ante el miedo. ¿De verdad estaría a salvo en aquel palacio? Solo quedaba esperar y dejar que los hechos contestaran todas las preguntas que se estaba haciendo en el presente.

¡Wuu, nuevo FanFic BakuShima! Amo mucho esta pareja, y cuando se trata de BakuShima, no puedo evitar inspirarme, y quise mezclar una de mis civilizaciones preferidas con mi OTP (?) 

Espero que pueda manejar esta loca idea y que, además, les guste a ustedes, por lo que haré mi mejor esfuerzo <3

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