Los segundos caminantes
En el último piso del liceo 22 de San Jacinto existía una gotera que nadie había podido arreglar. En las noches de tormenta, cuando la lluvia torrencial anegaba con violencia todo aquello que estuviera a su alcance, una zona particular del suelo quedaba resbalosa y húmeda a medida que las gotas se acumulaban en visibles charcos, que luego comenzaban a recorrer los azulejos y expandirse hasta morder parte de las celestes paredes y meterse por debajo de las puertas para terminar dejando una suave película líquida sobre el piso.
El resultado solía ser verdadero chiquero teniendo en cuenta además que sin importar cuantas precauciones se tomarán los charcos de agua aparecían desparramados por todos lados como si una manada de animales salvajes se hubiera puesto a corretear sobre ellos manchando con el líquido hasta las propias ventanas del pasillo.
Cuando Alfredo Costa fue contratado por la dirección para intentar repararla, no era porque alguien creyera que en verdad pudiera hacerlo pero se había convertido en una suerte de costumbre el que tarde o temprano se llamara a un profesional para intentar hacerse cargo del problema, con la secreta creencia de que ninguna clase de gotera podría ser superior al intento humano por arreglarla. La aparente simpleza del problema en comparación a la cantidad de medios para afrontarlo así lo indicaba y en semejante institución aquello encajaba como la pieza faltante de un puzzle.
Así eran las lógicas de la educación que allí se impartía. No existía ningún niño que no pudiera ser educado. Y así como era absurdo creer en que los excelentísimos profesores de la nómina no podían lograr una correcta transmisión de conocimientos en las áreas de que eran expertos, también parecía tonto no estar convencido de que alguien experiente y con las herramientas necesarias podría arreglar la gotera en un dos por tres.
Era la misma y vieja regla de la repetición, que aplicaban con aquellos estudiantes que no se consideraban aptos para ser promovidos al siguiente año. Volver a vivir lo mismo, hasta que por memorización o algún cambio en el pasar del tiempo el joven aprendiera aquello que no había logrado antes. Así la gotera seria vencida alguna vez, suponían los profesores que no tocaban el tema en público más que para hacer chistes sobre lo mal que andaba la educación pública, o lo muy unidos que eran a la institución, que ni siquiera un techo dañado querían permitirse reparar.
De todo esto fue informado el señor Costa, plomero, electricista y albañil, justo cuando se le contrató, como quien le informa al caballero andante sobre los peligros que acechan su camino hacia el castillo donde deberá matar al dragón y liberar a la princesa. Muchos habían estado donde Costa antes, pero ninguno había logrado la gran hazaña de ponerle fin al incesante "plick, plick, plick" de agua cada vez que llovía.
Aquel hombre sin embargo era distinto a todos los demás y él lo sabía.
Enfocado, ordenado, firme. Costa no conocía un problema que dentro de su terreno no pudiera solucionarse con las herramientas que él poseía.
Eran mediados de octubre cuando comenzó con el trabajo. Dado que necesitaba escaleras y diversos tipos de herramientas ruidosas se le solicitó la posibilidad de trabajar por las noches, que él hombre aceptó sin dudar. Él mismo argumentaría que durante el día no tenía casi tiempo con la cantidad de otros trabajos que debía realizar y el poco que le sobraba debía (esa palabra utilizó) pasarlo con su esposa recientemente embarazada.
La noche del quince de octubre comenzó con el despliegue. Guiado por el sereno de la institución se le indicó el lugar y se le dijo además algo que para ese momento sonó un tanto inusual.
"A veces hay algunos niños que corren por ahí. Normalmente no les hacemos caso".
¿Niños correteando por la noche? Pensó Costa pero alejó aquellas cuestiones de su mente pues tenía un asunto entre manos ahora mismo y toda su atención debía estar enfocada a su resolución.
Así funcionaba aquel hombre, convencido de que todo lo valioso que pudiera aprenderse sobre una persona derivaba directamente de la forma en que está afrontaba los problemas. Para Costa frente a los mismos valía sólo la concentración total y un pormenorizado análisis de cada tarea a realizar, como quien traza un plan antes de actuar teniendo bien en claro los objetivos y como llegar a la meta.
El primer paso era localizar la gotera y usando una combinación entre su escalera y su linterna comenzó la búsqueda de cualquier daño en aquel techo de color blanco mientras las luces iluminaban y fuera de allí la noche despertaba a sus demonios rugientes por llegar a destinos desconocidos. No hacia calor, pero Costa comenzó a sentir un frío algo inusual a medida que el silencio lo cobijaba, como si en ves de trabajar en un pasillo vacío estuviera metido en un frigorífico. "No queda otra que aguantar" se dijo, volviendo a enfocar su mente a la tarea. Cuando lograba aquel grado de concentración del que tan orgulloso estaba, nada a su alrededor le podía molestar. Ni siquiera aquellos preocupaciones que en las últimas semanas lo venían asaltando, tales como su futuro ahora que la jubilación se acercaba o el de su familia dado que su esposa estaba embarazada con casi cuarenta años.
Era un poco incomodo trabajar como lo hacia, pues la gotera se hacia difícil de encontrar y mientras más tiempo permanencia trepado a esa escalera con la vista clavada en el techo no podía evitar sentirse observado a cada momento y más de una vez se encontró observando hacia abajo desde lo alto de su escalera, solo para comprobar que no había nadie en el piso, algo que por lo demás tendría que saber por sí mismo pues solo las sombras caminaban en ese liceo por las noches.
Y sin embargo ahí volvía a estar la sensación, justo cuando creía haber encontrado la gotera, su mirada se desviaba del objeto de trabajo porque ahora además se le ocurrían ideas imposibles, sobre gritos a la lejanía y el inconfundible sonido de zapatos chocando contra el suelo en una rápida corrida.
Claro que allí donde miró, no vio absolutamente nada.
"Nada" pensó. "Nada es lo que tengo después de tantos años de trabajo... y cuán pocos me quedan por delante. Sí estas manos ya no son igual de precisas. Sí estas canas... Un hijo justo ahora" se dijo mirando a lo alto del techo. A la gotera pero también más allá, al cielo oscuro que se iluminaba por las luces de la ciudad. El agujero del techo era considerablemente grande ahora que lo veía con atención, asaltado por aquellos repentinos pensamientos. "Toda la vida rellenando agujeros ¿y para qué?"
Parecía que nadie se había hecho cargo de aquel problema en mucho, mucho tiempo, o al menos daba la sensación de que por culpa de malos e insuficientes arreglos el daño se había extendido y si bien en aquel clima frío de octubre no seria problemático, con la primera lluvia del otoño Costa no dudaba de que aquel suelo terminaría hecho un desastre.
Descendió él hombre de su escalera, con la mente enfocada como antes.
El pasillo donde trabajaba era un lugar no muy amplio pero sí muy largo, al que se accedía por unas escaleras que ahora quedaban fuera de su vista. A su lado tenía una puerta, la del baño de maestros, y frente a esta había un dispensador de agua.
Otras tres puertas cerradas se podían ver repartidas a pocos metros. Cuando bajó de la escalera y se quedó observándolas esa sensación de que alguien lo estaba mirando se acentuó y Costa pudo sentir como un calor repentino justo detrás de las orejas, a pesar del frío que hacia en el lugar. Una de las puertas anunciaba "Sala de Profesores", la otra "Dirección" y la otra... Costa fijó su mirada atenta en aquella puerta. Estaba entornada si, pero no cerrada del todo. De hecho una fina línea de oscuridad se abría allí mismo, entre la pared y el picaporte. Percatándose del repentino silencio a su alrededor sintió una punzada en el pecho y por un segundo creyó haber visto un rápido movimiento detrás de esa puerta.
Un destello blanco que se perdía tan rápido como nacía. Costa jamás solía pedir ayuda, ni mucho menos reconocer que estaba asustado, pero esa ves al menos para sí mismo, lo hizo. Entonces la punzada de preocupación lo acarició como una vieja amiga que susurra palabras para ser atendidas pero el hombre logró ignorarla. Miró a su alrededor pero no vió a nadie. Volvió a centrar su atención en la puerta entreabierta. ¿Debería ir a cerrarla? ¿Debería ignorarla? ¿Debería enfocarse primero en el problema por el que había sido contratado? ¿Para que regresar temprano a casa? ¡Un hijo! pensó y otra vez volvía a desviarse de la cuestión cuando la puerta de un golpe seco quedó cerrada y el eco de aquel impacto rápido pero potente recorrió como un suspiro por el pasillo, como un chistido en plena noche.
A veces lo mejor es no hacer nada, pensó Costa y regresó al trabajo.
Para hacerse bien, le tomaría mínimo otras dos noches. Así dijo Costa a la dirección del centro educativo que no parecía por lo demás muy interesada en el resultado final de aquel arreglo. Él hombre supuso que preveían su fracaso y allí mismo sintió nacer deseos por demostrarles lo equivocado que estaban.
Como le hubiera gustado iniciar una discusión con aquellos educadorsitos que creían conocer el destino de las cosas de antemano. Esa era la clase de personas que Costa más detestaba y en sus épocas de escolar y liceal las había conocido por montones.
Los amantes del "si seguís así vas a terminar mal", los agoreros del buen futuro, lectores de nefastos destinos. Escritores con sus desganas y sus heridas al ser más frágil de este mundo, el estudiante.
Muchos rostros vinieron a su mente al pensar en ellos. Los viejos maestros que había tenido que sufrir, esos hombres y mujeres cuya definición de afrontar lo distinto era expulsarlo para un costado, en ese anormal intento (casi sueño) de una sola "normalidad". La confianza, esencial en toda clase de aprendizaje, parecía una palabra prohibida para quienes se creían los únicos capaces de enseñar.
Costa sabía por propia experiencia que a veces los eventos de la vida eran mejores maestros y estaba convencido de que en ese plano él podría dar unas clases mucho más nutridas a todos aquellos jóvenes. Clases sobre el duro mercado laboral y la difícil vida de un adulto sin preparación que debe salir a mantener a su familia. Clases sobre el paso de los años y el envejecimiento en un país que se consideraba "de viejos" como si aquello fuera algo malo. Sobre el cuidado en las calles, donde pelear era inevitable. Y donde Costa había tenido que aprender a defenderse.
Lo había hecho bien.
Tres días, en ese tiempo habría acabado con la gotera y podría regresar a sus tareas que por lo demás se estaba acumulando. Mientras escuchaba sin interés las palabras del director, estaba seguro de que su esposa le habría dejado alguna llamada y unos cuantos mensajes. Una mujer embarazada... no había nada en la vida que te preparase para eso pensó mientras tanto.
Para la tercera noche el hombre ya se había acostumbrado a lo extraño. Entendía mejor aquel comentario sobre niños correteando en las noches y también sabia o al menos podía saber que esa sensación de ser observado se debía a algo.
También le daba un nuevo sentido a las repentinas brisas de aire en medio del pasillo de ventanas cerradas. O los grititos repentinos, las suaves sonrisas. Las pisadas que cada tanto indicaban la presencia de alguien que luego no podía verse.
A Costa le había picado una lógica la curiosidad sobre el asunto. Más de una vez se encontró conversando con el sereno sobre aquello, o haciendo alguna que otra pregunta a los profesores que pasaban por allí al terminar sus jornadas.
Todos sabían poco y nada. Muchos preferían no pensar en ello y unos pocos lo miraron con caras extrañas. De lo poco que pudo sacar en limpio estaba el hecho de que siempre sucedían cosas extrañas en ese "pasillo del agua" como habían dado en llamarle. Los eventos aumentaban de intensidad o cantidad por las noches, algo que el propio Costa había comprobado de primera mano, pero también durante él día había sido testigo de ellos, al igual que los trabajadores de la institución.
Algunos reportaban haber sentido voces de conversaciones muy claras, y al asomarse encontrar el lugar totalmente vacío. Otros mencionaban vientos repentinos, fríos como una exhalación rápida, vientos que cortaban como un grito a medianoche y eran capaces de helar hasta el alma. Puertas chocando, luces apagándose o encendiéndose sin aparentes fallos en la electricidad del lugar.
Lo que sin embargo todos habían mencionado como algo extrañamente común, era el hecho de que por las noches más silenciosas en que el pasillo se encontraba despejado, sobretodo después de alguna tormenta que lo hubiera dejado inundado, podían escuchar con claridad un inconfundible sonido de pasos justo detrás de cada uno. Como si desde cerca, casi pegados a sus tobillos, casi respirando sobre sus nucas, aquellas apariciones pudieran acompañar al descuidado caminante por todo lo largo de ese pasillo.
Cuando describían estas sensaciones todo el personal se mostró muy afectado y Costa hasta pudo llegar a sentir esa incomodidad que emanaba de sus miradas alicaídas y sus gestos repentinamente bruscos.
Uno de los profesores, Costa creía que el de Filosofía, dijo sentirse acosado por grandes remordimientos y culpas, como si con cada nuevo paso todo aquello que no decía, que no podía decir, todo de cuanto se arrepentía y todo cuanto odiaba de sí y de los demás, pero callaba por comodidad o auto control, es decir, toda la oscuridad de su alma, se viera de repente materializada y lo acompañara con un peso que era a la ves real y ficticio.
Aquel hombre afirmó ya no recorrer esos pasillos en soledad, estuvieran secos o no, de noche o de día, y no tuvo reparos en admitir que si lo hiciera acabaría quitándose la vida.
Con aquella información entre manos no le costó dilucidar que la opción adoptada por la institución había sido callar sobre ese fenómeno sobrenatural. La ignorancia en pleno centro educativo, usada como herramienta cuando la realidad desbordaba con sus manifestaciones aquello que estaban dispuestos a aceptar.
El sereno le había comentado que se sentían mejor en medio de certezas. Como aquel loro que repite la palabra libertad pero no sale de su jaula si la encuentra abierta. Para Costa aquello tenía un cierto sentido y se percató que también él se había adaptado rápido a los extraños acontecimientos que había en ese liceo por las noches.
Era curioso cómo a veces la mejor forma de lidiar con las cosas que nos superan es reducirlas, pensaba. Meras constataciones de que algo sucede y alguna que otra charla ocasional sobre el fenómeno, sin mucho más compromiso. ¿Cómo podía haber educación sin compromiso? pensó colocando una masilla adherente que pronto se endurecería sobre el hueco del techo.
Nadie le había prestado gran atención a aquella gotera y el problema había aumentado.
Y así también ignoraban los pasos por el pasillo, o las risas o los gritos que no deberían estar ahí y por las noches de tormenta el problema aumentaba.
Así también él ignoraba el sentirse observado, el estar seguro de que si bajaba la mirada vería algo que...Pero ¿Y él? ¿No ignoraba nada más aparte de eso? Un embarazo a su edad... con la situación del país y con lo difícil que todo pintaba. Por supuesto que ignoraba, porque a veces no puede hacerse más que fingir, porque si la única certeza es que no se quiere regresar a casa, Costa, ¿entonces qué más nos queda?
Con el trabajo finalizado se marchó de aquel edificio sintiéndose observado a cada paso mientras escuchaba una risilla en el aire y el imposible sonido de un "plick, plick, plick" que seguramente solo estaba en su imaginación.
A los diez días debía regresar al establecimiento para recibir su paga. Cosa normal en casos como ese, donde la sectorial de enseñanza debía solicitar el dinero al fondo público de educación primaria que a su ves necesitaba la autorización del consejo directivo que a su ves...
Recibió del director algo más que un dinero que mal no le venía.
La gotera había regresado y la noche anterior en que una suave tormenta había comenzado el piso terminó hecho un desastre. Para el director aquello no sorprendía y por eso y porque el dinero no era suyo, entregó la paga sin más, pero Costa no estaba dispuesto a dejar las cosas así. Conocía su trabajo y estaba seguro de sus capacidades.
La gotera había sido enorme, si, pero estaba seguro de haberla reparado a la perfección.
Se ofreció gratis para hacer el trabajo y aunque había cierta reticencia al principio el director acabó cediendo ante la convicción de aquel hombre.
Y así a la noche siguiente Costa volvió. Sabía dónde estaba la gotera, tenias las herramientas. Supuse que solo debía reforzar lo que ya había hecho y eso seria suficiente.
Pero no lo fue. A la noche regresó otra ves el hueco en el techo estaba allí como si cada intento que el hiciera por taparlo resultará en un eventual regresar de aquel agujero que crecía cada ves más.
"Crece cada ves más" había dicho su esposa y era verdad. Aquella panza era grande, tan grande como para contener el peso de la vida. El peso de la vida era algo que para Costa resultaba difícil de calcular. Allí, subido a esas escaleras sintiéndose observado a cada instante, pensar le era difícil.
Su mente, por lo demás ordenada y pacífica, se deshacía en un caótico imaginar futuro que no auguraba nada bueno. No se veía como padre, no a esta altura. Pero ¿que podía hacer ahora? Ya era tarde, no había nada que decir para cambiar la realidad.
Y cuál era esa realidad en que sombras juguetonas lo miraban desde abajo mientras correteaban por el pasillo sin que el pudiera hacer ni decir nada. Que clase de locura era esa. El hueco, porque ya no era gotera, no parecía arreglarse con nada y Costa regresaba noche tras noche y al irse volvía a escuchar esas risas socarronas y al regresar se encontraba con la mirada del director que negaba levemente con la cabeza.
Y Costa insistía en que ya casi terminaba, pero sabía que no, sabía que le faltaba mucho para terminar, que quizá nunca terminaría porque quizá en el fondo no quería terminar.
Que no quería una esposa embarazada, que no estaba preparado para que su vida siguiera por ese camino desenfrenado por el que se dirigía, que no podía entender que sucedía en esa escuela donde las puertas se abrían y cerraban solas y donde todo el mundo parecía ignorar aquello en pos de mantenerse aferrados a sus vidas normales y tranquilas.
¿No era eso lo que también él hacia finalmente? Vivir en una ficción, en la ficción de la vida que no había elegido, rodeado de la gente que no había elegido, padeciendo las consecuencias de actos que no había cometido... ¿o si?
Costa, trepado a la escalera, creyó que enloquecería. Quería gritar, quería llorar hasta rasgarse la garganta pero era observado desde abajo por algo o alguien y no se lo permitió.
Reparó la gotera y se retiró.
El 31 de Octubre Costa volvió al lugar. Había tormenta, de esas que no se ven todos los días y allí estaba la gotera y el pasillo adornado con papeles de color naranja y telas de araña hechas de algodón por Halloween lucia ciertamente aterrador.
El piso se encontraba totalmente cubierto de agua y los charcos se acumulaban aquí y allá. Un constante ruido se hacia eco en medio del pasillo, las gotas cayendo con fuerza y constancia interminable desde el agujero en medio del techo.
El hombre sintió una extraña frustración al ver que el resultado de todos sus esfuerzos estaba reducido a cero, pero esa emoción fue rápidamente suprimida. Como tantas otras que había sentido a lo largo de su vida, como aquellas gotas de agua que eran únicas en los cortos segundos que tardaban en caer para fundirse con los charcos para formar parte de ellos.
Costa regresaba después de discutir con su esposa, quien no podía entender que aquel hombre prefiriese ir a arreglar una gotera en ves de permanecer en casa con ella y su futura hija y sentía en su interior un vacío difícil de explicar. La discusión resonaba en sus oídos. Las palabras enfurecidas de su esposa... él sabía que tarde o temprano aquello sucedería y lo había estado evitando con escapadas largas de trabajo, quizá incluso provocándolo con sus acciones. No tuvo que pensar mucho para entender que también allí sucedía lo mismo.
La gotera, la habían dejado sin prestarle atención durante tanto tiempo que ahora ya era casi imposible repararla. Costa caminó entre el agua, humedeciendo sus pies. Un frío helado le recorrió por las piernas, subiendo como un insecto molesto hasta su cintura y su espalda. El pasillo parecía aún más frío que antes.
Pero un hombre debía hacer lo que un hombre debía hacer, y no podía llamarse tal si no era capaz siquiera de darle arreglo a una simple gotera. La escalera descansaba donde siempre. Pero el pasillo lucía extraño. Era algo en el ambiente, como un olor desagradable o los muebles cambiados de lugar en la casa materna. Esa extrañeza le hizo girarse varias veces para encontrarse con un pasillo vacío. Pero entonces...
Costa caminó y escuchó como claramente sonaban pasos tras él. El agua acumulada en el piso llegaba hasta sus tobillos y con cada nuevo giro que daba estaba seguro de percibir ese movimiento detrás de él. Parecía que alguien mas caminara a su lado.
Costa gritó mientras que gotones de agua continuaban cayendo hasta el suelo para reunirse con la que ya estaba estancada allí. "Estancada... estancado" pensó.
Dio nuevos pasos hacia adelante y volvió a escuchar pasos detrás de él. Se giró y corrió y pasos sacudiendo el agua se escucharon con claridad detrás de el. Era como si hubiera alguien detrás de él, pegado a su espalda, como si le estuvieran jugando una macabra broma de la que él no quería ser partícipe pero de la que no podia escapar.
Un miedo helado, tan helado como aquel pasillo, le recorria las entrañas mientras se giraba de un lado para otro en un vano intento de librarse de aquella pesadez que lo embargaba. Era la sensación de tener en la espalda una mochila húmeda que se extendía por su espalda hasta cubrirle el pecho y descender por su estómago y trepar por su cuello.
Costa no entendia lo que sucedia, pero parecia que las cosas del liceo tuvieran más presencia aquella noche del 31 de Octubre. Le costaba respirar, mientras el ruido de la lluvia se tragaba todo lo demás y la gotera continuaba su incesante llenar de agua el pasillo Costa entendió cosas sobre sí mismo que nunca antes había imaginado.
Que también él escapaba, que también él ignoraba los problemas. Que había creído ser capaz de solucionar cosas pequeñas mientras escapaba de las grandes batallas, hasta que su cobardía lo había hecho incluso incapaz de resolver las cosas pequeñas. El agua que rodeaba su cuerpo y se extendía por el pasillo le hizo pensar en las lágrimas que puede derramar alguien que no estaba acostumbrado a llorar. Alguien que no había llorado en mucho, mucho tiempo.
"El pasillo del agua", pensó dando nombre a ese lugar mientras caía de rodillas al suelo.
Levantó la mirada, pero esta ves ya no estaba solo.
Seguía habiendo alguien detrás de él, pero a su alrededor decenas de figuras difusas se encontraban paradas observandolo. Eran sombras redondeadas cuya oscuridad se mezclaba con el agua como el barro o la tierra podía hacerlo. Costa sintió el gran peso de aquella invisible mochila y como si sus prendas y su piel fueran desgarradas por semejante cantidad de carga. Sus piernas y sus brazos temblaban sin parar. De su garganta surgían toses incontrolables, agua surgía de la comisura de sus labios y de su nariz. Sintió algo indescriptible, como si de repente estuviera dando a luz. Un absurdo impensable, tan absurdo como esas sombras informes que lo rodeaban, como esa figura alta y sombría que se elevaba tras él. Costa gritó. Costa lloró. Y con cada nueva lágrima que caía sobre el agua para formar parte de ella, sentía que ese peso sobre él se iba aligerando. Cada ves más, hasta que el temblor de sus piernas y brazos se detuvo y Costa con el rostro enrojecido y la cara surcada por grandes lagrimones logró incorporarse. Donde antes había estado arrodillado había una mancha negra adoptando aquella misma posición. Y el hombre sintió con una claridad que no lograba siempre que aquella oscura sombra se había desprendido nada más ni nada menos que de su cuerpo. Renovado, con una energía que no había sentido en mucho tiempo, Costa retrocedió entre el charco del piso y se alejó del lugar casi corriendo, para no regresar jamás.
En medio del pasillo en el que retumbaba el eco de una gotera incesante la sombra que había quedado donde estaba el cuerpo de Costa se levantó y se giró. Frente a ella había otra sombra, una alta y delgada, la misma que antes había estado detrás del Costa hombre. Aquella sombra alta se le acercó y se dio media vuelta para que la sombra más nueva se trepara en su espalda y al hacerlo aquel bulto de pura negrura pareció disminuir de tamaño pero aumentar su grosor, volviéndose una sombra un poco más redondeada e informe, tal y como las otras que la rodeaban. Y allí permanecieron, inmóviles mientras las gotas de agua continuaban su eterna caída desde la negra noche de un cielo tormentoso, hasta el oscurecido suelo de un liceo empapado.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top