Los que leen por la noche
El crimen había sucedido durante el día, pero aquella asesina no se movió de allí hasta las últimas horas de la noche. Durante el tiempo, lento e insidioso, que había transcurrido desde la muerte del doctor Mortimer Plague, la mujer que había sido hasta entonces su casera, se mantuvo sentada en el piso con la mirada perdida en la nada de una pared color caqui.
No se movió más que para posar sus ojos en la mano anormalmente deformada que el cuerpo muerto de Plague elevaba al cielo como pidiendo piedad o quizá venganza.
Rota, así le había quedado la muñeca y al menos dos dedos. Al igual que el resto de su cuerpo viejo, tras ser empujado y rodar por la escalera.
Miriam, su ex casera (¿para qué seguir considerándose así si la sangre del hombre manchaba el piso de madera como una espesa pintura escarlata, surgiendo de su cabeza?) tenía la espalda apoyada en la pared y manchas de sangre le cubrían el rostro y las manos. No eran muy grandes, apenas perceptibles, pero aún así se sentía sucia.
Cuando por fin entendió que estar cerca de aquel hombre muerto era lo que generaba esa sensación, logró romper el hechizo que la tenía inmóvil y ahogando una bocanada de aire se levantó usando la pared contra la que se apoyaba para sostenerse. Creyó que en una situación así comenzaría a vomitar, incluso esperaba las arcadas, pero nada sucedió.
Se paró y con esfuerzo se sostuvo. Se giró y no hizo más que dedicarle una mirada rápida, fría, y cargada de odio, al cuerpo muerto que reposaba al pie de la escalera todavía vestido con esa bata marrón que solía usar en la casa.
Abrió la puerta y se fue dejándola abierta. Se encaminaba hasta la comisaría más cercana. Tenía una leve idea de donde se encontraba, pero al salir a la calle se sorprendió y desorientó momentáneamente. Recordaba haber despertado con las primeras luces del sol en la cama que usaba en la casa del doctor Mortimer Plague, en el cuarto de invitados. Limpiar la casa, hacer las compras, preparar el almuerzo. Sus actividades se sucedieron en la memoria como las fotografías de una cámara con la misma frialdad incluso que esas sonrisas y miradas eternizadas en el tiempo sin haber sido consultadas.
Y Mortimer siempre allí. Observándola y entrando a la sala repentinamente, cuando ella se encontraba en cuclillas o agachada limpiando. O bien con sus manos ocupadas y entonces aquel hombre se le acercaba lentamente... rozaba con sus manos marchitas las caderas de Miriam. Fingía que nada sucedía y se alejaba susurrando halagos que ella odiaba escuchar.
Le había pasado otras veces antes, ahora que lo pensaba los hombres en su vida podían perfectamente ser imitaciones de aquel Mortimer Plague. Desde su padre ya fallecido hasta sus desagradables amigos, o incluso los propios compañeros de colegio y escuela. Todos eran distintos, pero en cuanto posaban en ella sus ojos y dejaban de verla como persona para verla como un mero objeto de placer, se convertian en lo mismo.
Cuando comenzó a pasarle con Plague Miriam se dijo que lo mejor que podía hacer era permanecer inmóvil y apretar los dientes en espera de que terminara. El doctor Plague le daba casa, comida, trabajo y dinero. Él era un hombre reconocido. Y ella una inmigrante que debía ahorrar para enviar algún dinero a su madre sola en Venezuela. Podía soportarlo, estaba segura.
O eso creía. Pero cuando lo había visto allí, salir del cuarto de invitados que le había prestado, salir con una prenda de ropa poco oculta entre su bata, salir dejando mal cerrado el cajón (ese donde guardaba la ropa interior de su hija pequeña, Mariel), ya no pudo controlarse.
Corrió. Corrió contra él, gritando, y allí todo se borraba. Era difícil recordar, había un vacío que devoraba las imágenes sin desaparecerlas pero mezclándolas como un puzzle de piezas que no encajan. El doctor Plague al pie de la escalera. Su mirada sorprendida, como si se preguntara "¿qué?". Luego despatarrado en el suelo con las rodillas separadas a cada lado como palitos partidos en dos que no llegan a partirse del todo. Su bata de estar, abierta sobre el piso de madera y la alfombra. Un brazo bajo su cuerpo delgado, oculto, y el otro elevándose por sobre su cabeza y la muñeca cayendo sin fuerzas como si señalara algo con los cuatro dedos viejos y finos. Muerto. Y aún así tan desagradable como en vida.
¿Cuánto había pasado desde entonces? Afuera la noche reinaba, con las personas bien vestidas recorriendo la acera a ambos lados y vehículos veloces transitando de aquí para allá. Las tiendas y los comercios cerrados (a excepción de los 24 horas) y los bares y boliches abriendo apenas sus puertas. A esta hora su hija estaría ya preguntándose por su mami, seguramente. Claro que su "mami" no era su verdadera madre. Pero Miriam no podía arriesgar. Entrar a ese país había sido difícil con su pequeña de tres años, por lo que no le quedó más opción que dejarla a cargo de una vieja tía que tenía. Ella podía cuidarla y lo hacía bien, dejando que Miriam la viera cada tanto además. No le gustaba la forma en que la niña llamaba mamá a la tía y cada vez más ignoraba a Miriam, pero era lo que había. La insistencia de Mortimer para que la trajera consigo le había hecho desconfiar y ahora sabía que había hecho bien en no llevarla.
Como fuera, era probable que no viera a la niña por un buen tiempo después de que se entregara. Pero por otro lado, nadie tenía que enterarse de que ella tenía una hija. La tía la cuidaría, de eso no cabían dudas.
Miriam avanzaba por las calles sin saber muy bien hacia dónde ir. Lo hacía por inercia, casi como por instinto. Buscaba en su mente ubicaciones pero dentro de los sitios que un inmigrante necesitara conocer las estaciones de policía no ocupaban un puesto relevante.
Más valía esquivarlas que buscarlas.
A su lado la gente pasaba riendo y apresurándose en llegar quien sabe a donde.
Por fin un edificio de grandes paredes antiguas y una imponente entrada con dos leones de roca al pie de una gran escalera le indicó que había llegado y la subió extrañamente decidida.
Cuando movió la puerta giratoria y hubo dado unos pocos pasos en su interior se percató de que realmente no se encontraba en la comisaría.
Los pisos de pulcro azulejo y los altos techos bajo los cuales se extendían estanterías de madera repletas de libros fue la pista principal.
Las mesas de caoba equipadas con sillas y pequeñas lámparas encendidas sobre ellas. Las escaleras de caracol que daban a un segundo piso que en apariencia contenía más estanterías con libros. La luz, que iluminaba por zonas, como ahuyentando a las sombras sin negarlas, en una danza de extraña seducción.
Miriam había entrado confundida a una biblioteca. Una que abría por las noches.
Su primer instinto fue retroceder y salir de allí. Regresar a la calle, buscar un taxi o alguna indicación. Ir directo hacia las fuerza de la ley para confesar que había asesinado a un hombre y esperar condena, tal y como se lo dictaba su estricta educación religiosa y un sentido de la moral que no permitia ser desafiado.
Luego lo pensó mejor. Fue más que un pensamiento, una sensación repentina que destelló en lo más profundo de su pecho como si de una certeza ineludible se tratase.
La combinación de ver aquellos libros, estanterías sólidas que los contenían, miles y miles de letras en los largos pasillos que se extendían hasta perderse de vista. Miriam se sintió llamada por el destino. Sabia que no podia haber entrado en ese lugar de casualidad, tenía que haber un motivo, una fuerza, algo, que escapara a ella y la estuviera guiando.
Su moral y convicción eran firmes, no negaría que había cometido un asesinato, pero al mismo tiempo tampoco sentía ya esa urgencia de la entrega. ¿Por qué no se merecía ella un poco de tiempo para sí? Frente a los actos terribles, ¿no correspondía un momento de reflexión?
Caminó un poco por la estancia. Las mesas de madera invitaban a sentarse en ellas y usar las numerosas lámparas para pasarse horas de larga y tendida lectura. Sillas recubiertas de un llamativo cuero que parecia mullido se extendian todo a lo largo de las mesas. Al observarlas Miriam se percató de que estaban ocupadas, antes no lo había visto así, pero ahora que miraba atentamente sobre el extremo de la mesa que tenia mas lejos habian dos personas que la observaban fijamente. Pensó por un segundo sostenerles la mirada, pero el sentir que invadía su espacio hizo que no pudiera. Obtuvo mejor resultado adentrándose entre las altas estanterías que tenía a su derecha y allí observar los tomos de los libros que la rodeaban. No era una gran lectora, ni lo había sido nunca, pero igualmente intentó reconocer alguna de aquellas obras. Los títulos sin embargo resultaban extraños.
"William H. Rouges", "Waldemar Bermudez", "Winston K. Krawler" y así, tanto arriba como abajo de la estantería en el lomo de aquellos libros estaba escrito lo que debería ser el título y que sin embargo eran los nombres y apellidos de personas. Solo por curiosidad tomó uno.
—Washington López —leyó en su cubierta de tapa dura y ancha. El autor, sin embargo, no aparecia por ninguna parte.
—¿Interesada en los libros? —preguntó una voz repentina que la sacó de su concentración. Una anciana de cabello canoso pero abundante estaba parada casi a su lado. Sonreía quedamente y la miraba fijamente a sus ojos.
—Eh... si. Necesito pensar un poco —dijo Miriam controlando la repentina sorpresa.
La anciana vestida con una elegante camisa floreada y un pantalón blanco se acercó un poco más.
—¿Cual es tu historia querida? —preguntó con voz suave sin dejar de sonreír pero tampoco de mirarla fijamente.
—No soy una gran lectora. Nunca lo fui. O al menos no lo recuerdo. Pero si me pongo a pensar creo que cuando era niña, me refiero a cuando recién estaba aprendiendo a leer, si me gustaba bastante. Quizá era por ese descubrimiento momentáneo. Mirar una hoja y ver en ella cosas que antes no tenian ningun significado... debe haber sido maravilloso para una niña... —Miriam se interrumpió. Sacudió la cabeza. La anciana a su lado estaba aún más cerca, y ella retrocedió aún con el libro en la mano. ¿Por qué le estaba contando eso a la desconocida? Sintiéndose repentinamente intranquila, decidió que lo mejor seria salir de allí. Pero al darse la vuelta un hombre joven se encontraba parado justo frente a ella.
—¿Cómo te llamas jovencita? —preguntó con una voz grave que no se correspondía con su apariencia.
—Mi nombre es Miriam Marinez. Mis padres no quisieron ponerme segundo nombre. Mi madre lo eligió porque su bisabuela se llamaba así y ella me dijo que la había criado como a una madre. Nunca conocí a mi abuela. Tampoco a mi padre. Miriam me hace pensar en una perla, dijo mi madre alguna vez. En la adolescencia lo odie pero... —nuevamente la joven volvió a interrumpirse. Frente a ella los ojos color miel del hombre joven estaban fijos en los suyos como... como quien observa un libro que desea. Esa atención que solo se le presta a una historia apasionante hizo que Miriam se volteara solo para encontrarse a la anciana mirandola de la misma forma.
Se sintió asfixiada.
—Disculpen —dijo sin importarle ser descortés y pasó al lado del hombre casi empujándolo.
Miró al salir al espacio de las mesas a su alrededor en busca de otras personas pero se le congeló la sangre del cuerpo al ver que en efecto, cinco o seis personas se hallaban parados a pocos metros, todos observando fijamente sus ojos.
Soltó el libro que tenía, que cayó pesadamente en la mesa de madera, y se dirigió hacia la salida. La puerta giratoria que antes había usado para entrar no giró, sin embargo, cuando ella le puso las manos encima.
Se giró porque darle la espalda a esos ojos que la seguían atentamente le daba escalofríos pero fue aún peor ver que todos en la biblioteca estaban inmóviles y observándola fijamente. Algunas de las mujeres sonreían pero otros, como el hombre joven, la miraba con atención de especialista. Miriam se sintió enferma. Se giró y aporreó la puerta con ganas, sin lograr que se moviera ni un centímetro.
—¿De que escapas Miriam? —escuchó que preguntaban a su espalda. Se volteó dando un grito y vio a una pareja que estaban casi a su lado. Él hombre que había formulado la pregunta era de baja estatura y una cámara fotográfica le colgaba del cuello atada con un cordel negro. La mujer a su lado, de apariencia asiática y cabello corto estilo militar la tomó y con ella apuntó a Miriam.
—Maté a un hombre —dijo Miriam sin poder contenerse. El flash de la foto que sacó la mujer asiática despejó momentáneamente su cabeza pero no impidió que siguiera hablando. —Mi jefe desde hace unos meses. Lo odié desde el primer momento que lo vi, pero no sabía que era un verdadero hijo de puta. Un pedófilo. Un cerdo. Lo empujé por las escaleras cuando vi que se llevaba la ropa de mi hija... —Miriam intentó detenerse, dejar de hablar ante la fría mirada de aquella pareja que ahora observaba en silencio, pero no podia. Las palabras brotaban sin control de su parte y cuando más retrocedía más fuerte su voz sonaba —Debo entregarme. Se lo que tengo que hacer, me lo dice mi cabeza, me lo dicen mis tripas, pero al mismo tiempo es como si me dijera que no. Que me vaya, que escape. La mala suerte y la injusticia que viví no me van a servir de nada en un juzgado. Estoy asustada—.
Miriam corrió. Se lanzó contra las estanterías en las que no vió a nadie, escapando de las miradas persecutorias de aquellas gentes extrañas. Los pasillos poco iluminados parecian conducir a más y más pasillos y los libros se extendían a su alrededor en altas y repletas estanterías.
Pasó por los "Guillermo J. Galmes", los "Milton Martins", los "Ope Ni-Shan" y mil nombres más que se perdían entre otros miles.
Se detuvo en una esquina y allí se quedó inmóvil, apoyando su espalda contra la madera de la estantería. Tomó uno de esos libros que tenía a su lado.
"Sarah Mijanovich" era su título y al igual que el otro que había visto no tenía autor.
Lo abrió desesperada, observando a su alrededor en busca de alguno de los extraños, pero no encontró a nadie. El interior del libro contenía una historia contada por la mujer, Sarah Mijanovich y en la portada aparecia un fotografía de ella. Miriam la miró con más atención. Detrás de la joven aparecian estanterías repletas de libros.
—Interesante, muy interesante —dijo una voz a su alrededor y ella se giró asustada. Era un hombre anciano con gafas de montura que sostenia una libreta y anotaba velozmente cosas en ella mientras observaba fijamente a Miriam, como si estuviera tomando apuntes de... de ella misma. La mujer tenía los nervios superados, sin pensarlo se lanzó contra el hombre blandiendo el pesado libro que sostenia como un garrote pero una mano la detuvo. Detrás de ella un hombre negro había aparecida y la sostenia con fuerza de la muñeca. A su lado apareció otro, un blanco de por lo menos dos metros, que le sujetó el otro brazo antes de que ella pudiera usarlo para golpear al negro.
—¡Ayuda! —gritó Miriam cuando se vió sujetada por los hombres.
—Que interesante —volvió a repetir el anciano que anotaba deprisa en su libreta, pasando de hoja en hoja con una velocidad infernal.
Detras de los hombres habian aparecido aún mas personas. Mientras Miriam se debatía en gritos, patadas y gritos la fueron sujetando entre todos levantandola sobre sus cabeza y llevándosela consigo por el pasillo.
—Dejenme, me quiero ir. Dejenme ya —gritaba desesperada la mujer pero sus captores la ignoraban. En su miedo, Miriam vió que se dirigian hacia la puerta, y también observó a la pareja de antes y al hombre joven, entre aquellos que la tenian sujeta.
—Basta. Paren. ¡Ayuda! —volvió a gritar, pero nadie respondió. Por el contrario, los hombres y mujeres que la sujetaban con fuerza, la dejaron sobre la mesa con cuidado y sujetaron con firmeza sus brazos y piernas para mantenerla inmóvil.
A su alrededor Miriam pudo ver, mientras lanzaba alaridos enloquecidos, como decenas de personas de todo tipo la observaban fijamente. Tenian en la mirada el brillo de quien descubre la novedad. Y algunos hasta se humedecían los labios y movían los dedos como si estuvieran pasando las hojas de un libro. Sus gritos desesperados se interrumpían para lanzar datos de su vida, cosas de su pasado, o presente, que no entendía porque las decía pero no podia callarlas.
La anciana de antes apareció entonces surgiendo desde una estantería, con una extraña cuchilla en mano.
—No, no, no. Por favor. Por dios —rogó Miriam al verla y aunque se debatió con fuerza no pudo safarce del agarre.
La anciana, sin dejar de sonreír, se paró a su lado y elevó la cuchilla al cielo. Los hombres y mujeres a su alrededor comenzaron a tironear la ropa de Miriam y con violencia se la arrancaron hasta dejarla desnuda. Entonces, cuando ella esperaba entre llantos, gritos y confesiones incontenibles, que la mujer enterrara la cuchilla en su pecho, está hizo algo mucho peor.
Con cuidado y parsimonia, comenzó a cortar la piel de la cara, pecho, estómago, piernas y brazos de Miriam, arrancando trozos con la afilada cuchilla, y depositandolos encima de la mesa apilandolos uno sobre el otro.
El dolor fue inmenso, pero Miriam no dejó de narrar su propia vida hasta el último minuto. Cuando su cuerpo sobrepasó el umbral de lo humanamente soportable, murió.
La mujer continuó impávida con su tarea y las decenas de personas que rodeaban el cuerpo ahora inmóvil y ensangrentado de la joven siguieron observando fijamente.
—Interesante —dijo el anciano tomando notas.
Finalmente, cuando la mujer hubo terminado de quitar la piel del cuerpo muerto de Miriam, se llevó los trozos a su taller. Pronto aquello serviría de encuadernación al libro que esa noche se estaba escribiendo.La vida de Miriam Marinez, solo disponible para quienes se adentraran en la oscura penumbra y buscarán la biblioteca. Un libro para esos diablillos insistentes, esas gentes, los que leen por la noche.
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