La vieja de la catedral
Se supone que las cosas tendrian que haber sucedido de otra manera, ¿no?
Eso es lo que diría cualquiera que tuviera entre manos una historia como la mía.
Sin embargo, desde lo que pasó he comprobado que aquella repetida frase de que ciertos eventos pueden cambiarnos para siempre, era muy real.
El azar a veces nos marca con su presencia inesperada y nos demuestra que en verdad en este mundo solo somos ocasiones y oportunidades. Nada más, ni nada menos.
Incluso aquellos sucesos que puedan parecer los más extraños y terribles, se rigen por la misma lógica.
La palabra dicha en el momento preciso, el encuentro pautado en un instante y entonces una noche tranquila puede convertirse en la noche de tu vida. O tu muerte.
Así lo aprendí aquel 22 de mayo, un viernes por la noche en la tranquila ciudad de Florida. Un sitio de centro movido y periferia bastante apagada, donde, como en tantas ciudades y pueblos del interior del país, "nunca sucede nada".
Éramos cinco en total, André, Claudia, Esteban, Marina y yo. Viejos amigos de la etapa escolar y liceal, habíamos pautado una salida para ese día con pocas esperanzas de que llegara a concretarse. Ya el encuentro se había propuesto y suspendido varias veces antes por lo que ninguno estaba convencido del todo en que esta ves no fuera a ser igual a las anteriores. El viernes por la noche sin embargo, ninguno envió un mensaje al grupo en el que nos comunicábamos diciendo que <<se le complicaba de alguna forma>> por lo que cerca de la hora me vi bañado y bien vestido marchando hacia el casino en cuyo segundo piso teníamos pautada la cena para recordar viejos tiempos.
Cuando llegué Claudia, Esteban y André ya estaban allí y charlaban animadamente.
Me recibieron con sonrisas y las manos abiertas para un abrazo fraternal del que solo pueden darse verdaderos amigos que se quieren y llevan mucho tiempo esperando verse sin poder hacerlo. Era curioso como en una ciudad tan pequeña las personas podían mantenerse sin encuentros que por meras probabilidades hubieran parecido inevitables. Recuerdo pensar que con lo sobrenatural suele pasar algo parecido.
—¿Marina no venía con vos? —me dijo Claudia sonriente. Se había cortado el cabello rubio que antes dejaba suelto con orgullo y se la notaba mucho más joven.
—A mi no me avisó nada —contesté buscando mi lugar en la mesa circular sobre la que descansaban celulares y manteles pequeños. Por ahora solo habian pedido las bebidas pensé al ver las cervezas destapadas mientras me servía un vaso.
—Quien iba a decir que la misma Marina que siempre molestaba con la puntualidad iba a llegar tarde —André y su acento francés no habian cambiado en lo más mínimo me dije al momento. Así como tampoco su excelente memoria, pues tras decir aquello recordé que Marina cuando joven solía molestarse mucho si alguien llegaba tarde a una cita con ella, fuera del tipo que fuera. Ya con quince años era la clase de persona que llegaba hasta media hora antes a todos lados, y ahora con más de veinte, parecía haber cambiado.
El paso de los años no nos mantiene a todos iguales, pensé.
—Le voy a escribir solo por las dudas —dije, en vista de que nadie más iba a hacerlo y tras enviar un mensaje corto me dediqué a ponerme al día con mis viejos compañeros.
El segundo piso del casino se encontraba bastante repleto, como era esperable en un viernes por la noche. Sonaba a lo lejos una suave canción de moda y el ambiente era cordial y bastante tranquilo cosa que a todos nos gustaba y motivo por el cual habíamos elegido ese sitio en primer lugar.
Los minutos entre charlas y risas fueron pasando pero yo notaba cierta intranquilidad que crecía, quizá incluso dentro de mi, a cada momento que pasaba. Era como estar cerca de alguien que nos cae mal. Intentábamos actuar normal, como si nada pasara, pero la tardanza de Marina ya se estaba convirtiendo en algo preocupante.
No respondía mensajes de su celular y entre charlas se colaba alguna mirada hacia la puerta del ascensor o hasta la escalera por la que esperábamos verla llegar en cualquier momento.
Cuando la mirada se desviaba y regresábamos a la conversación había un toque de cierta pena en los ojos. Puede parecer exagerado, al menos solo por una demora de pocos minutos, sin embargo así era y después de lo que sucedió esa misma noche no puedo evitar pensar que quizá todos estábamos conectados de alguna manera. Tal vez entonces ya sabíamos que algo malo le estaba sucediendo a nuestra amiga.
—Por fin —gritó André con poco disimulo y tanto nosotros como algunas personas de otras mesas voltearon para ver a la mujer bajita de cabello corto recogido en un moño que entraba en el salon.
—Marina —dijo la sonriente Claudia. Nos apresuramos a saludarla y hacerle un lugar en la mesa.
—Pensábamos que te habías olvidado —se escuchó entre movimientos para ubicarla en su silla.
—¿Por donde te perdiste? —agregué junto a una sonrisa.
Lo que pasó entonces lo tengo gravado en mi memoria con una claridad que pocos recuerdos poseen.
Marina estaba allí, sentada, y de repente sus ojos castaños se quedaron fijos en la mesa. No respondió. Al principio creí que quería algo para tomar, incluso le acerque un vaso que serví rápidamente, pero no lo tocó. A simple vista no parecia moverse en lo más mínimo pero entonces vi que una parte de su cuerpo se sacudía levemente de forma casi imperceptible. Sus hombros descubiertos por el vestido azul cielo que traía puesto se movían como si en la habitación hubiera una ventana abierta que dejara entrar el viento del frío invierno. Temblaba.
—¿Mary? —pregunté, tras cruzar miradas serias con los demás. Todos la miramos y luego a nosotros para regresar rápidamente a ella. Estoy seguro de que varios pensamos lo mismo, a nuestra manera. Pero no, ella no tenía ninguna herida, ni sangre, ni marcas ni tampoco tierra o nada que hiciera pensar en que la habian atacado de alguna forma.
—Hay que llamar a... —comenzó André pero se interrumpió.
—Yo...—dijo de repente y la frialdad en su voz fue algo inesperado. Marina, la más joven de nosotros, con una voz dulce de un tono bastante bajo, siempre se había caracterizado por ser la más niña de todos y eso incluía su voz animada. —Yo no quería... —y entonces rompió a llorar llevandose las manos a la cara y llamando la atención de todos en el lugar con su fuerte llanto.
—Tranquila —atiné a decir, sin saber exactamente qué hacer. Le pasé un brazo por los hombros mientras la levantaba de la silla —Esta bien, contanos ¿que pasó? —insistí llevandomela del lugar rumbo al ascensor mientras los demás me acompañaban.
—¿Que cosa no querías? ¿Alguien te hizo algo? —inquirió Claudia alcanzandonos. De reojo vi a André dejando dinero sobre la mesa mientras Esteban levantaba las prendas que habíamos dejado en los respaldos de las sillas.
—Yo no quería... —volvió a decir Marina entre sollozos cortados. Parecia estar ausente, como si no supiera bien donde se encontraba o como ordenar las ideas.
—Pasé por la catedral para llegar... llegar más temprano y estaba ahí. Me pedía monedas, me insistia y no me dejaba... pero no quería insultarla...—habíamos llegado al ascensor y presioné el botón para llamarlo.
—¿Te robaron? —le pregunté creyendo por su relato que eso había sucedido.
—Me seguía —respondió en voz baja cubriéndose de nuevo la cara roja de llanto con las manos. —Me seguía a todas partes —agregó con un tono de miedo primitivo como el que adoptamos para hablar de lo desconocido y terrible.
El moño de su cabello cayó a sus pies y Claudia lo levantó rápidamente guardándolo en su cartera.
—¿Quien? —preguntó poniéndole una mano en los hombros. Un pitido anunció que el ascensor había llegado a nuestro piso y las puertas se abrieron de par en par. Marina lanzó un grito terrible que me heló la sangre y con una fuerza que no le creí posible se soltó de mi agarre y primero retrocedió hasta chocar su espalda a la pared para luego señalar al hueco vacío del ascensor.
—¡Es ella! ¡Es ella! —gritaba a la nada. Poco a poco comenzó a dar pasos hacia la derecha y se encaminó por el pasillo rumbo a las escaleras sin despegar los ojos del ascensor, como si estuviera siguiendo a alguien, o algo, con la mirada. Parecia enloquecida, con su cabello revuelto y la vista desencajada, mientras señalaba por momentos y lanzaba chillidos repentinos como si no encontrara las palabras que quería pronunciar.
—Perdón —murmuró cuando el llanto se reanudó —No quería... yo no quería insultarte —habló a la nada frente a ella.
—Mary, ¿que pasa? —preguntó André. Esteban, Claudia y yo lanzamos una mirada extra al ascensor, que seguía tan vacío como el primer momento en que sus puertas se habian abierto. Luego nos fuimos acercando a Marina, tan lentamente como ella retrocedía por el pasillo pues temíamos que la pudiéramos asustar si hacíamos algo repentino. Estaba claramente en estado de shock y no podíamos permitir que se lastimara.
—Llama a emergencias —murmuré por lo bajo a Claudia, quien buscó el teléfono en su cartera, visiblemente alterada por los nervios.
—Déjame en paz —gritó de repente Marina y se dio media vuelta para lanzarse a la carrera. Esteban fue el más rápido en reaccionar y también en llegar a su lado. La sujetó con cierta violencia cuando Claudia lanzó otro grito repentino y nos hizo girarnos hacia ella. Su cara estaba blanca y tenía la mirada fija en medio del aire, como si viera algo que nosotros no.
—¿Quien es usted? —preguntó de repente señalando a la nada frente a ella. —¿Señora? —agregó con dudas. Yo observé que en la mano con que señalaba no sostenía el teléfono que antes buscaba sino más bien el moño para el pelo que a Marina se le había caído. No supe qué idea se me cruzó por la cabeza, pero me aproximé y se lo quité de las manos en un solo movimiento. Cuando mis dedos tocaron aquel pequeño moño rosa, de inmediato la vi. Parada a poco menos de un metro, de espaldas a mí, era visible la figura encorvada de lo que parecía una mujer vestida con harapos y prendas viejas. Una gran joroba destacaba en su espalda y se movía a pasos lentos, algo tambaleantes, hacia Marina y Esteban. Iba descalza y sus brazos largos y delgados apenas se movían a su costado con cada nuevo paso que daba. Allí donde se le podía ver algún resquicio de piel se notaban las arrugas.
—Se... ¿Señora? —llamé, pero pareció no escuchar. El cabello gris y greñudo le caía a los costados y solo verla de espaldas me producía un malestar indescriptible.
—Chicos, ¿qué les pasa? —Esteban nos miraba aun sosteniendo a Mariana, que seguía llorando y comenzó a retorcerse en sus brazos mientras intentaba retroceder. —Déjame, ¿no ves que ahi viene? Soltame —rogaba desesperada. André se acercó a mi e imitó lo que yo había hecho. Con el moño en su mano, abrió sus ojos como platos y hasta retrocedió un paso. Ahora frente a mi solo estaban Esteban y Marina pero sabía que a los ojos de André había alguien, algo, más en ese estrecho pasillo.
—Chicos... —insistió Esteban que sin quererlo estaba retrocediendo por la fuerza que Marina ejercía.
—Soltala —dijo André de repente y le arrebaté el moño solo para ver que la señora estaba muy cerca de ellos, al alcance de una mano, para ser más claros. Mano que de hecho levantaba y estiraba hacia Mariana. Esta se zafó en un último segundo y se lanzó a correr por el pasillo, llegando a las escaleras y perdiéndose de vista. La mujer sin embargo no desapareció. Continuó su lento pero incesante andar, siguiendo el mismo camino que Marina, como si no le preocupara la velocidad con la que esta había escapado o el rumbo que tomaba.
Como si estuviera segura de poder alcanzarla de cualquier forma.
—¡Seguila! —le dije a Esteban que nos miraba desorientado, mientras me daba media vuelta para regresar al ascensor. Pensé por un segundo correr detrás de ella, pero el mero hecho de pasar al lado de la espectral mujer me resultaba insoportable. Su lenta figura, encorvada y cubierta de harapos negros que se sacudían con cada paso me producía tal repulsión que no podia acercarme. André y Claudia me siguieron y en unos segundos estuvimos bajando hacia el primer piso, con el moño de Marina aún sujeto firmemente en mis manos y el miedo instalado en la boca del estómago.
Abajo el rastro de nuestra amiga se había perdido. André corrió hacia las escaleras a ver si aún no había descendido pero se detuvo antes de subir, quizá pensándoselo mejor, y solo se limitó a esperarla frente a ellas.
Yo con el moño en la mano me giré en busca de Marina o en última instancia de la tétrica anciana pero no había ni rastros de las dos.
—Gracias, muchas gracias —escuché que decía Claudia mientras se alejaba de uno de los guardias del casino y se acercaba a nosotros.
—Me dijo que habían visto a una mujer muy alterada que se fue corriendo. Un hombre bajo las escaleras y la corrió detrás. Fueron por la izquierda.
Salimos entonces a la calle céntrica en plena noche. Los coches iban a paso lento frente a nosotros, mezclando cada tanto bocinazos rápidos. Nosotros avanzamos a paso ligero siguiendo el camino que supuestamente había recorrido Marina con Esteban detrás.
Por dentro rogaba que él pudiera darle alcance otra ves, pero al mismo tiempo había algo que me decía que aquello podía ser peor. Esteban no había visto a la señora que perseguía a Marina, no sabía de su existencia, y por lo tanto podía intentar retener a nuestra vieja amiga sin saber que una mano decrépita de largos y huesudos dedos podía estar a punto de alcanzarla.
Como si con aquel pensamiento la hubiera llamado, mi vista se fijó en la lenta figura que avanzaba entre la multitud por las veredas poco transitadas.
Era ella, y siguiendo su rumbo con la mirada pude ver que a lo lejos Esteban corría detrás de la que seguramente debía ser Mariana que iba a toda velocidad hacia algún rumbo desconocido.
—Allá —gritó André que entonces también los había visto.
Siguiendo mi indicación cruzamos a la otra acera y pasamos corriendo a toda velocidad a varios metros de la mujer que solo era visible para mi. Sabía que no debía, pero no pude evitarlo. Me volteé solo para verle el rostro.
Sus rasgos no eran nada fuera de lo común. El cabello gris enmarañado seguía haciéndola parecer tétrica pero solo eso, y a simple vista no dejaba de parecer una mujer vieja mala vestida y algo descuidada. Fue en ese segundo en que ella volteó la cabeza hacia mi y con unos ojos color azabache me miró directamente, entre toda la multitud, y la inexpresividad de su mirada me transmitió un frío que me heló la sangre.
Aquella mujer que podía haber sido cualquiera, tenía los movimientos y el cuerpo de una anciana, pero la fría mirada sin alma de un ser que no podía ser humano.
Corrimos con más ímpetu, yo a la cabeza y sintiendo ya el cansancio de un trote para el que no estaba preparado.
Nuestros pasos nos llevaron por la senda de la farmacia y desde allí bajamos por Acevedo hasta el hospital, desde donde doblamos rumbo a la plaza Independencia y cuando llegamos hasta ella nos encontramos con que Esteban por fin había dado alcance a Marina.
—Ayudenme por favor... yo no quería hacer nada...—escuchábamos que decía entre sollozos. Estaba tirada en el suelo, con las manos apoyadas en el asiento de un banco de madera.
—¿Se puede saber qué pasa? —preguntó Esteban acercándose a nosotros. —¿Llamaron al hospital?
—Si —mentí —Algo le pasó a Marina eso está claro —dije porque si podía evitar que mi amigo se involucrara más en esa terrible situación lo iba a evitar.
—Tranquila, vas a estar bien —la consoló Claudia sentándose a su lado.
Al verlas entendí que yo sabía tanto como ellas acerca de lo que estaba sucediendo y que realmente no tenía ni la más mínima idea de lo que debería hacerse.
—Mira —le dije a André, esperando que comprendiera que mirar significaba "vigilar", mientras le entregaba el moño para el cabello. Lo tomó con reticencia y comenzó a pasear la vista por las cuatro esquinas de la plaza intentando ver todos los lugares desde los que podía llegar aquella aparición que nos seguía.
"No" me corregí, "No a nosotros, sino a Mariana".
Aquello me dio una idea.
—Mary —dije acercándome a ella. —Concéntrate por favor, tenemos que saber qué pasó.
Ella no paraba de llorar y cubrirse el rostro con las manos.
—Mariana —insistí. —¿Que sucedió exactamente? —pregunte girándome hacia André que cuya vista iba de un lado de la plaza a otro.
Me lo imagine allí, observando las cuatro esquinas, sin saber desde cual de ellas vería aparecer aquellos ojos sin expresión y aquel cabello gris enmarañado.
—Estaba... acá. Venía a la comida y entonces pasé por acá y la vi. En la catedral —dijo señalando la enorme catedral que se encontraba justo al frente de la plaza. Un vestigio arquitectónico de otras épocas, con sólidos muros de roca y una campana en la más alta de las tres torres que la constituían. En la noche se veía sombría sin embargo, y daban pocas ganas de entrar.
—¿Y entonces? —quise saber.
—Me pedía monedas... mo... monedas de plata y le dije que no... que era una vieja de mierda. Que me dejara tranquila. Y cuando me di vuelta... me estaba siguiendo. Grité pero nadie me ayudo. Y entonces corrí pero ella aparecía siempre y...
—Ahí viene —dijo la voz de André alterada. Nos miramos. Los dos estábamos aterrados.
—Monedas de Plata —dije sin saber donde conseguir algo como aquello.
—No, no, no —repetía Mariana entre llantos renovados. Recordé que ella la veía sin necesidad del moño, y me imaginé aquel cuerpo avanzando lento pero firme hacia nosotros sin que pudiéramos saber en qué lugar exacto se encontraba. Esos ojos carentes de toda vida. "Monedas de plata" pensé.
De repente la idea vino a mi.
—Cuídenla —dije mientras me levantaba y corría hasta la fuente del centro de la plaza.
—Claudia, ayúdame a buscar —le pedí e inmediatamente nos pusimos a mirar el fondo de la fuente. Como en todos lados, estaba repleto de monedas brillantes de todos los tipos y valores. Había doradas, de las modernas, y color acero de las más viejas. La fuente era tan antigua como la plaza o más, y por lo tanto encontrar algo allí iba a ser muy difícil.
—Chicos —gritó André que retrocedía hacia Mariana. No sabía lo que veía pero claramente lo aterraba. Y estaba más cerca.
—Mary, vení, vamos —insistía Esteban pero Mariana no se levantaba ni daba muestras de entender que sucedía. Parecía rendida al miedo y totalmente en shock.
El agua helada de la Fuente me salpicaba hasta el pecho de la camisa mientras recogía entre su fondo buscando una moneda que fuera de plata, sin saber en verdad si aquello serviría de algo. Claudia hacía lo mismo por su parte pero tampoco la encontraba.
—No te acerques más —gritó André y al girarme vi como intentaba darle un golpe al aire. El resultado fue que salió volando como si lo hubiera golpeado una terrible ráfaga de viento. Fue a caer un metro a lo lejos y quedó tendido boca abajo en el suelo.
—Si —dijo Claudia y me giré para comprobar que sostenía entre sus manos una moneda plateada. Era redonda y grande, quien sabe que tan antigua. No reconocí su diseño y por lo que veía valía céntimos o alguna de esos valores que ya no se utilizaban.
Corrió con ella hasta donde se encontraba Marina conmigo siguiéndola de cerca.
No saber donde se encontraba la señora me produjo un escalofríos incontrolable. ¿Cuanto tiempo nos quedaba?
—Mary, dásela —dijo alargando la mano hasta nuestra amiga que levantó la mirada.
Entonces fijo la vista en Claudia y luego en algo, detrás de ella, que le hizo dar un alarido de puro miedo mientras abría los ojos de par en par.
Fruto de ese terrible encuentro le quitó la moneda de la mano a Claudia y la lanzó hacia adelante.
—Llévatela —dijo y volvió a cubrirse la cara con las manos.
Yo esperé ansioso a que sucediera algo más. A que ella o todos nosotros saliéramos volando de repente, quizá, pero nada de eso paso.
La moneda sin embargo pareció hacer una voltereta en el aire y de repente desapareció como si alguien se la hubiera guardado en un bolsillo.
Los segundos fríos dieron paso a los lentos minutos y entonces Esteban nos insistió en llamar a las emergencias, al mismo tiempo que nos preguntaba que le había pasado a André. Él estaba de espaldas cuando había salido volando, por lo que no había enterado de nada.
Finalmente así lo hicimos y cuando la ambulancia llegó André ya había recuperado la consciencia aunque se lo veía adolorido y se lo llevaron para estudiar posibles contusiones.
Marina parecía estar sin heridas, pero su llanto no se detenía y la sedaron mientras intentaban averiguar que había pasado.
—Un miedo terrible —fue mi respuesta.
Meses después el grupo se juntó alguna vez ocasional. Para ver a André en el hospital y animarlo un poco. Para intentar charlar de lo que había pasado sin éxito. Y sobretodo porque sentíamos que después de ese momento éramos parte de algo mucho más grande.
Y también claro, para compartir información sobre Marina. Su llanto nunca se detuvo del todo. La fueron cambiando de salas, y de hospitales.
Paso en manos de psicólogos, neurólogos, y finalmente psiquiatras que la medicaron y trasladaron a un hospital mental en la ciudad. Su mente había quedado demasiada afectada por lo vivido y al recordar cómo abrió los ojos de par en par antes de arrojar esa moneda no dudó que lo que vio a solos centímetros de su rostro pudo haber sido la fría mano de la muerte.
La última ves que la visite, cosa que hacíamos muy seguido, la encontré charlatana y hasta risueña. Hablamos de todo un poco y recordamos los viejos tiempos. Los buenos viejos tiempos. Siempre esforzándome por no entrar en su charla insistente de que una vieja la seguía.
Me estaba por ir cuando ella me pidió que abriera las manos.
—Toma —me dijo mirándome fijamente. —Por si vuelve a buscarlo —agregó dejando el moño rosa para su cabello en mis manos abiertas.
—Te lo doy, por una moneda de plata —y comenzó a reír sin detenerse, al punto de que cuando me aleje aún podía escuchar el eco de su risa siguiendo mis pasos muy de cerca.
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