La muñeca negra

Habíamos encontrado la caja en casa de mi madre. Estaba en el pequeño desván repleto de objetos inútiles y viejos recuerdos que con el paso de los años se habían ido acumulando. Mi santa madre, que en paz descanse, comenzó a coleccionar una cantidad de cosas antiguas a raíz del fallecimiento de mi padre. Al principio lo había hecho de forma discreta, sin que ninguno de sus hijos se diera cuenta de cómo semana a semana o mes a mes la casa en que vivía sola iba quedando cada vez más pequeña y las cajas y armarios parecían surgir de repente completamente llenos de cosas.
Tarde nos dimos cuenta de que ella tenía un verdadero problema con el asunto de las acumulaciones y las antigüedades, así que mi hermana y yo, tras una larga charla, logramos convencerla de que revisara bien sus objetos y se deshiciera de aquellos que no necesitaba. Mi madre, una mujer razonable incluso a su avanzada edad, así lo hizo y la casa volvió casi a su estado de siempre. Ese orden nostálgico que le recordaba desde mi más tierna infancia y el que evocaba mi memoria cada vez que pensaba en la palabra "hogar".
El mismo estado que tenía ahora, que ella había fallecido pacíficamente al dormir.
La caja, como dije, la encontramos allí. Mi hijo Lucas fue quien nos llamó la atención sobre ella pues estaba repleta de juguetes y apenas la vio comenzó a vaciarla maravillado por lo que veía. Si el fallecimiento de su abuela lo había afectado no lo exteriorizaba fácilmente, pero yo suponia que eso se debía a su corta edad y a que en parte no lograba asimilar del todo que ya nunca podría verla de nuevo.
También yo, quizá atraído por los recuerdos que pudieran haber, me acerqué a darle una mirada pero sorprendido noté que ninguno de aquellos objetos había pertenecido a mi y por lo que podía recordar tampoco a mi hermana. Eran juguetes que en su mayoría lucían muy antiguos y desgastados.
—¿Y esto papi? —recuerdo que Lucas me preguntó, junto a la caja y enseñándome una vieja muñeca con el cuerpo de trapo y un corto pedazo de tela polvorienta que le cubría el rostro como si fuera una máscara-¿Era de la tía Sandra?
Tomé la muñeca entre mis manos sin darme cuenta del todo de que lo hacía. Como si un instinto me guiara a quitarsela a mi hijo. La observé, girándola mientras intentaba recordar si antes había pertenecido a alguno de nosotros pero nada acudió a mi mente. Seguramente era, al igual que todo lo de aquella caja, parte de las antigüedades que mi madre había recogido y que por algún motivo no había querido tirar o regalar.
Era una muñeca llamativa. Hasta rara. Pesaba bastante para tener un cuerpo de trapo y aunque su cabeza era de porcelana no se le caía para el costado ni le quedaba colgando debido al peso de está comparada con la tela, sino que por el contrario permanecía firme y fija, con el rostro cubierto por ese pedazo de tela que alguien con mucho cuidado le había envuelto alrededor. La giré extrañado por ese detalle y con cuidado quité la tela para poder verle el rostro. Sobre una redonda cara de porcelana negruzca lucía una fina sonrisa pintada en negro. Tenía dos pintarrajones rojizos que simulaban unas mejillas sonrosadas pero dado la mugre y el polvo de haber estado allí sin uso durante quien sabe cuantos años, le daba más bien un toque de suciedad y descuido. Y debo admitirlo, algo tétrico.
Lo que más llamaba la atención sin embargo eran sus ojos. Cuando le retiré completamente la tela, y antes de fijarme en cualquier otro detalle, los miré fijamente pues por un momento sentí como si le estuviera quitando la venda a unos ojos que eran capaces de ver.
Estos ojos, a diferencia de sus mejillas y labios no estaban pintados en su pequeña cabeza redondeada. Por el contrario, parecían pegados al rostro, como si alguien los hubiera sacado de otro juguete y los hubiera puesto allí, y sentí que... que un frío viento me recorrió por la espalda en el momento en que observé como esos ojos me estaban mirando fijamente a los míos. La sensación fue pasajera como un escalofrío repentino, pero me obligó a dejar de lado la muñeca pues la incomodidad de sostenerla cerca de mi rostro era demasiado grande. Pensé en lanzarla de nuevo a la caja, pero me arrepenti. Algo en mi interior me decía que era mejor no hacerlo, no quería que mi hijo o mi hija la llegaran a utilizar.
La mejor opción consideré que era colocarla junto al resto de cosas que pensábamos tirar a la basura, así que la arrojé dentro de una bolsa con ropa vieja y sin uso, y luego la llevé hasta los contenedores cercanos.

Mi madre, Mercedes Elizabeth Castro de Solinari, contaba con casi ochenta y dos años cuando la muerte le llegó en la cama que utilizaba desde hacia muchos años, en el piso de arriba de nuestra casa en el centro. Se trataba de una casa que habian adquirido desde jovenes, segun nos contaron alguna vez, y que con esfuerzo habian cuidado y amueblado al tiempo que la expandían hasta darle los dos pisos con que hoy en día se elevaba en aquella esquina de la calle Talvi. El patio, grande y repleto de árboles y arbustos, fue en su momento el orgullo de mi madre.
Mi padre había muerto unos años atrás y aunque creíamos que a su muerte seguiría la de ella, se mantuvo fuerte y logró superar el dolor y continuar con una vida plena varios años más. Criando a los nietos, siendo visitada siempre que se pudiera por nosotros, sus hijos, creo que logramos darle felicidad a esos últimos tiempos que le esperaban. Y sin embargo... recordé entonces un episodio que había estado hasta ese momento olvidado. Perdido en mi mente como un grano de arena en medio del desierto, que solo un fuerte viento puede revelar. De igual forma, el haber visto a esa muñeca me recordó aquel evento.
Era una noche en que pasaba de visita y al llegar encontré que nadie respondía la puerta. Me había extrañado demasiado que mi madre hubiera salido a esas horas (ya que por lo general no solía abandonarla, por temor a posibles robos) así que abrí y me adentré en la casa que tan bien conocia llamandola por su nombre. Nadie contestaba, y yo ya empezaba a preocuparme, pues mi madre no se encontraba en su cuarto, en la cocina o en el baño. Fue entonces que, pasando por la puerta del desván, escuché un suave golpeteo. Me detuve ante la descolorida madera de la puerta y llamé a mi madre, sin obtener respuesta nuevamente. Tomé el picaporte pero de inmediato comprobé que estaba cerrada con llave. Recordé entonces que rara vez mi madre nos había dejado entrar al desván, que por lo general permanecía cerrado por una llave que ella llevaba consigo colgando de un collar en el cuello todo el tiempo. Me estaba alejando cuando, está vez, un sonido mucho más claro y contundente resonó del otro lado de la puerta, en esa habitacion que mi madre usaba como desván para guardar las cosas que no tiraba. Recuerdo que pensé en intentar forzar la puerta, pero me contuve y bajé corriendo las escaleras hasta salir de la casa y llegar hasta la parte trasera, desde donde podia observar la ventana del desván. Era de noche pero los focos alumbraban bastante bien y desde la acera observé hacia la ventana en busca de algún movimiento llamativo. Entonces la había visto. Estaba contra la ventana. Lo que captó mi atención no fue la figura en sí, sino el hecho de que se moviera. Parecia un juguete, una muñeca, que apoyada contra la ventana, una mano movía hacia la derecha y hacia la izquierda, como si me invitara a jugar con ella. Claro que nunca llegué a ver esa mano, pero deduje su existencia puesto que en determinado momento la muñeca cesó su movimiento y tras girarse lentamente hacia donde yo me encontraba, desapareció como si alguien hubiera tirado de ella para esconderla. Lo que más tenía cautivada mi atención era, sin embargo, el hecho de que la muñeca tuviera unos ojos tan realistas que en el momento pareció haber estado mirando directamente hacia donde yo me encontraba, justo antes de perderse de vista.
Cuando me giré para regresar a la casa, me encontré con la sorpresa de que mi madre llegaba acompañada de mi hermana, Sandra. Parece que ambas habian salido a dar un paseo o algo así. Recuerdo que aún nervioso y asustado, pero ya más tranquilo, le comenté la cuestión de los sonidos y la muñeca en el desván, pero mi madre no pareció prestarme mucha atención y dijo que dado la noche y la distancia me pude haber confundido.
No reparó, claro, en que su mano delgada se movió instintivamente hacia el cuello, y sujetó entre sus dedos un rosario que siempre llevaba con ella, junto a la llave de aquel desván.
Y ahora por fin lo recordaba. La muñeca, la misma que habíamos encontrado y que tenía ahora su rostro cubierto por la tela, era la que yo había visto mo... la que había creído ver, moverse en la ventana aquella noche.

Estábamos terminando con la limpieza de la casa, y ya la tarde comenzaba a dar paso a la noche. Los pasillos parecian más largos y oscuros que de costumbre, y quizá fuera porque trabajamos en silencio pero se notaba una tensión e incomodidad en la estancia.
Claramente la presencia de mi madre, que estaba en nuestros corazones pero ya no en su hogar de toda la vida. Yo me encontraba repasando un viejo álbum de fotos que había encontrado en un cajón de la cómoda en su cuarto, empapado en recuerdos, cuando al pasar una de las hojas me topé con un sobre de color amarillento, dentro del que se podia ver un pedazo de papel. Lo examiné por arriba y lei que se trataba de un "testamento a toda la familia de está -mi- casa". Algo sorprendido, pues no sospechaba siquiera que mi madre hubiera dejado un testamento, sentí la tentación de leer allí mismo, pero repasando otra ves su extraño título me dije que era mejor opción compartirlo con mi hermana.
Nuestra idea era permanecer esa noche en la casa pues mañana a primera hora recibiriamos la visita de un comprador interesado. Tomé algunos calzados que ya no serían de utilidad, y junto al sobre salí de la habitacion en busca de mi hermana Sandra y su marido que debian estar ordenando algunas cosas del piso de arriba.
Cuando salí por el pasillo de la cocina directo al living de entrada, me detuve sorprendido.
Los zapatos de mi madre cayeron al suelo, pues la fuerza de mis manos se aflojó, y por poco me voy también yo al suelo. Frente a mi, a poco menos de un metro, había una pila de hojas secas y mugre como formando un círculo dentro del cual se encontraba, acostada, la muñeca de tela que antes yo mismo había tirado a la basura.
Con lentitud me acerqué, temeroso, sin saber porqué puesto que no se trataba más que de un viejo juguete para niños sin uso. Era obvio lo que había pasado, alguno de mis hijos la había visto en la basura, y no habian tenido mejor idea que llevarla de vuelta a la casa y por algún motivo la habian dejado allí, en medio de la sala. Me dije que hablaría con ellos cuando entraran, pero mientras tanto, dejaría a la muñeca nuevamente en la basura donde ahora no pudieran encontrarla. Abrí una de las bolsas y la zambullí en lo más profundo de la misma, a la que luego le hice un nudo y dejé junto al resto mientras me giraba para asegurarme de que nadie me estuviera viendo.
Así era, y suspiré, pues por un segundo, mientras volvia a meter la muñeca en la bolsa, me sentía algo ansioso, como si alguien me estuviera vigilando desde cerca.
—Ya casi terminamos —dijo mi hermana Sandra regresando junto a otras bolsas. —Andá a llamar a los niños, así los bañamos y ya vamos preparando la cena. Estoy cansada y ellos también necesitan descansar.
—Llamalos vos, que nosotros nos encargamos de tirar todo esto —le respondí, haciéndole una seña a su esposo para que me ayudara. Me dije que era por sacarle algo de trabajo de encima a Sandra, pero una parte de mi quería estar bien segura de que esta vez la muñeca se hundiera en lo más profundo del contenedor y desapareciera, como lo había hecho el recuerdo de nuestro lejano primer encuentro.

Nos fuimos a la cama temprano y no dormí bien. Trazos de un sueño, una pesadilla, en la que un montón de gente caminaba en fila de manera ordenada hacia un cajón dentro del cual depositaban basura, arrojando sin cuidado papeles, cáscaras de frutas, ropa vieja y mugre, mientras una voz resonaba mi nombre. Yo era pequeño y llevaba conmigo un pedazo de tela. Caminaba sin quererlo pero sin poder detenerme. No deseaba arrojar ese pedazo de tela al cajón, pero no podia evitarlo y rápidamente mi turno llegaba.
Estaba ya frente al cajón maloliente repleto de basura. Vi que era un cementerio el lugar que me rodeaba. Estiraba mi pequeño brazo para dejar caer la tela. Entonces una mano oscura como la noche me sujetaba por la muñeca y presionaba con sus dedos afilados con una fuerza que me hacia gritar. Queria safarme pero no podia, pedir ayuda, pero no podia.
Y la mano que me sujetaba se movía sin soltarme mientras una figura se elevaba desde el fondo de aquel cajón. Era una negra, una mujer negra, terriblemente demacrada, con los pómulos ensangrentados y dos grandes tajos en los labios hacia derecha e izquierda, pobremente atados con tela. Allí donde debian estar sus ojos, habia solo dos huecos de noche eterna que, yo estaba seguro, me tragarían hasta el alma.
Y entonces desperté. Salvado por la campana, quizá, pues el sonido de mi alarma retumbaba mientras adormilado intenté apagarla. De inmediato miré el reloj en la pantalla del celular. Eran las dos de la mañana y me pregunté porqué habria sonado entonces la alarma. Nos habíamos acostado cerca de la una, así que no tenía sentido pensar levantarse entonces. Pero desde el fondo de mi mente, quizá por efecto del sueño, algo brilló en mi consciencia.
"La muñeca", pensé.
Fue un pensamiento fugaz, incontrolado, como los que ocurren al principio del despertar, pero aunque una parte de mi mente se esforzó por reprimirlo, la otra lo dejó fluir y llegar hasta mi conciencia nuevamente. "La muñeca... ¿está donde la dejaste?"
Aquella duda me hizo helar la sangre. En plena noche, me incorporé y encendí la luz. Mis hijos estaba durmiendo abrazados y bien tapados. Lo miré durante unos segundos para quitarme esa molesta sensación que me asaltaba y entonces, quizá por efecto del reciente despertar, vino a mis recuerdos como un destello aquella carta que había encontrado en el álbum de fotos. El "testamento" que por algún motivo había olvidado compartir con mi hermana. A esas horas tampoco iba a hacerlo, pero la sola idea de la carta me obligó a ponerme de pie rápidamente y vestido sólo con los calzoncillos buscarla entre mis pantalones de ese día. La tomé entre mis manos y saliendo del cuarto cerré la puerta con cuidado. Fui entonces hasta la cocina donde pude encender la luz y abrir el sobre para ver su contenido.
"A los dueños de está, mi casa. A sus ojos, y solo sus ojos" comenzaba la extraña carta, con una letra apresurada y temblorosa que de inmediato reconocí como la de mi madre.

"Esta es y siempre será nuestra casa. El hogar de mi matrimonio y el sitio donde crié a mis preciosos hijos. Por derecho divino, y por propiedad, estas cuatro paredes y todo lo que encierran nos pertenecen a nosotros y nada más que a nosotros.
Algunos pueden decirles que no siempre fue así. Que esta casa perteneció antes a otra... gentuza. Una negra inútil que solo sabía abrirse de piernas y se creía con los mismos derechos que nosotros solo por venir desde "Europa" (aunque en verdad viniera de África).
Y yo me pregunto, ¿cómo es posible que en nombre de Dios todo poderoso, una negra pueda tener semejante casa para ella sola y nosotros, un honesto matrimonio de hijos del Señor, no tengamos nada? ¿Acaso debiamos ver como se pavoneaba frente a todo el vecindario feliz de saber que su casa era la envidia del pueblo? ¡La casa de una negra!
Construida sobre este terreno, que nosotros habíamos elegido antes para hacer nuestra futura casa el dia que pudiéramos pagarla... Pero no, no podíamos dejarla en manos de semejante bicho raro.
Le advertimos. Le dijimos lo que pasaría si no se iba. Y no se fue.
El desván era su cuarto, y fue también su tumba. Yo no la maté, ni robé, porque no se mata o roba más que a un ser humano y los negros son menos que eso. Por eso les pido a mis descendientes, que ante mi muerte, no dejen que nadie se quede con esta, que fue desde entonces, nuestra casa para siempre".

Dejé el pedazo de papel con una sensación de ahogamiento en el medio del pecho. ¿Acababa de leer la confesión de un crimen de parte de mi madre? No, aquello tenía que ser un error. En la carta hablaba de una mujer negra... los retazos del sueño regresaron a mi memoria. Esa mujer, que sujetaba mi mano con violencia.
"La muñeca" volví a pensar sin poder evitarlo. "La muñeca... ¿donde está?".
Regresé al cuarto. Sorprendido vi que la puerta estaba abierta. Me acerqué a mis hijos y comprobé que seguían durmiendo pacíficamente. Pero había algo en el lugar que no me transmitia tranquilidad. Era como un elemento discordante en la imagen, como ese rostro que no quieres que aparezca allí. Era la puerta abierta del cuarto, por ejemplo, que yo estaba seguro de haber dejado cerrada. Eran las manchas en el suelo, a las que me acerque, para descubrir que se trataba de hojas secas y pelusa acumulada. Formaban un camino que se perdían en la cama. Guiado como por un instinto, destapé a mis hijos rápidamente y la vi.
Abrazada entre ellos, se encontraba la muñeca de cuerpo de tela y cabeza de porcelana. Esa muñeca cuyo rostro estaba antes cubierto por una tela pero que ahora se hallaba libre para capturar la atención con su fina boca y sus mejillas sonrosadas. La muñeca que tenia ojos imposibles, que parecian mirarte fijamente como si supieran todo de ti, y una fuerza viviente los guiará. Esos ojos que parecian confesar secretos que solo una vieja familia como la nuestra podia tener en su historia más lejana. Esos ojos me estaban mirando directo a los míos, comprobé con un temor reverencial, mientras me fijaba en la figura de la muñeca y como está se hallaba de nuevo allí, donde no debería estar.
Rápidamente y con el mayor cuidado posible, desperté a los niños y les pedí que se vistieran. Mientras cubrí la muñeca con la sabana y los alejé de ella lo más rápido que pude. Corrí con ellos hacia el cuarto de mi hermana y su esposo, a quienes desperté con la fuerza de mis nudillos contra su puerta y les conté todo lo que había sucedido, incluido el contenido de la carta y mi teoría. No fue fácil decir que de alguna forma esa casa que había sido siempre nuestro hogar en verdad no nos pertenecía y que su antigua dueña buscaba recuperarla. Insistí en que debíamos salir de allí y en que si regresabamos debía ser en compañía de un cura o un chamán que pudiera brindarnos su ayuda. Mi hermana, escéptica y desconfiada, dudó de mí y me trató de loco. Insistió en ir a ver ella misma la muñeca, por lo que mientras su esposo cuidaba a los niños, nos encaminamos hacia el cuarto del que venía. Al llegar, la detuve allí mismo, en el umbral de la puerta. A pesar de que al salir había cubierto a la muñeca con las sábanas, esta se hallaba ahora caída en el suelo, recostada contra una pata de la cama. Ambos la miramos atónitos cuanto una mano, surgida desde debajo de las cobijas, sujetó la muñeca y la elevó moviéndola de derecha a izquierda como si la sacudiera en alguna especie de juego desenfrenado. La mano, de piel oscura y largas uñas descuidadas, se llevó a la muñeca hasta debajo de las sábanas y con mi hermana, inmóviles, terriblemente atemorizados, comprobamos como estas comenzaron a levantarse poco a poco como si algo o alguien estuviera incorporándose desde abajo de las cobijas. Sandra casi se desmaya. Yo tuve que sostenerla al verle perder las fuerzas y juntos emprender una rápida huida del lugar, llegando hasta su marido explicándole cómo podia que nos teníamos que ir ya mismo. Sin tomar ninguna de nuestras cosas y sin mirar atrás, salimos de la casa que hasta entonces había permanecido a nuestra madre, y que guardaba en su desván un secreto que nunca debió ser descubierto. El coche estaba ya en movimiento cuando por acto reflejo lancé una mirada por el retrovisor. Allí estaba la casa, con sus dos pisos y su gran patio. La que nos habian dicho siempre que era de nuestra propiedad. Y en medio de las ventanas, vi con terror absoluto, la figura de una mujer negra demacrada y consumida, que nos observaba fijamente alejarnos. Por dentro no pude evitar pensar que solo así la casa volvia a caer en manos de quien siempre había sido su verdadera dueña. 

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