28| Feliz cumpleaños
Este capítulo contiene sexo +18, si no queréis leerlo, podéis saltarlo sin problema. Sabréis cuando vaya a suceder. Espero que lo disfrutéis ;)
La fecha para el cumpleaños de Bruce se acercaba y apenas quedaban días de por medio. Spencer se sintió muy tonta al no conocer la fecha del cumpleaños de su novio; el 19 de febrero. Pero aquello ya daba igual, ahora sentía que tenía un problema mucho mayor que cualquier cosa a la que se hubiera enfrentado antes: Hacerle un regalo a Bruce Rimes.
Hacerle un regalo a la persona más complicada que había conocido. Aunque poco a poco supiera algo más de él, continuaba siendo un completo misterio. Y no, no era solo el quebradero de cabeza que pudiera resultar ser Bruce lo que le preocupaba, sino también el hecho de que él le hubiera regalado un teléfono móvil de último modelo en Navidad, lo cual la hacía sentirse en un terrible compromiso.
Decidió quedar con Thomas y Dalia para recibir consejo. Quedaron en una cafetería cercana a Richroses, a unas tres calles de distancia aproximadamente. Era un establecimiento pequeño, con una bonita terraza de sillas blancas, pero como hacía demasiado frío como para estar fuera, tomaron el té con pastas dentro. Thomas quería invitar a ambas chicas, pero Spencer, al contrario que la rubia, no lo permitió. Era evidente que dinero no le sobraba, no obstante, podía pagarse un café. Le molestaba que la tomaran por alguien que no podía permitirse ni eso.
—Y bien, Spencer: ¿Qué te preocupa ahora? —habló él, curioso, balanceándose en la silla.
—No es que me preocupe nada —respondió ella repiqueteando con el dedo índice en la tacita de porcelana que tenía entre las manos—. Simplemente estoy un poco nerviosa porque se acerca el cumpleaños de Bruce y no sé qué regalarle. Es su cumpleaños y, para colmo, conoceré a su madre por fin y... No sé.
—¿Va a presentarte oficialmente a la tía Anna? —Su semblante reflejaba cierto asombro y curiosidad, mientras abría los ojos y daba sutiles palmaditas sobre la mesa.
Spencer se encogió de hombros y asintió con la cabeza, con una sonrisa tímida decorando su rostro. Más tímida de lo usual. Solo de pensar en aquella mujer, temblaba como una pluma del miedo.
—Hace tiempo que no se sabe mucho de la madre de Rimes —comentó Dalia y Spencer apreció que la rubia ya conocía la situación más que ella.
—Pero, ¿qué le pasa a la madre de Bruce?
—Está enferma —respondió el moreno escuetamente.
—Eso ya lo sé. ¿Qué le pasa exactamente?
—Eso debería decírtelo Bruce. —Thomas dio un sorbo a su té rojo con leche.
Spencer miró a Dalia.
—¿Tú lo sabes?
La rubia carraspeó sintiéndose extraña.
—A medias —contestó entre murmullos, apartando la vista y sintiéndose comprometida y acorralada entre la penetrante y alegre mirada de Parker, el cual confiaba en que no dijera nada, y la insistente y juiciosa de Spencer.
—¿En serio? ¿Todos los sabéis menos yo? —cuestionó cruzándose de brazos, a la par que abandonaba totalmente la absurda idea de que sus amigos le fueran a contar nada. Estaban empeñados de que debía ser algo que le explicara Bruce. Y en parte tenían razón—. Tengo otro problema. —Ambos la miraron curiosos—. ¿Qué me pongo?
La diminuta y pálida mano de Dalia se posicionó sobre su boca en un intento de evitar reír ante la pregunta de Spencer. Después, intercambió una mirada cómplice con Thomas y nuevamente fijaron la vista en la castaña.
—¡Qué mona! —exclamaron al unísono y Spencer se sonrojó.
—¿Por qué?
—Porque siempre te preocupas tanto por tu apariencia cuando quedas con Bruce —comentó Dalia enlazando en su dedo índice un mechón de su cabello.
—No te preocupes Spencer. A la tía Anna le gustan las personas naturales —comenzó a explicar Thomas—. Si eres con ella como con nosotros, seguro que le caerás bien —Dalia confirmó las palabras del joven asintiendo con la cabeza—. Un único consejo: negra para cuando estés juguetona, roja si quieres ser pasional y exaltar el amor, rosa para indicar coqueteo...
—¿De qué hablas? —Le interrumpió la aludida.
—Te estoy recomendando lencería. No hace falta que diga que si es de encaje mejor... —Guiñó un ojo.
La cabeza de Spencer se tornó de un tono tan rojo que faltaba poco para que su pelo lo adquiriera también.
—A-a ver —empezó a decir trastabillando—, me parece un buen consejo —ladeó la cabeza—, supongo... Lo que pasa es que Bruce y yo aún no hemos... Ya sabes.
—¡Entonces la roja! —Brincó Dalia en su asiento—. Definitivamente la roja. Es la más especial para una noche como esa.
Spencer se rascó la mejilla mientras apreciaba el calor que se aglomeraba en ésta y analizaba la situación.
—¿De verdad creéis que es importante el color de la ropa interior?
—Por supuesto que sí —dijo la rubia con una marcada serenidad en la voz—. Hacerlo con alguien especial siempre se recuerda, y más si es la primera vez con esa persona.
—Parece que tienes mucha experiencia —observó y ella se sonrosó.
—No realmente. —Se entristeció al recordar momentos del pasado.
—Chicos, lo que quiero decir es que... No es que sea mi primera vez con Bruce; es que es mi primera vez —aclaró avergonzada—. Y tampoco quiere decir que esté dispuesta a hacerlo.
—Entonces roja, sí. Es la que más le gusta a ese cabezota —informó Parker dando suaves palmadas en su espalda—. Si es tu primera vez significará que recordarás cada detalle como si tuvieras memoria fotográfica y, si ocurre algún contratiempo, por pequeño que sea, siempre pensarás que fue un desastre. Suerte.
Las palabras de Thomas no la aliviaron en lo absoluto. La sinceridad de aquel muchacho a veces debería ir acompañada con un filtro. Se estaba alterando de sólo pensar en lo que pudiera pasar. Si al final ocurría algo, porque nada le decía que tuviera que suceder. De igual forma, tampoco había nada que le dijera que no.
Sus miedos se acrecentaban a cada minuto un poco más.
En una de las calles más concurridas de la ciudad, había un cruce con otra mucho más tranquila y estrecha, cuyo final podía vislumbrarse desde la distancia. Entre una sombrerería y una tienda de música que hacían esquina, había un comercio de ropa de mujer. Desde fuera daba la sensación de ser algo diminuto, pero, al contrario de lo que pudiera parecer, era un establecimiento verdaderamente grande cuya mercancía abarcaba todas las edades.
—¿Qué tal esta? —preguntó Lisa sujetando una percha de la cual colgaba una camisa blanca con un estampado de diminutos pájaros volando.
—Me gusta —dijo Spencer y comenzó a tocar la prenda, juzgando si era la adecuada—. Y parece cómoda.
—Claro que sí. La comodidad lo primero —declaró dándole unos pantalones pitillo de tela vaquera—. Ve y pruébatela con estos pantalones.
Ir de compras con Lisa resultaba abrumador. Siempre lo había sido. Pero aquel día era incluso más intenso que antes. ¿El motivo? Estaba trabajando allí. Así pues, con aquella información, se podía llegar a una sencilla conclusión: nadie podía enfrentarse a la ambiciosa Lisa en un trabajo, aunque fuera una simple dependienta.
El buen ojo de su amiga era indiscutible, o eso pensó Spencer al ver su reflejo en el espejo de los probadores. Parecían dos prendas diseñadas para ella.
—Me queda genial. —Salió del probador con ellas en la mano—. Me las voy a llevar.
—¡Claro que sí! —vitoreó exageradamente—. Ven, que te voy a hacer mi descuento de empleada.
La ropa pasó a estar perfectamente doblada dentro de una bolsa de papel blanca, decorada con topos fucsias. También había dentro un esmalte de uñas de color rojo que su amiga aseguraba que combinaba genial con ese conjunto. Agarró la bolsa y se dirigió a la salida de la tienda seguida por Lisa, que no dejaba de contarle cosas del viejo instituto al que iba la castaña.
—Oye, ¿y no has hablado con Matt?
El nombre de su amigo provocó que Spencer prestara más atención a lo que le contaba.
—No, desde aquel día que fuimos a la pizzería no sé nada de él —respondió con cierta lástima.
—Pues últimamente les están llamando de varios locales para hacer conciertos.
—¡Eso es genial! —Sonrió Spencer.
—Sí, lo es. Ahora que tienes WhatsApp podrías aprovechar y hablar más con tus amigos. —Puso los brazos en jarras—. Pequeño desastre.
Spencer se llevó la mano a la cabeza y resopló.
—Es verdad. Siento que no me voy a acostumbrar nunca.
Cuando llegó a su casa y se dispuso a sacar la compra de la bolsa para guardarla en su armario, advirtió en algo que ella no había comprado, pero que, sin embargo, allí estaba: Un conjunto de lencería roja, de encaje. Se sonrojó al imaginarse con ello puesto y al instante comprendió a qué se refería Lisa con «conjunto» y «combinar bien».
Se sentía tan rara sólo de sujetarlo con sus manos. ¿Cuándo dejaría de ser tan niña? Ya tenía diecisiete años.
—¿Cuándo te vas? —pregunto Barbara apoyada en el marco de la puerta del baño, mientras observaba a Spencer arreglarse el pelo. Dedicó una mirada de los pies a la cabeza a su hija—. Me gusta cómo vas conjuntada.
—Gracias. Viene Sebastian a por mí —informó retocándose los mechones que le caían por la cara de su moño despeinado.
—¿Quién es ese?
—El chófer de Bruce.
«Chófer». Aquella palabra sin duda hizo flotar por las nubes a su madre; Spencer sólo tuvo que mirarle la cara para corroborarlo.
—Cómo me gusta ese chico. —Hizo saber en un tono de jolgorio.
Spencer puso los ojos en blanco ante aquel comentario propiciado por la superficialidad de su madre y se dio un vistazo de arriba abajo en el espejo de cuerpo entero de su habitación. Sí que le quedaban bien aquellas ropas. Esbozó una tímida sonrisa al imaginarse qué le diría Bruce o qué cara pondría. Entonces, la curva de su boca disminuyó hasta quedar en una línea imperfecta. Acercó su rostro al reflejo y debatió internamente si un poco de maquillaje no le vendría mal. Tan sólo dudó unos instantes hasta que se hubo puesto un poco de delineador y máscara para las pestañas.
Miraba su reloj constantemente. El de pared con forma de cerdo que tanto le gustaba y que tan poco le gustaba al pelirrojo, o el de su teléfono. Hasta que finalmente sonó el timbre de su casa. Se dio un rápido vistazo en el espejo y agarró un pequeño paquete envuelto en un papel de dibujos que se echó al bolso.
Al bajar las escaleras y llegar a la entrada, vio que su madre ya había abierto la puerta y se apresuró para impedir que comenzara con una ronda de preguntas al pobre Sebastian.
—¡Adiós, mamá! —Le dio un beso en la mejilla y cerró la puerta.
—Buenas noches, señorita Turpin —saludó el hombre haciendo una leve reverencia.
—Hola, Sebastian.
Le abrió la puerta trasera del coche y Spencer sonrió incómodamente. Aquellos detalles de la élite le quedaban muy grandes. El vehículo arrancó y el silencio invadía todo su interior. La joven comenzaba a sentirse nerviosa tan sólo de pensar en el acontecimiento que le esperaba. Iba a conocer a la madre de Bruce. Un acontecimiento digno de ser registrado.
—Seguro que a la señora le cae muy bien. —Rompió el silencio, cuando quedaba poco para llegar a la mansión Rimes.
—Gracias, la verdad es que estoy nerviosa.
No volvieron a decir nada más y antes de darse cuenta, la limusina aparcó a la entrada de la inmensa casa. Bajó temblorosa y fue dando pasos diminutos hasta llegar a la puerta. Sebastian, por su parte, fue a guardar el coche en el garaje. Llamó al timbre y esperó apenas unos segundos hasta que el ama de llaves abrió. La saludó y le indicó que fuera al salón de la casa, que en breves bajarían los señores.
Mientras caminaba hacia donde le habían señalado, se sintió extraña. No podía dejar de analizar cada detalle del lugar. Por más veces que fuera a aquella casa, nunca dejaría de sorprenderla.
Volvió a fijar su atención, una vez más, en el retrato de la familia Rimes. Había algo en aquella pintura que le resultaba, incluso, siniestro. Quizá era a causa del tenebrismo que rodeaba toda la imagen o la seriedad de todos los representados, salvo la media sonrisa de la que debía ser su madre. Pero sin lugar a dudas lo que más angustia le hacía experimentar era la inmensa severidad del rostro del hombre.
Sin apartar la vista del cuadro, tomó asiento en uno de los sofás de la estancia. Apenas estuvo sentada unos segundos cuando la voz de Bruce hizo que se sobresaltara.
—Hola.
—¡Bruce! ¡Feliz cumpleaños! —Se levantó a una velocidad vertiginosa y se lanzó a abrazarle—. Ya te lo dije por mensaje, pero tenía ganas de hacerlo en persona.
El rostro del muchacho se volvió de un color carmesí y se sintió aliviado de que, estando en aquella posición, la chica no le estuviera viendo la cara en aquel instante. Estaba nervioso. Iba a presentarle su novia a su madre. ¿Cómo no iba a estarlo? Cuando su cerebro procesó aquella información, su corazón comenzó a latir violentamente.
—¿Qué sucede? —Quiso saber Spencer mientras se separaba de él, al apreciar la tensión de su cuerpo.
—No, nada —respondió más calmado y dándole una suave palmada en el hombro. Ya más tranquilo y con la muchacha frente a él, pudo apreciar la apariencia de ésta—. Te queda muy bien esa camisa. —Después añadió—: Todo te queda bien.
Spencer no pudo hacer mucho más que sonreírle de un modo que ella definió de estúpido para sus adentros.
—Gracias —contestó al fin, tras una pausa que a ambos les resultó insufrible.
—Mi madre debe estar a punto de bajar, vamos al comedor.
Caminaron por uno de los pasillos hasta una puerta no muy lejana del anterior lugar. Al abrirla, lo primero que entró en la retina de Spencer fue una inmensa mesa. Sintió que una especie de flojera se concentró en sus piernas. Vale que aquella familia fuera excesivamente rica, ¿pero en serio iban a comer como en la Edad Media? Aquello era lo que menos esperaba, para su pesar; una mesa de madera oscura con volutas en los remates de las patas, a juego con las sillas, cuyos respaldos estaban plagados de decoraciones corintias y jónicas.
—Buenas noches. —Una voz serena a la par que aterciopelada provocó el notorio sobresalto de Spencer. Al girarse vio a una mujer que le sonreía con cierta calidez y de un modo afable, mientras sus manos se agarraban la una a la otra en una posición elegante y refinada—. Tú debes de ser Spencer Turpin, ¿me equivoco? —Extendió la mano para saludarla.
—B-buenas noches, Sra.Rimes. —Le devolvió el saludo con el gesto de la mano. Se sentía algo torpe—. Es un placer.
—El placer es mío. Y puedes llamarme Anna. —Posó la vista en Bruce antes de volver a posarla en la castaña—. Coged sitio en la mesa. Y no te preocupes, no hace falta que nos sentemos separados, nos concentraremos en un lado de la mesa sin problemas —explicó a la muchacha.
Un escalofrío recorrió la espalda de Spencer al ser consciente de que aquella mujer había, casi literalmente, adivinado sus pensamientos.
Anna se sentó en el extremo, presidiendo, y ambos jóvenes quedaron cada uno a un lado.
—¿Qué te apetece beber? —Dirigió la cuestión a Spencer, levantando la copa—. Vino, algún refresco, agua...
—Agua está bien.
Anna agarró una campanita diminuta que tenía a su lado y la hizo sonar. Al instante apareció una sirvienta que no había visto antes con un carrito. Le indicó la bebida que querían y la individua sirvió en cada vaso lo respectivo.
Al apreciar aquel detalle, Spencer tuvo la sensación de encontrarse en un restaurante. Y muy lujoso, además. Una especie de mano invisible le abofeteó la cara cuando vio que tenía a su alcance demasiados cubiertos y no pudo evitar pensar que a ella con un solo tenedor le bastaba.
—¿Tienes frío? ¿Quieres que suba la calefacción?
—Oh, no se preocupe. Se está muy bien ahora. Estoy con la camisa y ni una pizca de frío. En la calle tenía que ir con el chaquetón y un jersey encima, sin hablar de la bufanda. —Rio nerviosa.
—Bruce, cielo, estás muy callado. Es tu dí, di algo.
—No sé qué decir. —Se limitó a decir y Spencer se percató de lo extraño que se sentía Bruce en aquella tesitura.
—Claro que sí. Emm... —Anna frenó sus palabras mientras buscaba algo para hacerle hablar—. Aún no me has dicho que te ha regalado Shirley. Ha venido esta mañana a traerte su regalo, ¿no?
Bruce puso los ojos en blanco. Odiaba que su madre mencionara a Shirley. Lo comprendía, pero lo odiaba.
—Unas llaves.
La señora en uniforme, que había entrado antes, volvió a hacerlo para servir una crema de calabaza como plato principal.
—¿Unas llaves? —Esta vez quien preguntó fue Spencer.
—Sí, de una moto.
El techo se derrumbó súbitamente sobre Spencer. Una maldita moto. Se sintió tan ridícula con su regalo que tenía miedo de mencionarlo. Sin embargo, delineó una débil sonrisa tratando de disimular su frustración.
—¡Qué guay! —exclamó Anna—. ¿Y Thomas?
—El último MAC alegando que debería empezar a manejar la informática.
—Vaya. Eso es muy raro por parte de tu primo —comentó abiertamente sorprendida—. No sé por qué creía que dirías que te había traído alguna fruta, como el año pasado —comenzó a reír sonoramente al recordarlo y algo en su risa hizo que se contagiara Spencer.
—¿Thomas le regaló una fruta? —preguntó sin parar de reír. Probó la crema y abrió los ojos como platos—. Está delicioso.
La mujer posó su mano sobre el brazo de Spencer, mientras hacía el esfuerzo de su vida por parar de reír.
—Ya lo creo que se la regaló: una manzana, además. ¿Y sabes lo mejor? —Spencer esperaba ansiosa lo que le fuera a decir aquella mujer—. Que llevaba una nota al lado que decía: «madura», —Dejó escapar una sonora carcajada solo de recordarlo.
Bruce estaba rojo de rabia, pero aquello sólo hacía que Spencer encontrara la situación más divertida.
—¿Y Emma? —Retomó las preguntas su madre y la joven se sorprendió. No sabía que se llevaran tan bien como para hacerse regalos.
—Estás pesadita. —Gruñó el muchacho y ante la dulce mirada curiosa de su progenitora, tuvo que responder—: Un equipo de música nuevo con todos los grandes éxitos de la música clásica.
—Qué bonito, la pequeña de los Miller siempre hace unos regalos tan acertados.
—No sabía que os llevarais tan bien —dijo al fin Spencer, con una lentitud que causó el sobresalto de Bruce—. ¿Puedo preguntar de qué os conocéis?
El joven tragó saliva y lanzó una fugaz mirada de socorro a su madre. No quería que se enterara de que estaba prometido con ella, aunque no le quedara mucho tiempo con vida a aquel compromiso. Por suerte, su madre no tardó en interpretar la situación y trató de emendar el problema, ya que había sido ella la que había mencionado a la morena.
—Se conocen desde hace algunos años. Emma es una persona muy seria y no suele mostrar mucho afecto. Antes venía aquí más a menudo, pero hace mucho tiempo que no la veo.
—Emma es muy rara —sentenció Bruce tomando las últimas cucharadas de su crema.
—Bueno, ¿y tú qué regalo le has hecho? —Miró a Spencer con curiosidad y ésta sonrío nerviosa y deseando desaparecer.
—Aún no se lo he dado.
—¡Pues dáselo aquí! —exclamó como si fuera una niña nerviosa a la que le compran una chuchería por primera vez.
—No —elevó la voz Bruce secamente y ambas le miraron extrañadas—. Lo siento, madre, pero prefiero que me lo de en privado. Ya te lo enseñaré.
—Bueno, bueno... —Le dedicó una dulce sonrisa a Spencer, ignorando un poco la negativa de su hijo, y preguntó—: ¿Y tú cuándo cumples años?
—El 19 de enero.
—¡¿Qué?! —Vociferó perdiendo los estribos el pelirrojo—. ¿Cómo que el 19 de enero? ¿Cómo no me dijiste nada?
La chica se rascó la barbilla ruborizada, esbozando una tonta sonrisa.
—Se me olvidó.
—¡¿Cómo se te puede olvidar decirme que es tu cumpleaños?!
—¡Lo siento, pesado! Tenía muchas cosas en la cabeza.
Comenzaron a discutir y Anna observaba en silencio. Sólo cesó la discusión cuando les trajeron el segundo plato. Entonces el ambiente comenzó a respirarse tenso, hasta que la madre de Bruce comenzó a aplaudir con una latente carcajada.
—Bravo, chicos. —Aquellas palabras le regalaron toda la atención de ambos jóvenes—. La verdad es que tenía mis dudas cuando Bruce me habló de ti por primera vez porque hasta hace bien poco no se acercaba a nadie que no fuera de la alta sociedad. Pero ahora os veo y de verdad siento por qué estáis hechos el uno para el otro, os complementáis. Os debéis de gustar tanto que no os habéis dado cuenta de que prácticamente lo cumplís el mismo día. Sólo un mes de diferencia. —Levantó un dedo tras decir la última frase y tanto Spencer como Bruce intercambiaron miradas cómplices; tuvo un gran efecto sobre ellos. Se sintieron realmente especiales—. Y Spencer, eres encantadora. Me encanta tu estilo y cómo te ves.
La joven se ruborizó notoriamente y Bruce le dio una pequeña patada por debajo de la mesa y luego le guiñó el ojo. El resto de la comida la pasaron hablando sobre asuntos más triviales. La Sra. Rimes le lanzó varias preguntas a Spencer acerca de su familia, de cómo consiguió entrar a Richroses o cómo se conocieron. A lo que Spencer tuvo que responder con un «nos odiábamos porque era un monstruo arrogante». Por suerte, a su madre le hizo bastante gracia.
El tiempo pasaba y cada vez se hacía más tarde. Ya habían terminado el postre e incluso habían bebido algunos chupitos por cortesía e insistencia de la madre de Bruce. Hubo un momento en que sacó el teléfono de su bolsillo disimuladamente para ver la hora, algo en lo que Rimes reparó.
—¿Tienes que irte ya? —Quiso saber.
Spencer fue a abrir la boca para responder, pero Anna fue más rápida que ella.
—Quédate a dormir.
—Oh, no se preocupe. Mi madre me mataría.
—Permíteme insistir.
La chica se removió en su asiento.
—Tengo que avisar a mis padres.
Se levantó de la mesa para llamar a su madre, la cual lejos de molestarse por dormir fuera, la alentó. Casi que la instó a que lo hiciera. A veces pensaba que Barbara se emocionaba más que ella dentro de su relación, aunque no fuera cierto. ¿Pero qué madre deja a su hija dormir bajo el mismo techo que su novio? Que su estúpido, narcisista y sensual novio. Sin embargo, ya era mayor de edad, y empezaba a verlo lógico, aunque raro.
Regresó y les informó del asunto. Todos se levantaron dispuestos a ir a sus respectivos aposentos. Spencer cogió su plato, como tenía costumbre, para llevarlo a la cocina, pero Anna lo impidió recordándole que lo haría la empleada.
Se dejó caer sobre la cama de Bruce como si de un cadáver se tratara. El colchón del muchacho era excesivamente cómodo. Si fuera ella quien tuviera que despertarse en esa cama todas las mañanas, estaba segura de que nunca llegaría puntual. Cerró los ojos y se relajó de un modo extraño, pero no tardó en volver a la realidad, sobresaltándose, cuando Bruce se sentó a su lado en la cama.
Se puso en pie y se acercó a su bolso, que estaba colgado en el perchero de detrás de la puerta, y sacó de su interior una especie de paquete rectangular, el cual le dio. No dijeron nada ninguno de los dos. Realizaron la acción en un cómodo silencio.
Comenzó a abrir el envoltorio y una vez que tenía su interior al descubierto, intentó averiguar exactamente qué era.
—Es mi diario. Desde el primer día que entré a Richroses hasta le fecha. Siento mucho no poder regalarte un ordenador o una moto, o un equipo de música. —Se le quebró la voz y se llevó la mano a la cara para ocultarse. Se estaba avergonzando de su propio regalo.
—Eh, eh, eh... No digas tonterías. —Abrió el libro y apareció una pequeña cadenita de bañado en plata que tenía grabado un 19. Agarró del brazo a Spencer y la atrajo hacia sí, sentándola sobre su regazo—. Una moto, un portátil o un equipo de música, ¿sabes que tienen en común? —Le colocó el pelo por detrás de la oreja con delicadeza y ella negó con la cabeza—. Pues que son cosas que yo mismo puedo comprarme. Pero esto —levantó el diario de Spencer—, no lo hubiera podido comprar en mi vida. Y estoy feliz de que me lo regales. Y también esta pulsera.
Spencer pasó sus brazos por los hombros del chico, enroscándolos y tumbó su cabeza en uno de ellos.
—Gracias —dijo mientras continuaba pegada a él.
—Qué tonta.
Estrujó la prenda del muchacho, cerrando los puños con fuerza.
—Y... —Dudó un instante en si continuar, pero se armó de valor—. Hay algo más. —Se separó lentamente de él y se colocó a su lado en la cama, mientras sus ojos chocolate vigilaban los fríos ojos que tenía delante.
—¿El qué? —inquirió Bruce que la observaba detenidamente. No perdía detalle de cada uno de sus movimientos.
Spencer se mordió el labio inferior y, esbozando una tímida sonrisa, se desabrochó los tres primeros botones de su camisa.
—Yo.
Al ver que continuó desabrochándose la prenda, Bruce tragó saliva. Estaba tenso y a la espera del siguiente movimiento de Spencer, que cuando ya había dejado de tener un solo botón en regla, le enseñó la pieza de arriba de su ropa interior, aun puesta.
Quiso decir algo, pero no fue capaz. Estaba siendo abstraído por los movimientos de la joven. Spencer, por su parte, creía que el corazón le iba a estallar de un modo dramático. Necesitaba que Bruce dijera algo. Se había armado de valor para ello y temía que él le dijera que no. Porque, ¿qué haría si le dijera que no?
—Bruce...
Cuando la escuchó y vio como le brillaba la mirada y sus pómulos se volvían rosados, reaccionó. Posó su mano en la mejilla de la chica y la acarició suavemente. Se quedó un instante contemplando aquel rostro tan inocente y súbitamente se abalanzó sobre aquellos labios.
Comenzaron a besarse de un modo pasional e intenso. Más que besos parecía que respirar dependía de aquella acción y Spencer recordó aquel día en la noria. Sus dedos se hundían en el cabello pelirrojo de Rimes y él, por su parte, deslizaba sus manos por su cuello, por sus hombros y sus pechos, donde se detuvo a palparlos con más intensidad, provocando el jadeo de la joven.
Se separaron un instante en el que ella se terminó de quitar la camisa con mucha lentitud, dado que la indecisión la frenaba.
La contemplaba con suma atención.
—Estoy nerviosa... —murmuró Spencer, que apretó la mandíbula al decir aquello dudando en si había hecho bien o mal.
Bruce sonrió torcidamente, con suficiencia, y Spencer sintió una punzada en el pecho y en lo más íntimo de su cuerpo. Introdujo su mano por debajo del sostén de ella e hizo presión sintiendo su seno desnudo.
—No quiero nervios ni vergüenza —dejó un beso tras el lóbulo de su oreja—. Encajan perfectamente en mi mano. Están hechas para mí.
De nuevo, sus lenguas se juntaron, mientras su mano izquierda trataba de desabrochar el botón vaquero de los pantalones de ella.
—Voy a ayudarte —dijo y, de un rápido movimiento, le quitó los vaqueros. Spencer comenzó a reír mientras se tapaba la cara del rubor que sentía. Bruce se desvistió dejando ver su torso definido, miró a la chica esperando su conformidad con que él también se liberara de los pantalones y viendo la aprobación en la mirada de ella, lo hizo—. Bien, ya estamos en igualdad de condiciones.
Spencer rio y le dio un pequeño golpe con el dedo índice en la frente. El joven se tumbó al lado de ella y permanecieron mirándose frente a frente.
—¿Qué pasa? —preguntó Spencer con una sonrisa en su rostro.
—Nada. Simplemente quiero abrazarte un rato —confesó con la voz tan dulce que parecía un caramelo—. ¿Puedo?
—Claro que sí.
Se fundieron en un tierno y cálido abrazo. Sus pieles se rozaban y se acariciaban con el acto, al estar con sus torsos desnudos. A Bruce le resultó tremendamente tersa la piel de la joven y ella pensó lo mismo de la de él. Escuchó un 'click' y se notó repentinamente liberada. Se apartó un instante para corroborar sus sospechas cuando el pelirrojo le mostró su sujetador, colgado de su índice.
—¿Buscas esto? —Delineó una sonrisa perfecta y ella se tapó avergonzada.
—Idiota.
Volvieron a besarse, sintiendo sus lenguas, la calidez de sus bocas y su saliva mezclándose. La mano de Bruce paseaba por su espalda y tuvo que oprimir una risita de las cosquillas que le producía. Hasta que la mano de él frenó en el trasero de la joven.
—No te pongas nerviosa —susurró en el oído de la joven de un modo tan sensual que Spencer no pudo dominar un gemido.
La mano de Bruce pasó a la zona delantera de la intimidad de la chica y comenzó a acariciarla por encima de la ropa interior. Los jadeos de Spencer empezaron a ser más constantes y notó la erección de él rozando su cadera.
Entonces, invadió el interior de su ropa interior con sus dedos y comenzó a tocarla de una manera que hacía sentir a Spencer un cosquilleo que nunca antes había experimentado, empleando movimientos circulares sobre su punto más sensible.
—¿Te gusta? —ronroneó él.
—Sí. —afirmó entre gemidos.
Deslizó sus dedos ligeramente hacia abajo y dejó descansar sobre la entrada de su cavidad suaves caricias que lejos de saciar su deseo, lo incrementaban, generando que las caderas de la castaña se movieran involuntariamente, buscando ese contacto tan esperado.
—Bruce... —Su voz salía entre suspiros, sonando en los oídos del pelirrojo como un canto de sirena.
—¿Qué pasa? —Se divertía escuchando sus jadeos y viendo como si boca se abría y se cerraba con sus labios temblorosos—. ¿No te gusta?
Fue a hacer un amago de sacar la mano de allí, pero Spencer se agarró su muñeca deteniéndolo.
—No pares.
Delineó una sonrisa torcida. Verla tan inocente entre sus brazos, experimentando aquellas sensaciones con él, despertaban en el chico su lado perverso. Le divertía tenerla así, suspirando por su tacto.
—Como tú quieras —murmuró en su oído e introdujo un dedo en su interior, logrando que un escalofrío recorriera toda su espalda.
Sus gemidos se incrementaron, decorando aquella grande habitación. El rostro de la joven estaba sonrojado a causa de la excitación y tensaba las piernas y arqueaba la espalda de un modo meramente involuntario, movida por los impulsos de su cuerpo.
—Parece que a tu cuerpo le gusta esto —dijo él.
Como respuesta, ella buscó con sus labios los del joven, fundiéndose con su saliva. Aquel beso tenía poco que ver con los que se habían dado hasta aquel momento, nunca faltaba el deseo ni el afecto, pero en tal gesto predominó el más sucio anhelo. Era posesivo, controlador, asfixiante... Y a ambos les encantaba.
Bruce aprovechó aquel momento para introducir otro dedo, el cual entró con mayor facilidad que el primero gracias a aquella humedad, lo cual generó una nueva convulsión en la chica, que fue a apartar su rostro del de él con la finalidad de dejar escapar sus jadeos, pero no se lo impidió, ya que agarró con la otra mano su nuca e hizo presión, obligándola a prolongar aquel lascivo beso mientras sus dedos se movían de un modo cada vez más intenso.
No fue hasta que la castaña se deshizo en espasmos y sus piernas dieron pequeñas patadas, que no extrajo su anular y corazón.
—¿Estás lista? —Spencer sabía exactamente a qué se refería.
—Sí...
Bruce se colocó sobre ella y le quitó la prenda lentamente. Abrió el cajón de su mesita de noche y sacó un plástico de forma cuadrada que escondía el preservativo. Él se desprendió de su bóxer, se colocó la goma y abrió las piernas de la muchacha.
—Si te duele dímelo —dijo antes de introducirse en ella con lentitud.
Spencer se llevó ambas manos a la boca para evitar no chillar. Se sentía genial con sus dedos y sus caricias, pero, al sentir como la punta de su miembro se apoyaba en la entrada, los nervios volvieron a azotarla, generando que su vagina se tensara y dificultando la penetración. Sintió que sus ojos se humedecían. Cuanto más entraba Bruce, más dolor sentía. Su espalda se enarcó y sus piernas quedaron en tensión.
—¿Estás bien? —Ella asintió con la cabeza—. No quiero hacerte daño, Pen.
—Está bien, puedo soportarlo —habló, tratando de dejarse llevar y no pensar en nada.
Los pómulos de Bruce se sonrojaron y besó la frente de la chica con suma ternura. Volvió a moverse y esta vez aceleró sus movimientos procurando no ser muy brusco. Veía el rostro de Spencer y todo su cuerpo que se iba tornando de un color rosado, mientras lo miraba con los ojos destellantes e incrementaba su jadeo.
Spencer atrajo a sí a Bruce y le enroscó el cuello con los brazos, y mordió el labio del joven, el cual sonrió y la besó con vehemencia. Poco a poco fue acostumbrándose a tener aquel palpitante miembro dentro de ella, mientras que sus nervios volvían a alejarse, los músculos de sus paredes a relajarse y el dolor se esfumaba, comenzando a disfrutar como deseaba aquel momento.
—Más...
Aquella suave petición fue la chispa que prendió todo su motor, provocando que sus embestidas fueran más intensas y rudas. Spencer clavaba sus uñas en la espalda del joven mientras dejaba escapar algunos chillidos.
Al cabo de unos minutos, salió de ella. Se puso al lado sobre la cama, tumbado.
—¿Qué pasa? —preguntó algo confusa.
—Ven. Quiero verte sobre mí.
Spencer sentía como le ardía la cara y su corazón bombeaba a una velocidad vertiginosa y, sin embargo, ya estaba tan sumida en aquella pasión, que no dudó en hacer lo que mandaba. Se colocó a horcajadas sobre él, mientras que el chico sujetaba su pene erecto con su mano, preparado para recibirla.
Observó el rostro de Bruce, que lucía relajado, y leyó en sus ojos una expresión que ansiaba poseerla de nuevo, aquel semblante nuevo que le estaba mostrando aquella noche. Ella fue bajando con lentitud y cierto pudor al sentir aquella mirada lujuriosa la invadió, pero conforme fue notando aquella dureza adentrándose de nuevo, se disipó.
En aquella posición, la sentía mucho más, tanto que se sintió bloqueada e incapaz de moverse.
—No puedo... —dijo, levantando ligeramente las caderas.
Las manos de Bruce se posaron en sus nalgas, agarrándolas y ejerciendo presión.
—Tranquila, yo te enseño. —Alzó sus extremidades hasta tenerla sujeta de las caderas—. Es como si bailaras —comentaba con una voz obscena mientras movía con cuidado el cuerpo de la chica—. ¿Ves? Como bailaste en el club, así.
Ella comenzó a sentirse poderosa. La mirada ardiente de Bruce la hacía sentir cada vez más deseada, y era una sensación maravillosa. La confianza en sí misma se hizo más patente, mientras meneaba sus caderas, cada vez alejándose más de la torpeza inicial, disfrutando de aquella sensación.
Bruce la veía como si fuera un ángel, que le extasiaba con su pureza. Ver su pecho desnudo siendo rozado por su melena chocolate y como todo su cuerpo se balanceaba, mientras liberaba aquellos sonidos cargados de placer, hizo que su físico lo traicionara antes de tiempo.
—Spencer, si sigues así voy a...
Una satisfacción magnánima la invadió, y aceleró sus meneos, disfrutando de la expresión derrotada del muchacho. Ahora era ella la que sonreía de un modo perverso. Él dejó escapar un gemido que denotaba el final.
—Joder, Pen. —Ella liberó su miembro, que buscaba relajarse y se colocó a su lado—. Eres increíble. —Miró a la castaña y apreció que sus ojos estaban humedecidos, pareciendo que fuera a llorar de un momento a otro. —¿Qué pasa? ¿He hecho algo mal? Lo siento. No quería que lo pasaras mal.
Ella comenzó a reír.
—No es que lo haya pasado mal, es que ha sido una primera vez muy intensa. —Le dio un beso en la punta de la nariz al joven—. Pero me ha gustado, no ha sido tan terrible como pensaba.
—Me alegro —miró la desnudez de la muchacha—. ¿Te dejo un pijama?
—Sí, por favor.
El pelirrojo alzó las manos.
—Aunque por mí te dejaría durmiendo así.
—Otro día.
Y ya metida en un pijama que le quedaba ancho, se quedó profundamente dormida, acurrucada en el pecho de Bruce.
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