27| Un gusto terrible
Dejó caer el peso de su cuerpo sobre la cama, hastiada. Necesitaba un segundo de paz; un instante para pensar. A veces no comprendía por qué la gente podía ser tan cruel. Le sorprendió la personalidad manipuladora de Shirley y le pareció increíble que fuera capaz de llegar a lastimarse solo para llamar la atención de Bruce.
De sus compañeros de instituto, por otra parte, poco se extrañaba ya. Eran y serían siempre de lo peor.
Contuvo las ganas de llorar. En unas horas sería la hora de cenar y estaba convencida de que, si terminaba de derrumbarse emocionalmente, no podría parar. Fue a darse una ducha, se puso el pijama y bajó al salón con su familia.
Esperaba distraerse con ellos.
Su madre tenía entre las manos el folleto de una pizzería cercana. No solían ir a comer fuera ni tampoco pedir a domicilio, porque Barbara trataba de ahorrar todo lo posible desde que perdió el trabajo. Supuso que no tendría ganas de cocinar aquella noche.
—Spencer —dijo al verla—. Vamos a pedir pizza. ¿Te apetece?
Su estómago rugió. Lo cierto era que no había comido con todo aquel problema y pensar en llevarse un trozo de pizza a la boca lograba animarla.
—Sí, claro. —Se acercó a mirar el papel del menú.
Su madre pudo ver en aquel momento los arañazos de su cara.
—Oh, por Dios. ¿Quién te ha hecho eso?
La joven se llevó la mano la zona dañada.
—Nadie.
Barbara puso los brazos en jarras.
—Por favor, no me digas que te has vuelto a caer por las escaleras porque ya no me lo creo.
Recordó que le puso aquella excusa el día en que extendieron el rumor de que había mantenido relaciones sexuales con hombres mayores.
—No te preocupes, mamá. —Apartó la mirada.
—¿Se meten contigo? ¿Te están haciendo eso tus compañeros de clase? —Estaba preocupada.
—Ha sido una compañera por un malentendido a la hora de comer.
—¿Quién? —Comenzó a levantar la voz. Su cara se tornaba roja de la furia que la estaba envolviendo—. ¡Mañana mismo voy a tu instituto a hablar con tus profesores y a cantarles las cuarenta! ¡¿Qué clase de educación les dan a sus hijos allí?!
—¡No! —Aquello sería incluso peor. Su madre no conseguiría nada sin un buen fajo de billetes—. Ya he hablado con los profesores que tenía que hablar —mintió para tranquilizarla mientras hacia un gesto con las manos para que pausara los gritos—, y mis amigos me están ayudando. No te preocupes, de verdad.
La mujer la observó fijamente con la respiración agitada y el ceño fruncido.
—Pero, ¡¿cómo no me voy a preocupar?! —retomó su indignación—. ¡¡Mira cómo te han dejado la cara!!
—Lo sé, lo sé. Te juro que si vuelvo a tener problemas hablaré contigo —insistió—. Pero de momento está todo bajo control.
Barbara se quedó pensativa, dudando de si confiar en que su hija le contara si volvía a tener problemas o no. Finalmente, resopló.
—Está bien. —La apuntó con su dedo índice—. Más te vale que acudas a mí o te juro Spencer Turpin que encima te castigo.
Una amenaza contundente. Cuando quería podía ser aterradora.
—Sí, mi capitán.
Poco después llegó el pedido. Cenaron y vieron un capítulo de una serie que les gustaba a todos. Para cuando se fue a dormir, su mente estaba mucho más calmada. Aunque tenía miedo de que Bruce volviera a decepcionarla al día siguiente.
No obstante, cuando salió de su casa aquella mañana, su corazón frenó en seco al encontrarse al pelirrojo acurrucado con la espalda apoyada en un muro de la pared de enfrente. Se abrazaba a sí mismo. Un abrigo cubría su cuerpo y una bufanda su cuello. Tenía las articulaciones de los dedos y los nudillos enrojecidos.
Spencer avanzó unos pasos hasta salir a la acera, donde miró a los lados en busca del coche que conducía Sebastian, pero no había rastro. Volvió a andar en dirección al chico.
—¿Bruce? —El alzó la cabeza; sus orejas y nariz también estaban coloradas—. ¿Qué haces aquí?
—No podía irme sabiendo que te he fallado.
Ella separó los párpados exageradamente, por la sorpresa de aquella declaración.
—¿Qué? ¿Has estado aquí toda la noche? —Asintió con la cabeza—. ¿Y Shirley? ¿No tenías que ir a recogerla?
Negó de nuevo con un gesto.
—Ayer le dije que podía llamar a un taxi si quería.
Spencer sentía que se ablandaba. Se agachó para acaricias las manos del chico con las suyas.
—Estás helado... —comentó y posó su vista en la de él—. Suerte tendrás si no enfermas después de esto.
—Perdóname, por favor —dijo con la voz rota.
La castaña apreció como sus ojos verdes brillaban más de lo normal.
—Me dolió lo de ayer.
—Lo sé. Me he dado cuenta de que no lo hice de la mejor manera. —Hizo una breve pausa y tragó saliva—. Creo que soy mejor persona desde que te conozco. Me inspiras a mejorar. —Ella esbozó una cálida sonrisa—. Haré lo que sea para que me perdones. Si hace falta voy a clase en autobús, como fish and chips todos los días... Lo que sea, te lo juro.
No pudo evitar reír por los últimos comentarios.
—Tranquilo. Solo espero que esto no vuelva a pasar.
—Te aseguro que no.
—No te voy a pedir que dejes de hablar con ella porque no soy de esa clase de persona, pero sufro cuando está cerca de ti.
—No voy a preocuparte más, te lo prometo.
—Pues venga, ponte en pie que hoy te vienes conmigo en autobús.
No protestó, aunque ella sabía que no le gustaba aquel transporte. Comenzaron a caminar en dirección a la parada y él agarró su mano, entrelazando sus dedos.
—Spencer —nombró y ella lo miró—. Te quiero.
Todo había vuelto a la normalidad. Ahora ya no había necesidad de preocuparse por la ex de Bruce, dado que dejó de dirigirle la palabra a ambos. No era algo que calmara demasiado a Spencer, puesto que sospechaba de que se hubiera rendido tan pronto. Más aun habiendo comprobado de hasta dónde podía llegar para alcanzar su objetivo.
Pero el tiempo estaba pasando y no había señal visible de amenaza; no, al menos, en lo que respectaba al sujeto en cuestión, por lo que su única preocupación por aquellos días era mantener los notables y sobresalientes como si la vida le fuera en ello, y también procurar pasar todo el tiempo que las tareas le permitían cerca de Bruce.
Casi había pasado una semana desde el último incidente con Jones cuando Spencer le pidió a Bruce que le acompañara a por un reloj de pared después de clase. Aquella propuesta pareció emocionar al muchacho y la joven no pudo evitar pensar que siempre que se tratara de aquel tipo de cosas que sonaran tan "tradicionales", él diría que sí. Porque Bruce Rimes siempre sería de otra especie.
Por aquella razón, cuando el pelirrojo apreció que estaban entrando en una tienda de segunda mano, después de haber sido presionado por Spencer para dirigirse a aquel sitio andando, la emoción que sintió en un inicio cayó estrepitosamente.
—No me puedo creer que estemos aquí —masculló él mientras chasqueaba la lengua y se adentraba en los pasillos de aquel tenue recinto—. Es siniestro que vengas a hacer compras aquí y decores tu habitación con estas... —Observó una lámpara de mesa cuyo soporte era un babuino enganchado a lo que se suponía que era el tronco de un árbol—: Monstruosidades.
—Discúlpeme majestad, pero la plebe tiene que comprar los caprichos en sitios económicos —respondió sarcásticamente, mientras fijaba la atención en un objeto que se encontraba situado en uno de los estantes de un expositor al fondo—. ¡Mira! —exclamó acercándose y agarrando un reloj con la forma de la cabeza de un cerdo—. Este es monísimo.
Bruce enarcó las cejas exageradamente y señaló la pieza que tenía Spencer entre las manos con cierto horror.
—Sabía que tú buen gusto estaba un poco perjudicado, pero esa cosa... —hizo una breve pausa antes de continuar sin dejar de apuntarlo con el dedo índice—, me preocupa mucho más.
—¿Qué dices? Si es súper bonito —comentó mientras se acercaba a la caja con el objeto.
—7£ —dijo el anciano que se encontraba al otro lado del mostrador.
Spencer pagó el reloj con una sonrisa impresa en el rostro, mientras Bruce continuaba haciendo muecas de indignación.
—Podrías habérmelo dicho y te compraba uno mejor, en una tienda como dios manda. —Aún estaba haciéndose el escandalizado ante la compra de la castaña.
—Me niego rotundamente. —Hizo saber Spencer parando en seco y dándole unas palmaditas al muchacho en el hombro—. Puedo comprarme mis cosas, ya es demasiado compromiso tener un iPhone.
El pelirrojo introdujo sus manos en los bolsillos de su pantalón y se encogió de hombros.
—Ya te dije que a mí no me supone ningún tipo de apuro. Y lo hice porque me apeteció hacerlo, deberías de apreciar más los regalos de la gente.
—Y lo hago, los aprecio. ¡Pero eso no quita que sea exagerado!
Se sentaron en unos bancos que estaban a la entrada de un parquecito en la calle principal. Conversaban de todo lo que les ocurría diariamente, aunque Spencer aún tenía la latente necesidad de que Bruce le hablara de su madre, pero tenía miedo de estropear el momento con alguna pregunta fuera de lugar.
Su móvil interrumpió el buen momento junto a él. Barbara la reclamaba al otro lado de la línea telefónica y le insistió que fuera hacia su casa, debido a que tenías que acercarse al supermercado a comprar huevos y queso.
—Me tengo que ir —informó Spencer una vez hubo hablado con su madre. Pudo apreciar una expresión de desencanto en la imagen de Bruce y fue directa a pellizcarle la nariz—. ¡Vaya cara!
Desbloqueó su móvil y abrió la cámara de fotos.
—¿Qué haces? —preguntó Bruce mirando las opciones que tomaba la chica en la pantalla de su teléfono.
—Vamos a hacernos una foto. —Extendió el brazo y pulsó el botón del centro de la pantalla.
Inmortalizó sus rostros que eran curiosamente opuestos: Spencer sonreía mirando al objetivo, mientras que con la mano que tenía libre sacaba a la luz el dedo índice y el corazón, haciendo la señal de la victoria. Por su parte, Bruce permanecía mirando a su novia con el ceño ligeramente fruncido y con la boca entreabierta, dispuesto a decir algo.
Spencer dejó escapar una carcajada cuando pudo ver la foto y se tuvo que tapar la boca con la mano para que Bruce no se molestara por su risa, dado que obviamente se reía de él.
—No le veo la gracia. —Se cruzó de brazos y bufó—. Parezco un idiota.
—Porque a veces eres un poco idiota. —En los ojos de él había cierta furia reprimida—. Es broma, tonto. Yo creo que salimos graciosos. La imprimiré en una de esas máquinas de revelado automático —comentó ampliando la foto, muy atenta a ella—. Bueno, me tengo que ir. —Esta vez se puso en pie y se sacudió el trasero para asegurarse de no haber ensuciado la falda de su uniforme. Se dio la vuelta dándole la espalda a Bruce, y girando como podía la cabeza en dirección al pelirrojo, preguntó: —¿Me he manchado?
Bruce se quedó embobado mirando el trasero de la chica, y un montón de obscenidades pasaron por su cabeza en un segundo, dado que ella estaba enarcando la espalda de un modo que resaltaba más aquella parte de su cuerpo. Llevaba una temporada vistiendo con las faldas un poco más cortas y la mente de Bruce se había evadido completamente de la realidad, admirando lo bien que le caía aquella prenda.
—Estás bien. —Logró decir al fin, una vez que hubo tragado la suficiente saliva como para no deshidratarse.
La chica pudo apreciar el rubor que se había formado en los pómulos de él y en el instante que fue consciente de la causa de éste, se giró.
—Nos vemos mañana. —Sonrió tímidamente, muriendo de la vergüenza ante aquel desliz.
—Hasta mañana. —Se despidió Bruce mientras se levantaba del banco y se rascaba la barbilla.
Spencer se le quedó mirando con cierta indecisión y finalmente se puso de puntillas para besar la mejilla del muchacho. Un gesto tan dulce que a Bruce se le antojó de irresistible, en especial con aquella sonrisilla que dibujaba ella, que era tan tímida como desvergonzada a su vez.
Cuando Spencer iba de camino al supermercado, pasó por la puerta de una papelería y se llevó las manos a la barbilla para frotársela, pensando que podría hacer lo que tantas ganas tenía. Se asomó a ver si disponían de lo que necesitaba y ahogando una risita interna, imprimió la foto que se acababa de hacer con Bruce.
La puerta principal de la mansión Rimes resonó por todos los espacios de la casa. Al otro lado, en el jardín, se encontraba Bruce. Esperaba que quien abriera fuera el ama de llaves, como siempre, o Sebastian en su defecto, pero no fue así. Pra su sorpresa abrió su madre, Anna.
—¿Mamá?
—¿Por qué pones esa cara? —cuestionó su madre mosqueada al ver la expresión de susto de su hijo—. No soy un fantasma, vivo en esta casa.
—¿No deberías estar en cama?
La madre de Bruce puso los ojos en blanco y en cierto modo le recordó a sí mismo.
—Estoy harta de ser la bella durmiente —replicó ofendida, y moviendo agitadamente los brazos, con energía—. Mi médico ha dicho que mi situación ha mejorado y quiero celebrarlo. Esta noche cenaré contigo. —Dio una palmada—. Y prepararé yo la cena.
Bruce parpadeó lentamente y apoyó los dedos en el puente de la nariz. Suspiró y, dando la vuelta al cuerpo de su madre, teniendo sujetos los hombros con sus manos, comenzó a caminar hacía el salón.
—Está genial que te encuentres mejor —dijo sentándola en uno de los sofás de la estancia—. Pero simplemente no puedes, de la noche a la mañana, ponerte a trotar por toda la casa como si no pasara nada.
La mujer sintió una punzada de culpabilidad en el pecho. Bruce siempre se había preocupado mucho por ella y desde que le diagnosticaron aquella enfermedad intentaba ser más responsable. Tuvo que madurar antes de tiempo, aunque luego se comportara como un niño con falta de atención en la escuela.
—Lo siento... —murmuró Anna con un destello de lástima en su mirada y el pelirrojo entendió al instante a qué se refería.
—No, no, no, no... —negaba constantemente mientras se sentaba al lado de la mujer en el sofá, cruzando el brazo por los hombros de ella—. No digas eso, mamá. Tú no tienes culpa de nada.
—Siempre has sido tan bueno conmigo... —Agachó la cabeza y hundió la cara entre sus manos. Permaneció en aquella posición unos breves segundos y, finalmente, volvió a mostrar el rostro—. Bueno, no vamos a ponernos triste —guiñó el ojo—. Cuéntame, ¿qué has hecho esta tarde? ¿Qué tal el instituto?
Algo que hacía mucho su madre era aparentar que todo iba bien, que estaba de buen humor siempre, aunque fuera mentira.
Bruce se separó y se rascó la nuca antes de hablar.
—Pues bien. He acompañado a mi novia a que se comprara un horrible reloj de pared.
Ella rio.
—¿Tu novia? ¿Aquella chica que me comentaste?
—Sí.
—¿Cómo se llama?
—Spencer.
—Qué nombre tan bonito... ¿Por qué no la invitas a comer un día de estos? Me gustaría conocerla.
Miró a su madre, que estaba haciendo lo mismo con una bonita y delicada sonrisa.
—¿No estás enfadada porque tengo novia?
—¡Para nada! —exclamó escandalizada—. ¿Por qué piensas eso?
—Por el acuerdo con los Miller...
—Mira, Bruce, en ese tema no puedo tener menos interés. Mi vida no va a cambiar nada por tener un poco más de dinero del que ya tenemos. Tu padre es demasiado ambicioso. —Cogió aire—. Yo te voy a apoyar en todo, ya lo sabes.
—Gracias, eres la mejor —dijo dándole un abrazo para después, ponerse en pie—. Voy a ducharme. Mañana le diré a Spencer lo de la comida.
—¡¡Mira!! —exclamó animada Spencer y extendió su billetera abierta, enseñando la foto que tenía de ellos y que mostraba por encima de su carnet de identidad.
Bruce puso los ojos en blanco.
—¿En serio, Pen?
—Por supuesto. —Exageró una falsa altanería mientras ponía los brazos en jarras y andaba a juego con su tono de voz.
—Sí, pues mira que tengo yo —comentó el joven sacando su respectiva billetera y enseñándosela del mismo modo que había hecho Spencer con la suya instantes atrás. Spencer pudo apreciar con cierto pavor como se trataba de una fotografía de ella, hecha a traición y en la que aparecía llevándose a la boca un bocadillo. Al verla dejó escapar un grito ahogado y él se murió de risa.
—¿Desde cuándo? —inquirió indignada.
—Desde que pones cara de hámster cuando comes. —Reía.
—Yo no le veo la gracia.
—Y tengo otra.
—¡¿Otra?!
Bruce le mostró entonces, la fotografía que antes portaba ella en la que aparecía con su hermano. Aquella que quitó de la cartera de la chica el día en que la acorraló en el pabellón de natación.
—¡No me lo puedo creer! —Le quitó la imagen de las manos—. Sabía que me la robaste, pedazo de cenutrio.
—Bueno, ahora te la puedo devolver porque tengo a mi pequeña novia hámster aquí —dijo dándole un beso a la foto de Spencer y el bocadillo, acto que a la chica le dio repelús; cuando quería, podía ser cariñosamente tétrico.
Fueron juntos a comer a aquella especie de restaurante del instituto al que estaba convencida de que nunca se acostumbraría. Cuando ya estaban sentados, se acercó a ellos Shirley Jones, la cual ya no llevaba la pierna vendada. Ambos la observaron al instante, expectantes por saber qué quería. En especial Spencer, que se encontraba en guardia.
Antes de hablar, la joven carraspeó.
—¿Puedo sentarme un momento?
Bruce miró a Spencer, haciéndole entender que era ella quién decidía, lo cual comprendió al instante en la mirada del pelirrojo. Cambió la dirección de su vista a la rubia que se encontraba frente a ellos, estática.
—Adelante —respondió serenamente.
Una vez que se hubo sentado, ambos se quedaron en silencio esperando a que hablara, cosa que notó.
—Quería disculparme con vosotros. —Aquellas palabras pillaron desprevenidos a ambos jóvenes—. A ti Bruce por haberte intentado manipular —miró a Spencer— y a ti porque no he sido justa. Aunque te odio, no me confundas. Pero he de reconocer que se me fue la cabeza, lo siento.
Él no dijo nada, quería que Spencer tomara las decisiones respecto a Shirley.
—Está bien, Jones —comenzó a hablar ella—. Te perdono, y estoy segura que Bruce también. —Dirigió la vista al muchacho, que asintió con la cabeza—. Pero no voy a fiarme de ti nunca más.
—Ni necesito que te fíes de mí.
Después de aquella conversación, Shirley, al igual que hacían Dalia y Thomas, se incluía en los momentos en los que estaban los cuatro, para no sentirse como un parásito con Bruce y Spencer.
Spencer se sentía incómoda cuando venía la muchacha, pero no iba a ser ella la que le dijera que se fuera. Ni tampoco Bruce. Y es que se había dado cuenta de que era diferente a Shirley y quería creer con todas sus fuerzas que, a pesar de todo, no era tan mala chica. Por eso, aunque no intercambiaran entre ellas más palabras de las que son necesarias para hablar del día que hace, le permitía estar junto a ellos en muchos momentos y siempre lo hacía con una sonrisa.
En uno de aquellos días tuvo una conversación con Bruce sobre el tema.
—Me gusta que en cierto modo hayas perdonado a Shirley —afirmó mientras estaban sentados en el césped de Richroses. Posó su mano sobre ella—. Spencer Turpin, es usted admirable.
—Gracias, supongo —respondió intentado delinear una sonrisa—. Pero deberías saber que yo no soy tan digna ni tan buena, cuando pienso en cómo se comportó me hierve la sangre y le daría un guantazo con la mano bien abierta.
Bruce no pudo contener la risa que le provocaba aquella declaración y le dio un breve achuchón.
—Eres adorable. —Una idea pasó por su cabeza—. Por cierto, la semana que viene es mi cumpleaños y mi madre quiere conocerte, así que he pensado que podrías comer en mi casa ese día y lo celebramos tú y yo —sugirió acariciando el cabello de Spencer y ésta le dedicó una mirada divertida.
—Me encantaría. —Se acurrucó en el pecho de Bruce como si de un gato buscando mimos se tratara.
Eran las doce del mediodía y Bruce y Shirley se encontraban hablando en la puerta de la biblioteca del instituto. Bruce salía del recinto y Shirley a su vez entraba.
—Hola —saludó Bruce medianamente sorprendido al tropezarse con ella. Era la primera vez que hablaban a solas desde lo que pasó.
—Buenas.
Se quedaron un instante mirándose seriamente.
—¿Estabas buscando algún libro? —preguntó Shirley.
—Obviamente sí, acabo de salir de un lugar llamado biblioteca que está lleno de libros.
—No seas antipático.
—Lo que tú digas, mientras tanto yo voy a comprarme algo en la máquina —comentó señalando una máquina de refrescos que había a escasos metros de ellos dos y, cuando fue a meter la mano en el bolsillo de su pantalón, no pudo evitar poner una expresión de auténtico espanto.
La rubia apreció la preocupación del rostro del joven y le preguntó:
—¿Qué pasa?
—Mi cartera, no la llevo encima —explicó palpándose los pantalones y los bolsillos de la chaqueta—. Se me debe de haber caído en clase. Voy a ver —dijo dando media vuelta y dirigiéndose al trote a su aula.
Shirley lo miró mientras se iba y no pudo evitar pensar lo mucho que había cambiado Bruce en aquel año en el que ella había estado fuera. Pero no quiso dedicarle mucha importancia al joven en sus pensamientos y entró en la biblioteca.
Buscaba una enciclopedia de geografía para un trabajo acerca de la población a escala mundial. Una vez que hubo encontrado el material necesario y se sentó en una de las mesas del lugar, pudo notar que había algo que no dejaba de pisotear bajo la mesa. Apoyó la mano en la superficie de madera y agachó la cabeza para mirar por debajo del mueble y ver de qué se trataba. Abrió mucho los ojos al ver que era una cartera.
Extendió el brazo y abrió el objeto para ver si se encontraba allí la cartilla de Bruce y llevarle la billetera, pero lo primero que vio no le hizo ninguna gracia: una foto donde la protagonista era Spencer. Al verla Shirley no pudo evitar sacarla, para verla sin aquel plástico transparente encima, para contemplarla en sus manos y conforme más veía la expresión de Spencer mirando a las musarañas con la boca llena de comida, más rabia le corroía por las entrañas.
—¡Bruce! —llamó Spencer al ver pasar al chico tan apresurado que no se percató de que la joven estaba pasando al lado de él.
—Hey, Pen —dijo con la voz fatigada de los nervios—. Lo siento, no te había visto.
—¿Pasa algo?
—No encuentro mi cartera, acabo de mirar en mi aula y ni rastro.
—La he encontrado. —Ambos jóvenes se giraron dado que aquella voz era ajena a la conversación. Se trataba de Shirley, que enseñaba el objeto—. Se te había caído en la biblioteca. —Se la dio al muchacho y, pasando de largo mientras hacía para atrás su pelo, dijo: —De nada, me voy a clase.
Los dos se quedaron mirando cómo se iba.
—La verdad es que es un poco rara —comentó Spencer y Bruce asintió con la cabeza—. Como se nota que es el síndrome de los niños ricos, sois todos para daros de comer a parte.
—¡Oye! —exclamó molesto y ella se echó a reír.
—No me lo niegues.
Bruce abrió su cartera y se percató casi al segundo que faltaba la foto de Spencer, algo en lo que ella también reparó.
—Menos mal que te has quitado aquella foto mía tan horrible.
—No, no la he quitado. Esta mañana le he echado un bonito vistazo antes de entrar a clase —comunicó Bruce agitando el objeto entre sus manos y rascándose la nuca con nerviosismo—. Estoy seguro de que seguía aquí cuando la perdí.
En aquellos momentos, a Spencer se le pasó por la cabeza una idea bastante fugaz, pero lo suficientemente sólida como para no desecharla. No lo dijo en voz alta porque no quería hablar antes de tiempo y meter la pata, pues se tenía que asegurar de que sus pensamientos eran verídicos. Y tampoco quería que Bruce se introdujera de nuevo en una discusión por culpa de terceros.
—Voy a clase, Bruce —dijo alterada y se dirigió a su aula, dejando a Bruce solo, aun mirando a su alrededor a ver si encontraba la foto de su chica.
Nada más entrar al aula, se asomó a la papelera de la clase para eliminar una de las opciones de su mente, pero fue peor ver que la primera de la lista era la correcta; la verdadera. Allí estaba su foto, arrugadísima, dentro de la papelera. Metió la mano en el pequeño cubo y se la guardó en el bolsillo de la falda, a continuación, fue en dirección a Shirley, que se encontraba leyendo en su pupitre.
Spencer estaba experimentando una sensación que hasta ese momento no había sentido. Podía notar como la llama de la ira que albergaba en su interior crecía poco a poco. Era plenamente consciente de la rabia que le recorría el cuerpo de arriba abajo y lo tensa que estaba, con muchas ganas de golpear a algo. Estaba segura de que en aquellos momentos era capaz de escupir fuego por la boca –y por los ojos, si se apuraba.
—¡Shirley! —gritó mientras golpeaba el pupitre de la rubia con potencia. Todos fijaron su atención en ellas ante aquel estruendo, pero a Spencer le daba igual—. ¿Podemos hablar en privado? —Trató de hacerse notar respetuosa y normal, aunque cada sílaba que pronunciaba estaba cargada de rencor.
Al verle la cara a Spencer, Shirley tuvo por primera vez miedo de ella. Estaba segura de que sus ojos se habían vuelto letales. Tragó saliva.
—Lo siento, estoy ocupada —dijo y la voz le tambaleó a traición, algo por lo que se maldijo; por aquella metedura de pata.
—Por tú bien, vamos a hablar —dictó sin temblarle ni un ápice la voz.
Tanto Spencer como Shirley salieron al pasillo con la intención de hablar con más intimidad de la que disponían dentro de clase, pero lejos de tener más, muchísimos alumnos se asomaron para ver qué problema había. Y todos en silencio. Pronto se había corrido tanto la voz que se acercaron personas de otras aulas. Incluido Bruce, pero Spencer estaba tan cabreada que ni se percató de ello.
—¿Se puede saber que pretendes? —inquirió mostrándole su foto, la que ella había estropeado—. Te he perdonado todas las mierdas que hiciste contra mí porque al fin y al cabo no te terminaba de odiar, pensaba que eras medianamente legal porque eras capaz de desafiarme a la cara a pesar de que luego tus métodos fueran rastreros y sucios. —Spencer hablaba en un tono de voz firme y elevado—. He luchado muchísimo para conseguir esto que tengo con Bruce y no voy a permitir que lo eches todo a perder. Si tanto le querías, no haberle dejado cuando te fuiste a estudiar a Italia. Ahora admite tu derrota y déjanos en paz de una vez.
Bruce escuchaba, al igual que el resto de los presentes, todo lo que la joven decía con suma atención. No quería perderse ni una palabra.
—¡Tú no sabes nada! —exclamó la otra reteniendo las lágrimas—. Separarme de Bruce fue algo jodidamente difícil. Estuve todo el último año en Italia pensando en él, sin poder quitármelo de la cabeza y con la esperanza de que al llegar tuviéramos otra oportunidad. Pero llego y me encuentro con que se ha echado una novia y, para colmo, se trata de una simplona. —Comenzó a llorar vivamente—. Y cuando le vi contigo sentí verdaderos celos porque sé que él jamás ha estado enamorado de mí. ¿Lo sabías? Nunca lo ha estado. —Los pelos le tapaban la cara y de vez en cuando tenía que secarse las lágrimas de sus ojos—. Sus sentimientos por mí eran más parecidos a lo que se siente por una hermana pequeña que por una novia, pero el muy idiota no sabía distinguirlo.
Spencer sintió por primera vez lástima por Shirley, al igual que Bruce, al escuchar su última declaración acerca de su vieja relación y, en cierto modo, la entendía. No obstante, aunque ella hubiera estado en la situación en la que se encontraba Jones, nunca hubiera actuado como hizo. Ni mucho menos.
Se cruzó de brazos y dio un fuerte pisotón en el suelo.
—Te entiendo. Sé que Bruce puede ser un chico muuuuy idiota. —El pelirrojo había perdido la cuenta de cuantas veces se habían referido a él como «idiota» ese día—. Y también sé lo mucho que te esforzaste en su día, pero no pienso permitir que arruines lo que tengo con Bruce porque yo también me he esforzado. ¡Y le quiero a rabiar!
En el momento en que Bruce escuchó la declaración de la joven, sintió como su corazón se aceleró de la viva emoción que estaba experimentando. Por el contrario, Shirley se encontraba tan frustrada, tan avergonzada y dolida, todo un cúmulo de emociones negativas, que en un impulso descontrolado le propinó un guantazo a Spencer.
Tras haberle propinado aquel golpe, comenzó a temblarle el pulso por la decisión poco meditaba que había tomado.
—Yo, lo sien... —Fue a disculparse, pero la mirada serena de la castaña se posó en ella.
—Mi turno —dijo devolviéndole la agresión con la palma de la mano bien abierta, del mismo modo que había querido abofetear a Jones desde que se hacía la víctima a su lado—. Y ahora ya estamos en paz.
Shirley se le quedó mirando, sentía como solo se respiraba tensión, y en aquel instante pudo ver como las facciones de Spencer se relajaban y, acto seguido, comenzó a reír.
Y ella también.
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