25| Declaración de guerra

Dedicado a Dinalú Lopez. Muchas gracias por tu apoyo leyendo y compartiendo esta historia y espero que disfrutes esta y las sucesivas. <3

Bruce entró a casa de Shirley Jones, le había abierto la señora de la limpieza. Le preguntó dónde estaba la chica en cuestión y la mujer señaló las escaleras de caracol que ascendían a lo que era la planta de arriba. Apenas dio un par de pasos en los escalones cuando escuchó la voz de su ex desde arriba.

—¿Quién es? —Lanzó la pregunta a la empleada.

—Soy yo —Continuó subiendo las escaleras.

—¡Bruce! —exclamó con una sonrisa de oreja a oreja—. No pensaba que dijeras en serio que ibas a venir.

Tenía el pie vendado hasta mitad de la espinilla. Parecía que debajo de vendaje tuviera un tobillo bastante hinchado y andaba con la ayuda de dos muletas.

—¿Se puede saber cómo te has caído?

La rubia se encogió de hombros y ladeó la cabeza.

—Ni idea, cuando me quise dar cuenta ya estaba en el suelo.

Se agachó para ver todo aquel apósito de cerca.

—¿Cuánto tiempo tienes que estar así? —Quiso saber entrecerrando los ojos; esperaba que no mucho tiempo. No tenía ninguna gana de desviarse todos los días para recogerla, más aún cuando ya lo hacía para ir a casa de su novia.

—Un par de semanas.

Bruce hizo un movimiento con la cabeza que pretendía ser un asentimiento, pero en lugar de eso se quedó a medias y apretó los labios.

—Bueno, vale —respondió frotándose la barbilla con el índice y el pulgar—. Pues me voy, había quedado con Spencer. De hecho, ella tendría que estar aquí —informó dando media vuelta para bajar las escaleras.

Entonces, otra voz tomó forma.

—¿Bruce? ¿Bruce Rimes? ¿Eres tú? —Él se giró y pudo ver a una mujer de ojos azules y cabello rubio ceniza, recogido con un elegante moño; vestía un conjunto morado—. No puede ser. —Abrió mucho los ojos y se formó una extensa sonrisa en su rostro—Eres tú de verdad. ¡Cuantísimo tiempo!

El pelirrojo conocía perfectamente a aquella señora: Era la madre de Shirley. Siempre le trató bien, por lo que él también esbozó una sonrisa.

—Hola, Sra. Jones.

La mujer le dio un fuerte abrazo.

—Es increíble cómo has crecido —comentó frotando el brazo del joven—. ¿Por qué no te quedas a cenar?

—No, lo siento. Estoy ocupado.

—Venga, Bruce —insistió Shirley esta vez.

Bruce sacó el teléfono y comprobó si tenía algún mensaje de Spencer. Ni rastro. Dejó escapar un suspiro abatido, sintiéndose terriblemente solo y cabreado consigo mismo por preocuparla habiendo ido a ver a su ex, pero se hubiera sentido culpable del mismo modo sin haber ido a visitarla. Shirley le ayudó cuando lo necesitó y le parecía mal no hacer lo mismo por ella, aunque no podía soportar ver el reflejo del miedo en los ojos de la castaña; era algo que no podía aguantar.

La Sra. Jones aguardaba paciente la respuesta del muchacho y finalmente, después de haber vuelto a comprobar la pantalla del móvil, dijo:

—Está bien, aunque me iré en acabar, tengo cosas que hacer. —Ellas asintieron felices—. Salgo un momento fuera, necesito hacer una llamada.

Observó en el jardín de la familia Jones, que le quedaba menos de un 5% de batería en su teléfono y chasqueó la lengua al no haberse percatado de ello antes. Hizo movimientos rápidos en los accesos directos para llamar a su novia antes de que la batería declarara el final de su uso y, justo en el momento en que iba a pulsar el último el icono de color verde, una llamada entrante le detuvo. Era Emma.

"Joder —pensó Bruce—, se han puesto todas de golpe para atarme una soga al cuello".

Dudó si descolgar, pues no tenía ánimos para escuchar la ponzoñosa voz de aquella chica. No obstante, siempre que veía su nombre, sentía la necesidad de solventar sus exigencias. Relacionaba a aquella estudiante con buena parte de sus miserias.

—¿Emma? —cuestionó por educación.

—Hey.

—¿Qué quieres?

—Nada de ti. Te llamaba para preguntarte acerca de Thomas, no sé qué hace el chaval con el maldito teléfono que siempre comunica. —Se quejó.

Bruce se sintió aliviado por un momento al comprobar que no le había comunicado malas noticias.

—Ya sabes que Thomas es un abuelo con las nuevas tecnologías, ya te puedes dar con un canto en los dientes si consigue descolgar a la primera. —Rio al pensar en su primo.

—¡Já! Mira quien fue a hablar. —Se burló—. No eres el más indicado, Bruce. En fin, solo era eso. Probaré a llamarle en un rato y si no me presentaré en su casa.

—Eso, ese es tu fuerte. Acosar a la gente.

—Idiota. Bueno, yo no soy la acosadora, te ha salido una peor. —De tenerla delante, Bruce estaba seguro de que Emma le estaba guiñando un ojo—. Venga, ¡ciao! —Y colgó antes de que el joven contestara.

En el instante en que Bruce pudo retomar la acción que había dejado a medias, llamar a Spencer, el móvil decidió que le había dado suficiente margen. Bufó molesto y regresó con Shirley y su madre, que se encontraban en la cocina dando indicaciones a la cocinera.

—Shirley —nombró en voz baja—. Me he quedado sin batería. ¿Te importa dejarme tu móvil para llamar a Spencer?

La joven se encontraba sentada en una silla con el pie en alto.

—Por supuesto —dijo en un modo afable, sacando su aparato del bolsillo de su pantalón—. Dime el número.

Bruce miró al techo, tratando de recordarlo. Tenía buena memoria y el número de su novia era algo que se aprendió en cuanto comenzaron a salir. No obstante, la comodidad de acceder a una agenda telefónica tan solo pulsando un icono en la pantalla o, incluso ordenándoselo al micrófono, a veces era contraproducente; como en aquel momento, que no estaba seguro de si estaba dictándole bien el teléfono.

Shirley lo marcó.

—Me da error.

Él frunció el ceño.

—Quizá lo he dicho mal.

Volvió a probar otra vez y obtuvo el mismo resultado. Tras intentarlo un par de veces más, decidió desistir. Lo que ignoraba era que la rubia había marcado mal el número adrede, interfiriendo así entre ellos de un modo circunspecto.

Poco tiempo después, sentaron a cenar en la mesa del comedor. El padre de la chica se encontraba trabajando en Italia unos días. La madre, por su parte, no dejaba de recordar anécdotas de cuando ellos se conocieron; desde el recuerdo más ridículo hasta el más emotivo.

El pelirrojo se percató de cómo su ex lo observaba fijamente y hacía lo posible por no devolver la mirada. Se sentía terriblemente incómodo, hacía años que no hablaba con esas personas y sólo quería irse a su casa. Odiaba tener que quedar bien con aquellas familias.

Cuando entró en su boca la última cucharada de comida, se puso en pie dispuesto a irse.

—Me voy, tengo prisa. —Agarró su chaqueta y se la colgó en el hombro—. Gracias por la cena, estaba todo delicioso —comentó mirando a la Sra. Jones.

Antes de que se fuera, Shirley lo detuvo con una cuestión.

—¿Al final cuento contigo el lunes?

Bruce se volteó, tragó saliva y, tras dudar un par de segundos, dijo:

—Sí.

Spencer estaba tumbada en la cama, de costado. Tenía su iPhone apoyado en la almohada, a su lado, como si le estuviera haciendo compañía. Lo había estado mirando casi toda la tarde desde que el chico la dejó en casa. Cada vez que una notificación entraba e iluminaba la pantalla de bloqueo, daba un pequeño brinco y comprobaba que era él con un atisbo de esperanza para luego, desinflarse como un globo.

Se sentía decepcionada, pues dijo que la llamaría. No había lugar a dudas, ni había entendido mal. Estaba plenamente segura de que se lo había dicho y aquella ansiada llamada no llegaba y los minutos pasaban, imposibles de detener. Cuando dio medianoche y no había recibido noticias de él, se dio por vencida e intentó dormir.

Al despertar al día siguiente, vio su día vacío, ya que no se sentía con fuerzas de quedar con Rimes. No tenía ganas de hablar con él si quiera; no le salía de dentro. Agarró el teléfono y pudo ver que tenía dos llamadas perdidas suyas. Frunció el ceño y con un chasquido de su lengua, lo volvió a dejar sobre la mesita de noche y comenzó a retozar en la cama, como si de un gato se tratara. Sólo tuvo su momento de lucidez horas más tarde, cuando se dio cuenta de que, salvar aquel domingo aburrido y espantoso que le amparaba, era más fácil de lo que pudiera parecer.

Había recibido varios mensajes de Bruce, mensajes en los que se disculpaba, en los que le preguntaba qué tal estaba y cosas similares. Pero ella se negaba a responderle. Quería que palpara lo molesta y dolida que estaba con él. Si se encontraba con alguien ese día, tenía muy claro quién sería –o quiénes-. Sin pensárselo dos veces, se puso en contacto con Dalia y le sugirió que fuera a su casa aquella misma tarde. También que avisara a Parker si lo consideraba oportuno.

Los invitados acudieron a su casa a las cinco de la tarde. Se los presentó a sus padres como una ráfaga de viento, evitando las preguntas y miradas cotillas de su madre y convirtiéndose ella misma en una heroína por salvar a sus amigos de tal ácido destino –aunque era consciente de su exageración.

Subieron a su habitación y les invitó a tomar asiento. Tampoco había mucho sitio dónde escoger: la silla de ruedas de su escritorio, un puff de un violeta intenso y su cama. Dalia y ella se sentaron sobre la cama y ambas se descalzaron para poder estar más cómodas. La primera acogió una posición entre elegante y despreocupada y Spencer se cruzó de piernas. Thomas, por su parte, agarró el puff con fijación y se dejó caer sobre él, hundiéndose como si se lo estuviera tragando.

—Siempre me han fascinado estas cosas —comentó analizando la superficie en la que se acababa de sentar, dando pequeños brincos.

Spencer rio y comenzaron a hablar. El tema inicial era acerca de los tan estupendos puffs que tanto impresionaban al moreno. Hubo un momento de la conversación en el que la rubia afirmó no haberse sentado en uno en su vida y, rápidamente, Parker se levantó y le instó a que lo hiciera, alentado por la castaña, quien también insistía. Fue gracioso ver a Dalia sumergirse con su pequeño cuerpo como si de arenas movedizas se tratara.

Todo transcurría de maravilla y Spencer había logrado evadir su mente del pelirrojo que tantas veces se colaba en su cabeza, provocándole impertinentes migrañas. Lamentablemente, sus pensamientos concentrados en el muchacho regresaron cuando la melodía de Over the love de Florence and The Machine le avisó de que la estaban llamando. Pudo ver en la pantalla como se leía a la perfección el nombre de Bruce. Se mordió el labio en señal de indecisión, mientras pensaba si debía descolgar o no. Finalmente le dio al botón rojo de la pantalla para colgar.

Sus dos amigos se percataron de ello y era, entonces, más que obvio que había pasado algo entre ella y Bruce. Ambos dieron por hecho, como si sus mentes estuvieran conectadas por una fuerza sobrenatural, que les había dicho de quedar para no comerse la cabeza.

—¿Ha pasado algo? —preguntó finalmente Dalia.

Spencer hizo una mueca extraña antes de responder. No se trataba de molestia, ni de una especie de expresión de la alegría: se trataba de la duda espantosa que le recorría.

—Ayer quedé con Bruce y lo llamó Jones. —Las expresiones de Dalia y Parker se convirtieron en sorpresa, dedicándose una mirada de soslayo—. Le dijo que se había hecho un maldito esguince —escupió las dos últimas palabras con una rabia acumulada—, y le pidió si podía llevarla a clase hasta que se recuperara. Recogerla y dejarla en su casa todos los días.

Parker dejó el cuerpo reposar como si fuera un cadáver, sin fuerzas, y exhaló intensamente.

—La verdad es que suena un poco raro —confesó agitando las manos.

—¿Un poco raro? La tía lo ha hecho a propósito —espetó apretando los puños y dejando salir a la luz su frustración y enfurecimiento—. Y lo peor es que el estúpido de Bruce es incapaz de decirle que no. —Estaba indignada, no quería hablar en aquel tono, pero era incapaz de disimularlo—. Si tanto dinero tiene seguro que es capaz de pagarse un taxi durante dos semanas.

El moreno dejó escapar una carcajada, irguiéndose como podía del su absorbente asiento. Agarró una mano de Spencer y comenzó a agitarla, como cuando dos representantes importantes llegan a un acuerdo y las estrechan para finalizar el pacto.

—Mañana quiero que mires a Bruce a los ojos y le digas lo que acabas de decirnos a nosotros —ordenó soltando la mano y sin suprimir de su rostro una sonrisa.

—¡Eso es! —Fomentó la rubia dando palmas, como si se tratara de algo muy divertido.

Spencer alzó las manos sin comprender a sus amigos.

—No lo entiendo, chicos. ¿No sois amigos de ella?

—Yo sí —afirmó Thomas, cerrando el puño y dejando únicamente el dedo índice al descubierto. Continuó hablando—: Conozco a Shirley, me cae bien y sé que no es mala gente, pero a veces es demasiado caprichosa y me huelo que esto no es más que una especie de rabieta suya. Además, al contrario que ella, tú no fuiste a meter las narices en su relación con Bruce.

Dalia posó su mano en el hombro de Spencer y con su otra mano chocó la de Parker.

—No te falta razón —declaró con energía.

Un alivió se manifestó en el cuerpo de la castaña, al comprobar que no estaba actuando como una desquiciada ni había perdido los papeles.

—¡De acuerdo! —Estaba claramente más animada—. Me habéis convencido. Cuando vea a Bruce mañana en el instituto se lo voy a dejar muy claro.

—Bueeeeeeeeeeeeno —Alargó la palabra con una ligera melodía oculta en su tono de voz—, ¿ahora sabéis lo que toca? —Las chicas le miraron sin saber a qué se refería—. Un abrazo.

Y en un acto espontáneo y sincero, los tres se fundieron en un cálido abrazo. Y por primera vez en mucho tiempo, Spencer volvía a sentir la ilusión de hacer nuevos amigos.

Aquella misma noche, el timbre de su casa sonó. Esperó a que algún miembro de su unidad familiar fuera a abrir, pero al parecer ninguno estuvo dispuesto a ello. Ya se había vestido con el pijama y no tenía ningunas ganas de bajar. Eran las diez de la noche y desconocía si sus padres esperaban a alguien. Cuando el timbre volvió a sonar una segunda vez, se asomó al pasillo para comprobar si alguien iba a abrir.

—¡Han llamado! —exclamó sin obtener respuesta. Bajó las escaleras y se asomó nuevamente por la barandilla. Apreció que su hermano estaba jugando a la Nintendo y a su padre leyendo en silencio, ausentes a todo, mientras escuchaba a su madre tarareando desde la cocina—. ¿Pero no habéis oído que han tocado el timbre? —inquirió molesta.

—Ay, perdona cariño —habló Bárbara mientras salía de la cocina y se acercaba un par de pasos a ella, con un bol bajó el brazo y batiendo con unas varillas una masa que parecía ser para algún pastel—. Estoy ajetreada, ¿puedes mirar quién es?

Spencer no respondió, se limitó a caminar hacia la puerta de su casa y a mirar por la mirilla quién era. Su sorpresa fue demasiado grande cuando vio el cabello rojizo de Bruce al otro lado de la fría madera.

Abrió y, acto seguido, se cruzó de brazos con orgullo, dispuesta a no dejarse ver dolida por él.

—¿Qué quieres? —preguntó cortante.

—Verte.

Ella enarcó las cejas y evitó sonreír. En cualquier otra circunstancia se hubiera lanzado a sus brazos y se hubiera dejado mimar por él, pero estaba tan enfadada que no podía permitirse aquel lujo.

—Ya. ¿Hoy no vas a ver a Jones? —cuestionó sarcásticamente, agitando la cabeza para que su melena no le tapara la cara.

—No digas estupideces —dijo fastidiado por el comentario que acababa de lanzarle Spencer—. Te he llamado mil veces, te he enviado muchos mensajes y no has respondido a nada.

Spencer miró de reojo el interior de su casa y, sujetando el pomo de la puerta, la entrecerró para obtener más intimidad en aquella conversación.

—Dijiste que me llamarías y no lo hiciste. ¿Cómo crees que debo sentirme? ¿Cómo te sentirías tú? —expuso indignada.

—No iba a pasar de Shirley como si fuera una mierda. —Se excusó alzando los brazos.

—Deja de llamarla por su nombre de pila —gruñó, tratando de contener la rabia que la estaba asfixiando—. Aparece tu exnovia de la nada cuando mejor estamos como pareja, casualmente se hace un esguince y, para colmo, resulta que no hay nadie más en todo Londres a quién pedir ayuda que te tiene que llamar a ti.

El silencio se apoderó de Bruce por unos segundos. La reacción de Spencer era nueva para él y no sabía qué responderle, pues planteado de aquella manera no resultaba tan disparatado el enfado de su novia. Sujetó la mano de la chica y la acarició con el pulgar.

—No pienses que no tengo empatía contigo, porque entiendo cómo te debes de sentir. Siento mucho no haberte llamado ayer, quizá te suene a excusa barata, pero me quedé sin batería en el móvil e intenté llamarte desde el teléfono de Shirley, pero me decía que tu número estaba apagado —explicó, siendo palpable la ternura en su voz—. Siento haberte preocupado, pero, Spencer, si hay algo que te pido es que confíes en mí. No voy a hacer nada que pueda hacerte daño porque prefiero tragarme mil agujas a verte llorar de nuevo —la joven sintió como sus ojos se humedecían de la emoción por aquella última frase e hizo esfuerzos sobrehumanos para que no fuera a más. Por el contrario, sonrió. Bruce la atrajo hacia sí y le dio un delicado y cariñoso abrazo, mientras le besaba la cabeza—. Estoy seguro que no quieres que recoja a Shir-... a Jones mañana pero ya me he comprometido con ella en eso y te puedo asegurar que es una buena chica. Habrá sido una casualidad inoportuna.

—No es justo. Siempre sabes convencerme. Esa chica no me gusta —Bruce la estrechó con más fuerza entre sus brazos—. Pero voy a confiar en ti.

Liberada. Así se sentía al día siguiente cuando se despertó. Lo cierto era que, sincerarse con Bruce, le hacía sentirse más tranquila y relajada. Por aquel motivo, cuando llegó a Richroses, no eliminó la confianza en la que había trabajado, siendo mejor o peor; no la confianza que tenía depositada en Bruce, sino la que había invertido en ella.

Se sentó en su pupitre y observó que Shirley Jones no había llegado todavía, sin embargo, la palmada en la espalda que le propinó Thomas en señal de apoyo le hizo saber que no tardaría en entrar por aquella puerta. Y, efectivamente, apenas dos minutos después entró cojeando, ayudada de sus muletas y pudo observar con cierto fastidio que Rimes entraba detrás de ella, llevándole el maletín. Se lo dejó sobre el pupitre y se acercó a Spencer.

—Buenos días, preciosa. —Descansó un beso efímero pero cargado de cariño en sus labios—. Nos vemos luego, pasaré por aquí para que vayamos a almorzar. —Y le acarició el pelo antes de salir.

Spencer se sonrojó y notó que las miradas de todos se clavaron en ella. Parecía que no terminaban de acostumbrarse a su relación con el pelirrojo. Pero, sin duda alguna, había una mirada cargada de odio y rencor entre los estudiantes: la de Shirley. Y Spencer se percató de ello, se miraron a los ojos y Jones le transmitió una cantidad irracional de tirria. Aborrecía ver lo que acababa de ver, aborrecía que Bruce la hubiera llamado preciosa y, sobretodo, que la besara delante de todos.

Cuando llegó la hora en la que se iba a ver con Bruce, se puso en pie y le aguardó en la entrada del aula, apoyada al lado del marco de la puerta.

—Disculpa. —Spencer se giró y pudo ver a Shirley salir de la clase—. ¿Puedo hablar contigo?

El desconcierto se hizo más grande en ella.

—Dime.

—Te voy a ser sincera —comenzó a decir—: no entiendo qué es lo que ha visto Bruce en ti. —Enarcó una ceja—. Pero no te preocupes, porque al final acabará eligiéndome a mí. —Sonrió con malicia—. ¿Sabes por qué lo sé? Porque a los hombres les encantan las chicas frágiles, las muñequitas... Las chicas como yo. Y sé de sobra que tú no eres precisamente una dama, eres grosera y violenta. Desafiaste a Bruce. —Spencer frunció el ceño ya que no entendía cómo era posible que ella supiera eso. ¿Alguien se lo habría contado? Shirley pareció leerle el pensamiento—. Ayer el muy idiota no paró de hablar de ti durante gran parte de la cena. Hablándole maravillas de ti a mi madre. ¿Cómo puede ser tan memo? Necesita ayuda. Ayuda para desprenderse de ti. —Acercó su rostro al de ella, que se encontraba helada y con ganas de darle un guantazo—. Y yo se la voy a dar —susurró golpeando con su aliento la cara de la chica.

En aquel instante, Shirley apreció como Bruce se acercaba andando con altanería hacia ellas y se fijó en que no las estaba mirando directamente y, aprovechando la proximidad y distracción de él, se dejó caer en el suelo, lanzando una muleta y pegando un chillido.

En apenas unos segundos, Spencer lo único que sabía era que no tenía la menor idea de lo que estaba pasando delante de sus narices. Estaba demasiado impactada como para reaccionar. No supo en qué momento se asomaron a la puerta o a la ventana todos sus compañeros de clase, pero lo que más le aceleró los nervios fue observar cómo Bruce se aproximaba a paso aligerado y rostro preocupado.

—¿Qué ha pasado? —preguntó una vez al lado de ellas.

—No sé —respondió Shirley con tono lastimero—. Estaba hablándole a Spencer y de repente se ha enfadado conmigo y ha pateado mi muleta y... No sé, me he visto aquí: en el suelo.

Bruce miró a Spencer con desconcierto y ella sintió como un nudo se formaba en su garganta. Cruzó los dedos para que no se creyera aquella patraña, mientras él ayudaba a Shirley a levantarse. Una vez que la joven podía mantenerse en pie son la ayuda del objeto, el pelirrojo se acercó a la oreja de Spencer y le susurró:

—Parece mentira que habláramos ayer.

Ardió de rabia y le propinó un empujón. Acto seguido, se marchó ella sola a almorzar. Aquella chica le acababa de declarar la guerra y tenía bien claro cómo iba a luchar.

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