15| Ser un secreto
Dedicado a Jules, por todo su inagotable apoyo en mis novelas. Espero que sigas disfrutando de ellas <3
No podía dejar de dar vueltas en su cama, tapada con el edredón hasta el cuello y pensando que todo se trataba de un sueño. No era la primera vez que se besaban y estaba segura de que tampoco sería la última, aunque tampoco podía mantener aquella confianza tratándose de él.
Aquel roce no fue como el de las ocasiones anteriores: era un beso mucho más prolongado y pasional. El primero fue algo efímero, posesivo y controlador. El segundo, dado por ella, fue demasiado tímido como para poder definirlo como algo especial. Pero no era solo el tacto de sus labios jugando entre ellos lo que hacía que se estremeciera cada vez que pensaba en ello; era la actitud de aquel chico lo que dictaminaba si aquello acabaría cayendo en el olvido. Si en algún momento, finalmente, aquellas muestras de deseo no eran más que gestos vacíos.
Por aquella razón, cuando sus pies tuvieron que atravesar el umbral de la entrada de Richroses, sintió como un pequeño terremoto se producía bajo ella y que, de un momento a otro, su corazón escaparía de un impulso. Creía que no había nada peor que sentir algo por una persona y desconocer los sentimientos de ésta.
No había nada peor que querer y sentirte diminuta.
Llegó más pronto de lo usual, lo suficiente como para que no hubiera casi nadie por el instituto. Apenas había dormido la noche anterior entre palpitaciones y nervios, que rozaban la taquicardia y una buena visita al psicólogo. Trató de pensar en el tiempo que había pasado desde que entró al centro por primera vez, las cosas que había vivido y sobre todo cómo habían cambiado sus sentimientos de un modo tan radical. ¿Cómo había pasado del odio al afecto?
Al entrar al aula, apreció una larga melena rubia levitando en el aire que se filtraba desde la ventana. Unos cabellos platino de aspecto muy suave, ligados a un diminuto cuerpo pálido y delicado. Dalia había madrugado también aquella mañana y portaba entre sus manos una pequeña maceta con unas margaritas blancas.
—Buenos días —dijo sonriente una vez que vio a Spencer—. Has llegado muy pronto.
—Tú también —respondió dejando su cartera sobre su pupitre, el cual lucía menos insultos garabateados de lo usual. Apreció los mofletes rosados de su amiga y nuevamente pensó lo adorable y tierna que se veía siempre.
—Yo siempre vengo temprano —informó sentándose sobre la mesa del maestro y mirando al marco de la ventana, donde había dejado las flores—. Me gusta —volvió a mirar a Spencer—. Bueno, cuéntame. ¿Qué pasó en la noria? —preguntó con una mirada cargada de curiosidad. La joven se ruborizó al escuchar aquella cuestión. Se acarició la punta de su melena de un modo nervioso. Dalia rio suavemente—. Tranquila, me lo puedo imaginar.
Spencer levantó la vista.
—Hubo bastante acercamiento y... —A su memoria acudió aquella forma de decirle que la odiaba—. Dijo unas cosas bastante intensitas.
Ambas dejaron que la risa fluyera.
—Aún me cuesta creer que Bruce Rimes se haya encaprichado de alguien que sale de sus estándares, ya me entiendes.
La castaña creyó que, definitivamente, aquel término era el que mejor cuadraba con la situación.
—Te vi bastante bien con Parker —apuntó mirando de reojo.
La rubia asintió con la cabeza.
—A pesar de todo, es una persona agradable. Se preocupa por mí más de lo que debería y me hace reír. —Su tono de voz era cálido y sus ojos color miel le brillaban al pensar en él.
Fue en aquel momento en el que Spencer observaba a su amiga hablar del moreno, que apreció como a pesar de mantener una relación con su profesor –de la cual aún lo ignoraba casi todo−, sentía algo por Parker.
Solo que no se daba cuenta.
Cuando sonó la sirena del recreo y tuvo que salir a los interminables pasillos de aquella institución, su pulso comenzó a acelerarse al pensar que, de un momento a otro, tendría que encontrarse con Bruce. No sabía qué pasaría, ni cómo reaccionaría –ni ella ni él−. Se trataba de una incógnita que pronto se resolvería.
Dalia, que era mucho más espabilada de lo que pudiera aparentar, se mantuvo cerca de ella en todo momento. No fue necesario que Spencer le contara acerca de sus dudas, pues ella parecía haber deducido lo que ocurría, como si le hubiera leído la mente.
Cuando divisó unos cabellos rojizos avanzando hacia la ubicación de ambas, sus músculos se tornaron rígidos y sus latieron cesaron por unos segundos. Estaba tan inquieta que ignoraba cómo reaccionar.
Bruce se aproximaba por aquel pasadizo con aquellos andares elegantes que lo caracterizaban y cuando estuvo a la altura de ella, pasó de largo sin siquiera dirigirle la palabra. Aunque Spencer apreció cómo su boca delineó media sonrisa cómplice.
—Hola, Bruce —saludó Emma Miller, sentándose a su lado en la cafetería.
Cuando la vio, el pelirrojo pareció molestarse ante su presencia.
—¿Qué haces?
Ella dibujó una sonrisa torcida.
—Hacía tiempo que no escuchaba tu seca voz —comentó mirándose las uñas.
Él puso los ojos en blanco.
—Tiempo, divino tesoro.
—¿Estás enfadado por aquella foto? —A Emma Miller no pudo darle más igual que se difundiera aquella imagen en la que parecía que se estaba besando con la becada.
No estaba enfadado o, más bien, ya no lo estaba. No obstante, que se lo recordaran tampoco era algo de su agrado.
—Me da completamente igual.
Para su desgracia, lo conocía más de lo que quisiera admitir, por lo que, al escuchar esa respuesta, enarcó las cejas y amplió su pérfida sonrisa.
—Entonces, ¿no quieres saber si la besé?
Bruce sintió como por sus venas comenzaba a fluir un río de lava.
—No. —Su negación fue tan directa y cortante que delató cuánto le importaba aquello.
Ella se regocijó, confirmando sus pensamientos.
—Tranquilo, tigre. La verdad es que me resulta hasta gracioso ver lo que has cambiado desde que esa chica entró al instituto. Ni con Shirley te vi tan tranquilo —comentó dándole un sorbo a su café con leche.
Él le dedicó una mirada de soslayo.
—No sé de qué me hablas. —Tampoco le hacía gracia que dijera ese nombre.
Emma soltó una carcajada.
—Claro que sí. —Pasó su dedo índice por el cuello de él, acariciándolo con su afilada uña—. Te hablo de cuando te ibas a jugar con las ovejitas de este estúpido instituto. Una, dos, tres, cuatro ovejitas... Y siempre volvías a mí, el lobo, porque sabes que en el fondo somos iguales —explicó con parsimonia, deleitándose del contenido de sus palabras y dejando escapar el veneno que se revolvía dentro de ella.
Con brusquedad, apartó la mano de la morena.
—Déjame en paz.
La sonrisa que hacía apenas un instante se mantenía en su rostro, se esfumo por completo, al recordar la verdad que a ambos les pesaba más de lo que les gustara admitir.
—Sabes que no puedo.
Se dirigía de regreso al aula con el fin de retomar las clases, cuando la sombra de Parker apareció tras ella. Lejos de sobresaltarse, se dio la vuelta esperando encontrárselo. Él le guiñó el ojo y le dedicó una sonrisa de complicidad, depositado en su mano un pequeño trozo de papel mientras pasaba de largo sin decir nada.
Se quedó quieta observando aquel trozo de celulosa procesada que tenía entre sus manos perfectamente plegado. Al abrirlo, comprobó que se trataba de una pequeña nota que rezaba:
«Te espero después del descanso en el segundo pasillo. —R.»
Su corazón casi se detuvo en seco al leer la inicial que lo firmaba. Y habiéndoselo entregado Parker, no tenía ninguna duda de que provenía de su primo.
Fue apresuradamente al baño, lugar de donde salían varias estudiantes de diversos cursos que le dedicaron miradas de desdén al pasar a su lado. Se notaba que habían aprovechado el recreo para calumniar en los servicios todo lo posible.
Una vez que se aseguró que se había quedado sola, se miró en el espejo fijamente, tratando de contener los nervios.
"Rimes quiere verme" Pensó apretando la porcelana del lavabo.
Se acarició la melena, peinada con dos trenzas a cada lado y se vio a sí misma demasiado infantil por su aspecto recatado.
—Y luego te extraña que te llamen mojigata —susurró en voz baja, mientras introducía sus dedos entre los nudos de su peinado, deshaciéndolas. No le desagradaban, pero se preguntó si sería distinta su perspectiva con la melena ondulada.
Antes de acudir a su encuentro, respiró profundamente para calmarse, dado que temía lo que recorría por la mente del pelirrojo, la cual más de una vez había demostrado ser perversa.
Esperaba apoyado en la pared, algunos profesores pasaban con sus carpetas bajo el brazo sin decirle nada. Charles Wells fue el único que decidió llamarle la atención.
—¿No tienes clases? —cuestionó, ganándose el acuchillamiento de la mirada de Rimes.
Él silbó y miró hacia otro lado, introduciendo sus manos en los bolsillos de su pantalón.
—No es asunto suyo, profesor —dijo sin mucho interés.
—Venga, vuelve a clase. No deberías estar aquí perdiendo el tiempo.
No resultó muy imponente, pues la boca de Bruce se transformó en una mueca que, pretendiendo ser una sonrisa, solo podía transmitir perversión, haciéndolo sentir insignificante.
—Usted no debería hablar de tiempo. Y menos con lo que le gusta hacer en sus días libres.
El maestro agachó la cabeza y retomó su camino, sin decir nada más y el pelirrojo se sintió triunfante. No soportaba ese tipo.
Al poco de quedar vacío el lugar, pudo discernir la figura de la castaña acercándose. No pudo ignorar que un cosquilleo se manifestó en cada una de las puntas de sus dedos, pese a que no pensaba hacer ningún tipo de alusión al respecto.
Por su parte, Spencer, conforme más se acercaba a donde estaba él, más se veía como un cervatillo ante su depredador. Acudiendo a su inminente perdición.
—¿Qué querías? —Se cruzó de brazos, tratando de aparentar que estaba allí a regañadientes.
Él enarcó una ceja.
—Qué impaciencia.
—Bueno, no se trata de impaciencia, sino de que estoy faltando a una asignatura porque tú me citas después de clases en mitad del pasillo y a través de una notita.
—Pequeña boba —dijo agarrándola del brazo y tirando de él con suavidad—. Ven conmigo.
La trasladó hasta la sala de música, la cual se encontraba completamente vacía. Aquella aula inmensa, con un hermoso piano de cola negro que se reflejaba en el resplandeciente suelo de mármol.
—¿Y bien?
En aquel instante, sintió los labios de Bruce presionando los suyos potentemente y, como poco a poco, su lengua se abría paso entre ellos para adentrarse en su boca. Spencer tenía los ojos abiertos de la sorpresa, pero lentamente fue cerrándolos, dejándose llevar.
Cuando se separaron, Bruce levantó en peso a la joven agarrándola muy cerca de los cachetes y la sentó sobre uno de los pupitres del aula. Nuevamente comenzaron a besarse de un modo pasional, como dos amantes desesperados el uno por el otro. Spencer apretaba el polo que vestía Rimes con fuerza, con los puños fuertemente cerrados. Sus piernas se enredaron en la cadera de él mientras se comían la boca con desesperación. Lo necesitaban. Ambos necesitaban el calor del otro.
En los momentos en los que se separaban para coger aire con mayor tranquilidad, se quedaban embelesados mirándose a los ojos. Él no dejaba de admirar los orbes chocolate de la joven, que desprendían la misma calidez que una hoguera y que le absorbían cada vez que comprendían lo diferentes que eran de su mirada helada. Y en cuanto él llegaba a ese punto de hipnosis, volvía a fundirse de nuevo en los labios de ella.
Aquellos besos salvajes que Spencer deseaba que no acabaran nunca pues prefería tener los labios cortados y sangrando a separarse de él. Pero por mucho que lo deseara, el tiempo no era eterno. Y todo lo que empieza, acaba.
El joven la apartó de él y, evitando mirarla a los ojos se acercó a la puerta del aula.
—Mañana a la misma hora —fue todo lo que dijo dándole la espalda, antes de marcharse, como si pudiera tratarla como un objeto desechable. De usar y tirar.
Dalia se encontraba en la entrada de la Biblioteca, mirando de un lado a otro. Ya casi había anochecido y pronto cerrarían, pero él todavía no había aparecido. Sacó su móvil del bolsillo y suspiró con amargura al no encontrar ningún mensaje ni ninguna llamada perdida. Volvió a marcar el número de teléfono y a darle al botón verde. Sonó cinco veces antes de que comenzara a comunicar sin que el buzón de voz diera el aviso.
¿Le acababa de colgar? Se preguntaba mientras estrechaba contra su pecho el grupo de libros que llevaba entre los brazos. Llevaba semanas evitándola y cuando estaban juntos se mostraba de un modo distante. Nunca antes le había hecho aquel vacío.
Hacía casi una hora desde que habían quedado y no se presentó nadie. Comenzaba a debatirse sobre si marcharse o continuar esperando ciegamente como una Penélope alelada cuando, de repente, su teléfono sonó.
—¡Charles! Dime —respondió a la llamada como un bólido, emocionada.
—Hola —saludó con un tono desinteresado—. Lo siento, no voy a poder ir. Me ha surgido un contratiempo.
—¿Qué? ¿Otra vez? —cuestionó ella, sintiendo como todas sus expectativas descendían hasta situarse por debajo de sus pies.
—Sí, lo siento. —Su voz no parecía denotar demasiada lástima por ello—. Ya nos veremos. Hasta luego.
La llamada finalizó sin que ella pudiera decir nada al respecto.
Se encontraba tras la puerta del aula C-7, rodeada de instrumentos musicales, de pupitres impolutos, de una pizarra vacía y de la presencia de la persona más imponente que había conocido en su vida. Su corazón palpitaba agitadamente cada vez que se producía algunos de sus encuentros entre clase y clase. Llevaban dos semanas de aquella manera, viéndose en secreto y estallando de pasión siempre que estaban juntos.
Sin embargo, Spencer comenzó a sentir malestar de aquella manera. Al principio, con tal de disfrutar de él, no tenía problemas en acudir a aquel lugar ni en ocultarles a sus amigos la razón por la que había estado perdiendo tantas clases aquellos días. Y conforme fueron pasando los días, aquellos pensamientos corrosivos se iban desvaneciendo poco, cuestionándose qué estaba haciendo con su vida.
Ella, cuya estancia allí dependía de sus calificaciones y que hasta hacía un mes, todo cuanto podía hacer era detestar a aquel engreído, estaba poniendo en juego su futuro perdiendo el tiempo con aquel chico que le declaró la guerra el primer día de clase.
Tan solo le gustaría entenderle. Que algún día llegara a sincerarse con ella. No quería jugar a escondidas, quería agarrarle de la mano sin que se avergonzara de ella. Pero Bruce era egoísta, nada que ver con la primera impresión que tuvo de él, cuando le indicó el camino para llegar a clase. Parecía una persona tan gentil. Un caballero.
Cuanto se equivocó.
Bruce se sentía perdido. Llevaba muchísimo tiempo perdido así. No se encontraba a sí mismo: no sabía quién era, qué quería o qué esperaba. Y la única pista y respuesta de su desaparición era una única persona.
Cuando estaba cerca, todo su mundo se descontrolaba. Había llegado a un punto en que no podía controlar su sed por ella. Aún continuaba negando lo evidente: sus sentimientos. Todo cuanto hacía era tratar de convencerse de que todo aquello era pura necesidad; seguir el instinto como dos bestias irracionales.
Siempre se repetía que no sentía nada por alguien como ella; por una chica de bajo estatus. Y que solo necesitaba desahogarse con alguien. El único problema era que, Spencer Turpin, era la única capaz de aliviar su pena y alejar sus oscuros pensamientos de él.
Necesitaba hablar poco. Había procurado que los encuentros fueran en su totalidad para devorarse el uno al otro. Nada de conversar ni de preguntas acerca de su vida. No quería que se desarrollara ningún tipo de vínculo más allá de aquello. Mucho menos que ella creyera que estuviera naciendo aquella cursilada a la que otros llamaban «amor».
Exacto, él no la quería ni le gustaba. No sentía nada y jamás lo haría.
Y él también se equivocó.
Conforme pasaban los días y llegaba la hora de despedirse, Bruce era más seco, frío y apático de lo usual, algo que la frustraba cada vez más.
En uno de aquellos desconcertantes días, se cruzaron por el pasillo. Él estaba hablando con un grupo de chicas, todas luciendo bonitas y costosas pulseras y pendientes y desprendiendo sus perfumes caros y agradables; riéndose con él en un descarado coqueteo.
Estaban ocupando gran parte del pasillo, por lo que obstruían el camino y Spencer tuvo que abrirse paso usando su cuerpo, propiciando, accidentalmente, que una de las chicas del grupo chocara contra ella espalda contra espalda. Spencer casi cayó al suelo, pero logró sujetarse con las manos en la pared. Se dio la vuelta y comprobó como aquella chica la miraba con superioridad.
—Lindsay, tendrás que lavarte —dijo Rimes—. El olor a mierda no se quita así como así.
Allí estaba de nuevo, el arsénico que emanaba de su boca como quien da los buenos días; con toda la naturalidad del mundo. Después de todo, había creído conveniente que sus palabras retumbaran en los oídos de la castaña como los efímeros recuerdos de una pesadilla.
Quiso replicarle del mismo modo que lo hubiera hecho la vieja Spencer, la que no permitía que las vejaciones le afectaran de ninguna manera, pero en lugar de eso, agachó la cabeza en señal de derrota y se fue del lugar, aguantando las lágrimas que suplicaban salir al exterior.
Aquel día también habían quedado para verse y ella pensaba no ir. Pensaba no ir nunca más. Mirar hacia delante y olvidarse de ese alguien que más que alegría le daba pura desdicha. El día anterior decidieron encontrarse después de clases y ella estaba en la parada del autobús, con su cartera colgando y revisando la hora en su reloj de pulsera.
Se mordió el labio frustrada. En la punta de su lengua se habían atascado muchos reproches que gritaban salir. Sentía que iba a estallar si no descargaba su frustración. Parpadeó varias veces, apretó la mandíbula y se dijo que no era buena idea, pero regresó al centro para terminar aquel problema como debía.
No contaba con que la estuviera esperando. No sabiendo lo orgulloso que era él y si lo estaba haciendo, sería toda una sorpresa. Por aquel motivo, cuando abrió la puerta y lo encontró sentado sobre la mesa del profesor, volvió a sentir un resquicio de esperanza.
—Llegas tarde —informó él malhumorado, mientras se levantaba para aproximarse a ella.
Spencer no respondió, le observaba con la cabeza muy alta y los brazos cruzados. Él se posicionó en frente, colocó una mano en la cadera de la chica con suavidad e inclinó su cara para besarla. La morena se hizo hacía atrás para evitar que aquel acto se produjera.
—No. —Se negó cortante.
Él volvió a intentarlo y la acción se volvió a repetir.
—¿Qué haces? —cuestionó sintiéndose molesto ante el rechazo.
—¿Sabes qué? Tengo mi dignidad y mi orgullo y no lo vas a pisar más. He dicho que no y se acabó. Hoy y siempre.
Por un instante, Bruce sintió miedo, pero trató de fingir que tenía controlada la situación.
—No intentes negar que te gusta.
Aquel comentario hizo que se ganara un empujón de parte de ella.
—¡Me niego a ser tu juguetito! —exclamó perdiendo los estribos.
El rostro del joven cambió radicalmente. Su temor se estaba haciendo cada vez más real y más grande.
—Serás lo que yo te diga. —Se estaba metiendo en una fosa profunda y no podía dejar de demostrar que era un canalla.
Sin embargo, Spencer sonrió.
—No, Rimes. No voy a dejar que me uses más. No quiero ser un secreto ni un juguete y mucho menos la persona a la que después vas a insultar y humillar. —Inconscientemente, sus ojos comenzaron a enrojecerse y sintió auténtica vergüenza por permitir que aquella situación tuviera lugar—. Adiós.
—No, Turpin, espera —llamó él—. Turpin. —Ella no se giraba, continuaba avanzando hacia la salida hasta llegar al pasillo y continuar andando. Él fue detrás—. Turpin —levantó un poco más la voz—. Spencer... —susurró entonces y ella se detuvo—. Quédate. —Se acercó y la abrazó por la espalda—. Quédate, por favor.
—¿Por qué dijiste eso antes? —Quiso saber ella conteniendo la impotencia que hacía que la punta de su nariz tuviera cosquilleos.
—Porque me dejé llevar. Por Dios, Spencer, me sorprende que te afecten mis comentarios a estas alturas. No lo decía en serio. —No se podía creer lo que su boca estaba diciéndole, pero le costaba más asimilar el hecho de que lo estaba sintiendo.
—A cualquiera le afectaría que le llamaran mierda.
—Lo siento. Perdóname —dijo con un tono suave en el que se pudo leer cierto afecto—. Me importas mucho.
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