11| Remordimientos en tormenta

Dedicado a Lulú L. Lacunza, una de mis primeras lectoras en esta historia, algo que nunca olvidaré. Muchas gracias por todo y muchísimos éxitos en tu camino. Te lo mereces todo <3

"¿Qué has hecho?"

"Eres estúpido".

"¿Cómo te has atrevido?"

Rimes repetía esas palabras en su cabeza una y otra vez. No había obrado con la mente y se dejó llevar por el impulso. Sabía por qué lo hizo, sabía lo que sentía, lo que aquella chica tan simple despertaba en él. Lo sabía, pero a su vez no. Era extraño. ¿Cómo podía una persona saber y no saber lo que siente?

Una confusión desquiciante, asfixiante y atormentada, eso era lo que tenía Bruce en su interior en aquellos momentos. Llevaba días repitiendo el suceso en su cabeza. Esquivando a Spencer como un loco. Fingiendo que no la veía cuando sí lo hacía. Cuando siempre la veía. Era como si nunca se apartara de su mirada.

Parker lo había notado y aprovechaba cada segundo para reírse de él o tomarle el pelo. Incluso su hermana le preguntó por ella en alguna ocasión, algo que ignoró por completo.

Spencer llevaba días maldiciendo a Rimes. ¿Qué se había creído? La besaba, la ignoraba. Estaba loco, seguro. Sólo alguien tan bipolar como él podía obrar de una manera y hablar de otra muy distinta a sus actos. El problema de todo ello era que a ella le gustaba él. Pero, ¿por qué? Nunca la había tratado bien, ni un gesto bondadoso. Incluso el beso que le dio fue brusco y sus palabras de después petulantes.

Sin embargo, era la mirada de él lo que la confundía. En ella veía destellos de tormento.

Sentía una increíble curiosidad por conocerle. Por saber de él y de porqué es así. Era un misterio. Y su personalidad complicada, confusa y en ocasiones misteriosa hacía palpitar su corazón.

Lo odiaba.

Al final, siempre, le acababa contagiando su bipolaridad.

—Spencer. ¿Ha sucedido algo? —Quiso saber Dalia, algo preocupada.

Sorprendida por la pregunta, fijó la vista al suelo y se agarró de las rodillas. Si algo tampoco soportaba, era, en ocasiones, ser tan trasparente.

—No... —Dudó en su respuesta—. Es sólo que no entiendo por qué me siento así.

Todo era igual que siempre, había pasado una semana entera desde lo sucedido y Rimes la ignoraba más que nunca. La repelía como si de un insecto desagradable se tratara.

—No quiero que parezca que me meto donde no me llaman —comenzó a decir la rubia—, porque yo soy la primera persona a la que no le gusta que le fuercen a hablar de algo. Pero creo que es hora de que seas sincera, al menos conmigo. Lo he notado esta última semana. Estás... diferente. No en el mal sentido, pero, por ejemplo, ya no acostumbras a recogerte el pelo y suspiras muy a menudo, como si estuvieras preocupada por algo.

Spencer se acarició la melena inconscientemente. Y, repentinamente, comenzó a ponerse nerviosa. Realmente no buscaba aquello. No quería que le gustara Rimes. Porque si ese sentimiento incrementaba, sufriría de verdad. De ello sí estaba plenamente convencida.

—Yo... —Comenzó a decir y, cuando escuchó su propia voz, los nervios la azotaron y dominaron. Era consciente de que, si decía lo que pensaba y sentía en voz alta, lo haría realidad. Ya no podría elucubrar con que eran delirios. Si compartía sus emociones con alguien más, lo habría admitido. Además, corría el riesgo de que pensaran que era masoquista—. No lo entiendo, Dalia. No entiendo a Rimes. Algunas veces me desprecia y me trata como a una mierda y otras... —Se quedó en silencio recordando aquel beso.

Dalia entrelazó su mano a la de Spencer.

—Yo no te voy a juzgar jamás.

Aquella declaración le dio coraje. Se sintió respaldada por su amiga y estaba segura de que no eran palabras vacías.

—Me besó. —Dejó escapar la bomba de golpe. No había otro modo de contarlo.

La oyente alzó las cejas y abrió los ojos exageradamente. Parecía haber visto un fantasma.

—¿Qué? ¿Cuándo? ¿Cuántas?

Un remolino de dudas y preguntas se concentraron en la cabeza de Dalia, que esperaba oír muchas cosas, pero no aquella. Entendió el estado se la castaña al instante, cualquiera estaría muerto en vida si el verdugo posee sus labios.

—Solo una vez. La semana pasada. Fue la última vez que hablamos, cuando pasó todo aquel lío.

La rubia se quedó pensativa, rumiando.

—Estoy sorprendida. Pero bueno, si te besó por algo será. Quizá siente algo por ti. —Sonrió pícaramente. Era la primera vez que veía esa sonrisilla en el rostro de su amiga.

Ella se sonrojó y desvió la mirada. Pese a que en lo más profundo de su ser le encantaba la idea de que Bruce Rimes, el clasista, sintiera algo por una pobretona como ella, no lo veía viable. Más bien era imposible.

A veces los besos no significan nada.

Aquella misma tarde se encontró con Rimes en la salida, el cual giró la cabeza en dirección opuesta nada más verla.

"Qué discreto" Pensó ella.

Le dio un empujón al acercarse a él.

—¿Por qué finges que no me ves?

—Porque te estoy ignorando —respondió secamente.

—Sí, ya he visto que se te da muy bien.

Él sólo se la quería quitar de encima. No le gustaba cómo se sentía cuando estaba cerca de él.

—¿Te importa?

La chica se había decidido a molestarle. Él la había estado molestando desde el primer día que puso un pie en aquel recinto y, para colmo, se tomó las libertades de besarla para luego ignorarla. Como si fuera algo de usar y tirar. ¿Qué menos que soportarla un poco?

—Sí, me importa. —Miró al cielo—. Mira las nubes. Están muy negras, parece que vaya a haber tormenta. No lo parecía esta mañana.

—Bueno, pequeña e insoportable pobretona —respondió Rimes apoyando su frente en su mano—. No me importa lo más mínimo. Yo iré en mi limusina calentito a mi casa. Te tendría que preocupar a ti, que te vas en autobús y vives en una urbanización muy lejos de aquí. Igual cortan la línea. —Sonrió maliciosamente a la par que entonaba aquellas últimas palabras con mucho tintineo.

Justo en aquel momento, empezó a chispear.

—Menos mal que hice caso a mi madre y cogí el paraguas —comentó ella levantando la mano donde sujetaba el objeto.

La sonrisa con la que hizo aquella aportación, le removió las entrañas. Él no soportaría ir andando con tormenta a su casa. Ni si quiera se imaginaba en aquella tesitura.

—Trae aquí —ordenó el pelirrojo quitándole el objeto de las manos—. Ya no hay paraguas.

—¿Eres tonto? —Fue lo único que pudo decir ella. Lo evidente—. Dámelo.

En aquel momento apareció la mencionada limusina con Sebastian al volante. Bajó la ventanilla.

—Lamento la tardanza, joven señor —se disculpó el hombre—. Había un atasco. Van a cortar algunas calles, al parecer se avecina una tormenta bastante fuerte. No habrá ni autobuses —explicó. Miró a Spencer—. Hola, señorita Turpin. ¿Quiere que la acerquemos a su casa por algún casual?

Fue a responder con amabilidad la invitación del hombre, pero no lo hizo debido a que Rimes habló primero.

—No la llames señorita, no lo es. Y se va a ir andando. —Entró al coche, tras dedicarle una mirada perversa, sonrió torcidamente—. Disfruta del paseo, Turpin —dijo con algo de mofa.

—No, devuélveme el paraguas. —La ignoró—. Devuélvemelo. —El coche comenzaba a arrancar—. ¡Que te den, pijo de mierda! —estalló dedicándole una peineta.

–Una educación exquisita, sí señor –comentó subiendo la ventanilla mientras comenzaba a tomar distancia el coche.

Tras maldecir el apellido de aquel cabeza zanahoria en todas las lenguas que creía conocer, echó a andar hacia su casa. Aun le quedaría una hora de camino. Increíble. Querría haberle preguntado por aquel beso. Quería saber por qué lo hizo. Y sin embargo lo que había conseguido era irse a casa andando y sin paraguas, cuando lo que tendría que haber hecho era darle una patada en la entrepierna y quitárselo de las manos.

Cada vez caían las gotas de lluvia con más intensidad. Se paró frente a un escaparate y miró su reflejo. ¿Desde cuándo? ¿Desde cuándo se había convertido en alguien así? ¿Desde cuándo era alguien tan masoquista para fijarse en la peor persona que conocía?

Bruce estaba regocijándose mientras acomodaba su espalda en los mullidos respaldos del vehículo. Era tan divertido molestarla y hacerla rabiar.

Repentinamente la lluvia comenzó a caer con mucha intensidad y el cielo, ennegrecido por las nubes de tormenta, emitía destellos propiciados por los relámpagos.

Empezó a sentir remordimientos en su conciencia, una anomalía poco usual en él y que se estaba dando en demasiadas ocasiones desde que la conoció. Quizá se había pasado un poco con aquella tontería. Era una impertinencia nimia comparada con otras, sin embargo, sabía que Spencer tenía que andar mucho hasta llegar a su casa.

"Tampoco es para tanto". Pensó intentando sentirse mejor. No entendía por qué estaba tan intranquilo.

En aquel instante, el vehículo frenó.

—Vaya, joven Rimes. Parece que hay un atasco —comentó Sebastian sin muchas pretensiones, mientras dirigía la vista hacia el cielo nublado.

El pelirrojo se quedó en silencio mirando el cristal del coche, que cada vez estaba siendo más manchado por las gotas de lluvia. Puso una expresión de molestia y salió de la limusina lo más rápido que pudo.

—¿A dónde va, señorito? —Quiso saber el chofer alzando la voz para que le oyera.

—¡Luego te llamo! —gritó él sin detener su trote.

Empezó a correr en busca de Spencer con su pertenencia en la mano. Sentía que debía devolvérselo. Regresó al Richroses con la esperanza de encontrarla allí. No había nadie.

—Mierda... —se quejó.

Volvió a correr en dirección a casa de Spencer. Estuvo quince minutos corriendo. Llevaba el paraguas en la mano, pero no lo abrió. Ni si quiera se dio cuenta de que podría haberlo hecho.

Spencer estaba bajo el porche de una tienda 24h. Permanecía ahí esperando a que amainara la lluvia. Si se molestaba en ir a su casa con aquella tormenta, al final acabaría resfriándose. Prefería esperar el tiempo necesario hasta que cesara la intensidad. A unas malas, intentaría llamar a su madre. Quizá con suerte tenía el coche y podía ir a buscarla.

Entre el sonido del agua rompiendo contra la calzada y el frío que comenzaba a sentir en sus piernas pese a llevar medias y calcetas, no podía dejar de pensar en él. Le sorprendía que ocupara su mente con tanto fervor.

Se sintió rota e insignificante. Incluso se enfadó consigo misma por permitir que aquel indeseable le arrastrara hasta su locura.

—Soy tan idiota —murmuró—. ¿Por qué estoy pensando en él? —Cerró los ojos—. Encima estoy hablando sola.

Escondió su cabeza entre sus manos, avergonzándose de sí misma.

A los pocos segundos oyó unos pasos agitados sobre el suelo encharcado de la acera. Levantó la cabeza y se quedó atónita al ver a la única persona que ocupaba su mente.

—Eres una estúpida. ¿Desde cuándo permites que me burle de ti así? —cuestionó Rimes jadeante y sin mirarle directamente a los ojos. Extendió el objeto sin decir nada más.

Era cierto: ¿Desde cuándo? Estaban tan sorprendida que no le salía la voz y, en parte lo agradecía porque no sabría qué decir exactamente. Debería insultarlo, patearlo y robarle sus cosas. Ni siquiera había agarrado su objeto.

En aquel momento, Bruce abrió el paraguas y se lo puso sobre la cabeza. El agua se deslizaba por su pelo rojizo y por sus mejillas, las cuales habían adquirido cierto color. Parecía que se había caído a un charco, empapándose él y a su caro uniforme.

Spencer se dio cuenta de que había ido hasta allí por ella y lo había hecho por su propio pie, sin limusinas ni tonterías. Lo había hecho andando, dejando que la lluvia arruinara sus ropas y mojara su cuerpo. Arriesgándose a enfermar por exponerse a la tormenta de aquella manera y, fue entonces, cuando sintió que podía preguntarle. O si no, nunca lo haría.

—¿Por qué me besaste? —Su expresión reflejaba cierto malestar.

Él se quedó perplejo. Finalmente, aquella cuestión salía a relucir. Esperaba poder evitarlo eternamente, hacer como si nunca hubiera sucedido. Ignorar sus impulsos y sus deseos. Decidió plantar cara a su propio problema y mantuvo la vista en la de ella, transmitiendo una intensidad de la que él mismo no era consciente.

—No preguntes cosas que sabes que no tienen respuesta ni sentido —dijo ásperamente. Por primera vez, Spencer sintió que Bruce hablaba con mucha seriedad, algo que nunca había sentido, ni cuando trataba de convencerla mediante sucias artimañas para que abandonara el instituto. El chico agarró la mano de ella y la llevo al mango del paraguas para que lo sujetara. No podía apartar sus ojos de él—. No pienses que me gustas. Me das asco.

Como si de un puñal ardiente se tratara, aquella última declaración se clavó en su pecho y hurgó en él hasta magullar su corazón. Era cruel. Era un maldito déspota y manipulador.

Bruce se fue andando y no se giró ni una sola vez. Ella se quedó parada bajo la lluvia, con su paraguas sobre su cabeza, mirando su espalda calada partir. Pensó en ir tras él, pero ya se sentía demasiado humillada.

Retomó el paso hacia su casa percatándose de que aquellas gotas de su mejilla no eran de la lluvia. Eran sus lágrimas.

"Idiota". Pensó.

Bruce esperó varias calles para propinarle un puñetazo pleno de rabia a la puerta de un garaje. Comenzaba a sentir mucho más odio que antes.

Odio hacia él mismo.

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