10| Que les den

Dedicado a Grace Hernández. Eres una inspiración como autora y como persona. Gracias por tu apoyo, haces de esta comunidad un sitio más hermoso. <3 

Un dolor agudo se concentraba en su sien izquierda. Era lo primero que sintió aquella mañana al despertar. Había bebido más de lo que estaba acostumbrado y la resaca hacía estragos en él. Por suerte, después de un buen desayuno, la molestia comenzaría a amainar. Se desperezó vagamente en la cama y estiró el brazo para agarrar la botella de agua situada en un lateral. Tras un bostezo, se la llevó a los labios y llenó su boca de aquel líquido tan satisfactorio en aquellos momentos cuando un grito hizo que se atragantara.

Una voz furiosa inundó cada rincón de la mansión Rimes, obligándolo a salir a trompicones de su habitación con la mano apoyada en la frente, tratando de desviar inútilmente el dolor. Bajó las escaleras todo lo rápido que pudo, pero aun adormilado, no fue como creyó. Conocía aquella voz. Conocía su timbre y su tono.

Llegó al recibidor de su casa y se encontró a una alta joven de largo cabello rubio fresa y ojos verdes, que repiqueteaba con su pie en el suelo mientras mantenía sus brazos cruzados.

—¡Clarice!

Ella enarcó una ceja y alzó un lateral de su labio superior, generando una mueca muy habitual en el rostro de su hermano.

—¿A qué viene esa sorpresa? ¿No recibiste mi carta?

—Sí.

—¿Y por qué llego y no estás aquí para recibirme? —cuestionó alzando la barbilla, dignamente.

—Porque hoy es domingo y no viernes. Y tú dijiste que vendrías el viernes. —Le apuntó con el dedo índice—. ¿Acaso debo esperarte tres días sin descanso?

—Sí —respondió ceñuda y, acto seguido, suspiró—. Hubo un problema en la organización del aeropuerto y se retrasaron todos los vuelos. Llegué anoche, pero no estabas.

—Es que salí un rato.

—¿Otra vez pegándote la gran vida, hermanito?

—No. Solo estuve con... —Recordó a Turpin y su momento de charla en los asientos del Black Bird y sintió como una emoción desconocida recorría su cuerpo hasta llegar a la punta de sus dedos—. Gente curiosa —terminó de decir, logrando que su hermana le dedicara una mirada suspicaz, por lo que vio conveniente cambiar de tema—. ¿Tienes pensado algo? ¿Y cuánto tiempo te vas a quedar?

—Pues visitar varios lugares de esta ciudad, ver a antiguos amigos... Lo de siempre. —Pasó a su lado y le dio una palmada en el hombro—. Voy a subir a ver si está mamá despierta. Anoche no quise despertarla.

Cuando Spencer se levantó de la cama no era consciente de lo que le aguardaba aquel día en la escuela. Entre bostezos se acercó al aseo y permaneció frente al espejo, planteándose si hacerse su habitual cola de caballo o mejor un moño alto. Era su duda diaria. Repentinamente, no supo bien por qué, pero recordó la vez en la que Bruce, acariciando un mechón de su pelo, le dijo que le favorecía suelto.

Se ruborizó inconscientemente y decidió ir con su melena suelta. Por supuesto, ella misma se negó que lo estaba haciendo por el cabeza zanahoria sino por ella. Aunque era cierto que, si él no hubiera acudido a su recuerdo, estaría yendo a clase con el cabello recogido como era habitual.

Sentía que todo transcurriría de la misma forma que había estado haciendo desde que entró, con la rutina característica del instituto al que acudía: la antipatía de los alumnos y la cordialidad de unos pocos, los cuales podía enumerar con tan solo una mano.

Cogió el autobús público hasta la parada más cercana a Richroses y, como de costumbre, el autobús la dejó con quince minutos de margen para el comienzo de la clase. Tan sólo empleaba cinco en llegar al instituto, los otros diez sobrantes los gastaba en algún entretenimiento improvisado y pasajero.

El ambiente cargado e incómodo se palpaba desde la entrada del edificio y la empezó a rodear desde que puso un pie dentro de la propiedad del recinto. Los alumnos se giraban para mirarla de un modo acusador. Podía percibir los susurros que se dirigían entre ellos y, ya acostumbrada estaba a que la discriminaran, pero estaba resultando más exagerado que otras veces.

Fue en el aula cuando se dio cuenta de que todos estaban pendientes del teléfono, más de lo normal. Parecían hipnotizados mientras observaban la pantalla como si algo muy gracioso estuviera reproduciéndose en ella. Los chicos soltaban carcajadas y las chicas manifestaban su indignación de un modo teatralizado. En el ligar se encontraba Dalia, pero no Parker. Cuando la clase fue consciente de la presencia de Spencer en el aula, se hizo un silencio total. Pero tras el silencio podía oírse el sonido de la maldad dentro de cada uno de ellos.

Entonces, se giró y vio algo que no le gustó nada: una foto. Ella estaba plasmada en el papel impreso, en ropa interior y Miller se encontraba muy cerca. Tenían los rostros tan pegados que casi parecía que se estaban besando.

Pronto supo cómo, cuándo y dónde sucedió aquel encuentro en el que acabó en sujetador. Y se preguntó cómo era posible que se realizaran esas fotografías. Estaba convencida de que las hizo una de las personas que estuvo con ella aquella noche. Tuvo sus dudas durante un segundo, pero pronto lo tuvo muy claro. Sabía quién había sido: aquel mezquino.

¿Cómo había tenido ella el valor de dedicarle sus pensamientos aquella mañana?

Uno de los alumnos decidió romper el silencio y sacarla de sus frustrados pensamientos.

—Vaya, así que eres de esas. Luego pones cara de no haber matado una mosca. Si es que las que van de santurronas luego son las peores.

La aludida se giró y vio como el chico que había hablado mostraba la foto de un móvil. Una igual que la que estaba decorando la pared. Mientras Spencer, horrorizada, miraba atónita el teléfono, él comenzó a pasar con el dedo la imagen para que ella pudiera verlo. Tenía varias fotos de ella, en aquella misma situación. Detalles nimios que la diferenciaban, pero varias.

—Todo lo malo te lo mereces, por guarra y desviada —secundó otra voz.

Spencer cogió aire y partió de la estancia sin molestarse en responder. Como pillara al indeseable de Bruce le iba a arrancar cada uno de sus sedosos pelos cobrizos.

—¡Spencer! —llamó Dalia, que había salido tras ella—. ¿Estás bien?

—Sí, estoy bien. Tan sólo estoy furiosa.

—Esas fotos...

—No sé en qué momento las hicieron, pero no es lo que parece. Ya sabes que me ensucié y Miller me dejó una camiseta para que me cambiara. Es solo que... —dudó si continuar, mientras rememoraba el acercamiento de la morena y como se rio cuando se ruborizó—. Al parecer, a Miller también le gusta tomarme el pelo.

Dalia frunció los labios.

—Yo te creo —afirmó mirando con sus ojos avellana a su amiga y sujetándole las manos en señal de apoyo.

—Gracias. —Sonrió y pronto su imagen se transformó en ira—. Ahora voy a ir a por la comadreja de Rimes.

—Te acompaño.

Fueron hacia el aula del pelirrojo, pero no había rastro de él. La rabia estaba recorriendo su cuerpo, era la primera vez que experimentaba esa sensación de un modo tan intenso después de todo. Rastrearon todo el centro hasta que llegaron a la entrada, donde se encontraba el tablón de anuncios. Spencer percibió a una multitud de personas cerca de él y un escalofrío paseó por su cuerpo desde la nuca hasta los pies. Un mal presagio la estaba acechando.

Pronto pudo confirmar sus miedos: el tablón estaba lleno de fotografías de ella en ropa interior. En aquel momento, toda su rabia se convirtió en una terrible sensación de impotencia. Las piernas comenzaron a temblarle nerviosamente, apretó los puños y los dientes y, antes de caer en cuenta de lo que hacía, estaba arrancando histérica las imágenes en las que su persona era protagonista.

No tardaron en llegar a sus oídos palabras hirientes provenientes de las bocas de las rosas del Richroses. Palabras como «zorra» o «puta» llevaban la voz cantante de los insultos. Había pasado de ser la pobretona a ser una buscona y aquello estaba resultándole demasiado.

De pronto, algo impactó su cabeza, justo en el lateral derecho de su parietal. De repente, un olor putrefacto se filtró por sus fosar nasales y sintió una arcada. Con miedo, se tocó con la mano la zona golpeada y notó algo viscoso pegado a su pelo. Habían lanzado un huevo como si de un proyectil se tratase, contra ella. Un maldito huevo podrido. Tragó saliva. Sentía que la nariz comenzaba a picarle y que se le estaban humedeciendo los ojos. No obstante, no quería ceder. No quería mostrarse débil contra aquella manada de lobos hambrientos.

Notaba como Dalia le hablaba, le intentaba tranquilizar. Notaba la voz de su amiga asustada.

—¿Se puede saber qué pasa aquí?

Todo el mundo hizo un silencio sepulcral al oír una voz decidida cuestionar lo que sucedía. Una mujer muy joven, no muy mayor que el alumnado, se abrió paso entre la multitud. Spencer levantó la cabeza para verla y pensó que era una chica muy hermosa, quizá la más bella que había contemplado en toda su vida. Tenía el pelo rubio con toques rojizos y caía en tirabuzones por su espalda, los ojos verde hierba y los labios rosados. Unas largas pestañas decoraban sus rasgados, pero grandes ojos.

—Cielo santo... —susurró la chica con el rostro desencajado—. ¿Qué te ha pasado? ¿Quién te ha hecho esto? —preguntó a Spencer con una mirada de preocupación mientras apoyaba su mano en su espalda con delicadeza y mimo. Se giró hacia el resto—. Ya ha acabado el espectáculo. Podéis iros.

Los estudiantes obedecieron dócilmente. Una vez que se hubieron dispersado y sólo quedaron Dalia, Spencer y aquella mujer, comenzó a hablar.

—Estoy bien —respondió al fin Spencer, cuando pudo recobrar la razón. Por alguna extraña razón, sentía que su humillación se acentuaba delante de ella.

—Ven, cielo. Vamos a limpiarte un poco —dijo mientras obligaba a Spencer a erguirse del suelo.

—Dalia —nombró Spencer—, no te preocupes, puedes ir a clase. Puedo arreglármelas.

Dalia dudó un momento y finalmente asintió con la cabeza y, mandándole un casto y tierno beso, se fue. Spencer se sonrojó, ¿cómo podía ser tan adorable?

La joven la trasladó hasta el baño. Allí sacó un precioso pañuelo de su bolso D&G. Indicó a Spencer que se remojara el lado de la cabeza que había sido manchado con el huevo, puso jabón de manos sobre él y frotó para luego aclararlo.

—Qué suerte que haya jabón de manos en los baños —comentó Spencer—. En los baños públicos de mi antiguo instituto siempre estaba vacío.

La desconocida rio.

—Pues menuda putada.

Sacó un peine del bolso y, tras pedir permiso, danzó con él por la melena de Spencer.

—Por cierto, muchas gracias.

—No es nada —respondió con suma dulzura—. ¿Cómo te llamas? Yo soy Clarice.

—Yo Spencer. Encantada —sonrió con cierta timidez.

—Y... ¿Cómo ha sucedido esto, Spencer? —preguntó mientras terminaba de peinar el cabello chocolate de la estudiante.

La aludida se rascó la nariz, dudando por dónde empezar.

—Pues... Digamos que el rey del instituto me la tiene jurada y alguien ha ido repartiendo fotos mías que son fáciles de malinterpretar —agitó la cabeza—. Es que estoy segura de quien ha sido.

—Ya veo. Me interesa esto. ¿Te apetece acompañarme a la cafetería de aquí y contarme un poco como sucedió?

—Gracias, pero mejor n... —no pudo terminar la frase porque la rubia la interrumpió colocando un dedo sobre sus labios.

—Tranquila, baby. Invito yo.

*

—Bruuuce —susurró una voz en la oreja del respectivo.

—Joder tío, basta —exigió Rimes apartándose con el brazo la cara de Thomas.

Ambos estaban en la limusina del pelirrojo, en camino al instituto.

—Llegamos tarde —masculló el propietario del vehículo.

—Claro, ¿y de quién es la culpa?

—Nadie te había pedido que fueras a mi casa a primera hora de la mañana a despertarme y a traerme el desayuno.

Su primo soltó una carcajada.

—Oh, vamos. Yo también quería ver a Clarice. —Miró a Rimes con una ligera malicia—. Aunque estoy seguro de que tú quieres ver a otra persona.

—No sé de qué me hablas —respondió Bruce de brazos y piernas cruzados, aparentando indiferencia, pero lo cierto es que sabía que su primo llevaba razón. Spencer Turpin se había metido en su cabeza. Su cara vulgar, su sonrisa inocente, su forma de hablar y de moverse, su mirada... Al final, su rostro estaba dejando de ser tan vulgar poco a poco.

—Irónicamente, tu hermana ha salido de casa antes que nosotros.

—Estaba deseosa de ver su antiguo instituto.

El sonido del iPhone de Bruce le sacó de la conversación. Extrajo el teléfono de su bolsillo, abrió el mensaje multimedia que le había llegado. Era un mensaje del número de Marilyn y al parecer eran varias fotografías. Dudó si descargarlas, pensó que era alguna de las chicas siendo provocativas, y finalmente lo hizo. Su sangre se congeló cuando comprobó de qué se trataba.

Thomas, que se había acercado para ver de qué se trataba, palideció.

—No puede ser... —musitó en shock—. ¡Ese conjunto de ositos perezosos es muy infantil!

—Cállate —gruñó Bruce muerto de rabia y apretando su móvil con intensidad.

Un café con leche con un delicioso croissant, eso necesitaba Spencer para despejarse. Clarice se había pedido un té de frutas del bosque, al que no le había echado nada de azúcar, y otro croissant.

—¿Está rico? —preguntó la rubia.

—Sí. Gracias de nuevo.

—No hay de qué —respondió alegre—. Respecto a nuestra conversación en el baño... ¿Puedo saber quién es el que la tiene tan tomada contigo que logra que todos vayan contra ti?

Spencer dio un sorbo a su café antes de responder. Después se aclaró la garganta.

—No creo que lo conozcas. Se llama Bruce. Bruce Rimes para ser exactos.

Clarice abrió los ojos. Parecía que se iba a atragantar con el té.

—Sí, le conozco.

A la muchacha pareció sorprenderle, levantó las cejas y, recordando los momentos tan insufribles que le había hecho pasar el cabeza zanahoria, comenzó a quejarse de él sin miramientos.

—Entonces sabrás lo estúpido que es. No sé cuánto lo conocerás, pero la experiencia me dicta que es un déspota, un cabezota, un maleducado, mimado y narcisista.

Clarice se llevó la mano a la boca aguantando la risa.

—Ya veo que lo tienes cazado —dijo.

Al poco tiempo entró en la estancia un estudiante, andaba a paso ligero y su rostro reflejaba clara preocupación. Parecía que buscaba a alguien. Pronto visualizó a Spencer y se dirigió directo a ella como un bólido.

—Turpin. La has hecho buena.

—Dejadme en paz —rezongó ella.

—Rimes está muy furioso —informó alterado, moviendo los brazos—. No deja de preguntar por ti y por Emma. Un chico de cuarto tropezó con la papelera y accidentalmente manchó su zapato. Ha entrado en cólera. Le ha dado un rodillazo en la boca del estómago y ha comenzado a golpearle con los puños. Está completamente desatado.

—¿Y qué tengo que ver yo?

—Si está así es por tu culpa.

—¡¿Mi culpa?! —Inquirió indignada—. Perdona, pero no sé de qué se me acusa.

—Esas fotos cabrearían a cualquiera.

Spencer abrió la boca de pasmo.

—Esas fotos, aparte de dar una imagen errónea, no le incumben. No le incumbe a nadie mi vida.

—A mí no me des explicaciones. Te lo digo por tu bien. Vete de aquí.

La chica no sabía que decir.

—Tranquila, Spencer —dijo Clarice con amabilidad—. Tú, petardo lameculos —se dirigió al estudiante despectivamente y la castaña ahogó una risa al ver la cara de estupor del chico—, ¿puedes llevarme hacia donde está Bruce?

Spencer se sorprendió de la forma en que Clarice se refirió a Rimes. Pero también apreció algo extraño en el rostro del muchacho al mirar a la rubia.

Ambas jóvenes lo encontraron en el pasillo del primer piso. Cuando Spencer observó sus ojos, helados y desprovistos de emoción, como si estuvieran marchitos, sintió como un escalofrío recorría todo su cuerpo. Jamás le había visto antes con aquella expresión. Estaba golpeándose con una de las personas que trataba de separarle. En aquel momento supo, que nunca antes conoció lo que era Rimes enfurecido. Todo lo que le hacía a ella parecía un juego de niños al lado de aquellos rostros golpeados.

Hizo un amago de acercarse a él, pero Clarice la detuvo agarrándole de la muñeca.

—Spencer, será mejor que no te entrometas —advirtió con seriedad—. Está muy agresivo.

La castaña le dirigió una fugaz mirada por un segundo, como señal de asentimiento. Al rato volvió a dirigir la vista hacia el pelirrojo. Un par de profesores llegaron a poner calma a aquel percal, pero recibieron codazos y patadas. Spencer no podía creer la imagen que estaba contemplando. No daba crédito a aquel espectáculo. Parecía un animal salvaje y lo peor de todo es que no importaba que fueran profesores o alumnos.

—¡Para ya! —exclamó al fin sin poderlo evitar.

Al escuchar la voz de Spencer, a Bruce pareció que se le activaba algo. Reconoció su voz al instante. Soltó a sus víctimas y puso rumbo a la joven. Clarice se colocó de por medio.

—Relájate, Bruce —le ordenó con voz firme.

Él relajó los hombros, como si las meras palabras de su hermana fueran como un sedante.

—Estoy bien. Sólo necesito explicaciones —observó a Spencer de reojo.

—¿Explicaciones de qué? —preguntó la aludida poniendo los brazos en jarras.

—De esas fotos que tiene todo el mundo.

La chica apretó los labios. No le hacía ninguna gracia haberle visto con aquella actitud. Le daba miedo. Miedo de verdad

—No tengo que darte explicaciones de nada, bruto.

—¿Cómo me has llamado? —Estaba nervioso.

—Basta ya —dijo Clarice—. ¿No te das cuenta de lo que acabas de hacer?

Rimes respiró hondo.

—No estoy de humor.

—Estás loco —escupió Spencer—. Eres un violento y un patán. Tu comportamiento no tiene justificación alguna. No sé por qué este ataque psicótico, pero no quiero que te acerques a mí.

No le agradaron nada aquellos comentarios de Spencer, pues sólo contribuían a alimentar aquella furia que cobijaba en su interior.

—Ni te atrevas a hablarme así, pobre de mierda —replicó él como si de su boca solo fuera capaz de supurar veneno—. Si he hecho todo esto ha sido por ti. Por tu culpa. Ya veo que es cierto lo que dice la gente. Eres sólo una guarra. Como se nota tu estatus, tan vulgar y asqueroso.

Spencer no podía más. ¿Cómo se atrevía? Después de haber llenado el instituto y todos los correos de la gente con aquella foto, ¿aún tenía el valor de llamarle guarra? Las palabras de Bruce, frías como cuchillos, faltas de sentimientos y sin ningún tipo de brillo en la mirada, le dolieron más de lo esperado.

—Está bien. Te prometo que ya no seré un impedimento más para ti —dijo con firmeza, apretando los puños.

Inmediatamente salió corriendo de la escena. Todo lo que podía y más. Se dirigió hacia su aula, recogió sus cosas nerviosamente y volvió a salir de ella. Al girar la esquina, una mano grande y suave la detuvo agarrándola del brazo potentemente.

—¿Qué haces? —Cuestionó Rimes. La había seguido y se encontraban a solas.

—Me voy —respondió ella zafándose de su brazo bruscamente—. Para siempre.

Al escuchar aquellas palabras, el corazón se le detuvo.

—¿Cómo que te vas?

—¿No es lo que querías? Lo has conseguido. Hiciste lo que pudiste y tu esfuerzo ha tenido su resultado —dijo Spencer con un palpable sarcasmo mientras lo acentuaba aplaudiéndole. Sus ojos comenzaban a enrojecerse—. De verdad, eres lo peor que me he cruzado en la vida. En cuanto salga por la puerta de este instituto, no quiero volver a entrar jamás y mucho menos ver tu cara.

—¿Te estás poniendo así porque me haya peleado? —Arqueó las cejas.

Spencer se llevó las manos a la cabeza y empezó a masajearse la sien.

—Creo que tu plan siempre ha sido hacerme perder la cabeza. Y lo estás consiguiendo, me estoy volviendo loca por tu culpa. Me has humillado, insultado y empujado. Has logrado con facilidad que me hagan el vacío, me han golpeado por tu culpa y me has hecho pasar mucho miedo en varias ocasiones. No sé por qué sigo aguantándote. No me compensa.

El muchacho escuchó con cierta culpa aquella declaración y supo que sus palabras no eran falsas. No obstante, aquella competición que inició con Spencer, aquella lucha, resultaba tenerla más con sus demonios que con ella. Se negaba a admitir que todo era más divertido desde que apareció.

Y aún le ardía la sangre al recordar esas fotografías. No le gustaba que el resto de gente hubiera visto su infantil ropa interior.

—No quiero que te vuelvas loca —alegó con una mueca de incredulidad. De todo lo que había dicho, aquello le pareció un disparate.

—Pues lo parece a juzgar por cómo te comportas. Me haces fotos a escondidas en un momento privado, las difundes y para colmo usas eso de excusa para ser un violento con la gente.

Bruce estaba demasiado molesto por el suceso anterior, y que ahora se le achantaran las culpas de aquellas imágenes alimentaba el fuego de su furia. Sobretodo escuchar decir «momento privado», término que malinterpretó por completo, pues Spencer no se refería a nada en particular que no fuera ella cambiándose de ropa con la presencia de una compañera.

Y, para ser sinceros, lo que más le molestaba era que la otra persona en la fotografía, fuera Emma.

—Mira —comenzó a hablar él con un tono frío y se llevó los dedos al puente de su nariz. Se palpaba su enfado—. Yo no tengo la culpa de que vayas quitándote la ropa a la mínima de cambio. —Spencer abrió la boca incrédula—. Apoquina con las consecuencias. Si te gusta tener sexo en los baños de una discoteca con una compañera, adelante. Para mí has caído tan bajo que te has dejado besar por el fango.

El silenció se tiñó de un sonido fuerte y seco. La palma de la mano de Spencer había ido a descargar toda su fuerza en la tersa mejilla de Bruce. Estaba roja de ira y las lágrimas se deslizaban por sus pómulos, delineando el arco de su cara. Bruce sentía como le picaba la zona dañada y como el calor se aglomeraba en ella.

—Vete a la mierda —espetó—. Hasta nunca.

Antes de poder dar media vuelta, Bruce la sujetó nuevamente de la muñeca derecha para girarla hacia él otra vez, colocó su mano sobre el hombro izquierdo de Spencer y la empujó contra la pared. Acto seguido, agarró la otra muñeca, de modo que ambas manos, subyugadas a las de él, permanecían a la altura de su cabeza.

Spencer sintió como la respiración alterada de Rimes rozaba su cara. Estaban demasiado cerca. Casi le acariciaba la frente con su pelo cobrizo. Se quedó ensimismada mirándole, perdida en aquellos orbes grisáceos, helados. Nunca había apreciado ningún tipo de emoción del chico en su mirada, pero en aquel instante pudo apreciar un desesperado sentimiento de soledad. Sus ojos se clavaban en los de ella, sin embargo, no era consciente de que aquéllos, cálidos y dulces como el chocolate, temerosos como los de un cordero herido, surgían el mismo efecto sobre él.

No tardó en despertar del hechizo de la mirada.

—Suéltame —ordenó ella sorprendida por aquel suceso y por sus propios pensamientos.

—No.

—Que me sueltes.

—Aquí se hace lo que yo digo.

Spencer no podía dejar de pensar que aquel rostro era más hermoso que cualquier flor y más impactante que la aurora boreal. Y una vez más, no entendía como se podía ser tan bello y, a su vez, estar tan podrido por dentro.

—Eres un déspota.

Él delineó una sonrisa. Su característica sonrisa retorcida y maquiavélica que tan tensa la ponía.

—Soy el Diablo.

—Tú no eres el diablo, solo un pobre diab-

No terminó la oración puesto que sus labios habían sido sellados con los de Bruce. Sentía la calidez de su boca y como la lengua se abría paso dentro de ella, enroscándose con la suya, jugueteando, acariciándola. Spencer sintió como todos sus pelos se ponían de punta. Aquello sí que era inesperado. El corazón bombeaba a mil. Al igual que el de él. Resultaba un beso atormentado y desesperado a su vez, aunque poco a poco fue relajándose.

Spencer no podía seguir su ritmo. No podía respirar. Las emociones que estaba sintiendo le estaban consumiendo hasta las entrañas. Sus pómulos parecían dos rojas manzanas del rubor de aquel acto. Al poco, Bruce separó su boca de la suya.

—Vete si quieres, pero si lo haces, no te podrás sacar esto de tu cabeza nunca —dijo y, antes de que ella pudiera replicar, ya se estaba marchando.

A la chica no le salía la voz de lo impactada que se encontraba. No supo cuánto tiempo permaneció en medio del pasillo, en pie, quieta y mirando la nada. La voz de Dalia la sacó de la emoción que se repetía en ella como la réplica de un terremoto.

—¿Qué tal estás?

Ella miró a Dalia y frunció el ceño.

—Te juro que no sé qué acaba de pasar. Llama al manicomio para que me ingresen, creo que estoy alucinando.

—¿Qué ha pasado?

—No lo sé.

Dalia se estaba preocupando.

—¿Y Clarice?

Entonces recordó a aquella simpática joven.

—Tampoco lo sé.

La rubia suspiró.

—Sabrías al menos que es la hermana de Rimes, ¿no?

El asombro en la cara de Spencer era digno de decorar la sala de un museo. Dalia pensó que jamás había visto una expresión tan graciosa.

Cuando Spencer entró al instituto, volvió a sentir la sensación del día anterior. Apreció que no sólo la observaban los alumnos que se encontraban en el jardín, sino que también los de las aulas desde las ventanas. Recordó su beso con Bruce y aunque no tenía la menor idea de que significaba, sabía que había ganado algo.

"Bruce Rimes había besado a una vulgar pobretona, como cambian las cosas." Pensó.

Mirando a los estudiantes, frenó en medio del patio, asegurándose de que la miraban bien. Alzó el puño y sacó el dedo corazón. Ella no iba a ir a ninguna parte. Le bastó la noche para recomponerse y decidir que, si la querían fuera, sería sobre su cadáver.

Que les den. 

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