06| Los menores de edad no deberían beber alcohol

Dedicado a Lorena Velázquez, por tener un fondo tan hermoso y apoyar siempre a esta comunidad. Espero que disfrutes la historia cuando la leas (sin prisa ninguna). Te adoro bebé <3

Cuando tras cuatro días, Spencer comprobó con cierto horror como Dalia continuaba sin hablarle, se sintió terriblemente compungida. Desconocía que había hecho mal. ¿Tan atroces fueron sus preguntas? No creyó que aquello pudiera herirla, de haberlo sabido hubiera cerrado la boca. Quiso darle su espacio, pensó que a lo mejor necesitaba algo de tiempo para pensar, pero se sintió absurda ante aquella idea. Al fin y al cabo, apenas se conocían, lo más probable era que la joven ya la hubiera descartado como amiga.

Los tres días anteriores, pasó las horas del almuerzo encerrada en los servicios, en uno de los compartimentos de los retretes. Sentada sobre la taza del váter y comiendo de su fiambrera. Por fortuna, los baños estaban impecables en aquel lugar, parecía que los limpiadores le daban un repaso a cada hora.

Si algún entretenimiento encontró en aquellas horas solitarias encerrada en ese cubículo fue, sin dudarlo, el de leer las pintadas de la puerta. Incluso le agradó comprobar que las había. Al fin había encontrado un punto en común entre su anterior instituto y aquel. Había muchos nombres que ni le sonaban, iniciales y frases enteras. «Spencer Turpin es una muerta de hambre», aquella fue la primera que leyó. La ofensa le duró un minuto, luego le pareció una nimiedad al lado de tantos nombres. «Bruce te quiero», le generó una mueca de asco. «Marilyn, usa menos laca por favor!» le sacó una carcajada, aunque ni si quiera sabía quién diantres era. «MxR» «ExS» frunció el ceño al no entender muy bien a qué nombres pertenecerían.

Aunque algo se detuvo en su interior cuando leyó: «A la mosquita muerta, Dalia Megure, le gustan los hombres casados». Por un momento tuvo deseos de indagar, pero luego recordó que estaba encerrada en el retrete por haberse pasado de fisgona. Sacó las llaves de su casa de su mochila y rajó como pudo aquella calumnia. Se sintió mal por la rubia, no había dudas de que tampoco era la persona más querida allí.

Al cuarto día, cuando cogió su fiambrera para ir a comer a su escondite, la voz de Parker la detuvo.

—¡Hey, Turpin! —Se giró para poder ver su amigable semblante—. ¿Quieres almorzar conmigo?

Estuvo a punto de negarse cuando se dio cuenta de lo ridículo que sería hacerlo.

—Claro.

Sentados en la zona del jardín que tanto gustaba a Spencer, bajo un bonito fresno, comían sus almuerzos.

—¿Qué es eso? —preguntó Parker señalando el pastel de zanahoria y plátano que había traído.

La cuestión le recordó al primer día que almorzó con su amiga, algo que inevitablemente le sacó una sonrisa.

—Algo delicioso —con la ayuda de un cuchillo redondeado, lo partió por la mitad—. Toma, cómetelo.

El moreno lo examinó detenidamente y luego lo olisqueó, parecía un perro alerta, lo cual le resultó bastante gracioso. Cuando lo hubo probado, agrandó los ojos de la sorpresa.

—Vaya, está muy bueno. ¿Esto lo haces tú?

—Sí, señor —se jactó ella alzando los brazos y meneando los dedos—. Con estas manitas.

Poco antes de que la campana sonara avisando del regreso a clase, Thomas preguntó:

—¿Estáis enfadadas Dalia y tú?

La joven se tensó. Hasta él se había dado cuenta.

—¿Tanto se nota?

El muchacho se encogió de hombros.

—Bueno, de ir siempre juntas a no dirigiros la palabra en clase... —Giró la cabeza y enarcó una ceja—. Algo se nota, sí.

—Y yo que pensaba que en clase solo dormías y no te enterabas de nada.

—Bueno, ya te dije que ahora hay algo que me interesa mucho —dijo con un tono casual, mientras su pose corporal denotaba desinterés, con la espalda apoyada en el tronco del árbol y su quijada descansando en sus nudillos. Sin embargo, su mirada brillante se fijó en la de la castaña. Parecía que sus ojos hablaran.

Un rubor se aglomeró en sus pómulos, obligándole a girarle la cara algo nerviosa por aquel comentario.

—Pues sí, está enfadada conmigo —dio un vistazo breve a su alrededor—. Me pregunto a donde irá en los recreos y a la hora de comer. Creía que solía venir por aquí.

Parker se irguió rápidamente, apoyó su mano en el césped e inclinó su espalda en dirección a la chica, que se encontraba arrodillada con su tupper entre las manos, colocada de modo que pudiera darle la cara a su compañero.

—Ya, ya... —susurró, acercando su rostro al de la chica con lentitud.

Fue una sensación extraña, estaban demasiado cerca. La clase de distancia que hace que prestes más atención a los rasgos de una persona. Su piel era aceitunada, como la de ella, aunque a simple vista lucía más suave, y sobre el arco de cupido de su labio, justo en el centro del surco, había un lunar. Aquel fue el punto de visión de Spencer, que veía como cada vez aquella marca se acercaba más y cuando estuvo tan cerca que pudo sentir su respiración, se hizo para atrás con una migaja de pastel entre sus dedos.

—Lo tenías en el pelo —dijo él.

Ella sintió como su cuerpo se destensaba aliviado cuando Parker se llevó a la boca aquel trocito de pastel, mientras esbozaba una sonrisa pícara, gesto que culminó con un guiño de ojo. Y en aquel momento, el timbre sonó.

A lo lejos, en una de las ventanas de la segunda planta, un joven de cabello rubio rojizo y ojos verdes observaba la escena con atención. Tragó saliva, tensó la mandíbula y apretó los puños.

Una semana pasó cuyos descansos, en su mayoría, los invertía con Parker. No estaba segura de si debía considerarlo un amigo, al fin y al cabo, Dalia le dijo que en ocasiones podía ser igual de retorcido que su primo. No obstante, él no le estaba demostrando aquello. Era cierto que continuaba pareciéndole una persona extraña, aunque estaba segura que era la misma sensación que ella infundía en él, dado que parecía que todo cuanto hiciera le provocaba risa.

Pero siendo alguien que, según había comprobado al tratar más con él, sonreía tanto, poco parecido tenía con Rimes, que solo escupía maldades cuando la veía. Desde que lo vio interpretando aquella canción en el piano, nada había cambiado entre ellos: si se cruzaban se insultaban o se miraban con odio. A pesar de ello, algo sí era diferente dentro de Spencer. Cada vez que lo veía, una sensación confusa recorría su cuerpo, comprimiéndola y haciéndola sentir indefensa. No era miedo. Era algo nuevo que acompañaba la curiosidad que sentía desde que Parker mencionó que su primo nunca lo tuvo fácil. ¿Por qué lo dijo?

Quería saber más.

Cuando la campana anunció el final de las clases, Spencer recogió sus cosas lo más rápido que pudo con el fin de intentarlo con Dalia una vez más. Llevaba un libro bajo el brazo junto con el estuche y la mochila ligeramente abierta mientras se dirigía hacia la puerta, detrás de la rubia. Se apresuró por alcanzarla, pero no le fue posible debido a que una mano le propinó un empujón que la llevó al suelo. Sus libros salieron disparados del interior de su macuto y el estuche atravesó el aula hasta llegar, casi, al otro extremo.

De rodillas, en el suelo, Spencer pudo ver como su amiga ya no estaba. Se volteó en busca de la responsable de su caída. Se trataba de una chica de cabello color café y completamente rizado. Sus ojos eran claros y de su boca salía una risa forzada. A su lado figuraba otra cuya melena era de un rubio opaco.

Un golpecito hizo que se girara de repente. Sentada con las piernas cruzadsa sobre la mesa del profesor estaba Emma Miller, que la observaba atentamente a través de sus ojos negros, decorados con esas espesas pestañas que parecían ser capaces de provocar una ventisca con cada aleteo. Por su parte, sus gruesos labios dibujaban una sonrisa indescifrable.

Spencer se sintió como un cactus rodeado de rosas. Ella y Miller se miraron fijamente por un instante hasta que la segunda saltó silenciosamente de la mesa y abandonó la estancia.

Parecía que las otras dos estaban esperando a que se fuera la morena, dado que empezaron a increparla. Se habían quedado solas las tres.

—¿Cómo te atreves a seguir viniendo aquí? —cuestionó la de cabello rizado.

—¿Qué...?

—Sabes de sobra a qué me refiero.

Fue a responder, pero se quedó sin habla cuando vio a la persona que estaba apoyada en el marco de la puerta, con una mueca de superioridad en su armónica cara. Entró con parsimonia al aula mientras atravesaba con sus fríos iris a una aturdida Spencer.

—¿Qué hacéis? —preguntó Rimes.

La que llevaba la voz cantante le dirigió una mirada juguetona. Se acercó a él y le rodeó el cuello con sus brazos mientras rozaba con sus labios la mejilla de éste.

—Le estaba explicando un par de cosas a la pobretona —respondió ensimismada sin despegar los brazos de su cuello.

Él permanecía impasible, como una estatua.

—Sue, ya está bien —se quejó la otra mientras tiraba ligeramente de la chaqueta del uniforme de su compañera.

Pero Sue hizo caso omiso y pegó sus labios a los de Rimes mientras él seguía sin devolverle ninguna muestra de afecto. Simplemente se dejaba hacer.

Spencer contemplaba la escena atónita.

"Así que esta idiota es su novia". Pensó. "Tal para cual".

Lo que vino después fue algo que la dejó estupefacta. Una vez que la chica se separó de él, la rubia agarró del brazo a Rimes y se colgó de él, abrazándolo a la par que hundía su rostro en su cuello.

"¡Pero bueno! ¿Qué está pasando aquí?" —volvió a pensar muerta de rabia. "¿De qué va este tío?"

Cuando se dio cuenta de la situación surrealista en la que se encontraba, se apresuró a recoger sus pertenencias de la superficie y se puso en pie, tambaleándose a causa de los nervios que le provocaba aquel percal. Antes de que saliera del aula, la voz de Rimes la detuvo.

—¡Eh! Se te ha olvidado coger el estuche —apuntó señalando el objeto.

Lo recogió con vergüenza y volvió a dedicarle una mirada hostil al chico antes de marcharse, que le sonreía burlonamente.

Bruce Rimes observaba desde la ventana del aula como Turpin se alejaba por el patio. Su imagen, absorta en sus pensamientos, era algo solitaria.

—Oye Bruce... —susurró Sue mientras se colgaba de su brazo y Marilyn se reía maliciosamente a su otro lado—. No creo que dure aquí mucho más. Es muy poca cosa.

Él le dedicó una mirada de soslayo y la apartó de sí con brusquedad.

—No os metáis con ella.

Ambas se miraron dubitativas.

—¿Cómo que no?

—Pues que a esa chica solo la molesto yo —explicó con algo de tirria.

—¿Por qué no vamos al nuevo club que han abierto? —Cambió de tema Marilyn radicalmente, con el fin de aliviar tensión. Creo que se llama Bacio del Paradiso. Es italiano.

—¡Eso! Hace mucho que no salimos juntos a divertirnos.

—No quiero —cortó él.

—¿Qué? ¿Por qué no?

—Porque no.

—Venga. Pero si antes siempre salías con nosotras —insistió Sue.

—Pero ahora salir con vosotras es aburrido y cansino —replicó Rimes introduciendo sus manos en los bolsillos de su pantalón.

Acto seguido, abandonó el lugar.

—Estúpidas. No os metáis en mi terreno.

Emma estaba en la puerta mirándolas. Había vuelto a aparecer de sorpresa. Tenía el rostro serio, sin expresión. Idealizado.


Spencer había avanzado apenas un par de calles. Estaba molesta, porque a causa de aquellos niñatos había perdido el autobús. Suspiró aliviada de pensar que hasta el día siguiente no tendría que verlos. Para su sorpresa, su recién empezada tranquilidad se vio interrumpida cuando alguien le agarró con rudeza del brazo.

Dejó escapar un quejido y su expresión se volvió de antipatía al ver a Rimes. Se zafó de su mano bruscamente.

—¿Se puede saber qué haces?

—Creo que no te he molestado lo suficiente —comentó con sorna.

—Oh, no lo creas. Verte ya es molesto de por sí —continuó caminando, tratando de ignorar a su acompañante.

—¿Has perdido el autobús?

—No te importa.

—Lo tomaré como un sí.

Rimes volvió a sujetarla, pero esta vez pasó su mano por el hombro de la chica, provocando que a Spencer le diera un vuelco el corazón. Le dio un manotazo en el brazo para quitárselo de encima.

—¡Quita, pesado! ¿Qué narices quieres?

—Llevarte a casa.

Ella frunció el ceño. Una limusina se detuvo justo al lado de ellos. Un hombre mayor vestido de uniforme y con un sombrero de chófer salió del automóvil. Parecía sacado de una película. Abrió la puerta trasera y con una leve reverencia dijo:

—Señor Rimes, cuando guste.

—Gracias, Sebastian.

Sonrió con calidez al hombre y la chica, ya bastante alucinada con la limusina, se sorprendió ante el gesto.

—Ven, vamos —dijo Rimes empujándola con suavidad por la cintura.

Ella frenó en seco. Estaba tentada a subir. Jamás había estado en una, tampoco había imaginado que lo estaría algún día. ¿Pero cómo se supone que iba a compartir el mismo transporte que aquel tirano que le amargaba la vida?

—No. Voy andando.

—Insisto.

—Que no.

El señor soltó una carcajada afable, captando la atención de ambos.

—No me había dicho que se había echado novia —comentó casual.

—No soy su novia. —Se apresuró a aclarar la castaña, roja como un tomate.

—Ya quisiera ella —masculló el pelirrojo.

—No se preocupe, señorita. Será un placer llevarla hasta a su casa.

La amabilidad de aquel hombre le hizo sentir cierta ternura. Le supo mal que tuviera que tratar con aquel indeseable cabeza de zanahoria a diario. Ella ya hubiera dejado el trabajo.

Finalmente accedió, aun maldiciéndose por ceder, porque, al fin y al cabo, cedía ante su enemigo. Aunque cuando entró, se abrumó por presenciar tanto lujo en un vehículo.

Se trataba de un largo pasillo de asientos acolchados que contaba con un mini bar. No era como aquellas que había visto alguna vez en los reality shows; ésta contaba con un diseño más retro y conservador. Elegante y refinado.

Observó la tapicería del asiento, que era de un color bermellón y un mullido muy reconfortante.

Sus ojos se posaron en una pequeña televisión, junto a un teléfono que servía para comunicarse con Sebastian, pues estaban ambas zonas separadas, y nuevamente sintió que desentonaba en aquel sitio.

Rimes se sentó frente a ella tras haberse preparado un cóctel Black Velvet: Una combinación de Korbel y Guiness, de la cual Spencer desconocía su sabor, al igual que el de la mayoría de las bebidas alcohólicas. Con las piernas cruzadas y mirándola del mismo modo que mira una pantera a su presa, daba pequeños tragos a su bebida.

Spencer carraspeó.

—¿Puedo saber qué mosca te ha picado?

Bruce arqueó una ceja.

—Ninguna.

—Entonces, ¿por qué te da ahora por llevarme a casa?

—Porque me apetece —dijo dando otro sorbo a su bebida—. Y porque no entiendo cómo puedes subir a ese nido de gérmenes todos los días para ir a casa.

—¿Qué?

—Eso.

—Los menores de edad no deberían beber alcohol —dejó escapar ella cruzándose de brazos.

Inmediatamente, Rimes soltó una carcajada.

—Además de pobre, mojigata.

—Estúpido. —Arrugó la cara—. No te he pedido que me llevaras. Por mí puedes dejarme aquí.

—Pero yo quiero llevarte. Y si no querías, no haber subido.

Sintió rabia ante aquella última frase única y llanamente, porque sabía que tenía razón.

—¿Acaso intentas compensar que eres un agresor de mierda como tus amigos? Aquello no se me ha olvidado y no te voy a perdonar. Entérate.

—Ni busco tu perdón, ni me interesa —hizo una mueca que pretendía ser una sonrisa—. Verás, para mí eres como una especie de juguete.

Irónicamente, a Spencer no le sorprendió aquella declaración. Estaba comenzando a acostumbrarse al egocentrismo y a la tiranía de Rimes.

—Eres despreciable y por mí puedes pudrirte.

Él sonrió torcidamente.

—Es posible.

—No sé qué vas a conseguir con esto.

—Yo tampoco —murmuró él, pero Spencer no lo entendió.

—Puedes parar aquí. No quiero seguir respirando el mismo aire que tú.

Antes de darse cuenta, la limusina ya estaba en la entrada de su casa. Sebastian le abrió la puerta.

—Oh, no era necesario abrirme la puerta...

—No se preocupe, señorita. No es problema.

—¡Claro que no! Es su trabajo —dijo Bruce.

—Me voy. Gracias por traerme —se dirigió a Sebastian educada y amable.

—No hay de qué —respondió el anciano.

—¿Y a mí no me das las gracias? —preguntó Rimes jocoso.

—¡No! —gruñó.

—¿Y no quieres que te acompañe a la puerta?

—No.

—Pues lo haré.

Y bajó del coche. Spencer puso los ojos en blanco, harta de aquella persona. Nunca entendería que se le pasaba a ese chico por la cabeza. Tenía un modo de comportarse extraño y contradictorio. La insultaba y la llevaba a casa. ¿Pero quién hacía eso?

Él caminó con ella hasta que hubo introducido sus llaves en la cerradura.

—Lárgate.

Spencer lo miró fijamente a los ojos. Aquellos orbes verdes grisáceos tan especiales. Inevitablemente recordó aquel encuentro en el aula de música y se ruborizó al instante.

Rimes sonrió y tuvo la sensación de que era algo dulce. Poco típico de él. A continuación, tiró de la coleta de la chica, dejando caer su larga melena castaña libremente. Le dio la goma del pelo y acarició un mechón de su cabello con sus largos dedos.

—Te favorece más el pelo suelto —comentó absorto. Pronto se dio cuenta de lo que acababa de hacer—. Bueno, me voy. Te veo mañana.

Spencer no respondió. Entró en casa a toda prisa. El corazón le latía fuertemente, ¿qué había sido aquello? ¿Cómo que "te veo mañana"? ¿De qué puñetas iba?

A la mañana siguiente, Spencer permaneció largo rato embobada frente al espejo del cuarto de baño. Se miraba su melena suelta y se preguntaba si era verdad que le favorecía. A ella siempre le había gustado llevar el pelo suelto, pero su madre no consentía aquello. Barbara quería que fuera cuanto más presentable mejor, a aquel estúpido centro privado, cumbre de la mala educación y consentimiento de muchos padres sobrados de dinero cuyos hijos son incapaces de pensar por sí mismos.

O eso pensaba Spencer. Quizá Parker era el único que se alejaba de esa imagen, o Dalia. Dalia... ¿Hasta cuánto tiempo iba a estar sin hablarle? Se acarició el mismo mechón de pelo que acarició Rimes el día anterior y casi instantáneamente se sonrojó.

—Agh. ¿Qué narices estoy pensando? —se dijo asqueada.

El traqueteo de la puerta del baño la sacó de su ensimismamiento.

—Pen, ¿piensas salir del baño algún día? —Se trataba de Benjamin.

—¡Ya voy!

Abrió la puerta del baño y se encontró a su hermano frente a ella de brazos cruzados.

—¿Qué miras?

—Llevas siglos aquí encerrada, necesitaba entrar —recriminó él.

—Bueno, pues ya tienes el baño libre.

Apenas avanzó por el pasillo cuando su hermano la llamó.

—Por cierto, Pen, ayer me encontré a Lisa. Dice que no sabe nada de ti.

Al oír ese nombre, Spencer sintió una punzada de melancolía en el pecho. Lisa y ella estaban tan unidas que le resultaba triste pensar que desde que entró a Richroses no tenía muchas noticias de ella.

—Muy bien —se limitó a decir ella.

—Últimamente estás muy borde —comentó Benjamin y acto seguido se encerró en el baño.


Al entrar a clase pudo apreciar que Dalia no había asistido ¿Dónde se metería? Ya había apreciado que desaparecía algunas horas y reaparecía en otras. Cuando se sentó en su pupitre, vio que estaba completamente rajado. Le iba ser imposible escribir sobre esa superficie. Las horas pasaron, para su sorpresa, más rápido que otros días. La alarma que anunciaba la hora de comer sonó y un par de segundos después una sombra se cernía sobre su pupitre.

—Hola, Parker —murmuró ella.

—¿Quieres que comamos juntos? —preguntó él con una sonrisa de oreja a oreja.

—Vale —le devolvió la sonrisa.

Sentados en el césped del patio, comenzaron a comer. Más bien, Spencer comenzó a comer. Thomas se limitaba a observarla.

—Me pone nerviosa que me mires tan fijamente.

—Lo siento. —Sonrió.

—¿No te vas a comprar nada de comer?

—No tengo mucha hambre, la verdad. ¿Puedo probar un poco?

—Claro.

—Está muy rico. Dos veces que pruebo tu comida, dos veces que no me arrepiento.

Spencer le sonrió, pero pronto su mirada se volvió algo afligida.

—¿Qué pasa?

—Nada.

Él frunció el ceño y posó su mano sobre la de Spencer, haciendo que alzara la vista.

—¿Aún no te has reconciliado con Dalia?

Resopló mientras asentía.

—Es imposible. Entre que unos días no viene a clase y que, cuando lo hace, me evita descaradamente.

Thomas acarició la extremidad de la chica.

—No te preocupes, seguro que dentro de poco lo arregláis —dijo él tratando de consolarla—. No me has dicho por qué os peleasteis.

—Oh, bueno, porque... —Se detuvo tratando de pensar en qué decirle. Luego se sintió avergonzada—. Porque le estuve preguntando una cosa que ella no quería responder.

—¿Qué cosa?

¿Sería la sinceridad un error?

—Le pregunté si había algo entre vosotros —agachó la cabeza, azorada.

Pudo leer la sorpresa en el rostro de Parker, pero aquella expresión duró poco. En seguida esbozo una sonrisa que resultaba algo misteriosa. No era como su sonrisa inocente habitual.

—¿Quieres saberlo? —preguntó y Spencer asintió con la cabeza, expectante—. Bien, pues es una historia muy larga, así que te la contaré luego. Al finalizar las clases te espero en el aula de desdoble siete.

—¿Por qué ahí?

—Es un sitio íntimo para conversar —le guiñó el ojo—. Confía en mí.

De nuevo, a lo lejos, Rimes se encontraba fijando su atención en aquellos dos. Atendió especialmente a las manos de ambos jóvenes, rozándose, y sintió como una oleada de rabia lo fustigó.


Finalmente llegó el final de las clases. Spencer recogió todo lo más rápido que pudo cuando vio que Parker ya había salido de clase. Estaba impaciente por conocer aquella historia. El aula de desdoble no estaba muy lejos de la suya, por lo que no le fue muy difícil encontrarla. Sin embargo, lo que allí halló no era lo que esperaba.

El aula estaba entreabierta y pudo oír algunas voces que provenían de su interior. Dio un leve empujón para poder asomar la cabeza y ver si estaba Parker dentro y, si era así, con quién. Se encontró con una pareja apoyada a un pupitre. Se estaban dando un beso. La chica estaba colgada del cuello del chico y Spencer solo podía ver la espalda de ella. No obstante, cuando se separaron vio el rostro del hombre pronunciando su nombre. "Dalia" salió de la boca del profesor Wells.

El profesor de educación física y Dalia. Juntos. En un aula vacía. A oscuras.

El corazón de Spencer frenó de golpe. Se había quedado en shock. No se lo podía creer. No entendía nada. Se apresuró a alejarse al trote de allí en dirección al final del pasillo. Era incapaz de borrar aquella imagen de su mente. Cuando fue a doblar la esquina chocó con una persona. ¿Parker? No, Rimes.

Su corazón tomó una mayor velocidad en sus latidos. Spencer permaneció mirándole fijamente y este hizo lo mismo. Tenía una mirada cruel, muy diferente a la de los últimos días.

—¿Se puede saber qué haces? —preguntó él con un tono de voz áspero, distante y malvado. —¡¡Quítate de en medio, pobretona!! —gritó Rimes propinándole a la chica un empujón que la llevó al suelo.

Ella tenía una imagen de sorpresa y de nuevo, sintió el miedo hacia Rimes. Estaba tan aturdida que le costaba levantarse. Un ruido tras ella provocó que se diera la vuelta. A lo lejos estaba Dalia, que se había asomado para ver que era aquel escándalo. Cuando sus ojos se cruzaron con los de la rubia, pudo sentir como la impotencia se apoderaba de ella. Apretó los puños.

—¿No te piensas levantar?

Ese demonio de Rimes. Un ser despreciable. Se sintió estúpida de haber querido saber cuáles eran sus males, sus preocupaciones. En lo que le concernía, ese chico podía pudrirse en el infierno, pero no iba a hacerlo ella con él.

Se levantó y, sin meditarlo, fue directa a arañar la cara de Bruce. Él no tuvo tiempo de apartarse, por lo que se quedaron grabadas dos marcas en su perfecta piel.

Mientras escapaba de allí se preguntó si Parker había planeado aquello.

Algo le decía que sí. 

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