04| El cerdito valiente

Este capítulo se lo dedico a Wendy HM. Muchas gracias por haber viajado con Bruce y Spencer. Eres lo más <3 

Pasó toda la tarde del viernes sentado en el sillón carmesí del salón, observando absorto la billetera de Spencer, la cual abría y cerraba robóticamente de un movimiento de muñeca. Podría haberse dedicado a aquella hipnótica acción en sus pertenencias, pero teniendo en cuenta que jamás había nadie en aquella casa, daba igual. Su hermana estudiaba fuera del país, en Francia, y su padre tampoco se encontraba nunca en Inglaterra por negocios; se dedicaba a viajar con mucha frecuencia a Estados Unidos u otras potencias económicas, no en vano aquel apellido era dueño de un poderoso imperio. La única que estaba en casa era su madre, pero tampoco se dejaba ver más allá del ala este, donde sí que iba a visitarla.

Por aquellas razones, Bruce sabía que podía encontrar intimidad en prácticamente cualquier rincón de aquella mansión y a cualquier hora.

Cuanto más observaba el objeto de la chica, más seguro estaba de haber cometido un error, pero no quería reconocerlo. Ni mucho menos. Él siempre había llevado la razón en todo y siempre se había salido con la suya, por lo que era normal pensar que nuevamente estaba en lo correcto. No obstante, no podía evitar sentirse mal por lo sucedido. Estaba empezando a barajar la posibilidad de que, por una vez en su vida, se había equivocado y había obrado mal –o peor que en otras situaciones−. Cuanto más cerca estaba de asumir la realidad, más grandes eran sus muros. Jamás admitiría su culpa. ¿Equivocarse él? Absurdo.

Pronto se percató de un detalle que había pasado por alto: la documentación de Turpin se hallaba en el interior del objeto junto a la cartilla de estudiante de Richroses. Ambas posesiones eran importantes por motivos obvios.

Todos los datos del poseedor se encontraban allí: dirección, número de teléfono, información de los progenitores, etc. Un instrumento que podía resultar peligroso si caía en manos de una mente retorcida. Justo como la suya.

Por fortuna, no le apetecía hacer nada malo con ella.

El sonido de la alarma le despertó la mañana del domingo. Los rayos del sol se filtraban entre las cortinas de la habitación de Spencer, chocándose contra sus paredes lilas. Todos sus muebles eran blancos; la estantería, su mesita de noche, el escritorio, etcétera. Se removió en la cama mientras bufaba y trató de apagar el despertador movida por el sueño, cuyo resultado fue la caída de este al suelo.

Spencer pasó todo el fin de semana en casa. No tenía ganas de hacer nada después de lo sucedido el último día de clase. Toda forma de descargar su furia por lo sucedido fue escribirlo en su diario, su abrigo para la frustración. Durante las cenas o comidas que compartía con su familia, se podía masticar la tensión. Aunque no había dicho ni una palabra de lo sucedido, el aura que desprendía acompañada de su expresión taciturna demostraba que no estaba en sus mejores momentos. Benjamin trataba torpemente de relajar el ambiente hablando de sus relaciones en el equipo de baloncesto y con su entrenador, de las canastas que metió en el último partido o contra quien jugaría el próximo. La castaña sabía perfectamente que tanto interés por hablar era únicamente un intento para liberar tensión, lo cual agradeció a pesar de que no funcionó como hubiera querido. Al menos escuchar a su hermano la distraía.

Tenía la sensación de que aquel día seguiría el mismo camino de apatía por la vida. Carecía de ánimos para levantarse de la cama y cada vez que pensaba en que le tocaba regresar a clase al día siguiente ardía en deseos de ahogarse con la almohada. Cuando se encontrara por los pasillos a aquel indeseable cabeza zanahoria... ¿Qué haría? No quería demostrar el miedo que le sentía, aunque por fortuna aquella sensación iba de la mano con el odio. Spencer nunca creyó que pudiera odiar a alguien, pero aquel detestable lo había logrado.

Podía escuchar como los pájaros piaban desde el árbol que daba a su ventana. Su casa constaba de dos pisos y un diminuto patio. En la planta baja se encontraban la cocina, el salón, el comedor y un baño tan pequeño que sólo contaba con un retrete y un lavabo. Spencer odiaba hacer sus necesidades allí, porque sentía como sus rodillas estaban a punto de rozar la puerta cada vez que se sentaba. En la superior, donde se encontraba ella, estaban las habitaciones de cada uno de ellos, también un aseo, el cual solo usaban Spencer y Benjamin porque sus padres contaban con uno conectado a su habitación.

Lo cierto era que, para ser de dos pisos, era bastante pequeña. Todas las estancias no eran de un gran tamaño. No obstante, no se podía quejar. Había gente que vivía mucho peor que ella. Se podían dar con un canto en los dientes de vivir en una casa así y con la hipoteca liquidada. Aquella era la herencia de sus abuelos, que murieron años atrás.

Hacía rato que Ben se había ido a jugar al baloncesto con sus amigos y que su madre daba berridos a la tele mientras veía su programa de decoración de interiores favorito. Su padre estaría leyendo el periódico en el sillón del salón, con las piernas en alto, como si fuera un fósil allí sentado.

Decidió, al menos, escapar de las garras de la comodidad de aquel colchón. Se desperezó sentada en la cama y salió de ella, dando un puntapié al apoyar el pie en el suelo al reloj de mesita que había tirado, enviándolo así a unos metros de distancia.

"Tan ágil y cuidadosa como siempre, Pen". Se dijo para sus adentros.

Se acercó hasta el objeto para dejarlo en su sitio, el cual había ido a parar al borde de la silla de su escritorio. Al agarrarlo y alzarse, observó en el respaldo del mueble una toalla de baño arrugada, cuyo extremo tenía bordado con hilo dorado las iniciales B.R.

Como si aquella mierda de toalla hubiera evitado que llegara a su casa empapada, con el uniforme para lavar y un aspecto deplorable. Le costó abrir silenciosamente la puerta de casa y entrar sin que su madre se percatara de su llegada con el fin de evitar que la viera así. Para los charcos que dejó en el suelo tuvo que inventarse una burda mentira, tan ridícula, que dudaba de que la hubiera creído.

Apenas colocó el despertador en su sitio cuando el timbre de su casa sonó. Por supuesto, ella no se inmutó, lo único que hizo fue sentarse en su escritorio. Barbara había ido a abrir y trató de agudizar el oído para escuchar lo que decía, mientras encendía su notebook "más viejo que el cagar", como decía ella, para ver si alguno de sus amigos le había escrito al Facebook.

Pensó en su madre abriendo la puerta y cómo estaría tratando a la persona que había llamado. Le gustaba elucubrar. Su madre no era muy alta, con el cabello caoba al igual que su hermano, siempre recogido en un alto moño. Tenía la nariz algo puntiaguda y los ojos redondos de los cuales colgaban dos bolsas que siempre trataba de disimular. Se pasaba el día yendo de un lado para otro, alzando la voz y dando lecciones a cada uno de los miembros de la unidad familiar. A pesar de todo, y de la edad que tenía, Barbara era una mujer atractiva que siempre despertaba el interés de la gente.

Luego pensó en su padre leyendo. Tenía la manía de menear el bigote de un lado a otro cada vez que tenía la prensa frente él. Era un hombre alto y delgado. Su nariz era chata y gorda y, bajo ella, estaba ese espeso mostacho negro, al igual que el pelo de su cabeza, aunque ya había adquirido tonos grises según qué zonas. Richard trabajaba en una pequeña empresa como asesor y siempre lucía unas gafas cuadradas.

Dejó de pensar en ellos cuando escuchó unos pasos subir las escaleras y, al cabo de unos segundos, traquetearon a su puerta.

—Spencer —llamó su madre desde el pasillo—. Espero que estés ya despierta, ha venido un amigo a verte.

La chica se tensó al instante. ¿Un amigo? ¿Qué amigo? ¿Cómo que un amigo? Dudaba de que fuera Matt, un domingo por la mañana no se levantaba pronto para ir ningún sitio. Lo mismo con Lisa. Y en Richroses no tenía amigos que supieran su dirección.

—¿Qué? —preguntó extrañada.

—Ya me has oído. Date prisa y vístete, no le hagas esperar. Encima que ha venido a verte. Bueno, mejor le digo que suba.

—¿Qué? ¡No! ¿Mamá? —protestó, pero su madre no le hizo caso puesto que ya estaba bajando las escaleras.

Cogió un pañuelo para limpiarse los ojos rápidamente después de haber estado durmiendo largas horas y se levantó para coger unos pantalones y una camiseta con los que vestir, cuya elección era indiferente, valía lo que fuera. Los sacó del armario, arrojándolos sobre la cama y, mientras se había comenzado a subir la camiseta del pijama, entraron a su habitación.

—A mí también me gustan los ositos —dijo una voz que le puso los pelos de punta.

Se trataba de Rimes.

—¡¿Se puede saber qué haces aquí?! —exclamó incrédula.

Poco duró su rostro de pocos amigos cuando se dio cuenta de a qué hacía referencia el comentario del pelirrojo, nada menos que del estampado de su sujetador. Su cara comenzó a arder de la vergüenza, ¿hasta cuándo iba a humillarla? ¿Es que ni un domingo iba a poder estar en paz? En un acto reflejo se volvió a tapar con la camiseta mientras se sentaba rápidamente sobre la cama para cubrir sus piernas con la sábana.

Pero Bruce había visto algo peor que su infantil y nada sexy ropa interior; había un cardenal en las costillas de Turpin, perteneciente a la patada que recibió días atrás. Aquella marca de violencia logró hacerle sentir mal, y aquello era un peso que le costaba cargar encima. Sin embargo, hizo como si no se hubiera percatado.

—¿Qué haces en mi casa? —Volvió a cuestionar ella de un modo punzante.

—Tu voz suena como cuando arrastras un tenedor sobre un plato —comentó ignorando su pregunta.

—Ojalá fueses tú el plato —replicó cruzándose de brazos y arrugando las cejas.

Él posó en ella sus ojos furtivos, los cuales la transportaron a un recuerdo amargo y aterrador.

—Vete de mi casa —ordenó girándole la cara.

—¡Qué maleducada! —exclamó exagerando las facciones de su rostro—. Encima que he venido expresamente a traerte esto —levantó la cartera de la chica.

—¡Mi cartera! Dámela —exigió extendiendo la mano.

—Ten.

Obedeció tan rápido que no pudo evitar desconfiar. Sin embargo, la vestimenta del muchacho fue de su interés.

—¿Por qué vas vestido así? —preguntó mirando de arriba a abajo las ropas de Bruce.

—Voy en traje porque tengo estilo —respondió con una sonrisa ladeada mientras se ajustaba el cuello de su camisa—. Cosa que tú deberías tener... —Miró a su alrededor—. En todos los aspectos. El baño de mi casa es tres veces esto —comentó analizando la habitación.

—Si no te gusta, lárgate —bufó como un gato cabreado—. Espero que no pienses que por haberme traído la cartera voy a olvidar lo que hicisteis el viernes.

De nuevo, esa punzada de culpa azotó a Bruce.

—No busco tu perdón.

—Genial, porque tampoco lo ibas a tener. —Su semblante se encendía por la rabia, indignada de que la persona que peor la había tratado estuviera pisando su casa.

Un silencio incómodo se hizo entre ellos, hasta que el pelirrojo lo rompió.

—Quizá me excedí con mis métodos el otro día, nunca quise que te golpearan —comenzó a decir—. Tampoco debí haberte hecho aguadillas y te aseguro que no volveré a hacer nada similar. Pero siento decirte que mi opinión acerca de ti no ha cambiado, eres una mancha que debo borrar de mi mundo y no voy a parar hasta que abandones.

Tras escuchar aquello, Spencer sintió como su rabia crecía notoriamente, obligándola a estallar.

—¿Se puede saber que mierda dices por tu boca de niño pijo? ¿Ese es tu modo de disculparte?

—Te dije que no era una disculpa.

—Ti diji qui ni iri ini disquilpi —se burló agitando los brazos y poniéndose en pie y dirigiéndose hasta la puerta de su cuarto—. Lárgate ya.

Se observaron por unos segundos. La mirada desafiante de aquella muchacha despertó en Bruce curiosidad. Nadie se habría atrevido a hablarse así, mucho menos después de lo ocurrido. Pero ella sí, le daba igual su apellido de renombre.

Antes de que pudiese salir, Barbara apareció como un espectro en la puerta. Un espectro sonriente y de voz cantarina que puso la piel de gallina a ambos. Vio como Bruce estaba a punto de atravesar la puerta y lo miró con desilusión.

—No me digas que te vas ya. —Parecía que se moría de pena. Miró a su hija, que solo llevaba una camiseta puesta y nada de bajo salvo sus bragas—. ¿Se puede saber qué haces así? Vístete. —Miró a Bruce otra vez—. Disculpa al desastre de mi hija. Te invito a comer.

Su madre se llevó a Bruce a la planta baja, sujetándolo del brazo. Parecía todo cordialidad, pero lo cierto es que el chico se estaba sintiendo forzado a cada movimiento.

Ella se vistió tan deprisa que parecía que se jugaba la vida por cada segundo que pasaba. Con una camiseta verde y unos pantalones deportivos color gris, fue en dirección al servicio, donde se aseó al mismo ritmo velos peinó su melena, recogiéndosela en una coleta alta.

Le urgía tanta prisa debido a que temía de que podían estar hablando sus padres con Bruce y qué les diría él. Pero, ¿cómo podía decirles que habían dejado pasar a la persona que más odiaba en la faz de la Tierra y la causa de su pésimo estado de ánimo?

Comenzó a bajar las escaleras una vez lista, aunque sus pies seguían abrazados a sus zapatillas blancas de andar por casa. Desde las escaleras pudo oír la conversación que se acontecía en aquellos momentos.

—¿Has venido andando, muchacho? —preguntó Richard.

—No, señor —respondió educadamente—. He venido en limusina —corrigió como si aquel automóvil fuese lo más normal.

Al entrar al salón, Spencer vio a dos padres pálidos como el azúcar. Cuando Barbara reparó en ella, se levantó del sofá y se aproximó a ella como una bala mientras la llamaba eufórica.

—Spencer, cariño. Menos mal que ya estás aquí. Deberías presentarnos a tu amigo como es debido. —Dejó caer. La chica sintió que aquella mañana su madre había ingerido más café de lo normal.

Después de resoplar varias veces y maldecir la causa de todos sus males, caminó hasta estar cerca de ellos. Se aclaró la garganta para hablar.

—Os presento a Rimes, Bruce Rimes —anunció de mala gana—, estudiante de Richroses. De mi curso. Aunque no va a mi clase.

—Encantado —dijo él.

—Pero lamentablemente ya se tiene que ir —comunicó dando una palmada.

—¿Qué? Pero si se iba a quedar a comer —protestó su madre.

—Sí, mamá. Y me encantaría que se quedara. Y a él también, seguro. Pero tiene cosas que hacer, créeme —informó sacando al chico del salón con disimulados empujones.

Lo llevó hasta la salida mientras él ahogaba sus ganas de reír.

—Menos mal que me has salvado. No sé qué hubiera sido de mí.

Ella rodó los ojos.

—Ni que lo hubiera hecho por ti.

Spencer fue a cerrar la puerta, pero la mano del chico lo detuvo.

—Tengo curiosidad. ¿Quién es el chico de la foto que llevas en tu cartera?

Ella lo miró cabreada. ¿Cómo era tan descarado de fisgar en las cosas de los demás? Aunque no le sorprendía tratándose de él.

—Me alegra ver que has estado metiendo tus narices en mi privacidad, toda una sorpresa —comentó sarcásticamente.

—Tenía que asegurarme de quien era la cartera. —Se encogió de hombros con las manos dentro de los bolsillos de su pantalón.

—Es mi hermano. Y ahora vete.

—Es más guapo que tú —dijo dándose la vuelta para irse mientras dibujaba una tiranizada sonrisa.

—¡Eh, Rimes! —llamó, haciendo que se volteara para verla una última vez antes de cerrar la puerta y escuchar lo que tenía que decir. En su semblante lucía una mirada penetrante y segura de sí misma—. Te odio.

Y desapareció dentro de su casa, con la entrada bloqueada de nuevo. Por su parte, Bruce, fue a su limusina con su sonrisa en la imagen, caminando lentamente. Le divertía a aquella chica. Le recordaba a Brave, el cerdito valiente, claro, no la princesa.

Los padres de Spencer estaban expectantes unos pasos tras ella. Barbara se agarraba el delantal con fuerza y Richard tenía el periódico plegado entre sus manos mientras lo estrujaba como si fuese un limón.

—¿Por qué no nos dijiste que conocías a un chico así? —cuestionó su madre con un tono de voz tan agudo que parecía una adolescente en su primer día de clase.

—Porque no me cae bien —respondió desinteresada y deseosa de volver a encerrarse en su habitación.

—Cariño... —dijo con un tono que a la chica se le antojó de repelente —. Es muy guapo y, además, parece que tiene mucho dinero.

En el momento en que abrió la boca para mostrar su entero desacuerdo, Benjamin entró a casa con el balón bajo el brazo y una expresión alterada.

—Acabo de ver una limusina irse de la puerta de nuestra casa... —Logró articular.

Barbara agitó los hombros de Richard mientras chillaba "¡No nos estaba tomando el pelo!"

Spencer puso los ojos en blanco hastiada y regresó a su habitación ignorando las llamadas de sus padres y la cara dubitativa de su hermano. La sangre le hervía cada vez que pensaba en lo contentos que se habían mostrado al saber que era una persona rica. Probablemente ya querían emparejarla con él o con algún chico de la élite. Pero aquello sería demasiado. No conformes con planificar su futuro académico, también buscaban programar sus relaciones amorosas.

Se negaba a aquello.

Sentía rabia por sus padres y un odio inmenso por Rimes. Por las declaraciones que le hizo asegurándole que su vida no iba a ir a mejor y, sobre todo, por lo que ocurrió el viernes.

Retomó su actividad con el notebook. Por fortuna lo había encendido antes de la llegada de aquel estúpido y no necesitó perder varios minutos de su vida esperando. Las tareas de clase las había realizado el día anterior. Le costó más de lo normal, puesto que en temario iban bastante avanzado. Revisó el correo electrónico, pero todavía no le habían notificado de que ya disponía del dominio oficial que usaba el instituto.

Entró entonces en Facebook, y lo primero que hizo fue abrir el chat correspondiente con sus amigos: Lisa, Matt y Elena. Les echaba tantísimo de menos. Leer sus mensajes logró sacarle una sonrisa de oreja a oreja. Ellos eran el anti estrés que necesitaba. Estaba deseando habituarse más al nuevo instituto y a su ritmo de estudios para poder permitirse quedar con ellos de nuevo.

A su mente acudió el comentario que hizo Bruce de su fotografía y un mal presentimiento la acompañó. Necesitó asegurarse de que tenía todo en orden. Claro que tampoco le iba a robar, pero, ¿cómo fiarse de aquel maldito?

Abrió su cartera, donde seguía intacta su cartilla y su dinero: ninguno. Soltó una carcajada de imaginarse al cabeza zanahoria sorprenderse de ver un monedero vacío. Al poco se le fue el buen humor cuando se dio cuenta de que le faltaba la foto de la que le había hablado Bruce antes, en la que aparecía ella con su hermano. Ni rastro de ella. ¿Cabía la posibilidad de que aquel estúpido engreído se hubiera quedado con la foto? Aunque si eso fuera cierto, ¿qué motivos tenía?

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