03| El pabellón de natación

Este capítulo quiero dedicárselo a Carolina Méndez, por su apoyo con esta historia desde que la inicié hace años. Muchas gracias por todo y muchísimos éxitos en tus proyectos. Te los mereces todos <3

Bruce Rimes se despertó arropado por la suavidad de sus sábanas de seda y tumbado en su mullido colchón, paseó la vista por las blancas paredes de su habitación. Era un espacio muy amplio y ostentoso. Dormía en una gran cama matrimonial, donde podía abrir sus brazos y piernas sin que salieran por ninguno de los lados. En una esquina había un hermoso piano de cola y a su lado una serie de estanterías repletas de libros. A pesar de estar adornada con varios elementos, al igual que disponía de varios armarios y cómodas, era de tal magnitud que daba la sensación de estar prácticamente desierta.

Se irguió bostezando y fue al baño que estaba conectado a su cuarto, también de buenas dimensiones. Nunca usaba pijama para dormir, por lo que andaba en ropa interior. Se dio una ducha rápida y, tras haber secado su figura, se vistió con el uniforme de su instituto. Los trajes le sentaban como anillo al dedo, siempre se lo decía cuando se observaba en el espejo de cuerpo entero de su habitación. Su mentalidad narcisista no le permitía pensar otra cosa.

Al bajar las escaleras, le esperaba el desayuno: un té con leche, unas tostadas con tomate y aceite y un zumo de naranja. No le gustaban los desayunos suculentos, mucho menos los ingleses con huevos fritos y alubias. Él siempre decía que prefería la dieta mediterránea. Las bebidas como el té o el café, siempre las tomaba sin azúcar. No le gustaban los dulces y siempre afirmaba que aquel añadido distorsionaba el amargor natural de dichos líquidos.

Mientras masticaba el pan, recorrió con la mirada la mesa del comedor. Todos los espacios estaban vacíos. De nuevo estaba solo, con la única compañía de Dana, el ama de llaves, que se encontraba revisando una agenda de tareas a unos metros de él.

—¿Mi madre aún no se ha levantado?

—No, joven señor. Me temo que su madre pasó una mala noche y está descansando un poco más.

Dana siempre le hablaba con cariño, algo que odiaba. Sentía que pasaba toda su vida sintiendo pena por él y detestaba inducir esa sensación en la gente. Sin embargo, no puedo evitar soltar un suspiro apenado ante la respuesta de la mujer.

Tras saciar su hambre, cogió su cartera y se contempló frente al espejo del recibidor. Formaba parte de su ritual por las mañanas decirse lo perfecto que era, cuanto se cuidaba y lo buen estudiante que estaba siendo –en lo que a calificaciones se refería.

Al salir de la mansión, le esperaba un largo camino de baldosas de piedra hasta llegar a la calle, desde donde se podía apreciar el enorme jardín de su madre. Una limusina negra le esperaba todas las mañanas en la entrada del recinto. Podrían recogerlo directamente en la puerta de su casa y así ahorrarse su paseo hasta las verjas de entrada, pero le gustaban esos minutos caminando entre la vegetación que tanto adoraba su progenitora.

Cuando llegó, su chófer, Sebastian, le abrió la puerta del automóvil y en absoluto silencio le llevaba a sus clases. Sabía que, a primera hora, el joven Rimes nunca tenía ganas de hablar. Siempre llegaba a la escuela antes que el resto de la gente. Era muy obsesivo cuando se trataba de puntualidad. Paseaba por el instituto como si fuera de su propiedad, aunque, técnicamente, lo era.

Subió hasta su planta y vislumbró el aula que estaba a una distancia de escasos metros de la suya: la de aquella insolente. Como si una fuerza superior estuviera manejándole a su antojo, se aproximó hacia la sala, asomándose una vez allí por la pequeña ventana de la puerta. Repentinamente, una presencia a su lado le obligó a girarse, se trataba de Emma Miller.

Miller era una persona callada. Nunca hablaba con nadie ni mostraba especial interés en hacerlo. No tenía casi amigos. Llevaba su oscuro pelo muy corto, de un modo moderno y personal, algunos mechones caían por su frente y sienes, decorando así su rostro ovalado. Sus ojos eran de una negrura que provocaba vértigo, recordando a dos pozos sin fondo. Su piel albaricoque, tersa y suave, era como un suave caramelo.

Bruce sonrió con malicia cuando la vio. Supo que ella quería pasar por la puerta que él estaba obstruyendo en el mismo instante en que se dio cuenta de que estaba allí plantada. Por esta razón, no se movió ni un centímetro de donde estaba.

La chica no le recriminó nada. Más bien ni se molestó en dirigirle la palabra. Bruce entendió esto como algo positivo. Pensaba que lo respetaba lo suficiente como para no quejarse ante su molesto comportamiento. Llegó incluso a regocijarse con este pensamiento. Sin embargo, para su equivocación y pesar, la chica entreabrió sus carnosos y gruesos labios para hablar.

—¿Se te han pegado los pies al suelo? —cuestionó, pero no esperó a que respondiera. Le dio un codazo, apartándolo así de la puerta.

—Eh, cuidado con tus modales, señorita —reprochó rascándose el brazo.

Ella se giró para hablarle con las mismas ganas que se habla a la pared, sin mostrar ningún tipo de expresión.

—Ve a molestar a tu juguetito, creo que acaba de llegar.

Sabía a quién se refería con aquello de 'juguetito'. Y ciertamente, no tenía ganas de molestarla; esta vez quería atormentarla de verdad. Que le entrase a esa pobretona en la cabeza la situación en la que se encontraba. Habitualmente, la gente que entraba gracias a las becas no duraba ni tres días. Con un día de presión del pelirrojo se rendían y abandonaban.

No era necesario siquiera llegar a extremos violentos.

Quizá había sido más blando de lo normal y por ello no lo tomaba en serio. O quizá el resto no estaba haciendo bien su parte. No lo escudaba en que se tratara de una chica, para él era nimia la diferencia entre hombre y mujer si se trataba de gente del montón. Pero ya estaba decidido, se encargaría de hacer de la estancia de aquella indigna un averno.

Tampoco iba a negar que no fuera entretenido importunarla, su cara era realmente graciosa y, cuando lo miró el día anterior en el comedor, con esos ojos de súplica, se sintió más vivo que nunca... Hasta que le derramó el vino.

Cierto. El vino. Ya casi había olvidado aquel detalle tan importante. Le había derramado todo aquel líquido encima. Había manchado todo su uniforme de aquella bebida. Y con él su reputación. ¿Cómo podía ser tan insolente? Había puesto en duda su autoridad, y se iba a encargar de recuperarla.

Cuando Spencer abrió la puerta de clase, su pupitre seguía sin aparecer. Miró a su alrededor fugazmente. Había dos notables diferencias al día anterior: pudo apreciar que Dalia la observaba con compasión y que Thomas ya se encontraba en el interior del aula.

Los pupitres allí tenían un almacén interior para libros y libretas, por los que almacenaba algunos allí para no tener que cargar tanto peso. Algunos también los llevaba dentro de su cartera. El problema era que no tenía el de la asignatura que tocaba aquella mañana, ese estaba dentro del compartimento mencionado.

Decidió permanecer pegada a la pared, de brazos cruzados y sin hablar con nadie –algo que no resultaría muy complicado-, hasta que sonó la campana y el profesor hubo entrado en la sala, momento en el que Spencer se dirigió al hueco donde el día antes estaba su asiento para sentarse sobre el suelo.

Todos la miraron con sorpresa. Algunos interpretaron ese gesto como una respuesta al ataque enemigo. Dalia la contemplaba con lástima, Miller la observaba en silencio y Parker... Parker sonreía de oreja a oreja. Le parecía divertida la elección de la castaña.

—Veo que sigue sin pupitre, señorita Turpin —comentó el profesor Dent. El aspecto físico de ese hombre era bastante corpulento. Era alto, tenía el pelo gris y la mandíbula marcada, parecía que tenía la cabeza con esa forma. Su piel era bastante bronceada y siempre tenía un aire severo en la mirada.

—Sí, profesor —respondió ella agachando la cabeza, tratando de tener un tono de voz manso para no faltarle el respeto.

Dudaba de si había sido buena idea sentarse en el suelo. Quería que fuera como un gesto de desafío, pero en lugar de eso parecía que estaba mostrando su humillación.

En aquellos momentos de vulnerabilidad, Spencer dudaba quienes eran peor: si los profesores o los alumnos. Comprendía que sus maestros estaban entre la espada y la pared, y que su sueldo dependía de aquellos chicos de la élite, pero no estaba de acuerdo. Si no suponían ellos la autoridad allí, era imposible mantener el orden. Alguien tenía que enseñarles a esos niñatos a comportarse.

—Bueno, está bien... ¿puede leer la página treinta y cuatro? —preguntó en un tono que a Turpin le resultó un intento de amabilidad frustrada.

Era ridículo. ¿En serio iba a dejar que diera la clase en aquellas condiciones? Además. No tenía el maldito libro de historia. Pasó de la ira a la impotencia en un segundo antes de contestar.

—No lo tengo.

El chirrido de una silla al desplazarse hizo que Spencer depositara su atención en Miller, que acababa de ponerse en pie y, con unos andares refinados fue hacia la papelera. Estuvo al lado del objeto, mirándolo fijamente antes de inclinar su cuerpo para sacar un libro de historia. El suyo.

¿Qué hacía allí? Se supone que estaba dentro del pupitre.

Todo el mundo seguía con la vista cada movimiento de Miller, la cual se acercó hasta la chica y le extendió su libro con amabilidad. Spencer pudo ver cómo le dedicaba una sonrisa afable, generando que se estremeciera. Aquella chica tenía un aura hostil y nunca decía nada, por lo que había asumido que era igual que Parker, pero se equivocaba.

—Gracias... —murmuró aun algo conmocionada por el gesto.

La morena regresó silenciosamente a su lugar y desde allí le volvió a dirigir una apacible mirada.

Dent carraspeó, rompiendo el ensimismamiento en que Spencer se había sumergido. Empezó a leer en voz alta, desde el suelo. Aquella situación extraña a la par que humillante le hizo pensar que pasaría todo el curso así, pero lo que no sabía era que iba a recuperar su pupitre mucho antes de lo que pensaba.

Después de almorzar de nuevo en el césped, lugar donde cada vez era menos recomendable estar puesto que sus simpáticos compañeros le arrojaron restos de comida por las ventanas, subió al aula antes de que el timbre señalara el final del recreo. La clase estaba vacía a excepción de Megure, que se encontraba justamente en el sitio de la castaña, con su tablero entre las manos.

—Ho-hola —saludó Dalia en pleno titubeo. Se acercó a ella sin devolverle el saludó, con un destello de suspicacia en sus ojos chocolate. Al notarlo, la rubia se aligeró en esclarecer lo que ocurría—. Lo escondieron en el pequeño almacén que hay en la tercera planta. —Movía las pupilas en todas las direcciones, sin atreverse a mirar a su compañera—. Lo siento —dijo de golpe, sin controlar su tono de voz.

Tras exhalar fuertemente, Spencer alzó el brazo y lo dejó caer en la trayectoria de la chica, que cerró los ojos al ver venir una bofetada. Pero no llegó, tan solo recibió tres tirones de oreja mientras se llevaba una mueca de la castaña con la lengua fuera.

—No te preocupes —dijo al separarse. Observó la puerta del aula y añadió—: Deberías irte antes de que venga alguien y te vea conmigo.

—No voy a irme —declaró mientras se apretaba la falda—. Lo siento. Se supone que somos amigas y no hice nada para defenderte... —Parecía afectada—. Hasta Miller te ayudó.

Spencer dirigió la vista al techo mientras se mordía la lengua, pensativa. No quería especificar que en realidad fue la única porque seguramente la haría sentir mal. Además, eso de hacerse llamar amigas cuando solo han hablado un día le parecía precipitarse, aunque lo agradeció.

—Está bien.

La rubia le abrazó de un impulso y de un modo tan tierno que la conmovió. Parecía una niña tímida y tierna.

Y así pasaron los días. La gente seguía metiéndose con Spencer, pero no era nada que ella no pudiera soportar, y con el apoyo de Dalia se sentía capaz de aguantar a esos desagradables. Bruce Rimes pareció desaparecer desde que ella le arrojó aquella copa de vino. Lo único que hacía era agraviarla, lo cual no resultaba una novedad. Al fin y al cabo, insultos recibía de parte de mucha gente.

No obstante, no podía permitirse relajarse y confiar. No sabía si no podía estar planeando algo. Podría actuar de un momento a otro.

Y así lo hizo.

Cuando caminaba por el patio del centro para volver a casa, un viernes por la tarde, tres personas se detuvieron frente a ella. Eran tres chicos: dos de ellos de constitución muy delgada y el otro un poco más corpulento, uno de los flacos tenía el pelo rubio ceniza, mientras que los otros lo tenían bastante oscuro. La cogieron por los brazos y tiraron de ella mientras uno de ellos empujaba su espalda.

Forcejeó a pesar de que sabía que no serviría de mucho ya que eran tres contra uno, y ella no disponía de mucha fuerza.

—¡¿Se puede saber que hacéis?! —inquirió alzando la voz. Había gente cerca, pero ignoraron por completo que un grupo de chicos estaban llevándosela por la fuerza. Al cabo de un rato, solo le quedaban insultos. Meneaba las piernas en todas direcciones para que les fuera más difícil desplazarla.

—Estate quieta, idiota —habló uno, casi podía palpar el odio en su tono.

—¡¿Queréis responderme?! —insistió cada vez más indignada.

—No te tenemos que dar explicaciones —replicó otro.

Al cabo de unos minutos, llegaron al segundo edificio del instituto, el deportivo. Continuaron empujándola y arrastrándola hasta la zona de la piscina y cerraron la puerta. Fueron igual de cuidadosos al soltarla que al trasladarla, por lo que, como si de un saco se tratara, la arrojaron contra el suelo.

Tras soltar un pequeño quejido, Spencer se miró las rodillas, despellejadas a causa del choque. ¿Por qué la habían llevado hasta allí? Eran tres chicos, estaban allí solo ellos cuatro, las clases habían terminado. No irían a... No, no. Imposible. Un sentimiento de miedo floreció en su interior.

Estaba tan asustada que no se atrevía a mirarles. Cerró los ojos esperando que todo pasara rápido. No sabía qué iban a hacer y no le apetecía pensar en ello. Ya la tenían en el suelo ¿acaso iban a empuñar una pistola y disparar a su cabeza?

"Ves demasiadas películas, querida. Seguro que no pasa nada. Solo son tres trogloditas demostrando su fuerza" Se decía mentalmente, tratando de mantener la calma, la cual hacía tiempo que la había abandonado.

Entonces escuchó el sonido del agua agitarse y decidió volver a disfrutar del don de la visión. Fue en aquel momento cuando pudo ver a Rimes subiendo las escaleras metálicas de la piscina, coger su toalla y acercarse ella secándose el pelo mientras comentaba casualmente con su prepotente tono de voz:

—Me encanta disfrutar de un baño después de clases.

Ella continuaba arrodillada en el suelo, con aquellos tres estudiantes a su lado. Se estremeció al verle. No podía apartar sus ojos de él. Cuanto más cerca estaba, más se embobaba analizando cada rincón de su perfecto cuerpo. Era de constitución delgada, pero se notaba que había sido trabajado por el deporte, quedando sus brazos marcados y su abdomen tonificado.

Cuando se dio cuenta de cómo se habían desperdigado sus pensamientos, se vio tentada a abofetearse por admirar así a su enemigo.

—¿Por qué me has traído aquí? —preguntó con rabia.

—¿Acaso no puedo enseñarte la piscina?

—No veo razón por la cual eso sea algo positivo.

—Ay, no te hagas la tonta. Mírala bien. —Extendía el brazo como si estuviera mostrando una imponente pieza artística—. ¿No te apetece darte un baño?

Aquella última cuestión comenzó a darle miedo.

—Pues no.

—Puedes ser sincera conmigo, Turpin. Solo hago esto por ti.

—¿Por mí?

—¡Claro! —Parecía que la pregunta de la chica le había animado—. Verás, me explicaré mejor. Sé que tus orígenes son impuros. Ya sabes lo que pienso acerca de que estés aquí —relataba con parsimonia mientras comenzaba a caminar alrededor de ella—. Pero intenté ser algo solidario y ponerme en tu piel. Eres una persona vulgar, seguro que te sientes sucia de pertenecer a la escoria social que eres.

Ahora empezaba a comprender por donde iban los tiros.

—No entiendo lo que quieres decir.

Cuando se quiso dar cuenta, estaba templando. Lo hizo cuando agachó la cabeza y vio sus propias manos tiritar.

—¿Acaso creías que podrías humillarme y salirte con la tuya? ¿A mí? —La tiranía se hizo patente en su habla.

No se atrevió a responder. Más bien, no le salía la voz. Se sentía absolutamente vulnerable.

Entonces, miró a Rimes, y comprobó como éste la observaba pensativo. Ella trató de descifrar lo que fuera que cruzaba su mente, pero sus ojos no reflejaban emoción alguna. No sabía si era el sentimiento más poderoso de todos: el odio. Lo cierto es que no dejaba ver demasiado a través de ellos.

Por su parte, Bruce sintió como la mirada alicaída y asustada de la joven lo ablandaba. E incluso se preguntó si debía continuar con aquel juego que había planeado. Pero sabía que aquello no era otra cosa que un duelo de poder y, si mostraba debilidad, perdería.

—Dime, pobretona —dijo finalmente poniéndose de cuclillas y acariciando con falsa delicadeza su mejilla, teatralizando su tono de voz —, ¿te sientes sucia? ¿Quieres darte un baño?

La muchacha comenzaba a ver borroso a causa de las lágrimas que se agrupaban en sus ojos.

—Yo... —titubeó—, no. No quiero.

Él le dedicó una sonrisa retorcida, ajena a la piedad.

—Bien, hora de ponerse en pie —ordenó, pero Spencer no hizo caso. Aguardó unos segundos para insistir—. ¿Eres sorda aparte de pobre? Venga, o será peor.

Experimentando todo el pánico del mundo por cada poro de su piel, se irguió con dificultad. Era un manojo de nervios. Otra vez esos malditos nervios poniéndola en evidencia.

—Ahora quítate la chaqueta.

Ella obedeció mientras todo su cuerpo vibraba espantado. Su rostro estaba totalmente humedecido por su llanto y no dejaba de sollozar. Ya se había entregado al miedo, pues había asumido que ella sola contra cuatro no iba a hacer nada.

—Muy bien —felicitó Rimes dándole una palmada con menosprecio en su acuosa mejilla—. Ya puedes tirarte a la piscina. Aunque si quieres puedes quitarte los zapatos. —Se jactó maliciosamente.

No dio tiempo a que ella pudiera descalzarse, dado que alguien le había empujado. Podría haber sido Rimes, o podría haber sido cualquier otro. El caso era que, antes de darse cuenta y sin apenas pestañear, estaba sumergida en aquella agua clorada. Emergió cogiendo aire y se aferró al borde. Una mano le agarró la cabeza y la impulsó hacia dentro nuevamente. Estuvo varios segundos ahí abajo hasta que la misma fuerza que la sumergió la sacó.

—¿Te gusta? —cuestionó Rime, sin dar tiempo a responder, pues volvió a repetir la acción de hundirla y sacarla—. Dime que vas a dejar Richroses. —Spencer abrió la boca para contestar, pero pronto se vio envuelta en agua otra vez hasta que la mano del chico devolvió su rostro al exterior.

Ese proceso lo llevó a cabo varias veces mientras los otros chicos miraban en silencio con cierto temor.

—Rimes, quizá es demasiado... —musitó el que portaba gafas.

Pero lo ignoró.

Spencer no era capaz de pensar en nada que no fuera salir de allí. Lo estaba comprobando: ese chico estaba loco. Era un maldito psicópata. ¿Quién era capaz de ser tan cruel? Era tanto el temor que sentía que llegó a creer que jamás saldría de aquella situación. Y fue con ese pensamiento nefasto cuando, tragando agua, Bruce la sacó del agua al fin.

En el basto suelo del pabellón, tosió como nunca, aferrando sus manos a su cuello y llorando desconsoladamente. Estaba segura de que su imagen era deplorable. Se había esforzado en mantener un aspecto sereno e incluso valiente aquellos días y acababa de desmoronarse por completo.

Él se agachó para estar frente a ella, tiró de su coleta y colocó su cara a la altura de la suya. Cuando la apreció tan de cerca, con esos ojos rojizos, muertos de terror, sintió algo que hasta ese momento no había sentido. Un escalofrío recorrió su espalda mientras notaba cierta emoción que relacionó con la culpa. Pero lo peor de todo fue que pensó que estaba viendo la cara más inocente de su vida y fue consciente, por primera vez en su existencia, de que lo que había hecho estaba mal.

Estuvieron atisbándose a los ojos por un instante que podría considerarse eterno. Spencer no comprendía lo que estaba pasando, solo sabía que algo en la mirada de Rimes había cambiado. Algo en su forma de observarla.

Liberó su cabello. La coleta de la chica estaba absolutamente deshecha y le caían mechones desperdigados por la cara. Su corazón palpitaba a una velocidad vertiginosa y las lágrimas continuaban derramándose sin control.

—No llores... Eres patética —comentó matizando su voz para que sonase indiferente.

Pero Spencer no podía parar. Lloraba nerviosa y sin control alguno. Por un momento creyó que la iba a matar. Y realmente, de haberlo querido lo habría hecho y no hubiera pasado nada. Hubiera comprado a los jueces o se hubiera hecho con abogados buenísimos, y hubiera salido de rositas después de haber asesinado a una estudiante.

Mientras continuaba su llanto, notó de repente como una mano le propinaba una bofetada. Uno de los chicos se había envalentonado y había decidido hacer que parara de llorar. Pero aquello no fue lo peor. Lo peor fue que otro quiso hacer lo mismo, solo que de una patada en sus costillas que impactó con tal potencia que la hizo caer. Dejó escapar varios gemidos de dolor mientras se tocaba la zona golpeada con las manos y notaba su pómulo ardiendo.

Rimes observó cómo su blanca mejilla se volvía roja con cierta lástima, atónito por las libertades que se habían dado los otros.

Lo que vino después fue tan rápido que la castaña no pudo asimilarlo: Bruce le propinó un puñetazo en la mandíbula al chico que la había abofeteado, provocando que éste colisionara contra el suelo. El chico que había pateado sus costillas recibió mayor daño, pues un rodillazo se alojó en la boca de su estómago y un puñetazo en su nuca resonó más que el puntapié que había recibido la joven.

No lo pensó. Simplemente movió sus extremidades movido por la ira. No le gustó aquella medida arbitraría de sus compañeros. Bastaba con haberla intimidado en la piscina. Era más que suficiente. Estaba seguro de haber infundido en ella tanto miedo como para que abandonara.

—¡¿Quién os ha dado permiso para ponerle la mano encima?! —Gruñó furioso.

—Nosotros no... —balbuceó uno —. Nosotros no pretendíamos...

—¡¡FUERA!! —gritó vigorosamente y todos salieron del pabellón a trompicones.

Se habían quedado solos, pero eso no tranquilizaba a la joven.

Spencer escuchaba los latidos de su corazón y se preguntó si él los podría oír. Bruce lanzó su toalla sobre ella, que permanecía inmóvil en el suelo y se puso la camisa.

—Sécate —ordenó.

Spencer se quitó la toalla de encima lentamente. Le miró de un modo interrogante y él por su parte la atisbó ásperamente, aunque se podía leer en sus fríos orbes unos destellos de apego. Más bien, de una compasión tardía.

Apenas fueron unos minutos, pero al fin había recobrado el sentido común, asimilando todo lo sucedido. Se arrastró hasta su chaqueta rápidamente y acto seguido se levantó. Quería salir de allí corriendo como una gacela, huyendo de su depredador. Deseaba escapar para no volver.

No obstante, antes de hacerlo, se acercó prudentemente al pelirrojo y, movida por el odio y el rencor que se reflejaban en su mirada, abofeteó su impecable cara para, seguidamente, lanzarle un escupitajo en el rostro.

Era sin duda la peor persona que había conocido en su vida. Pero no se iba a rendir y no mancillaría su orgullo. Escapó corriendo del lugar a toda velocidad, resbalándose torpemente de vez en cuando por los charcos de agua que había en el suelo.

Por primera vez, Bruce pensó que aquel salivazo se lo merecía, pero era algo que jamás diría abiertamente. Miró a un lado del edificio y se fijó en que Turpin había olvidado su cartera. Aunque lo que había hecho era llevarse su toalla, se encogió de hombros. Tampoco la culpaba, solo se culpaba a él.

Recogió la bolsa e inspeccionó en su interior. Extrajo su billetera, la cual no tenía absolutamente nada de dinero, y pudo ver que en ella había una foto en la que aparecía junto a un chico de cabello color caoba. Ambos estaban indudablemente felices. Él era de la misma estatura y pasaba su brazo por el hombro de la chica, que sonreía tiernamente.

Aquella amplia sonrisa, inocente y sin rastro de maldad lo conmovió. Al darse cuenta de sus débiles pensamientos sacudió su cabeza. ¿Qué le estaba pasando? ¿Por qué ahora empezaba a sentirse mal por ella? Volvió a mirar aquel retrato, paseó la vista por su acompañante y un sentimiento de rabia lo fustigó. En aquellos momentos no pudo evitar sentir que quería borrar la sonrisa de aquella muchacha, aunque algo más contrastaba con ese sentimiento.

Spencer pasó la noche recordando parte por parte lo que había vivido. No quiso cenar, no tenía ánimos ni fuerzas para hacerlo. Subió a su cuarto directamente, aun llorando por lo que acababa de suceder. Chocó contra su escritorio mientras escuchaba sus propios sollozos decorar el silencio de la estancia.

A su mente se dirigía el impacto de aquella patada, la fuerza de aquel bofetón, la mirada cruel de Bruce cuando le estaba haciendo aguadillas... ¿Por qué le hacía aquello? ¿Era necesario? ¿Tanto la odiaba? Había ido demasiado lejos. De insultarla y provocar que el resto de la gente hiciese lo mismo con ella a torturarla físicamente había mucha diferencia. Con los insultos podía lidiar, con lo otro no.

De golpe rememoró cómo atizó a los chicos que le pegaron y cómo le arrojó la toalla como si fuera un perro. Aunque la mirada que le dedicó en aquel momento hizo que su corazón se comprimiera al recordarlo, no le iba a perdonar solo por haber sido mínimamente piadoso por ella.

Además, aún estaba el hecho de que había escupido a Rimes en la cara. Cerró los ojos mientras una risilla se dibujaba en la comisura de sus labios. Esperaba que no quisiera vengarse por ello también, porque le iba a demostrar que hacía falta más para que se dejara derrotar.

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