02| Una copa de vino


Este capítulo se lo dedico a @belencita1414

Gracias por haber disfrutado de esta historia y apoyarme en este nuevo viaje de Bruce y Spencer. <3

Al entrar a casa, pasó de largo por la puerta del salón, donde sus padres estaban viendo la televisión.

—Cielo, ¿qué tal tu primer día? —preguntaron casi al unísono.

Dudó unos instantes sobre qué responder.

—Bastante bien. —Quiso sonar convincente, pero sabía que sus palabras decían una cosa y su cara otra.

No esperó para escucharles decir nada más. Por un lado, quería explicarles el lugar terrible que era ese instituto y lo completamente clasistas que eran allí. Por otro, no quería preocuparles. Bastante tenían en la cabeza con uno de ellos en el paro y las deudas. Aunque había entrado gracias a la beca, se esforzaron muchos años atrás por reunir el dinero de la matrícula. Renunciaron a muchas cosas. Por fortuna, no tuvieron que gastarlo y ahora podían hacerlo servir de colchón provisional. Si tan solo les hubiera dicho desde un inicio que no quería ir allí.

Subió las escaleras corriendo y cerró la habitación de un portazo. Dejó caer todo su peso en la cama y de su boca escapó un suspiro de cansancio. Estaba asustada. No supo cuánto tiempo pasó, permaneció con la vista en el techo, pero la mirada perdida. Tampoco quería hacer nada. Sabía que su pesadilla aún no había comenzado.

El sonido de la puerta la devolvió a la realidad: a la normalidad de su habitación. Alguien al otro lado volvió a insistir y ella de nuevo no respondió. Era como si sus cuerdas vocales estuvieran resentidas y no tuvieran ganas de emitir la más mínima vibración.

A los pocos segundos, su hermano entró sin aguardar su permiso.

—Benjamin...

—Mamá quería que te dijera que la cena ya está.

—No tengo hambre. —Gruñó cambiando de posición en la cama.

—Pen, ¿ha pasado algo? —Quiso saber mientras se sentaba en un lado de la cama.

Ella pestañeó varias veces, no estaba segura de contárselo tampoco a él. Finalmente, se irguió hasta estar a su altura.

—Que no quiero ir a ese estúpido instituto —dijo con rabia.

Él acarició su cabeza como si de un perrito se tratara.

—Venga, anímate. Papá y mamá están orgullosos de ti. Lo sabes, ¿no? —alentó con una sonrisa.

Spencer descansó su cabeza en el hombro de su hermano. Siempre había sido más maduro para la edad que tenía, por eso cuando a la joven le decían que las chicas maduraban antes que los chicos, le entraba la risa.

—Lo sé. Creí que no sería tan terrible, pero al parecer será peor de lo que imaginaba. Ojalá me pareciese a ti, Ben.

Benjamin era dos años menor que ella. Tenía el pelo castaño y los ojos color chocolate. Su cara ovalada era completamente simétrica, dejando entrever unos rasgos muy sutiles. Spencer siempre ha sentido que para ser hermanos eran muy diferentes, aunque en realidad se parecían muchísimo.

—¿A mí? ¿Por qué? —preguntó algo conmovido.

Antes de responder, agarró la almohada y se abrazó a ella.

—Porque eres un espabilado —afirmó, sacándole una carcajada—. Y eres extrovertido, alegre, simpático, divertido... Extrañamente guapo. —Pronunció las últimas palabras con retintín—. No te cuesta decir lo que piensas.

Volvió a reír, y en sus facciones se denotaba el cariño fraternal que tenía hacía su hermana mayor.

—¿Quién eres tú y qué has hecho con mi hermana?

Ella le dio un suave golpe en el brazo.

—Encima que estoy siendo agradable. —Se quejó en broma.

—Qué tontería.

—¿Por qué?

—Porque yo siempre he querido ser como tú. Piénsalo, tú eres la hermana inteligente. Puedes recordar cosas con facilidad y mantener la frialdad en los momentos de tensión —Spencer se contuvo para no reír al escuchar aquello último, no es que hubiera mantenido muy bien la mente fría en su primer día de clase, mucho menos con aquel pelirrojo.

—¿Eso crees?

—Claro. —Parecía ofendido de que le volviera a cuestionar—. Y te diré una cosa más, déjate de complejos tontos. Eres tan guapa como cualquiera.

Hizo una mueca de confusión. No estaba segura de si el último halago le había quedado a su hermano como quería.

—Me sorprende que tengas este don de la palabra con quince años y que aun digas que no eres inteligente.

Él alzó el dedo índice.

—Yo no he dicho que no lo sea, te he colocado por encima de mí en ese aspecto, no te lo tengas tan creído. —Se puso en pie y dio una palmada—. Y ahora vamos a cenar. Me muero de hambre.

La cena transcurrió tranquilamente. Sus padres estaban más callados de lo normal, mientras que los hermanos se lanzaban miradas cómplices. Tras varios minutos de silencio incómodo, su padre decidió preguntar:

—¿Has hecho amigos, Penny?

Ese tono tan acaramelado que empleaban siempre sus padres le ponía algo frenética. Sin hablar de que odiaba que le llamaran Penny.

—Bueno... He conocido a una chica bastante simpática —respondió escasa de ánimos al recordar su nuevo instituto—. Se llama Dalia Megure y está en mi clase.

—¡Ves que bien! —exclamó su madre con una sonrisa que a Spencer se le antojó de plástico—. Seguro que mañana harás el doble de amistades.

La chica rio sarcásticamente.

—No creo. Parece que por ser becada no les caigo muy bien —declaró sin haber pensado lo suficiente sus palabras.

Barbara borró la sonrisa del rostro al instante para transformarla en puro espanto, Benjamin dirigió su mirada hacia otro lado para que no vieran cómo le daba la risa aquella tensa situación, Richard carraspeó con la intención de decir algo, pero Spencer no estaba de humor para soportar los ridículos comentarios optimistas de sus padres.

—Pero sí, seguro que mañana hago más amigos. —Dejó los cubiertos en el plato—. Ya estoy llena —sentenció mientras se ponía en pie y recogía su plato—. Me voy a dormir, estoy cansada. —Cuando puso su camino en dirección a la cocina para depositar su vajilla, recordó—: ¡Ah! Se me olvidaba, los precios en el comedor son desorbitados, así que tendré que llevarme la comida de casa.

Se dio una ducha antes de dormir y cubrió su cuerpo con una camiseta ancha antes de meterse en la cama. Su conversación con Ben había logrado animarla. No sabía qué pasaría exactamente, pero trataría de no venirse abajo.

Aun así, mientras daba vueltas sobre el colchón, a su mente acudieron aquellos fríos ojos. Extraños y únicos. Le sorprendía que pudiera haber sido tan simpático al inicio de la mañana y luego ser todo lo contrario. Se preguntó entonces si de haber dicho otra cosa, la situación hubiera sido diferente, si no se hubiera molestado. Pensando en ello, se relajó hasta caer dormida.

Cuando puso los pies dentro de Richroses por segunda vez, se sintió como un cerdo caminando hacia el matadero. Sus nervios estaban a flor de piel, trataba de que no le delatara sus temblores de pies y manos.

Al entrar al aula, todas las miradas se posaron en ella. Parecía que había entrado el mismísimo presidente. Algunos estudiantes se encontraban en pie, otros en pequeños grupos. Se sentó en su pupitre, el cual se encontraba en un pésimo estado. Alguien se había tomado la molestia de llenárselo de dedicatorias donde se podía leer algún «idiota», «pobre», «fea» o «vulgar». Enarcó las cejas, sorprendida por lo infantil que le resultó, no obstante, no pudo negar que no era plato de buen gusto.

Levantó la vista y comprobó como todos actuaban con normalidad, pareciera que no se habían estado dedicando a llenar su superficie de insultos. Buscó a Dalia con la mirada y éstas se encontraron. Pero no duró mucho, pues la rubia la apartó con cierto temor. Fue en aquel momento cuando pudo inferir lo que se acontecía.

Trató de borrar aquellos garabatos en vano.

"Seguro que estos estúpidos niños de papá tienen rotuladores por valor de un millón de libras e imposibles de borrar" —pensó con tirria.

No tardó en dejar de intentarlo. Es más, no vio por qué debía hacerlo, ella no era la responsable.

En cuanto el profesor entró, todos tomaron asiento y el silencio reinó. Se sumió en el mundo de la lógica y las matemáticas. Sin embargo, el propio maestro interrumpió la lección para decir:

—Turpin, ¿se puede saber que es esa mesa? Limpie ese desastre.

Ella apretó los puños indignada y tensó la mandíbula. ¿Cómo se atrevía? Era más que evidente que ella no había sido. Su respuesta iba a ser un claro "Ahora mismo, maestro" pero pronto recordó las palabras de Benjamin la noche anterior, llenándose de coraje.

—Disculpe mi insolencia, profesor, pero creo que las personas responsables deben ser las que lo limpien —desafió con algo de miedo.

Sentía como caía sudor frío por su sien y que su cuerpo temblaba. Percibía los susurros del resto de alumnos a sus espaldas. El profesor se ajustó las gafas y suspiró. Cuando fue a entonar el inicio de la frase, la puerta de clase fue abierta.

Ahí estaba otra vez, el chico callado de la clase. Tan despeinado y descuidado como el día anterior. Sin dirigirle la palabra a nadie, se dirigió a su respectivo lugar, acomodándose en la silla y colocando los brazos sobre su pupitre, buscando la posición idónea para cobijar su cabeza en ellos.

—Señor Parker, debería ponerse el despertador antes —llamó la atención el maestro.

Thomas lo miró con enojo y acto seguido, se puso a dormir.

Agradeció para sus adentros las malas formas de su compañero, porque había logrado que su comentario, en un principio desvergonzada, fuera más educado que el comportamiento del moreno. Parecía que al profesor se le habían ido las energías de golpe y obvió la conversación que estaba teniendo antes con Spencer, retomando así la clase.

Mientras transcurría la hora, la gente aprovechaba cada distracción del profesor para lanzarle bolillas de papel a Spencer llenas de saliva. Se sentía como en la primaria con aquellos ataques, pero también se sentía terriblemente incómoda. Ni si quiera supo cómo llegó a aguantar en aquella penosa situación varias horas.

En el momento en que dedicó una mirada enfurecida a los responsables de su afligida mañana, fue sorprendida por un misil en dirección a ella. En un acto reflejo, lo esquivó, suscitando que golpeara a Thomas Parker.

Todo el mundo lo observaba con cautela. Algunas personas estaban expectantes; incluida la propia Spencer. Estaba segura que pasaría una semana, o incluso meses, y nunca escucharía su voz.

Con modorra, Thomas recogió del suelo el lápiz que habían lanzado. Con la misma expresividad que una piedra, lo arrojó con furia hasta la pizarra. El impacto fue sólido, originando que el objeto se partiera, creando unas astillas afiladas de la madera rota. La profesora de lengua inglesa, sorprendida por el suceso, lo agarró y tiró a la papelera. No dijo nada. No dijo absolutamente una sola palabra. Cualquier alumno que hubiera hecho aquello en la pública, como poco se llevaba una amonestación y un castigo para después de clases. Parker, por su parte, volvió a cerrar los ojos.

Poco a poco iba comprendiendo la actitud de sus maestros. Simplemente tenían miedo de sus propios pupilos. Podían jugarse el trabajo si los enfadaban. Los profesores no tenían autoridad. Los estudiantes mandaban.

El dinero mandaba.

A la hora del almuerzo se sentó en la zona verde tal y como hizo el día anterior, aunque esta vez sola, pues Dalia continuaba sin dirigirle la palabra. Le hubiera gustado que no lo hiciera, pues el sentimiento de repulsión hacia su persona ya lo disponía todo Richroses, pero no la culpaba. No era un instituto en el que una persona pudiera ser ella misma.

Al regresar al aula, su pupitre ya no estaba. Se quedó petrificada al ver el hueco vacío de donde debería estar su mesa.

"¡Genial! ¿Y ahora qué? ¿De dónde saco yo un pupitre?" Se dijo, asqueada.

La campana sonó, y el aula no tardó en disponer de la presencia del maestro. Y Spencer continuaba de pie, como un pasmarote, sin saber qué hacer.

—Mírala, va a echarse a llorar... —murmuró una voz de su alrededor, seguida de una risa impertinente.

Aquel comentario fue el interruptor que la despertó de su lapsus y puso de nuevo su cerebro en marcha. Decidió hacer lo más lógico, hablar con el maestro para que le indicara donde podía ir a por un pupitre. Con educación, se acercó a la persona que estaba impartiendo clases para solicitar su permiso y abandonar el aula.

Salir de aquella estancia fue fácil, lo complicado era que las personas del departamento cedieran para darle tal mobiliario.

—Pero es que ha desaparecido —insistía, tratando de ser paciente.

Una mujer en traje y pelo rubio marchito fue la única que tuvo la decencia de prestar atención a su demanda. No paraba de ajustarse sus alargadas gafas para contemplar a la chica, y Spencer empezaba a pensar que no la estaba escuchando. Incluso sintió que por su mente se cruzaban pensamientos acerca de lo vulgar que era, aunque fuera una locura.

Al parecer no era otra que la subdirectora y resultó ser también una de las personas más estiradas del centro.

—Oh, ¿quiere decir que a su mesa le han salido patas y ha huido, señorita Turpin? —preguntó realizando ese impertinente gesto con sus lentes.

—Bueno, técnicamente patas ya tenía... —comentó Spencer, que rectificó fugazmente al ser consciente de la mirada de desaprobación de su superior—. Quiero decir, en sentido literal. Usted ya me entiende. El problema es que mis compañeros de clase y yo no hemos empezado con buen pie y creo que pretenden hacérmelo pasar mal este curso.

La expresión de Rita Lumstrong, que así se llamaba la mujer, cambió de inmediato.

—Señorita Turpin, esa es una acusación muy fea. En vez de empeorar las cosas, trate de hacer amigos —aconsejó desinteresadamente.

Y sin pronunciar nada más, regresó a sus asuntos. Estaba claro que estaba sola en aquello. Los profesores eran la peor opción en la que confiar. Estaba bien. Si no la socorrían, tendría que apañárselas sola.

Cuando fue a abrir la puerta de clase, para entrar nuevamente en ésta, sintió como un dolor agónico se alojaba en su estómago, martirizándola en silencio. Allí estaban sus nervios haciendo acto de presencia. No podía entrar. Estaba nerviosa. Nerviosa por imaginar qué se cernía sobre ella. No había visto a Rimes y en aquellos momentos poca gana tenía. ¿Cómo podía el valor que albergaba instantes atrás desvanecerse tan rápido?

Tuvo la mano en el picaporte durante un prolongado momento. Temblaba como una pluma. Su mirada permanecía perdida, debatiéndose cuál era la opción correcta: entrar o no. No había más y aun así desconocía la respuesta. Y el desconcierto era algo que siempre temía.

Sin saber con exactitud cómo, pasó el tiempo hasta que llegó la hora de comer, en el aseo de las chicas; en el baño del fondo. Sentada, sobre la taza del váter, abrazándose a sí misma mientras maldecía la buena hora en la que quiso cumplir las expectativas de sus padres. Maldita la hora en la que malgastó noches estudiando para estar en un sitio tan miserable.

No quería asistir al comedor, pero el hambre comenzaba a acuciarla. Por suerte, llevaba su cartera encima, con algunos de sus libros —los otros los olvidó en su aula— y la comida que trajo de su casa. Fue a abrir la fiambrera y a equipar su mano con el tenedor que había traído de casa, cuando unas voces agudas la detuvieron.

—¿Dónde se habrá metido la pobretona?

—Ni idea.

—Me ha dado vergüenza ajena en clase. —Se palpaba la maldad en su tono de voz.

—Ya creía que iba a dar la clase sentada en el suelo. —Ambas rieron al unísono maliciosamente.

Spencer entreabrió cuidadosamente la puerta del servicio y pudo visualizarlas. Una tenía el pelo de un color pelirrojo, de bote, y la otra unas largas extensiones rubias. Ambas estaban acicalándose frente al espejo, con su maquillaje de altos precios. No tenía nada en contra del maquillaje, siempre le había parecido algo interesante, pero no iba a negar que le parecía un tanto exagerado que se tomaran tantas molestias en el instituto para ir bien maquilladas.

—Pues he oído que Bruce la está buscando —comentó la pelirroja.

—Quiere que se presente en el restaurante —dató la otra.

¿Restaurante? Sí, aquello parecía más un restaurante que el comedor de una escuela.

—Aunque seguro que esa ya no vuelve. Es como una rata: pobre, sucia y fea. —Las dos amigas rieron, de nuevo, al unísono tras el comentario.

—Espero que tampoco sea portadora de ninguna enfermedad.

De nuevo, una carcajada decoró los lavabos.

—Que no te extrañe.

Al oír aquello, Spencer abrió la puerta violentamente, provocando que se sobresaltaran. Se sentía renovada. No iba a negar que el temor siempre estaba allí, más al pensar en reencontrarse nuevamente con aquel chico, pero no iba a dudar en hacerlo.

Por supuesto, no abandonó los servicios sin antes encararse con aquellas dos.

—¡Oh! —exclamó mientras se miraba las manos—. Me he olvidado lavarme. Menos mal que estáis aquí —y con una sonrisa de estar disfrutándolo, fingió que se limpiaba en la chaqueta de una de ellas.

Las dos chicas se miraron perplejas cuando la becada hubo abandonado el aseo.

En una mesa del fondo estaba sentado Bruce Rimes, paciente. Esperando a la recién llegada Spencer Turpin. Al verla entrar, una sonrisa maquiavélica apareció en su perfecta cara. Nadie apartaba la vista de la castaña, quién había aparecido decidida e iba directa al rey del instituto. Sentado en su trono. Solo faltaba su corona.

—¿Se puede saber qué has hecho? —interrogó sin esperar en saber las razones por las cuales quería verla, cruzándose de brazos.

—¿Yo? Nada.

—¿Y por qué la gente me trata tan mal?

Bruce enarcó una ceja.

—Bueno, ¿por qué me tratan todavía peor que antes? —corrigió ella.

—Muy fácil, he dicho en voz alta que no te soportaba y todos han decidido compartir mis sentimientos. Se llama solidaridad —explicó con suficiencia y burla.

Spencer dio un golpe a la mesa.

—Escucha, niño pijo, no me voy a dejar pisar por ti.

Él soltó una risa malvada.

—¡Vaya! Qué interesante... Ven, toma asiento. —Movió de una patada, por debajo de la mesa, la silla que tenía en frente, mientras con una mano hacia un gesto de concesión—. ¿No te apetece comer conmigo hoy?

Ella miró a su alrededor. Todo el mundo permanecía mirándola, como si fuese un gran espectáculo. Lo que más llamó su atención fue ver que algunas personas parecían en guardia. Atentas a cada uno de sus movimientos, preparadas para atacar.

"¿Qué es esto?" —pensó—. "¿Acaso son sus guardaespaldas o qué?"

Se sentó frente al pelirrojo algo tensa. Aquella mañana era delirante. No dejaba de sentir como sus fuerzas iban y venían como turistas en un pueblo costero. Era su segundo día y ya se veía necesitada de ayuda psicológica. Su modo de ánimo cambiaba radicalmente cada dos por tres. Solo esperaba no en aquella situación durante todo el curso o acabaría en un manicomio.

Rimes miró lo que parecía un menú. La carta de platos del restaurante. Spencer no reparó en aquello el día anterior, pero era algo irritante. Esos chicos de la élite gozaban de lujos donde quiera que estuviesen.

—¿Qué te apetece comer? ¿O no tienes dinero? —Se burló.

—No necesito comer lo mismo que tú —escupió con rabia—. No me puedo creer que uséis carta en el comedor del instituto. ¿Y el camarero? —preguntó con mofa.

—En realidad sólo yo dispongo de carta. El resto de estudiantes se adaptan a lo que el mostrador les ofrece. Y sobre el camarero... —Miró a su alrededor—. Cualquiera de estos inútiles mataría por servirme.

No podía creer lo que oía, estaba atónita. Todo lo que decía lo hacía en voz alta, sin importarle que le oyese el resto de la gente. Y parecía que a ellos no les importaba.

—Era cierto que tú eras el peor de todos —comentó mientras sacaba su fiambrera del bolso.

Él le dedicó una mirada de repulsión al objeto.

—Bueno, al menos yo tengo dinero para comprar la comida.

—Que no me sobre el dinero no significa que viva debajo de un puente —dijo a la vez que notaba como le hervía la sangre. ¿Por quién la habían tomado? Claro que podían comprar comida.

—Pero es que todo de ti es tan pobre... —Empezó a decir agitando el brazo y arrugando la cara—. No solo tus zapatos baratos o tu cartera, sino también tu físico —aclaró mientras la miraba de arriba a abajo con desdén—. Es burdo hasta el recogido de tu pelo y por no hablar de tu cara... Es la más simple que he visto en mi vida.

Comenzaba a marearse con cada palabra que escuchaba, era tan surrealista. Y sin embargo no podía apartar la vista de esos ojos penetrantes, ¿cómo podía alguien estar tan podrido por dentro y ser tan hermoso por fuera? Continuaba hablando, pero su mente estaba en otra parte. Había decidido dejar de prestar atención a esa retahíla de sandeces.

Un alumno de un curso menor trajo lo que parecía vino, y Spencer observaba incrédula como lo servía en una copa.

—¿E-eso es vino? —trastabilló ante la sorpresa de que fuera a beber alcohol dentro del recinto escolar.

—Sí. Me sorprende que sepas lo que es... —siseó con altanería—. En fin, la gente de tu calaña no puede permitirse averiguar su sabor.

Ella frunció el ceño.

—Se puede comprar vino por valor de dos libras en cualquier supermercado, estúpido.

Sorprendida estaba de ver cómo se llevaba aquel líquido a la boca y que pareciera tan normal. ¿Qué sería lo próximo? ¿Champán? Quizá se estaba volviendo loca.

Tras agitar la copa un largo instante, le dio un sorbo y la devolvió a la mesa a la vez que su mirada burlona se pavoneaba de ella. Por su parte, ella permanecía con los puños bajo la mesa, apretándolos con fuerza.

—¿Cuándo vas a dejar el instituto? —interpeló de golpe.

—¿Qué?

—No creo que dures mucho más aquí. —Se encogió de hombros—. Además, esto solo acaba de empezar. Ya te dije que esto sería un infierno para ti.

—Y tú eres el diablo —susurró sin que él fuera capaz de oírla. Desde que terminó la hora del almuerzo se sentía débil emocionalmente, pero desde que se sentó allí había perdido hasta la capacidad de andar. Trataba de interpretar el papel de chica a la que no le importaba nada, pero en vano. Cada vez estaba más inquieta y sentía cómo se sofocaba—. ¿Por qué yo?

Bruce delineó una mueca que pretendía ser una sonrisa.

—Creo que ya te lo dejé claro: porque eres becada. Si te soy sincero, quizá si hubieses sido algo guapa las cosas fuesen diferentes.

Los ojos de Spencer se humedecían y trataba de hacer lo posible para que la persona frente a ella no lo apreciara, porque sería una nueva satisfacción para él. "Eres patética" fue lo último que dijo antes de que la chica le rociara de vino toda su armónica cara.

Un silencio sepulcral inundó toda la estancia.

Sin mediar palabra, Turpin abandonó el comedor dejando a todos los presentes estupefactos. No volvió a las clases de después.

Aquella noche fingiría que todo había salido decentemente. Como era de esperar, no les hablaría a sus padres de su problema en la escuela, pero tampoco se lo mencionaría a Benjamin. No quería preocuparlo. Si ocurría algo de debida importancia, lo diría.

Un chico bañado en vino observaba patidifuso a una chica con la falda hasta las rodillas y una coleta, que daba tumbos al compás de sus pasos, alejarse. Tardó en reaccionar y asimilar lo que acababa de ocurrir. Aquella insoportable pobretona se había atrevido a desafiarle. Dio un golpe a la mesa con rabia y, tirando la silla, se puso en pie. La gente era testigo del panorama con algo miedo.

—¡¿Qué miráis? —preguntó a gritos, cegado por una furia incontrolable.

Todo el mundo abandonó el lugar antes de que Rimes desatara su ira con ellos. Eran como ovejas reaccionando ante el rugido del perro pastor.

Pero ya era tarde, Spencer Turpin había despertado todas sus tinieblas.

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