Capítulo 8
No pude dejar de sentirme horrible. Cuando me tocaba un turno junto a Valentín hacía lo posible por ser educado y no repetir los errores anteriores; saludaba, me despedía, hablaba con claridad y no desviaba la mirada. Pero nunca me permitía a mí mismo entrar en confianza con él porque temía que él entrara en confianza conmigo y eso fuera visto por otros. Si nos cruzábamos en un cambio de turno, el trato era el justo y necesario, no más. Con el resto charlaba y mostraba buen humor al compartir o intercambiar turnos, con Valentín no me daba esos lujos. En apariencia me comportaba como si no quisiera tener contacto con él, indiferente a cómo quedaba desplazado de las conversaciones y del grupo. Nadie lo invitaba en las charlas y él no intentaba participar. Era igual cuando compartíamos el trabajo. Y la frase de Rafael "él sabe cuál es su lugar" se repetía en mi mente como una pesadilla. Así, cada día, me sentía un poco peor, más horrible y más cobarde.
—Estamos organizando —habló Simón mientras barría— en salir todos juntos cuando nos paguen. Tenemos que aprovechar que ya no hace frío de noche. ¿Quieres venir?
Era martes por la mañana y el Blockbuster estaba desolado. De todos, Simón era el más sociable y con más energía. De todos, era el único que nunca intentó insinuar nada negativo sobre Valentín. Aun así, yo seguía siendo precavido para evitar charlas que pudieran referirse a él.
—Si no tengo ningún examen, sí.
Mi respuesta preparaba la mentira, cuando llegara el momento diría que debía estudiar. Dudaba que Valentín estuviera invitado, lo que daría lugar a conversaciones entre ellos que yo no quería presenciar.
Simón asintió sin sospecha sobre mi plan para evadir la salida. Siguió barriendo y, mirándolo, comencé a sentir una gran inquietud.
—¿Van todos? —pregunté haciendo de cuenta que solo buscaba crear una charla para matar el tiempo.
—Bueno, no todos —señaló con tranquilidad.
Dejó la respuesta así, incompleta, como si fuera obvio quién no estaba invitado. Mi inquietud se convirtió en una gran tristeza. Bajé la cabeza para mirar el calendario de turnos y la culpa me hizo revisar cuándo me volvería a tocar junto con Valentín.
—¿Te molesta?
Levanté la cabeza sorprendido por la repentina pregunta y la cercanía de Simón. Sin que me diera cuenta se apoyó en el mostrador para hablarme.
—¿Qué cosa?
—Valentín.
Me espanté con lo que sucedía. Él me miraba con curiosidad, como si hubiera estado esperando el momento oportuno para conocer mi postura sobre nuestro compañero.
—N... no —tartamudeé.
Esa sola palabra salió de mí tan insegura que parecía una mentira. Asintió y, sin agregar nada, siguió con su tarea de dejarle un aspecto decente a la alfombra.
La conversación no continuó ni se repitió pero el resto de la jornada la viví con una gran paranoia tratando de adivinar qué podría interpretar él con ese "no" o si se lo contaría a otros para sacar conclusiones. Después de salir del trabajo me relajé y tomé verdadera conciencia con respecto a mi respuesta, estaba convencido que si me arrinconaban con una pregunta como esa diría que sí, que me molestaba, incluso fingiría rechazo. Pero no resultó de esa manera, por alguna razón, temí mentir.
En el siguiente turno que compartí con Valentín estaba menos avergonzado de mí mismo. También me contentaba no participar en la salida que me habían mencionado, con la cual lo excluían del grupo y reafirmaban que tenían trato con él solo porque el trabajo lo requería. Pero seguía cohibido.
Los días tranquilos eran los días más intimidantes porque, sin el ajetreo de los clientes, el silencio entre nosotros era obvio y notable. Valentín estaba acostumbrado a no hablar ni a que le hablen más que por temas de trabajo. Yo me apesadumbraba y lo miraba de reojo cómo acomodaba, limpiaba, revisaba las películas, se distraía con el estreno de la semana y encontraba algo nuevo de que ocuparse a cada momento. Se mantenía alejado del mostrador si no había gente y me di cuenta que en realidad se mantenía alejado de mí. Sentí una gran opresión cuando se me ocurrió que lo hacía para no molestarme, porque "él sabe cuál es su lugar", porque ese pensamiento nunca dejaba de atormentarme.
Cuando entraron algunos clientes dejó de dar vueltas y se acomodó detrás del mostrador. Sentí que debía romper el silencio para que no pensara que yo era como el resto pero no se me ocurría nada para decir, nada para preguntar, ni ninguna forma de comunicarme para demostrar que no le tenía asco.
Después del mediodía ya no quedaban tareas posibles, todo estaba hecho, y Valentín se paró junto a la puerta mirando a la calle. Serio, cansado, posiblemente harto del mundo horrible que lo rodeaba. Se perdió en pensamientos y me pareció ver algo de tristeza en su rostro por un momento. Luego regresó a la realidad y comenzó a inspeccionar sus manos como hacía mi hermana al arreglarse las uñas. Inclinó su cabeza y suspiró.
Seguí observándolo, abstraído, con una sensación que me agobiaba. Donde el mundo se dividía separando su parte horrible y oscura de su parte armoniosa y brillante, yo quedaba en el peor lado. Entre los que juzgaban, humillaban, discriminaban, odiaban; entre ellos me camuflaba. Porque yo también "sabía cuál era mi lugar" para no ofender, decepcionar ni molestar a nadie.
***
Cuando recibí mi primer sueldo salí con Agustina para cumplir mi promesa de hacerle un regalo. Fuimos a la parte comercial de la ciudad a recorrer vidrieras con las que ella se distraía y yo la acompañaba en la distracción. Frente a cada local se exaltaba por algo, ya sea un pantalón, un sweater, bolsos, calzado, cualquier cosa.
—Yo también quiero trabajar —anunció mientras pegaba su rostro en una vidriera— para comprar todo lo que me gusta.
—Puedes empezar en un McDonald's.
Volteó interesada en la idea.
—¿Mamá me dejará?
Lo dudaba, diría que era muy chica y que no lo necesitaba.
—Deberías preguntarle.
Caminamos otro poco y nos detuvimos a mirar más ropa. Agustina señaló un overol de jean.
—¿Te gusta? —Suspiró—. Me compraría algo así.
Su precio no me pareció desorbitado.
—¿Lo quieres?
Rápidamente entendió lo que significaba la pregunta y saltó de alegría, me tomó del brazo con exagerado afecto.
—Cuando tenga un sueldo voy a regalarte lo que quieras —prometió.
Sin perder la oportunidad, tiró de mí para entrar a la tienda. El lugar olía a perfume de flores, suave y fresco, sus paredes eran de color rosa y del techo colgaban luces en una imitación de candelabro, resaltando los colores de las prendas y el brillo de los accesorios en un mueble blanco. De fondo sonaba 2 become 1 de Spice Girls, muy apropiado para el local y su clientela.
Agustina decidió revisar la ropa exhibida antes de probarse el overol. La seguí, observando todo lo que ella observaba, también revisamos los accesorios donde quedé encantado con un collar que tenía un dije de flor dorados que no me atrevería a usar. Después de la inspección, entró al probador donde tardó en decidirse si llevarse un overol de su talle o uno más grande. La contemplé divertido por su entusiasmo. Se miraba al espejo pensativa, dándole una gran importancia a esa prenda que se convertiría en parte de su vida. De haber nacido mujer, seguramente habría sido igual a ella. Después de mucho dudar optó por el de su talle.
—¿Le compramos algo a mamá? —sugerí.
Como el local en el que estábamos era demasiado juvenil, regresamos a otro más acorde a los gustos de nuestra madre. Allí escogimos una blusa de color beige con un bordado marrón en sus bordes.
Terminadas las compras, caminamos por el resto de la calle paseando y nos detuvimos en el puesto de revistas. Mi hermana ojeó las que tenían a sus ídolos en las portadas y yo me quedé pensando en el collar y en todas las cosas que evitaba porque "sabía cuál era mi lugar". Como a modo de burla, o señal, frente a mí se encontraban las revistas de manualidades, muchas de ellas dedicadas al tejido. No volví a escuchar a mi mamá decir algo que condenara a las personas como el día que me indicó que tejer era de mujeres. No sabía si su pensamiento se limitaba a ese detalle o iba más allá, siempre me cuidé de no provocar palabras similares, y mi propio planteo me intrigó. Pero era arriesgado tantear ese tema, no habría vuelta atrás luego de escuchar su respuesta.
Y pensé en Valentín, en su fortaleza y en la mirada triste que dejó entrever sin darse cuenta. Ser uno mismo tenía un costo, injusto y doloroso. Pero no ser uno mismo también salía caro.
En casa, mamá no vio con buenos ojos mis gastos cuando Agustina le mostró el overol.
—Creí que querías unos aros —reclamó preocupada.
Mi hermana ignoró por completo el intento de llamada de atención.
—Voy a ponérmelo para mostrarte.
Y corrió a su cuarto con la nueva prenda en manos, entonces fue mi turno de recibir reclamos.
—No tenías que haber gastado en eso.
—Lo sé pero quería hacerlo.
Ella suspiró inquieta, como si mi decisión fuera a causa de una imposición.
—¿Merendaron?
Negué con la cabeza en respuesta y ella fue a la cocina para ocuparse de eso. Agustina regresó con el overol puesto y ambos entramos también a la cocina.
—¿No es lindo? Me queda bien, me estaba esperando en ese local.
Se paró frente a mamá y dio una vuelta, intentando convencerla de que esa prenda fue algo acertado y correcto.
—Sí, te queda muy bien —admitió, desistiendo de seguir reprendiéndonos.
Me acerqué con una bolsa blanca de papel y se la ofrecí, ella entendió de inmediato de qué se trataba. Me dedicó una mirada de queja antes de tomar el regalo.
—Lo elegimos juntos —avisó Agustina.
Eso la hizo sonreír y olvidar los sermones. Sacó la blusa y su emoción fue automática.
—¿Te gusta?
—Me encanta.
Besó mi mejilla y luego la de mi hermana en agradecimiento. Así parecía valer la pena ser lo que no era.
Los tres nos sentamos a la mesa para merendar.
—Hay novedades —comentó mi mamá mientras se sentaba—. Lurdes va a casarse por iglesia.
Quedé sorprendido al oír eso, hablaba de la novia de Ulises.
—¿Y cuándo se va a casar? —quiso saber mi hermana.
—No hay fecha exacta pero parece que el año entrante, en otoño.
—Voy a necesitar ropa nueva para el casamiento. —Agustina no dejaría pasar semejante detalle.
—Todavía falta para eso. Aunque todos vamos a necesitar ropa nueva —reflexionó mamá, luego sonrió—. Hace mucho que nadie en la familia se casaba.
No podía imaginarme en ese momento, ni en la iglesia ni en la fiesta.
Por la noche, solo en mi cuarto, me acosté mirando el techo pensando en la noticia. Era extraño, aunque me daba pena por Ulises, me sentí aliviado como si me hubiera liberado de algo. Pero no había nada que me molestara de él o de nuestros encuentros y quedé confundido. Algo me pesaba menos pero no sabía qué era.
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