Capítulo 55

Ese día llegué apenas dos minutos antes de las cuatro. Había tomado la costumbre de esperar en la esquina a que se cumpliera el horario para ingresar, de esa forma solo me cruzaba por un momento con mis compañeros del turno matutino. Quería evitar todo contacto innecesario con Rafael.

Cuando entré me encontré con Walter. Estaba haciendo lo que mejor sabía hacer: desconfiar, por eso vigilaba de sorpresa el cambio de turno. Me vi obligado a entrar al sector de cajas y pararme junto a Rafael y Nadia. El intercambio de saludos sucedió solo con Walter, los otros dos miraron hacia un costado murmurando algo entre ellos, fingiendo no haberme escuchado.

Simón estaba a un minuto de llegar tarde. La tensión y la incomodidad entre los tres era palpable, al punto que me pareció que Walter lo notaba. Tal vez lo imaginé, pero miró de reojo a Rafael con recelo, como si supiera que él encabezaba el conflicto. Me puse mal al pensar que esa sospecha podría ser a causa de quejas. Valentín no merecía tener problemas en el trabajo por capricho de otro. Así que también observé a Rafael, intentando adivinar en su cara, en sus ojos y en su lenguaje corporal, algún plan retorcido en nuestra contra. Pero se hacía el tonto, el desentendido.

Simón llegó y todos lo miramos. Él quiso hacer de cuenta que nada extraño sucedía entre nosotros y saludó. Nadia y Rafael también fingieron compañerismo y se despidieron en voz baja incluyéndome en los saludos.

Walter olía que algo pasaba, estábamos muy cabizbajos y pronunciábamos palabras con duda, una combinación poco alentadora. Cuando quedamos solos con él, Simón me miró preocupado e hizo un leve gesto de negación. Me pedía que no hiciera algo pero no entendí a qué se refería.

Walter tomó la recaudación, se quejó de los vidrios y se fue.

Respiré aliviado. Si sospechaba algo, o le habían dicho algo, no le importaba lo suficiente.

Después de un rato, miré a Simón buscando una explicación por ese gesto que usó. Se puso incómodo y de mala gana habló.

—Pensé que ibas a quejarte con él.

No se me ocurría de qué estaba hablando, al menos no le veía el sentido. Miré hacia el frente, a los clientes, con intención de ignorarlo, ahogando un suspiro.

Salió del sector de cajas sin decir nada y fue a buscar elementos de limpieza al cuartito. Se puso a limpiar el vidrio, fuente de queja de Walter, del lado de afuera, bajo el sol, solo, como un mártir. Había malestar en su rostro, preocupación y culpa. Casi pude escuchar la voz de Valentín en mi cabeza llamándome tonto por prestarle atención a Simón.

Al estar libre de clientes en la caja, fui hasta el vidrio y me puse a limpiarlo del lado de adentro porque no era un trabajo para una sola persona. Él estaba afuera transpirando mientras que yo estaba dentro cómodo con el aire acondicionado, a pesar de la diferencia, abrió la puerta y casi me gritó.

—Yo puedo solo, quédate en la caja.

—Estoy cerca de la caja, cuando un cliente quiera algo, voy.

—No seas bueno conmigo —reclamó antes de cerrar la puerta para evitar mi respuesta.

Tuve que interrumpir muchas veces la limpieza para atender en la caja por lo que Simón terminó su parte primero. Luego entró para seguir donde yo había dejado y, cuando me acerqué, quiso rechazar mi colaboración.

—Yo lo termino.

—Estás cansado —señalé.

—Te dije que no seas bueno conmigo. Yo no soy bueno contigo.

Lo miré un largo rato con la sensación de que podía descifrar su conducta pero un cliente interrumpió y tuve que atenderlo.

Cuando terminó con los vidrios, regresó al sector de cajas y se sentó en el piso avisando que se tomaría su descanso. Se quedó allí, apoyando la espalda contra el mueble y las piernas estiradas, un poco transpirado, molesto con la vida misma y la mirada concentrada en un punto en el piso.

—Nadia y yo le dijimos a Rafael que era un error cambiar los horarios, que era exagerado —empezó a hablar—. Se puso denso y dio un discurso que no terminaba más.

Después se mantuvo en silencio, como si hubiera explicado y justificado todo, esperando una respuesta de mi parte que mostrara comprensión. Cuando se dio cuenta que no la obtendría, levantó la cabeza para mirarme y corroborar si le estaba prestando atención.

—No te entiendo —fue todo lo que dije.

Puso cara de desgracia y volvió a bajar la cabeza.

Lo único que se me ocurría era que sentía culpa pero no quería disculparse.

Trabajamos sin más charlas raras. Atendimos clientes y acomodamos películas ignorando todo lo que había ocurrido. Cerca de la tardecita, unas alumnas de escuela secundaria empezaron a dar vueltas, hablando entre risas sobre Leonardo DiCaprio. Las contemplé con un poco de envidia. Hablaban con entusiasmo de la película Romeo y Julieta, luego votaron para rentarla y, en secreto, me puse contento por ellas. Valentín y yo estábamos de acuerdo en que se veía muy lindo en esa película. Mis pensamientos se vieron interrumpidos de repente por unos golpes en el vidrio que nos hicieron saltar a todos. Los acosadores estaban de regreso. Se reían y gesticulaban cosas en mi dirección. Me quedé helado mirándolos. De pronto, el líder de todo el conflicto, Nico, escupió el vidrio. Ese detalle, nuevo entre sus provocaciones, molestó a Simón que, sin titubear, se dirigió hacia la entrada. Los dos chicos lo miraron divertidos cuando abrió la puerta.

—¡Acabo de limpiar ese vidrio maldito inadaptado!

—Esto no es asunto tuyo —llegué a escuchar que le respondía Nico.

—¡El vidrio es asunto mío! Se van o llamo a la policía.

Se miraron entre ellos dudando si la amenaza podía ser real o no. Simón se puso impaciente.

—Se van o limpio el vidrio con tu cara.

En ese momento reaccioné y me apuré en ir a su lado.

—¿No ibas a llamar a la policía? —preguntó Javi.

Simón bloqueaba la puerta, así que tuve que empujarlo un poco para ganar espacio sin obligarlo a quedar del lado de afuera. Saqué un coraje desconocido para mí y me olvidé del miedo.

—Vamos a llamar a la policía —aseguré.

Me miraron con una sonrisa y Nico levantó las manos en señal de paz.

—No queremos a la policía en esto —dijo con burla, luego se inclinó hacia adelante para dar énfasis a sus siguientes palabras—. Prefiero que nos arreglemos en privado.

—¿Es eso una amenaza? —cuestionó Simón.

Tuve la sensación de que dejaría el umbral, que se acercaría a ellos con intenciones de intimidar, por lo que tomé su brazo para evitarlo.

—Ya te dije que no es asunto tuyo.

—Nadie les hizo nada —hablé contagiado por la alteración de Simón—, ¿por qué no dejan de molestar?

Me sentí decepcionado de mis palabras. Quería sonar agresivo, valeroso, imponente, pero no me salía.

—Yo no molesto. Yo le hago un favor al mundo poniendo en su lugar a maricas como tú.

—Tú golpeas y escupes vidrios como un salvaje —respondió Simón—, deberías irte a tu casa para que te eduque de vuelta tu mamá.

Javi golpeó el hombro de Nico haciendo una seña para que mirara hacia el videoclub. También miramos. La gente estaba observando, armando un pequeño grupo dentro del local, y esto lo hizo retroceder. Murmuró un "vamos" y su amigo entendió rápidamente.

Los vimos irse, caminando con tranquilidad. Al perderlos de vista, solté el brazo de Simón. Los murmullos del video club no nos dieron tiempo a intercambiar palabras entre nosostros.

—Está todo bien —anunció Simón—, no sucede nada.

Nadie lo creyó. Los clientes se dispersaron intranquilos, tomaron las películas que querían con prisa y el laberinto de cintas se llenó en un instante. Todos querían irse del local espantados por el conflicto. Las chicas, que un rato antes reían, estaban serias y escandalizadas.

Una vez que los clientes se fueron, empecé a sentirme mal del estómago.

—Me apretaste fuerte el brazo —se quejó Simón.

Tuve ganas de llorar.

—¿Cómo hago para que nos dejen en paz? —me pregunté en voz alta, angustiado.

—Peleamos —respondió Simón.

Lo miré perplejo y él pensó que no entendía.

—Peleamos sucio —aclaró y siguió malinterpretando mi expresión—. No hay deshonra en pelear sucio.

—¿Hablas de tú y yo?

Miró hacia otro lado.

—No soy bueno peleando pero no me vendría mal. Limpia el alma.

—Ellos buscan problemas porque soy gay, ¿y vas a ponerte de mi lado?

—Es una pelea, ¿qué tanta razón necesito para una pelea?

Por increíble que sonara, llegué a sospechar que realmente lo veía de esa manera. En la escuela era común escuchar a algunos chicos hablar sobre querer iniciar peleas por motivos insignificantes, solo por el gusto de pelear.

—Y así estamos a mano —agregó serio mientras acomodaba las bolsas bajo el mostrador.

Parecía una charla de locos.

—No entiendo.

—Por todo el asunto de los cambios de turno. —Seguí sin entender y él se irritó—. No me gustan los gays pero no me caes mal y lo que ocurre aquí en el videoclub es injusto. No me entiendas mal, no puedo ser tu amigo pero sé que exageré en algunas cosas.

Un cliente entró, nos saludó y se fue hasta los estantes. Eso le dio la oportunidad de evitar el tema. Salió del sector de cajas y se paró frente a la puerta vigilando la calle, por si los acosadores estaban a la vista. De nuevo tenía esa sensación de estar a punto de comprender qué pasaba por su cabeza. Pero no le dediqué mucho pensamiento, toda la idea de la pelea era horrible y me ponía nervioso.

***

Al irse el último cliente, miré con atención hacia la calle. Simón entró al cuartito por su mochila y casco y me miró extrañado porque yo me demoraba en estar listo. Me puse la mochila y junté la basura con una lentitud que lo desconcertaba. Apagó las luces en cuanto tuve la bolsa de basura en la mano pero no avancé con él hacia la puerta. Me quedé en medio del local observando la calle. No me reclamó nada, ni con palabras ni con gestos, solo esperó junto a la puerta sin entender qué me pasaba.

O sí lo entendía y por eso no decía nada, pero no entendía por qué me espantaba salir.

Finalmente salí y dejé la basura en el tacho. Simón se subió a su moto con el casco colgando en su brazo.

—¿Quieres que te lleve a tu casa?

Su oferta me sorprendió.

—No voy a mi casa. Voy a la casa de Valentín.

Asintió con cierta incomodidad y quiso decir algo pero se arrepintió.

Traté de disimular calma pero mis ojos buscaban sombras y movimientos por todas partes. Valentín debía estar esperándome cerca de la parada de autobús, en un lugar apartado de la calle principal. Habíamos elegido como nuevo punto de encuentro un local donde, de día, funcionaba una veterinaria, en honor a nuestro amor por los animales.

Le hice un gesto como de despedida a mi compañero y empecé a caminar por la avenida hacia la parada de autobús que antes solía usar con Valentín, empujado por un terrible presentimiento. Caminé con una agitación que no era provocada por la caminata, temblando, escuchando los latidos de mi corazón. Decidí que me detendría un momento en la parada y si nada sucedía, daría la vuelta por una calle interna hasta nuestro punto de encuentro.

Llegué y miré hacia atrás, a la calle desierta. Consulté mi reloj. Esperaría dos minutos antes de irme, así me sentiría tranquilo.

—¡Qué casualidad!

Mi único error en el presentimiento fue creer que vendrían detrás mío.

Me di vuelta y ahí estaban. Nico salió de algún rincón oscuro más allá de la parada de autobús, a él lo siguió su amigo Javi que en lugar de mirarme, volteó e hizo una seña. Dos más salieron del escondite.

—Seguro se acuerdan del día que estuvimos en McDonald's y tuvimos que echar a unos maricas —habló para sus nuevos acompañantes.

No me asusté tanto cuando estos dos nuevos chicos se sumaron como me asusté cuando vi el rostro de Antonio entre ellos. Por un instante su expresión fue de sorpresa, de reconocimiento, pero enseguida cambió el gesto hacia uno hostil. Observó a sus amigos y no supe hacia quién estaba dirigido ese enojo suyo.

Demoré en reaccionar, en recordar el plan propuesto por Valentín, y cuando quise correr, Nico lo advirtió y se me lanzó encima.

—¿Como que te vas? —preguntó con burla, apretando con mucha fuerza mi brazo.

—¡Suéltame!

Traté de zafarme pero Javi se sumó para sujetarme el otro brazo.

—Hoy quisiste hacerte el malo y ahora quieres correr —se quejó.

Seguí forcejeando mientras intentaban arrastrarme hacia un costado de la calle. El tercero, que nunca había visto y que no era Antonio, se reía.

—Nadie les hizo nada —dije en medio del tironeo.

En un movimiento brusco, me empujaron contra una pared. El golpe fue duro pero, con dolor y todo, intenté liberarme.

—¡Estate quieto!

Detrás de ellos seguían las risas.

—Se te va a escapar, Nico.

No sé de dónde sacaba fuerza para resistirme. Estaba agitado pero no paraba de moverme. Nico y Javi me empujaban contra la pared en un intento de retenerme e inmovilizarme pero yo seguí forcejeando.

—¡Nico, eres un inútil! —escuché al tercero decir mientras se acercaba.

Si otro se sumaba, se terminaban mis posibilidades de escapar. Pero en lugar de ayudar a sostenerme, ese tercero, más impaciente, me golpeó en el estómago. Perdí el aire y me doblé de dolor.

—Así se hace.

Ese momento, cuando el dolor me sorprendió, fue clave para que Nico y Javi pudieran sostenerme mejor contra la pared. De repente, no encontraba la manera de luchar para soltarme del agarre. Seguí moviéndome pero mis intentos ya no representaban un problema para ellos.

—¡Suéltenme!

Se rieron todos menos Antonio.

Y lo miré como mi única esperanza.

—Vamos a enseñarte cuál es tu lugar en este mundo.

La amenaza de Nico significaba que no tenía tiempo, todo dependía de una sola cosa.

—Antonio.

Esto los confundió y, sin aflojar ningún agarre, voltearon en busca de una explicación.

—¿Lo conoces?

Antonio los miraba tenso, con una sombra de pánico.

—Creo que iba a mi escuela —balbuceó.

—¿Creo? —repitió Javi.

—Puede ser —divagó.

—¿Entonces lo conoces? —presionó Nico.

—Él lo conoce —aprovechó para aclarar con malicia el tercero.

Esperaron alguna aclaración pero Antonio no supo qué decir.

—Yo sabía... —dejó caer Nico, con alguna intención desconocida.

Antonio captó esa intención, seguro era algo interno entre ellos.

—¿Saber qué?

—Que siempre te haces el tonto con estas cosas.

Aproveché la discusión para intentar escapar pero no tuve éxito.

Nico me presionó contra la pared, todo su peso se concentró en mi pecho haciendo que fuera difícil respirar.

—¿Cómo es que se conocen? —quiso saber con una sonrisa, buscando en mí la respuesta que no obtenía de su amigo.

De repente Antonio se acercó.

—No tenemos toda la noche para esto.

Fue tan rápido que apenas me di cuenta que el siguiente golpe vino de él. Fue un golpe directo a la cara y mi cabeza impactó contra la pared. El dolor fue intenso, me aturdió y quedé mareado.

Entre risas, recibí más golpes mientras me sostenían para que no escapara ni me defendiera. Se dijeron cosas entre ellos pero no entendí qué decían. El golpe en la cabeza me había atontado. Tampoco sabía quién era el autor de los golpes aunque podía sospechar que, al menos la mayoría, eran de Antonio. Porque cada vez que intentaba decir algo, un golpe cortaba mis palabras.

El dolor me quitó la fuerza y me dejaron caer al suelo donde me empujaron con los pies. Algo dijeron pero un zumbido en la cabeza no me permitía entender nada, solo captaba las risas o lo que yo creía que eran risas. Tosía y escupía sangre. Allí en el suelo recibí otro golpe, una patada dirigida a mi cabeza que dio en mi brazo.

De repente, me pareció escuchar mucho ruido de bocinas y ya nada de risas, y pensé en el autobús. Rogué que fuera el chofer tocando bocina para espantarlos.

Intenté ver qué pasaba a mi alrededor pero no podía moverme aunque, de haber podido moverme, tampoco hubiera visto mucho, todo estaba nublado.

El último pensamiento coherente que tuve fue Valentín, lejos de allí, a salvo.

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