Capítulo 54

Volví a casa a la fuerza. Tomé aire y me enderecé antes de pasar frente a la tienda, la camioneta de Aldo no estaba a la vista lo que significaba que mi mamá se ocupaba de la atención. No miré, ni siquiera de reojo. En realidad no sabía qué hacer. No sabía si debía intentar hablarle con normalidad y dejar el rencor como un asunto de ella o no dirigirle la palabra al menos que ella lo hiciera primero. Si tenía suerte, no me vería pasar.

En la casa encontré a Agustina entretenida con la televisión. Al verme, dejó el sillón y corrió hacía mí.

—¡Viniste! —se alegró agarrando mi brazo.

—¿Todo está bien?

Apretó mi brazo.

—Pensé que no ibas a volver.

Sonreí con culpa.

—No voy a quedarme mucho.

Ella no se sorprendió con mis palabras.

—¿Ya no vives más aquí?

La pregunta me tomó por sorpresa.

—Esto es temporal.

—Es por mamá, ¿verdad? No quieres estar con ella —se apuró en acusar.

Su conclusión me alarmó, no deseaba que mi hermana tuviera más enfrentamientos por mi causa, haciendo la convivencia más tensa de lo que era.

—No es ella. Valentín tiene un problema familiar y trato de acompañarlo todo lo que puedo.

Eso era una verdad a medias.

Me siguió a mi cuarto y se sentó en mi cama mientras yo buscaba algunas prendas de ropa que necesitaba.

—No discutas con mamá —fue lo único que se me ocurrió decir—. Todo se va a arreglar.

No respondió y volteé a verla. Ella me dedicó una mirada de duda.

—Todo va a estar bien —insistí.

—¿Entonces estás muy ocupado? —preguntó cambiando el tema—. El domingo vamos a la casa de los abuelos.

Después de darme esa información se quedó a la espera de una respuesta o reacción de mi parte.

—No voy a ir. —Al mirarla, pensé con cuidado lo que diría—. Tengo que trabajar.

Otra verdad a medias. Tenía que trabajar pero no me daba ganas de ir a una reunión familiar cuando todo estaba tan mal entre nosotros. Pero no podía decírselo a Agustina, podría reaccionar mal pensando que mi ausencia en la casa y mi falta de deseo por una reunión era culpa de mamá.

Soltó un "oh" lleno de decepción pero nada más.

Cuando terminé de elegir la ropa que me llevaría, me di cuenta que debía aprovechar esa visita para consultar algo que me daba vueltas en la cabeza.

—¿Aldo preguntó por mí?

Agustina levantó la cabeza de golpe como si hubiera recordado algo.

—Sí —respondió con prisa—, le preguntó a mamá, yo lo escuché. Quiso saber cuándo volvías y ella, toda ofendida, dijo que no sabía. Él no preguntó nada más.

La miré confundido, intentando descifrar lo que ocurrió.

—¿Estaba molesto?

—Estaba muy serio. Pero fui y hablé con él. —Agradecí que mi hermana no tuviera ningún decoro ni cuidado, me senté a su lado impaciente—. Me vio preocupada y me dijo que seguro estabas bien porque eres inteligente.

Me imaginé la conversación en la que Aldo intentaba decir algo amable para hacer sentir bien a Agustina, no me servía.

—¿Dijo algo más?

Se removió en su lugar inquieta.

—Le dije que quería que volvieras a casa —murmuró algo apenada—, me dijo que él también quería lo mismo.

No pude comprender del todo. Quería que vuelva. Traté de encontrarle un sentido negativo a esa frase pero no daba con ninguno.

—¿Estás segura de que dijo eso?

Asintió.

Una gran emoción me inundó pero no quise hacerme ilusiones, él podría haberlo dicho para calmar a mi hermana.

—Cuando se solucione el problema de Valentín, ¿vas a volver?

La abracé sin saber cómo responder, así que opté por hacer lo que creía que había hecho Aldo: decirle lo que necesitaba escuchar.

—Vas a tenerme en casa, no te preocupes por eso.

***

Seguí yendo al hospital con Valentín antes y, cuando hacíamos el turno matutino, después del trabajo. Las conversaciones con su padre se mantenían inútiles, con pocas respuestas y mucha indiferencia. Cada tanto se acordaba de mí y lo escuchaba preguntar por "el loco" para quejarse de mi existencia. No me molestaba. Discutir con él aliviaba a Valentín, le daba algo de normalidad. Porque si no discutían, no hablaban.

Un día, lo primero que hizo fue preguntar por mí.

—¿Ese loco nunca descansa?

—Se llama Jero —repetía una vez más Valentín.

Una mezcla de curiosidad y de presentimiento hizo que decidiera mostrar mi cabeza por la puerta entreabierta para responder su pregunta. Me miró un instante para luego ignorarme. Valentín también me vio pero él sonrió ante mi aparición.

—Siempre me acompaña —explicó sin dejar de mirarme. Luego cambió su expresión por una más dura y volteó hacia su padre—. Vamos a estar juntos toda la vida, así que acostúmbrate a él.

—Dementes —fue su único comentario.

Los otros pacientes y sus visitas, atentos al intercambio, observaban con cierta perplejidad pero eso nunca amedrentaba a Valentín.

—Y su nombre es Jerónimo.

***

Pronto, en el videoclub, volvieron a aparecer los acosadores. Los mismos dos anteriores. Pero era de día, así que golpearon los vidrios, se rieron, gesticularon cosas y se marcharon. El suceso prometía repetirse.

De noche, cuando terminábamos el trabajo, mirábamos con cuidado hacia todos lados antes de salir a la calle, apurábamos el paso y dábamos una vuelta innecesaria a una manzana para no quedar a la vista en la calle principal. También comenzamos a usar otra parada de autobús. Nos demoraba más pero nos daba algo de tranquilidad.

A veces, me animaba a decir que se cansarían o aseguraba que no caeríamos en una emboscada otra vez. Valentín, más resuelto propuso un plan de acción ante una eventualidad.

—Si aparecen, corremos a la estación de servicio. Allí dentro no pueden hacer nada, los empleados llamarán a la policía si alguien ocasiona problemas.

***

En su casa, una vez que nos desocupábamos de las tareas, me ponía a tejer cuadraditos y él observaba. Nos sentábamos en la cama con la radio sonando de fondo. Valentín tomaba el ovillo de lana para participar de la actividad mientras charlábamos. Cualquier cosa podía ser un tema de conversación: el videoclub, los animales, la música, la ropa, la comida, el futuro. No mencionábamos los problemas familiares ni a los acosadores, así, por lo menos por un rato, podíamos vivir en un mundo sin rechazo.

Las piernas de Valentín siempre se mantenían en contacto con las mías, sus ojos siempre atentos a mis movimientos, sus manos siempre rápidas para acomodar mi cabello. Cuando cambiaba el color de la lana, él se ocupaba de enrollar el ovillo usado para que no se desarmara o enredara con los otros que amontonaba en una bolsa. Devoción puesta en pequeños detalles.

—Eres tierno —le dije en una ocasión al verlo tomarse en serio la tarea de cuidar los ovillos.

—Los dos sabemos que eso es una mentira, no me sale ser tierno.

—Me miras tejer, eso es tierno.

—Eso no es tierno.

—¿Y qué es ser tierno?

—Ser cursi y empalagoso.

—¿Soy empalagoso?

—Me gusta que seas empalagoso.

—Te gusta —repetí complacido.

—Además, que seas empalagoso significa que estás contento conmigo y que estés contento conmigo es muy importante para mí.

—¿Por? —pregunté con anticipación y una enorme sonrisa.

—Porque sí. ¿Ves? No soy tierno.

Me reí.

—Tengo suerte —dijo suavizando su voz— que te guste así.

—No es suerte. Me gustas porque eres perfecto.

Me observó atento y no supe si quería decirme algo o estaba esperando que continuara hablando. Finalmente, se decidió por soltar lo que retenía en su cabeza.

—Tú también eres perfecto. Me gusta todo de ti. Eres lindo, gracioso, atento, empalagoso y todo lo que haces y dices para mí es increíble.

Sonreí conmovido, para mí él era quien hacía y decía cosas increíbles. Dejé el tejido para acercarme.

—Sí eres tierno —dije antes de besarlo.

Sentí su sonrisa en mis labios.

Los besos siguieron con algunas caricias de por medio y Valentín sostuvo mi rostro para hablarme.

—Hoy podemos ser más que tiernos —susurró.

Lo miré confundido y él se ruborizó.

—Si tienes ganas, no es obligación —se apresuró a decir.

Entonces me di cuenta que no había malinterpretado sus palabras.

—¿Estás seguro?

Asintió.

—Lo pensé mucho —aseguró. Con sus manos aún en mi rostro, besó mi mejilla—. Pensé en que no tengo nada de qué preocuparme. —Besó mi otra mejilla—. Ni nada de qué avergonzarme. —Besó mis labios—. No contigo.

Quedé absorto bajo un encanto producido por sus palabras, sus besos y su mirada. Me generaba fascinación esa costumbre suya, casi ceremonial, de pensar con cuidado lo que diría y haría, brindándole significado e importancia a momentos de su vida que lo acompañarían siempre. Me sentí corriente y ordinario, pero muy afortunado.

***

Nuestra vida juntos sería perfecta, estaba seguro. Pero el mundo en el que vivíamos no era perfecto, ni siquiera bueno o compasivo.

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