Capítulo 51

Cada tanto me despertaba. Más que dormir, sentía que cerraba los ojos por unos pocos instantes antes de despabilarme una vez más. Mi mente no abandonaba el acoso que sufrimos después del trabajo y la impotencia me llenaba de enojo y dolor.

No sé qué hora era cuando desperté y vi a Valentín sentado en la cama. Todavía era de noche y en el cuarto reinaba la oscuridad pero su silueta era perceptible. Observé atento un momento, ante el temor de que estuviera llorando nuevamente y quisiera ocultarlo. Estaba inmóvil y su respiración se mantenía tranquila. Estiré mi mano para buscar la suya sacándolo de su trance, reaccionó sorprendido pero tomó mi mano con cariño al descubrirme despierto. Su sombra volteó un poco hacia mí mientras sostenía con firmeza mi mano contra su pecho.

—Duerme —susurró.

—Si tú no duermes, yo no duermo.

Suspiró con suavidad antes de besar mi mano.

—Nunca más voy a dormirme primero —anuncié angustiado—, voy a esperar a verte dormir en paz y luego voy a dormir tranquilo a tu lado.

Tuve la sensación de que sonrió.

—Tan intenso.

—No mereces menos.

Apretó de nuevo mi mano contra su pecho.

—Yo también quiero verte dormir en paz —reclamó.

Eso era un problema para mi nueva promesa pero algo más importante pasó por mi cabeza.

—Entonces, me quieres.

Mis palabras sonaron a una afirmación dudosa, a un tanteo que no llegaba a ser pregunta.

Sentí aumentar la presión que rodeaba mi mano antes de que Valentín se estirara para encender la luz de la mesita. Su expresión era triste y cansada, pero su mirada estaba llena de dulzura.

—Sí. Te quiero con toda mi alma. —Volvió a besar mi mano—. Tengo que decírtelo más seguido. Todos los días. Tengo que mejorar a la hora de expresarme y dejar las excusas.

—No era una queja —dije apenado.

—Sé que no.

Luego de eso quedamos un rato en silencio. Nuestras miradas se mantuvieron conectadas, nos contemplamos, algo era magnético entre nosotros, nos calmaba y nos llenaba de una cálida emoción. Valentín se inclinó un poco y comenzó a acariciar mi rostro.

—Me rompería el corazón no tenerte —confesó en voz baja, conmovido.

Se me ocurrió que Valentín también sentía con mucha intensidad pero en silencio.

—Siempre vas a tenerme. Mi vida es toda tuya.

Se recostó a mi lado abrazándome, dejando su rostro cerca del mío.

—Mi vida también es tuya.

***

Por la mañana, Valentín intentó actuar con normalidad. Desayunamos en el piso y hablamos sobre horarios de trabajo. Nada de lo ocurrido el día anterior fue mencionado. Él repasaba sus pendientes que incluían el hospital, las compras que necesitaba hacer, la limpieza de la casa, de lavar ropa; y yo, admirado, le seguía la conversación ofreciéndome a ayudar, deseoso por ser parte de su vida todos los días.

Ambos estábamos cansados pero hacíamos de cuenta que no era así. La falta de sueño creaba silencios entre nosotros que dejábamos llenar con la música que sonaba desde la radio donde un locutor hablaba entre canciones sobre el clima y el comienzo de clases. Lo escuchábamos a medias, con sopor, al menos esa era la sensación. Algunos oyentes dejaban mensajes de voz para el programa, recordando anécdotas de escuela que no me parecían graciosas, solo algunos contaban sobre la emoción que les inundaba por el nuevo año escolar y los sueños que esperaban cumplir. Suspiré con envidia. Había dejado de ser uno de ellos y, después de lo ocurrido el día anterior, había dejado de ser una persona para la sociedad. Era un ser deforme, sin derecho a sueños, que debían ignorar u odiar, otra cosa no podían hacer conmigo.

Miré a Valentín, triste ante la idea de que él pudiera pensar lo mismo.

—Eres muy lindo —dije de pronto.

Quedó un poco desconcertado por mi repentina inspiración y sonreí.

—Hermoso —continué—, deslumbrante. Me gustan tus manos, tu cabello, tus piernas, tus ojos, tu voz, tu ironía, tu risa, tu comida, tu ropa, tu honestidad, tu piel, tus labios, tu café... podría seguir todo el día porque eres perfecto

Su boca se abrió levemente en sorpresa.

—Gracias —respondió con cierto titubeo—. Estas cosas... nunca sé qué decir —murmuró.

Tomó mi mano y la apretó con fuerza.

—Te quiero —dijo con mucha seriedad.

—¿Hasta la luna? —intenté animarlo.

Ladeó un poco su cabeza y una pequeñísima sonrisa se asomó a sus labios.

—Hasta el extraño planeta del que saliste.

Reí y, por un momento, todos los problemas del mundo desaparecieron.

***

Regresar a mi propia casa parecía extraño. Observé la calle y vi la camioneta de Aldo estacionada bajo un árbol. Significaba que estaba en la tienda. Me detuve lleno de dudas. Temía que me ignorara o me tratara con desprecio, aunque esperaba ambas cosas.

Tomé aire y pasé con prisa sin mirar, pero decidido a preguntarle a mi hermana si Aldo había hablado de mí.

Adentro reinaba el silencio y desde la puerta de la cocina vi a mi mamá lavando verduras. No hablé ni hice ruido pero ella notó una presencia y giró. Verme allí parado la tomó por sorpresa. Bajó los ojos rápidamente, incómoda, molesta, y regresó su atención a las verduras.

El silencio de ese momento fue inmenso, como si no existiera nada vivo en la tierra. El agua que caía sobre las verduras era el único sonido que me confirmaba que el tiempo no se había detenido.

Un ser deforme, eso era para ella.

Me senté en mi cama creyendo que me pondría a llorar, pero no lloré, no pude, estaba cansado.

***

Desperté a causa de un ruido. Atontado, tardé en darme cuenta que me había dormido. Estaba sobre el borde de la cama y mis piernas colgaban fuera de ella. Gruñí por la incómoda posición.

—¿Te desperté?

Me enderecé con cierto esfuerzo. Agustina me miraba desde la puerta.

—No sabía que estabas en casa —agregó.

Noté que llevaba su uniforme de escuela.

—¿Ya es mediodía?

—Son las dos de la tarde. ¿Almorzaste?

Me asusté con el tiempo que pasé dormido pero aún faltaba para que fuera la hora de ir a trabajar.

—No.

—¿Por qué?

—Me dormí.

Me estiré tratando de ordenar mi cabeza.

—¿Mamá no te despertó para almorzar?

La miré confundido, su pregunta no era casual, era puntual e intencional, y su expresión se había agravado.

—Creo que no.

Volteó de repente y salió con prisa del cuarto. Me apuré en ir tras ella, alarmado por su reacción, sin saber exactamente por qué pero con un mal presentimiento. Ella caminó con determinación hacia la sala donde mamá separaba facturas y remitos de la tienda. Ante nuestra llegada, nos miró con desconfianza.

—Jero no almorzó —arrojó de golpe mi hermana.

Mamá no respondió.

—Agus, no hace falta... —intenté detener lo que sea que quería hacer.

—Sí, hace falta —cortó sin mirarme porque no podía apartar la mirada de mamá, a quien buscaba desafiar—. No lo llamaste, ni separaste nada para él —reclamó enfurecida.

Mamá suspiró impaciente.

—No te metas en cosas que no entiendes.

Puse mi mano sobre el hombro de Agustina en un discreto intento de detener la discusión, ella hizo un gesto de negación.

—Sí que entiendo —retomó el reclamo ignorando mi pedido—. No querías que almuerce con nosotras.

Hasta ese momento no entendía del todo su enojo. En realidad no había tenido tiempo para razonarlo. Pero su acusación me llamó la atención y la duda hizo que retrocediera confundido. Me limité a observar como tonto, a la espera de alguna verdad que mi mamá estuviera evitando expresar frente a mí.

—Agustina, no te metas en esto —insistió.

—Voy a meterme porque es mi hermano. ¡Y a mi hermano no vas a hacerle esto! —casi gritó en respuesta.

Mamá, que intentaba controlarse, se alteró con el enfrentamiento que recibía.

—No quieras levantar la voz en mi casa.

—¡Es mi casa también! Y de mi hermano. No es solo tuya, nosotros no somos inquilinos.

Parado detrás de Agustina, me sentí impresionado por semejante proclamación. A mí nunca se me ocurrían ese tipo de cosas. Quedé tan perplejo como mi mamá en ese momento.

—Tu papá y yo trabajamos mucho por esta casa...

—Eso mismo, es una casa —interrumpió mi hermana— no un castillo del que eres reina.

—Me estás faltando el respeto —advirtió.

—¿Y tú no faltas el respeto? Dejaste a mi hermano sin almuerzo. Es una falta de respeto hacia él y hacia mí. Si tú no quieres comer con él, come sola. No vas a quitarme a mi hermano.

Mamá, enfurecida e indignada, tomó aire para continuar con la pelea pero nada salió de su boca. No supo qué decir. Yo percibí lo mismo que mi mamá, o por lo menos eso imaginé: Agustina marcando una línea, dividiendo nuestro pequeño mundo, en el que, sin temor ni dudas, la dejaba completamente sola.

Su silencio fue la victoria para mi hermana, quien giró hacia mí y tomó mi brazo para arrastrarme hacia la cocina.

—¿Por qué no le dices nada? —me cuestionó enojada.

Pero no esperó respuesta, me empujó hacia una silla y empezó a buscar cosas en el refrigerador. La observé asombrado cómo ponía a calentar en una sartén una mezcla de sobras de carne y pasta.

—No sé —respondí tarde, aturdido.

Llegué a decirle cosas, cuando supo que era gay y quiso actuar como si no lo fuera. Pero discutir y reclamar parecía muy doloroso.

Agustina puso frente a mí un plato y cubiertos, como si fuera un niño de quien debía ocuparse. Mientras ella vigilaba la sartén, yo escuchaba los otros sonidos de la casa. Los sonidos de mi mamá. Si se movía, a donde iba, si azotaba una puerta, si se acercaba a la cocina, si salía de la casa. Pero no escuché nada.

Tampoco lograba reaccionar. Agustina peleando por mí, sobre un detalle mínimo, que no era mínimo si lo pensaba bien, por el cual no le correspondía pelear, me dejó abrumado. Su apoyo parecía demasiado bueno para ser verdad, como si no lo mereciera.

No pude decirle a mi hermana que no tenía hambre y, cuando me sirvió la comida calentada, comí bocados a la fuerza.

—No hacía falta que te enojaras.

—Sí, hacía falta. ¿No escuchaste nada de lo que dije?

Comí un bocado pensando.

—Sí, escuché.

Y recordé su última frase, tan dramática que sonaba a algo que yo diría, aunque en otro contexto. Valentín siempre me acusaba de intenso por ser sentimental, Agustina también era intensa con sus emociones. No diría nada que no sintiera con el corazón. Dejé los cubiertos y mi asiento para acercarme a ella.

—Eres maravillosa —dije emocionado mientras la abrazaba—. La mejor hermana del mundo. No te imaginas la esperanza que me das.

—¿Esperanza? —repitió sin entender.

Hice más fuerte el abrazo y de repente quise llorar pero me aguanté.

—Sí —fue todo lo que pude responder.

Para ella no era ningún ser deforme.

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