Capítulo 50

No estaba solo, alguien más lo acompañaba. Hablaban y reían mientras miraban. Valentín también los vio pero su reacción fue más discreta y los ignoró. Yo no podía hacer lo mismo, me asustaba que comenzaran a golpear el vidrio o ingresaran para causar problemas. Atendía a los clientes y los miraba de reojo, intentando adivinar qué intenciones tenían pegándose contra el vidrio para mirarnos, porque no me quedaban dudas de que su atención estaba puesta en nuestra dirección. Después de un rato casi eterno, en el que ellos no dejaron de intercambiar palabras y reír, desaparecieron. Respiré aliviado pero también confundido. No tenía sentido lo que hacían. Quise creer que se habían aburrido y continuaron con su camino.

No pude hablar del suceso con Valentín a causa de los clientes. Pero usé ese tiempo para pensar en si era mejor o no mencionarlo. Quedé alterado y todo lo que podía decir sonaba tonto, alarmista e innecesario en mi cabeza. Opté por esperar a que él hiciera algún comentario.

—Tengo que buscar una caja para tu lana —dijo Valentín mientras juntábamos nuestras cosas al final de la jornada—. Así nada se pierde.

En su intento de sonar casual, su expresión lo delataba. La energía que solía rodearlo estaba ausente, como si una tonelada de cansancio hubiera caído sobre él.

Tomamos la basura y apagamos la luz. Tal vez él tampoco tenía nada para decir que pudiera calmarnos.

—No te preocupes, es lana, no se va a escapar —quise bromear.

La luz que llegaba de la calle me dejó ver cómo apretaba los labios. Algo pensaba. Una de esas cosas que necesitaba poner en palabras exactas para no ser malinterpretado.

Afuera dejamos la basura en el cesto. Esperé por ese pensamiento, imposible de contener, que soltaría de un momento a otro, pero la voz y palabras que llegaron a mis oídos fueron de otra persona.

—¡Qué casualidad!

Ambos volteamos. A un costado del videoclub estaba el chico del McDonald's con su amigo, sonriendo divertido.

—Este es el que te decía, Nico —habló a su amigo, con un tono exagerado de alegría—. Estaba en el McDonald's, ¿recuerdas?

Valentín giró para encaminarse en dirección a la parada de autobús, chocando mi brazo a propósito, señalando en silencio que lo imitara. Estaba atónito pero logré reaccionar e hice caso. Caminé a su lado ignorando a los dos chicos pero ellos nos siguieron.

—Sí que me acuerdo —respondió el tal Nico levantando la voz—. Era para vomitar. Que descaro, ¿no?

—Es gente enferma, no se da cuenta cuál es su lugar —respondía el otro.

El pulso se me aceleró. Los dos caminaban detrás nuestro, a muy poca distancia, hablando alto para ser escuchados con claridad.

—¿Se lo explicamos?

Una risa compartida le siguió a esa pregunta y un nudo se formó en mi estómago.

—Pero viene acompañado.

—El enfermito tiene un amigo.

—Por como camina, mejor le decimos enfermita.

Más risas.

Cruzamos la calle sin mirar el semáforo, ellos también lo hicieron siguiéndonos el ritmo. Valentín mantenía la mirada puesta al frente, sin mover un solo músculo de su rostro.

—Javi, Javi —llamó Nico con urgencia a, quien suponía era, nuestro acosador—, ¿estoy loco o este otro también estaba en el McDonald's?

—Puede ser —respondió pensativo—, no mucha gente se acerca a un marica.

—Tal vez sea otro marica.

—El novio.

—¡Que asco! —dijo riendo.

—Y los dos trabajan en el Blockbuster.

—Pobre gente que va tranquila a rentar una película y se encuentra con estos degenerados.

—No saben cuál es su lugar.

—No saben cuál es su lugar —repitió Nico fingiendo lamentarse.

La respiración me pesaba, el aire no me alcanzaba. Mis hombros y cuello estaban duros porque temía voltear y alentar más frases tenebrosas de parte de nuestros perseguidores.

Cuando vi la parada del autobús, mi corazón dio un vuelco. No quería detenerme pero tampoco se me ocurría qué podíamos hacer o a dónde podíamos ir para librarnos de ellos. Valentín se detuvo junto al poste que indicaba la parada, mirando hacia la calle. Hice lo mismo pero me costaba mantenerme inmutable, mis ojos se movían nerviosos para poder captar todo lo que mi cuerpo, completamente rígido, no me permitía ver. Los dos amigos se acomodaron a un costado, como si también estuvieran esperando el transporte.

—Ni el autobús se puede tomar uno tranquilo —continuaba Javi, burlándose.

—No deberían dejarlos subir.

Tenía mi atención puesta en todo posible movimiento de los dos acosadores. Trataba de adivinar qué hacían, hacia donde se desplazaban, si se acercaban o alejaban de nosotros. Así me percaté de que algo cambió, se movieron pero no mucho, antes de volver a hablar.

—No señora, no se tome este autobús.

Confundido, miré de reojo. Se dirigían a una mujer que estaba sorprendida por el aviso sin sentido que recibía.

—¿De qué están hablando?

—Este autobús lleva maricas y afeminados.

La mujer se apartó espantada por ellos, se notaba que había algo malicioso en sus bromas y en sus risas. Se alejó de la parada, de los locos que nos perseguían. Ella pudo huir, nosotros no podíamos.

De nuevo quedamos solo los cuatro en la parada.

—Menos mal que le avisamos a la pobre señora —dramatizó uno.

Hubo un silencio luego de eso y yo cometí el error: miré.

—¡Ah! —celebró Javi al percatarse—. ¿Así que nos estaban escuchando?

Traté de concentrarme de nuevo en la calle pero a los acosadores se les acabó la paciencia que demandaba su extraño juego.

—Se hacen los que no escuchan —afirmó Nico ya más serio.

De pronto se acercaron más.

—¿No nos quieren hablar? —de nuevo Nico habló, molesto sin razón.

Había alguien a mi lado pero la voz de Nico resonó más lejana y volteé sin pensar, sin que me importara en realidad. El reclamo estaba dirigido a Valentín quien seguía haciendo el esfuerzo por ignorarlo. Se mantenía erguido como si estuviera completamente solo. Nico se inclinaba hacia delante, mirándolo de cerca, provocándolo, buscando una reacción. Pero fui yo quien no se pudo contener.

—Ya déjalo —exigí desesperado, interponiéndome entre Valentín y él.

Su amigo Javi comenzó a reír.

—¿Qué vas a hacer?

Sentí un tirón detrás. Valentín tiraba de mi ropa.

—No hagas nada —murmuró a mi espalda.

Los otros dos rieron.

—¿Qué quieren? No les hicimos nada.

La pregunta salió de mí con rabia pero las piernas me empezaron a temblar. Valentín tiró con fuerza de mi ropa reprendiéndome.

Nico intercambió una mirada con su amigo para ponerse de acuerdo con algo.

—Te ves bastante normal —habló Nico con calma—, si te corres, no te va a pasar nada.

—No me voy a correr.

De repente sentí otro tirón pero este fue con más fuerza y me hizo retroceder unos pasos.

—¿Es conmigo el problema? —respondió Valentín haciéndoles frente, dando por fracasado el plan de ignorarlos.

—Sí.

—¿Tan importante soy para ti?

Nico y Javi se molestaron con la ironía.

—Eres un enfermito —acusó Javi.

—Ustedes son los enfermos por seguirnos —fue la respuesta rápida, segura y altanera de Valentín.

El enfrentamiento no les gustaba pero tampoco los amedrentaba. Nos miraron de arriba a abajo como evaluándonos, luego hacia los costados, verificando la zona, con seriedad y determinación. Sentí un escalofrío. Aunque nunca estuve involucrado en una pelea, no tuve duda de que se disponían a escalar la situación.

Valentín tiró de mí de golpe, arrastrándome. Creí que correríamos pero no hizo falta, el autobús había llegado y la mano que tiraba de mi ropa me indicaba que debía subir. Nos apuramos en hacer las señas que lo detuvo.

—¡Ratas! —gritó uno de nuestros acosadores.

—El autobús no va a salvarlos —advirtió el otro.

A pesar de la amenaza, no nos siguieron, la persecución llegó hasta allí. Mientras el autobús arrancaba, nos hicieron gestos obscenos con las manos pero los perdimos rápidamente de vista. Un par de pasajeros voltearon a ver con curiosidad así que nos sentamos con prisa y cabizbajos para no llamar más la atención.

Gracias al silencio y la oscuridad habitual dentro del transporte, pude volver a respirar. Las piernas todavía me temblaban pero estábamos enteros. Miré a Valentín, él estaba pálido y apretaba sus manos con fuerza.

—Valen —susurré.

Me dedicó una pequeña mirada que decía que no hablaría dentro del autobús. Callé y él se concentró en el exterior.

A lo largo de todo el viaje no dejé de observar sus manos.

Al bajar, nos quedamos parados sin avanzar, desorientados aunque conocíamos muy bien el lugar.

—Perdón —dije.

—¿Por qué te disculpas?

—No pude hacer nada.

Miró con disimulo alrededor antes de soltar un suspiro. El color ya había regresado a su rostro.

Caminamos a paso acelerado, sin decir nada, queríamos llegar a su casa, ponernos a resguardo. La calle se había vuelto algo peligroso y espantoso, ya no era la calle de siempre, era una calle salida de una película de terror. Cada tanto lo miraba buscando algún consuelo pero él no devolvía la mirada, su cabeza estaba en otro lado, lejos de mí.

Recién cuando cruzamos el portón, Valentín habló.

—Eso que pasó... es muy común. Esperan que no haya gente cerca, te siguen, te dicen cosas. No puedes hacer nada. Si te defiendes, solamente los enojas más.

—No es justo —fue mi lastimosa queja.

—No, no les —respondió sin mucha emoción antes de dirigirse a la casa dejándome atrás.

Imaginé que estaba enojado conmigo por haber reaccionado. Lo seguí aturdido y angustiado, sin saber qué hacer o decir. Reaccionar no era mi especialidad pero en ese momento no pude contenerme. Cuando ese loco se le acercó, el miedo de que lo tocara fue más grande que cualquier otra cosa.

Dejamos nuestras mochilas en su cuarto y allí me acerqué a él para abrazarlo con fuerza. Quería llorar pero me aguanté. Valentín demoró un momento en devolver el abrazo, lucía resignado y su abrazo parecía ser una consecuencia de esa resignación. Un abrazo sin esperanzas.

Me sentí cansado y harto del mundo y sus personas.

—Se me fue el hambre —murmuró—, ¿y a ti?

Presioné con más fuerza.

—También.

—Es mejor bañarnos y tratar de dormir.

Rompió el abrazo y se puso a juntar algunas prendas que estaban desparramadas. Su expresión era de pura tristeza y decepción.

Me bañé primero mientras él acomodaba las sábanas. Luego fue su turno y cuando regresó se sentó en la cama mirando el suelo pensativo. La música de la radio sonaba rellenando el silencio que yo no me animaba a romper.

—Lo siento —dijo sin levantar la vista—, me seguían a mí.

—No digas eso. Son unos locos, tú no tienes nada que ver.

Se dejó caer de costado en la cama y cerró sus ojos.

—Van a volver.

Recordé la amenaza.

—Tal vez no lo hagan.

—Llevan tiempo merodeando, no van a dejar de hacerlo ahora.

—Tenemos que denunciarlos. Podemos denunciarlos —aseguré sin estar seguro.

Abrió los ojos para mirarme. Su mirada era rara, una mezcla de pena y reproche.

—La gente como nosotros no entra a las comisarías. Ahí nos podrías ir peor. —Cerró otra vez los ojos—. Más gente como yo.

Quedé sorprendido, sin entender del todo. Pero sí comencé a tener una sensación sobre esa mirada mezcla de pena y reproche que me dedicó. Mi vida era muy fácil y cómoda para estar al tanto de esas dificultades. Un ignorante en el ámbito de la discriminación. Y temí que las cosas que yo pensaba que eran terribles no fueran nada contra lo que sucedía en la realidad.

Me senté en la cama preocupado por la idea de que se volviera a repetir lo que había sucedido ese día sin que podamos hacer nada al respecto.

—No te olvides que me hiciste una promesa —dijo sin abrir los ojos—. Cuando te canses de mí, vas a decírmelo.

—Eso no va a pasar. ¿Por qué mencionas semejante cosa?

No respondió.

—¿No crees en mí? —reclamé dolido—. ¿No me crees cuando te digo que siempre voy a quererte?

Esperé pero tampoco respondió nada a eso.

Me levanté nervioso y fui a hasta la ventana para respirar aire fresco, sintiendo que vomitaría en cualquier momento. Me incliné sobre el cantero que solía usar para meterme en la habitación pero no vomité. Me quedé allí respirando, intentando calmar mis pensamientos y serenar los latidos de mi corazón. Las náuseas se fueron después de un rato y mi cabeza volvió un poco a la normalidad. No tenía que asustarme, no tenía que perder de vista lo más importante ni perder ninguna esperanza. Había hecho esa promesa porque estaba seguro que no sucedería, no me cansaría de él. Todas las promesas que hice todavía estaban intactas dentro de mí, no tenía que temerle a ninguna de ellas. Y todas esas promesas eran más importantes que el mundo horrible en el que vivíamos.

Giré y lo vi hecho un ovillo sobre la cama, llorando en silencio. Me acerqué rápidamente.

—Valen.

Se secó los ojos y refregó la cara en un intento por detener las lágrimas pero no tuvo éxito. Verlo llorar me dolía en el alma y, sin darme cuenta, también me llené de lágrimas.

—Valen —volví a llamar y me incliné sobre él—, nunca voy a dejar de quererte. Nunca voy a cansarme. Pase lo que pase, voy a estar contigo y voy a seguirte a todos lados. Eres perfecto para mí y sin ti no voy a ser feliz.

Asintió y de nuevo se refregó la cara.

Me arrepentí de mi cuestionamiento, de que esas palabras no hubieran sido mi primera respuesta ante su temor.

—No quiero que llores —continúe—, quiero que seas feliz. —Besé su cabeza—. Eres hermoso y te quiero con todo mi corazón.

Sequé mis propias lágrimas antes de dedicarme a acariciar su cabello. Él me miró con ojos enrojecidos.

—Vamos a estar juntos toda la vida —le aseguré—, me creas o no.

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