Capítulo 46
El cabello de Valentín se secó y en la radio sonaba Sleeping Satellite de Tasmin Archer. Su mano había atrapado la mía y ambas descansaban juntas al lado de su cabeza.
—Me gusta esa canción —murmuró con los ojos cerrados—. Me dan ganas de aprender inglés.
El Inglés se me había dado bien en la escuela pero no era suficiente como para hablarlo o entender una canción. Se me ocurrió que podíamos estudiarlo juntos, los institutos de idiomas estaban de moda. Nos vi divirtiéndonos con ese aprendizaje y viajando a Londres. Sería una buena propuesta cuando todo se calmara.
—¿Quieres que te prepare un té o un café? —ofrecí deseando poder mimarlo.
—No quiero nada —respondió tranquilo.
—¿Pudiste comer algo? ¿Almorzar?
—No me dio hambre.
—Pero no puedes estar sin comer. Te preparo algo.
—No hace falta.
—Sí hace falta. —Me incliné sobre él—. Dame el gusto —pedí.
Un ruego mío, en otro momento, habría recibido algún sarcasmo en respuesta pero ese día solo asintió. Sin quejas ni gestos, accedió y se levantó de la cama.
—No vas a encontrar las cosas solo.
Lo seguí hasta la cocina. Valentín se detuvo frente a la mesada y del mueble sacó tazas dispuesto a seguir sin comer.
—¿Y si te preparo comida?
Me miró con desgano.
—No tienes que preocuparte tanto.
—Soy tu novio, siempre voy a preocuparme.
La palabra novio generó algo en él y cambió la cara.
—Está bien.
Se sentó en una banqueta a un costado indicándome dónde estaba cada cosa, cuando ya no hizo falta, se recostó en su brazo sobre la mesada.
—Eres terco —me dijo cerrando los ojos.
—Quiero cuidarte.
Como Valentín aseguraba no tener hambre, preparé una ensalada solo con lechuga y tomate, y cociné un pequeño trozo de carne. De a momentos miraba de reojo la casa y me contenía para no hacer preguntas. El lugar me daba una sensación extraña. Como a vacía o sin vida, era un mundo diferente al cuarto de Valentín. No había divisiones entre la cocina y la sala que también hacía de comedor. Todo era amplio pero la ubicación de los muebles parecía errónea, fuera de lugar. La mesa, en lugar de estar centrada, estaba contra una pared. Lo mismo sucedía con el sillón. El teléfono estaba sobre una mesita auxiliar, solo, por obligación. Luego nada más. La austeridad de los espacios y la distribución de los pocos muebles me angustiaban.
—No quiero enredarte en mis problemas por eso me cuesta tanto contarte. Yo sé que ya es bastante difícil ser mi novio, no quiero arruinarlo con complicaciones.
Valentín movía un pie y seguía ese movimiento con atención, incomodado por sus propias palabras. Parecía un chico castigado en un rincón. Me sentí mal, no quería que se excusara ni diera explicaciones, no había hecho nada malo.
—No es difícil y no vas a arruinar nada. Prometimos que vamos a casarnos un día de verano con eclipse, no hay nada que pueda pasar que me quite esa ilusión y ya lo dijiste, soy terco.
Sonrió, una media sonrisa, inclinando su cabeza, y me miró.
—Siempre haces que quiera dejar de estar triste.
Nos sentamos juntos en la mesa y él se forzó a comer para contentarme.
También me ofrecí a lavar los platos y todo lo que usé para cocinar queriendo demostrarle la intensidad de mi cariño con cada detalle que se me presentaba. Se quedó a mi lado secando y cuando no tenía nada que secar, esperando el próximo utensilio, peinaba mi cabello con sus dedos como si necesitara acomodarlo.
Era temprano pero nos encerramos en su cuarto, que parecía ser el lugar más cómodo para ambos. El cansancio seguía pesando sobre él. Cansancio y una pena que se guardaba sin querer compartirla. Se recostó en la cama y yo me senté en el piso a su lado, apoyándome en las mantas. La radio sonaba y Valentín me pidió que leyera el horóscopo de la última revista que había comprado. Fui a buscarla y apagué la radio para poner en su lugar un casete con canciones grabadas, los locutores y las publicidades sonaban irritantes ese día. De nuevo a su lado, leí su signo en voz alta.
—Llegarán cambios y sorpresas. Cuida tu salud y busca aire libre pero no caigas en el ocio. Sigue los consejos de tus amigas, ellas desean lo mejor para ti. Dile lo que sientes a la persona que te gusta antes de que termine el verano y todo saldrá bien.
Se tocó el pelo.
—Tengo que cortarme el cabello, eso es como un cambio, por el resto...
—Yo puedo pensar en la sorpresa.
Eso lo hizo reír.
Leí mi signo, también lleno de detalles extraños o absurdos, y luego seguí con todos los demás. Como mi lectura lo ponía de buen humor, seguí con una nota sobre el grupo Spice Girls, algunas trivias y un test sobre la timidez que nos dio mal a ambos.
Valentín empezó a dormitar mientras leía sobre la luna y su influencia en la vida diaria. Dejé la revista para recostarme a su lado y él me abrazó, acomodándose sobre mí, antes de dormirse.
***
Por la mañana el despertador sonó, como siempre, a las seis y treinta, haciéndonos saltar. Valentín lo apagó y quedó desorientado por un momento, se sentó con intenciones de levantarse como era habitual pero se volvió a acostar.
—Hoy no tienes que salir corriendo por la ventana —murmuró.
Me sorprendí y tardé en entender de qué hablaba, el sueño apenas me dejaba recordar los acontecimientos del día anterior.
Dormimos otro rato, alrededor de una hora más, y al levantarnos desayunamos en su cuarto. A los dos nos simpatizaba más esa idea, su cuarto se había convertido en nuestro pequeño hogar, el espacio no parecía ser una necesidad entre nosotros.
Antes de salir, Valentín guardó la ropa del videoclub en su mochila.
—No quiero volver a faltar —explicó con amargura.
Recordé la historia de cómo Walter le ofreció trabajo, llamándolo marginado, y él aceptando a pesar de la ofensa.
—Si no puedes ir, yo te cubro. Voy en tu lugar los días que hagan falta.
Mi declaración lo turbó.
—Si haces eso voy a sentirme culpable —reclamó severo.
No discutí aunque mi idea se mantenía firme. Me di cuenta que su humor decaía, el regreso al hospital lo ponía nervioso.
Cruzamos el patio y lo detuve cuando estuvo por abrir el portón. Allí lo abracé con fuerza.
—Después no voy a poder abrazarte, ni en el hospital ni en la calle.
—Jero... —suspiró.
También lo besé.
***
En el mostrador del área de internación le pasaron un pequeño parte a Valentín sobre la salud de su padre. Me quedé un poco atrás para no ser invasivo pero aún así escuché. Nada fue claro. Mencionaron estudios que debían hacerse, esperar resultados, hablar con determinados médicos, pero ningún diagnóstico, nada que explicara la descompensación que había sufrido. Valentín apretada las manos con fuerza sobre el mueble mientras escuchaba, inquieto ante la falta de pronósticos.
Luego lo acompañé hasta la habitación y me quedé afuera, a un costado. Cuando entró, las charlas se convirtieron en susurros y el padre no tenía ganas de hablar.
—¿Cómo te sientes? —preguntó Valentín con calma.
—Bien, bien —respondió su padre con cierta impaciencia.
Apenas oí el resto de la conversación que se daba en voz baja. Me tentaba mirar; ver a su padre y entender por qué se comportaba con indiferencia, corroborar si las personas en la habitación lo observaban con expresiones desagradables y confirmar que él seguía firme y entero en ese lugar, que desde afuera, yo sentía asfixiante.
Salió y lo seguí.
—Voy a ir a trabajar —anunció—. Hoy no van a darle el alta.
Lo acompañé hasta el videoclub pensando que tal vez era mejor así, en el hospital no lo pasaría bien. Nos quedamos a la vuelta del Blockbuster, apoyados contra una pared a esperar que se hicieran las diez. Ese día era mi descanso.
—Cuando salgas, voy a esperarte aquí.
Miró el cielo.
—Gracias, aunque mereces una palabra más grande que esa. Ojalá pudiera expresarme mejor.
Toqué su brazo con el mío de forma afectuosa.
***
Regresé a las cuatro al lugar acordado. Valentín llegó y se apoyó en la pared a mi lado. El muro correspondía a una casa y, frente a nosotros, había un local sin ocupar. Las personas eran escasas, la zona era de un buen poder adquisitivo y los vecinos se movilizaban en automóvil, muy pocos usaban las veredas. Como si adivinara el pensamiento de Valentín, saqué las manos de los bolsillos y sentí sus dedos entrelazarse con los míos con discreción.
Estuvimos así un rato, charlando del día de trabajo que tuvo, de lo que comimos y el clima, luego nos encaminamos al hospital. Allí habló de nuevo con las enfermeras de la recepción que no le dieron nueva información. Insistían en que había que esperar el resultado de estudios que podían derivar a más estudios pero se negaban a decir qué se esperaba de esos exámenes. Fuimos hasta la habitación y me quedé junto a la puerta entreabierta. A esa hora los pacientes tenían más visitas que por la mañana y el murmullo resonaba en todo el pasillo. Pero a mi lado las conversaciones se convirtieron en susurros esporádicos por la presencia de Valentín. El padre seguía poco cooperativo y respondía con monosílabos como haría un niño encaprichado. En esa ocasión no pude contenerme y espié por la puerta entreabierta. La habitación tenía tres camas ocupadas por hombres mayores, el primero estaba acompañado por una mujer y dos niños que podrían tener entre diez y doce años y el tercero estaba acompañado por dos hombres adultos. Todos compartían una expresión de incomodidad casi cómplice, se miraban de reojo entre ellos buscando corroborar que la molestia que sentían era comprendida. Los dos niños tenían cara de haber sido advertidos de algo y entre ellos intercambiaban gestos de enojo, posiblemente por el silencio en el que se veían sumidos. El padre de Valentín no estaba muy lejos de ese comportamiento. Se veía de más edad de la que esperaba, más que su padre parecía un abuelo prematuro. Como el día anterior, se mostraba impaciente porque su hijo lo dejara en paz. Valentín, por su parte, parado junto a la cama, como si no pudiera ser una visita más al igual que el resto, se lo veía resignado.
Mi presencia en la puerta no pasó desapercibida, los niños me vieron y su reacción provocó que el resto volteara a ver, incluido Valentín y su padre.
—¿Estás buscando a alguien? —preguntó la mujer con curiosidad.
Negué con la cabeza pero enseguida me corregí y respondí como debía.
—No. No se preocupe.
Eso no hizo que dejaran de mirarme porque uno no se para en la puerta de una habitación de hospital sin motivo.
—Está conmigo —aclaró Valentín.
—¿Y quién es? —se apuró en cuestionar el padre.
Valentín me miró un instante antes de tomar una actitud más confiada.
—Es mi novio —informó—, se llama Jerónimo.
El padre se removió en la cama inquieto, los otros pacientes y acompañantes se mostraron alarmados ante la posibilidad de una discusión familiar.
—Ya es hora de que te vayas —respondió en voz baja, mirando hacia el lado opuesto—, no necesito nada.
Valentín no se inmutó pero lo observó por un momento que se me hizo eterno.
—Vuelvo mañana.
No se apartó enseguida, esperó una respuesta, o una queja, que estaría dispuesto a replicar, y se alejó conforme con el silencio.
***
Lo seguí agitado, mareado, alterado. Que dijera fuerte y claro, frente a otras personas, que era su novio me dejó conmovido y a la vez exaltado.
—No le gustó —dije, todavía asombrado, mientras caminábamos hacia la parada de autobús.
—Ese es su problema, no el mío.
Nos detuvimos un poco apartados de las personas que formaban la fila.
—No iba a mentir diciendo que eras un amigo —habló con seriedad— tampoco ocultar la verdad. Mereces más que eso. —Miró nuestras sombras en el suelo y sonrió—. Además, se siente bien decirlo en voz alta.
También miré nuestras sombras y luego me concentré en él, mi fascinación crecía y me sentí intoxicado por la emoción de declarar nuestra relación. Gustase o no a los demás. Lo que pensaran, lo que dijeran, o cómo nos miraran, ya no importaba. No cambiaba ni influía sobre lo que sentíamos mutuamente.
—Fue muy romántico —opiné contento.
—Todo para ti es romántico.
Antes de ir a su casa pasamos por un supermercado, Valentín quería cocinar algo fuera de lo habitual. Mientras buscábamos los ingredientes entre las góndolas, algunas personas lo miraron de reojo al escucharlo hablar y, poseído por una extraña energía, devolví esas miradas haciendo que voltearan.
—Mírate —dijo en voz baja—, queriendo enfrentar a la gente.
No se le escapó el detalle, incluso cuando creía que estaba concentrado en los productos de los estantes.
—No es tan así —respondí ruborizándome.
Quiso reírse pero se aguantó.
Salimos del supermercado con una bolsa y Valentín esperó hasta ese momento para comunicarme que prepararía pizza, mi comida favorita. En su casa, inmediatamente se puso manos a la obra, aunque necesitó consultar la receta porque no tenía experiencia preparando masas. No me dejó ayudarlo y me senté en la banqueta a mirarlo, aliviado de ver su humor mejorado. El día anterior, a esa misma hora, estaba derrumbado, reprimiendo lágrimas, sin querer comer. Ese día ya se reía, me hacía bromas y amasaba pizza. Amé su fuerza.
—Ahora que estoy preparando tu comida favorita, ¿no vas a acusarme de romántico?
—Lo pensé pero iba a esperar a comer para decirlo.
Nos acomodamos afuera, en el piso frente a la entrada. El aire estaba fresco y el cielo lleno de colores por la noche que llegaba. La pizza y su salsa tenían muy poca sal y tuvimos que levantar el queso para ponerle un poco. La comimos entre risas, como pudimos. Después nos dedicamos a mirar los árboles y las estrellas. Valentín quedó pensativo, perdido en alguna preocupación. De nuevo quise preguntar miles de cosas, sobre su familia, sobre lo que pensaba y lo que sentía. Estiré mi mano y tomé la suya, eso lo distrajo. Sonrió y volvió a mirar las estrellas pero, en lugar de quedar atrapado en una tristeza, comenzó a tararear una canción.
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