Capítulo 45

Walter regresó después de un largo rato y colocó sobre el mostrador un brillante juego de llaves unido por una simple argolla.

—Si las pierdes —comenzó con ese tono amenazante suyo—, el cambio de cerradura y todas las nuevas copias saldrán de tu sueldo.

Asentí y tomé las llaves.

Dejó de prestarme atención y se dedicó a inspeccionar visualmente el local. Tenía poco tiempo si quería preguntarle por Valentín. Si encontraba algo mal, se molestaría por eso y no daría lugar a un intercambio, si no encontraba nada, se iría. Pero hablarle también era arriesgado, nadie del video club charlaba con él; según Nadia, no le gustaba esa confianza, lo consideraba un intento de acercamiento para ganarse su favor.

—¿Qué le pasó a Valentín? —solté sin que se me ocurriera una forma más sutil de preguntar.

Volteó a verme extrañado y se tomó un momento para estudiarme.

—¿Por qué quieres saber?

Entendí que nadie nunca preguntaba por Valentín y no se le escapaba el detalle.

—Es mi amigo.

Inmutable, se apoyó en el mostrador para hablarme en voz baja.

—Solo un maricón es amigo de otro maricón. —Sentí enrojecer mi rostro de golpe—. Pero ese no es mi problema —siguió con normalidad—. Su padre se descompensó —contó mirando hacia los estantes de películas, demostrando que no le importaba la información que compartía.

El primer comentario de Walter me dejó aturdido, no supe si tomarlo como una burla, una amenaza o una advertencia. Con él era difícil saber. Pero Valentín era más importante y opté por seguir preguntando, dejando que sacara la conclusión que quisiera sobre mí.

—¿Fue algo grave?

—No lo sé, yo no hago esas preguntas —explicó sin interés—. Pero mencionó una ambulancia y que irían al hospital.

Una ambulancia y un hospital sonaba a grave. Un cliente inoportuno se acercó con dos películas, lo atendí sin poder disimular mi preocupación y con un apuro que no pude controlar. Walter me observaba disconforme con mi desempeño pero no me criticó.

—Me voy —anunció cuando el cliente se alejó.

—¿Qué hospital?

Me miró fastidiado.

—No lo sé. —Se apoyó de nuevo en el mostrador—. Ni se te ocurra dejar tu puesto de trabajo antes de que termine el turno. Ya me imagino que clase de amigos son. Sus cosas raras que queden fuera del horario del videoclub.

Bajé la mirada ansioso por no saber qué podía hacer con la situación de Valentín, ignorando la llamada de atención del encargado. Solo se me ocurría llamar por teléfono a su casa, rogando que estuviera allí. Walter golpeó con sus nudillos el mostrador, como quien golpea una puerta, para sacarme de mis pensamientos.

—La última vez lo llevaron al Sagrado Corazón. —Con la misma mano que hizo los golpecitos me señaló—. Hasta las cuatro no puedes moverte de aquí.

Su pista me tomó por sorpresa. Inmediatamente supe que si no lograba una respuesta por teléfono podía probar suerte en ese hospital.

—Gracias —murmuré.

Mi gratitud no fue bienvenida, su expresión advertía que debía guardarme las palabras.

Se apartó del mostrador y salió del local sin mirar atrás ni despedirse.

Me ponía nervioso la idea de llamar a la casa de Valentín, nunca lo había hecho. Saqué de mi billetera el número de teléfono y esperé a que no hubiera clientes en el videoclub. Temía que me interrumpieran si lograba hablar con él, o no poder expresarme abiertamente por tener gente cerca. Cuando quedé solo marqué el número y del otro lado de la línea se escuchó el tono de llamado. Dejé mi mano sobre el aparato, preparado para cortar la llamada si atendía otra persona que no fuera Valentín, pero nadie contestó. Ni esa llamada ni las otras que realicé a lo largo del día.

***

Rafael entró un minuto antes de las cuatro y se dirigió al cuartito ignorándome, como le gustaba hacer para dejar en claro que seguía resentido. Después de guardar sus cosas, entró detrás del mostrador sin saludarme pero sus ojos se posaron sobre mi mochila. Mi urgencia era tal que ya estaba preparado para irme. Con disimulo miró alrededor notando la ausencia de Valentín. Dudó un momento antes de voltear a verme.

—¿Qué pasó?

—Valentín no pudo venir, su papá está en el hospital.

De nuevo miró mi mochila sacando la conclusión más obvia. El reloj marcaba que ya habían pasado de las cuatro.

—Tengo que irme, no puedo esperar —anuncié tomando mis cosas.

No le di tiempo a protestar y en la puerta me crucé con Nadia

—Hola y adiós —dije apurado.

Ella no llegó a responder o no la escuché.

***

El hospital era una posibilidad muy baja, ya habían pasado muchas horas, así que al llegar decidí buscar un teléfono público. Cerca de la entrada encontré uno y volví a marcar el número de Valentín: nadie respondió.

En la puerta del hospital ya me sentí perdido, sin saber hacia dónde ir o qué preguntar. Caminé unos metros, mirando en todas direcciones, leyendo todos los carteles, confundido y desesperado. Una mujer de rosa se acercó a mí al verme desorientado.

—¿Qué estás buscando? —preguntó con dulzura.

Respiré aliviado.

—Un amigo vino con su papá esta mañana, creo que en ambulancia, no sé cómo encontrarlo.

La señora asintió con simpatía.

—Deberías preguntar en el mostrador de emergencias, pero ya van a ser las cinco, puede que ya se hayan ido si no fue grave.

—No sé si fue grave —respondí atontado.

De nuevo asintió y me señaló un pasillo.

—Ve por allí para llegar a emergencias y pregúntale a las enfermeras del mostrador.

Emergencias no era un lugar agradable. El ambiente era triste y las caras de las personas estaban llenas de angustia e impaciencia. Era difícil saber quién era el enfermo y quién el acompañante. En el mostrador me puse nervioso, no sabía el nombre del padre de Valentín, solo su apellido. Las enfermeras no se sorprendieron, ni siquiera les pareció extraño que no supiera a quien buscaba o por qué motivo lo llevaron al hospital, tampoco reaccionaron mal cuando dije que no estaba seguro si ese era el hospital. Una enfermera tomó varias planillas y comenzó a buscar el apellido Acosta. En ese momento, mientras la miraba, se me ocurrió que tampoco estaba seguro si Valentín compartía el apellido de su padre, conocía muy poco de su historia familiar.

—Tuvimos un Acosta —anunció la enfermera—, pasó a internación hace un par de horas.

Me señalaron otro pasillo y me contaron que el horario de visita era hasta la seis de la tarde, tenía tiempo pero igual me apuré.

En el ingreso del sector de internación estaba su respectivo mostrador con tres enfermeras detrás de él pero no me acerqué, me quedé observando, aliviado, a Valentín. Sus manos estaban apoyadas en el mueble pero se mantenían inquietas, miraba con atención a las enfermeras esperando algo, su expresión era de agotamiento.

Habló con una de las mujeres que no dejaba de revisar papeles, ella le informaba que tenía que esperar hasta el día siguiente para ver a cierto médico. Resignado, Valentín le dio las gracias. Cuando se apartó del mueble lo llamé con suavidad.

—Valen.

Giró interrumpiendo sus pasos y se asombró al verme. Caminó con prisa hacia mí.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó escandalizado y en voz baja.

Antes de que pudiera responder hizo una seña para que nos alejáramos y fuimos a un extremo de la sala.

—Vine a verte.

Miró a nuestro alrededor.

—¿Cómo me encontraste?

—Walter mencionó este hospital y como no contestaba nadie en tu casa, vine.

—No hacía falta que lo hicieras.

—Pero quería.

Apretó sus labios y contuvo un suspiro.

—En las buenas y en las malas —le recordé.

Aún así no se mostró convencido.

—No voy a molestarte —aclaré—. Solo quería verte y decirte que puedes pedirme lo que quieras. Puedo acompañarte, ayudarte, lo que tú quieras.

Unas personas pasaron caminando a nuestro lado y guardamos silencio hasta que desaparecieron.

—Haces que sea difícil decirte que te vayas —murmuró mirando el suelo.

—¿Quieres que me vaya?

No pudo responder.

—No quiero dejarte solo —susurré con cariño.

Levantó la cabeza contrariado.

—Eres demasiado bueno —se quejó.

Tomé sus palabras como un permiso y sonreí, él me contempló todavía sorprendido por mi aparición. Tuve que apretar mi manos para resistir el deseo de tocarlo.

—Tengo que hacer una llamada —me informó.

Caminé a su lado por varios pasillos, me dijo que había un teléfono dentro del hospital pero no me dijo a quién debía llamar. Cuando lo encontramos me pidió que lo esperara en un lugar apartado. Sin cuestionar nada, obedecí, era claro que no deseaba que escuchara la conversación. Me ponía triste que no confiara en mí, que quisiera mantenerme alejado de un aspecto de su vida. Pero olvidé ese pensamiento cuando un hombre cerca del teléfono miró a Valentín de arriba abajo con un gesto desagradable al escucharlo hablar. Valentín no se percató ni de la mirada ni de cómo se apartaba asqueado. Al presenciar tal situación quise ir a su lado para absorber cualquier mirada, cualquier desprecio y recibir en su lugar cualquier juicio, como un escudo, para que él pudiera estar a salvo. Quedé tenso vigilando su entorno.

Desde mi lugar no escuchaba su voz pero veía su cara, hablaba enfadado. La llamada terminó rápido, estuvo por marcar nuevamente pero se arrepintió y colgó el auricular con fuerza, con enojo.

Regresó a mi lado tratando de ocultar el hecho de que estaba alterado.

—Valen.

Se apoyó en la pared.

—No es nada.

—Me puedes contar.

Quedó pensativo por un rato.

—Primero necesito algo para beber, tengo sed.

—Estás cansado, yo te lo traigo.

Insistí para que se sentara mientras que él insistía en que no era necesario. Pero me hizo caso y se sentó en uno de los bancos que había en esa sala. Regresé con una botella de Coca-Cola lo más rápido que pude y encontré a Valentín perdido en pensamientos, con una expresión de derrota. Su mano en su pecho sostenía el dije de estrella que compartíamos. Cuando me senté a su lado de nuevo intentó disimular que nada le sucedía.

—Perdón —dije mientras le daba la botella.

—¿Perdón qué?

—No tienes que contarme nada, estás cansado y preocupado.

Bebió la Coca-Cola y asintió.

—Sí, estoy cansado —admitió.

Apoyé mi pierna contra la suya.

—Todavía no puedo creer que vinieras —murmuró.

Sentí el peso de su pierna contra la mía.

Luego caminamos de vuelta al sector de internación y al llegar a la puerta de la habitación donde estaba su padre, me detuve.

—Me quedo aquí.

Me miró un largo rato pero no dijo nada.

La habitación era compartida, otros pacientes con sus familias estaban dentro, y el murmullo de las conversaciones cesó cuando Valentín entró. Al principio creí que lo había imaginado pero al prestar atención confirmé que no era un silencio natural. Se me aceleró el pulso. Ni siquiera en su derecho de estar en un hospital con un familiar podía estar en paz. Pero el silencio hizo que pudiera escuchar la conversación con su padre. Al menos gran parte de ella. Valentín intentaba mantener su voz baja, su padre no estaba interesado en ese tipo de recaudos. La conversación fue corta pero terrible. Su padre insistía en que Valentín debía irse, que molestaba, que no lo necesitaba allí, que con las enfermeras se arreglaba. Valentín murmuraba preguntas que quedaban sin responder e indicaciones que eran ignoradas. Parecía como si se trataran de dos conversaciones diferentes. El intercambio se detuvo ante la falta de progreso y Valentín salió.

—Vámonos.

Lo seguí por el hospital hasta que estuvimos en la calle.

—¿Tienes algo que hacer? ¿Quieres venir a mi casa? —preguntó serio, sin mirarme.

Me daba cuenta que no se sentía bien, además del cansancio, algo más estaba conteniendo que no podía dejar salir allí.

—Vamos a tu casa.

El trayecto fue en silencio. Él estaba en otro mundo y yo lo observaba preocupado. Quería tomar sus manos, acariciarlas, apretarlas, besarlas y hacerle todo tipo de promesas, pero era de día y ninguna sombra estaba a nuestro alcance para protegernos. Él, por su parte, no me miró en todo el camino.

Cuando llegamos a su casa siguió evitando el contacto visual. Avancé detrás de él por el caminito que llevaba a la puerta principal. Fue extraño entrar por allí y estar en un lugar en el que nunca estuve, incluso desee que hubiéramos entrado por la ventana de su cuarto. Así podría estar con él en una habitación familiar, cómoda y segura. Valentín se quedó junto a la puerta, con la mano aún en el picaporte, sin saber qué hacer, como perdido. Me acerqué a él y lo abracé.

—Todo va a estar bien —susurré.

Un poco para mi sorpresa, mis palabras lo hicieron llorar.

—Todo va a estar bien —repetí en un intento por consolarlo.

—No digas eso. —Se apartó de mí todavía llorando—. Odio que me digan eso.

Las lágrimas aumentaron y comenzó a ponerse nervioso.

—No soy bueno como tú. —Se sentó en un sillón y escondió su rostro en sus manos—. Quiero que se muera.

Quedé confundido al oírlo y lo vi llorar sin entender. Pero sus lágrimas y desconsuelo me llevaron a su lado para abrazarlo otra vez. Lloraba en silencio, temblando, sin querer mostrar su cara. En esa ocasión no dije nada, me limité a acariciarlo y sostenerlo con fuerza, de a poco se fue calmando.

—Soy horrible —dijo con la voz afectada por el llanto.

—No lo eres. —Apoyé mi cabeza en la suya—. Para mí eres hermoso y perfecto.

Secó otras lágrimas antes de devolver el abrazo, sus ojos estaban enrojecidos y su cuerpo tenso.

—¿Puedo quedarme contigo esta noche? No quiero que estés solo.

Asintió.

—Necesito bañarme —dijo separándose de mí— y sacarme el olor a hospital.

Yo no percibía nada semejante pero no lo contradije.

En su cuarto me sentí más tranquilo. Valentín tomó algunas cosas y fue a bañarse. Abrí la ventana para que entrara aire fresco, afuera todavía era de día y la habitación se iluminó de forma extraña para mí. La claridad invadió cada rincón y todo se llenó de vida. Prendí el pequeño ventilador, también la radio, y recogí la ropa esparcida. Ordené la cama, las cosas sobre el escritorio, los casettes, los cds, las revistas y los papeles. Mi cabeza iba y venía repasando imágenes y recuerdos que me perturbaban. El silencio en la habitación del hospital, el hombre que miraba de arriba abajo a Valentín, los clientes que lo atacaban verbalmente, su cara con moretones por los golpes de un loco, las burlas en el McDonald's, Walter diciendo "solo un maricón es amigo de otro maricón", las palabras de su padre. Me daba escalofríos. Su padre que no lo quería acompañándolo en el hospital, tal vez por vergüenza ante los otros pacientes y visitas, o tal vez era así todo el tiempo, no lo sabía. Empecé a sentirme mal, deprimido, inquieto, ansioso. Ver a Valentín llorar me llenaba de impotencia, me descomponía, me rompía el alma.

Valentín entró vestido y con una toalla en su cuello para contener la humedad de su pelo. Notó el repentino orden y la cama hecha.

—No era necesario.

Lucía mucho más calmado. Se sentó en la cama donde trató de secar un poco más su cabello.

—Ya huelo a jabón —suspiró con satisfacción.

Se dejó caer de costado cerrando los ojos. Me senté junto a su cabeza y acaricié su frente. Ante el contacto físico, se acomodó subiendo los pies a la cama y me miró con tristeza. No podía decirle que todo saldría bien o que las cosas mejorarían, no sabía qué significaban esas palabras para él.

—Te quiero mucho —susurré— y voy a quererte toda la vida. Donde tú estés, yo voy a estar. Siempre a tu lado.

Sus ojos se humedecieron pero se negó a llorar.

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