Capítulo 43
El día de visitar a los abuelos llegó tan rápido que me tomó desprevenido. Distraído por mi falta con Valentín, no hice ninguna maniobra para evitar esa reunión familiar. La ilusión de Agustina por mi participación también me dificultó realizar cambios a última hora. Aunque le gustaba estar entre adultos haciéndose la importante, necesitaba apoyo moral para no sentirse la adolescente que era. Así que mi compañía le era necesaria con ese fin.
La noche anterior, mi hermana fue y vino de mi cuarto varias veces para mostrarme sus opciones de vestimenta para la ocasión, quería verse "crecida", ese era su elogio favorito, pero casual. Salíamos temprano así que ella intentaba tener todo listo para la mañana.
El efecto escapaba de ella, sus prendas eran todas juveniles, y mis palabras no la convencían de lo contrario. Probó varias combinaciones hasta que se decidió por una blusa azul y unos jeans celestes, sin estampados que mostraran frases o dibujos, como usaba la gente adulta.
—Creo que tengo que cambiar mucha de mi ropa —lamentó apenada.
Su propio desfile la desanimó, cada cambio era un fracaso que extendía la distancia con el mundo adulto al que quería pertenecer.
—Tu ropa está bien, es linda, a mí me gusta, es más llamativa que la ropa de la gente grande. Ni hablar de la ropa de hombre.
Se observó pensativa.
—Esto me queda horrible —concluyó malinterpretando mi reflexión.
Luego abandonó mi habitación para hacer otro cambio de ropa. La seguí para aclararle que me había entendido mal y desde la puerta la vi revolver su armario.
—Lo que tienes puesto te queda bien —hablé a su espalda— y si te pones accesorios vas a lucir mucho mejor.
Se volteó preocupada.
—¿Cómo qué?
Me acerqué a su escritorio donde mantenía un rejunte de cosas: un alhajero, cajas que hacían de organizadores, revistas y cds. Revolví sus accesorios para darme una idea de lo que podía improvisar, Agustina se paró a mi lado mirando con intriga. La decisión fue rápida, tomé un largo collar de perlas falsas y se lo puse.
—Parezco señora —se quejó.
Seguí buscando hasta que encontré un collar dorado con algunas piedritas brillantes y dije de corazón. También se lo coloqué, sumándolo al anterior. Luego agregué un tercero, más corto, con una palomita de la paz.
Ella esperaba callada y esperanzada a que resolviera su conflicto de estilo. Cuando levanté de su alhajero una pulsera, ella levantó su brazo cediéndomelo sin poner en duda mis elecciones. Recordé a Valentín diciendo que ella era mi muñeca y me sonreí solo.
Además de los collares y la pulsera, un par de anillos y aros acompañaron el resto de los accesorios.
—Solo falta que te pintes las uñas y recojas el pelo.
Se estudió en su espejo de cuerpo completo, artículo que siempre envidié que ella tuviera; porque los espejos y los chicos no parecían compatibles.
—Nunca se me hubiera ocurrido usar más de un collar.
Asintió conforme y se levantó el cabello con las manos para corroborar cómo luciría con ese peinado.
Me coloqué junto a ella. Físicamente nos parecíamos bastante. Ojos, nariz, mentón, color de cabello, la complexión medianamente esbelta que ella odiaba por no ser más delicada y que yo odiaba por no ser lo suficientemente robusta. Casi todo heredado del lado paterno.
—¿Te gusta?
—Sí.
—Eso es lo importante, a ti tiene que gustarte, no te preocupes por los demás y lo que ellos piensen. —Me devolvió la mirada por el reflejo del espejo con atención—. Si vas a cambiar de ropa que sea por ti y para ti.
No solía actuar como el hermano consejero pero de vez en cuando se sentía bien compartir alguna palabra que a mí mismo me hubiera gustado recibir.
***
Salimos temprano ya que mi mamá quería ayudar con la preparación de la comida. En el camino se la pasó contando recuerdos y anécdotas familiares sin parar. Mi falta de emoción era notable y en el viaje en tren me pasé todo el tiempo mirando por la ventana, pensando en Valentín y preguntándome si llegaría a tiempo para ir a buscarlo por la noche luego de su turno en el videoclub. Pero cada tanto escuchaba:
—Jero, ¿te acuerdas?
Eran sus intentos por hacerme participar en la conversación. En cada ocasión, sin falta, asentía desganadamente, luego volvía a pensar en Valentín.
No tenía interés en la reunión familiar pero me alegró ver a mis abuelos maternos animados y con buena salud. Mi abuela, recordando mi última visita, se agarró de mi brazo preocupada.
—¿El viaje te hizo mal?
—Estoy bien.
—Si quieres que te prepare algo especial, me lo dices.
Sonreí.
—No es necesario.
Caminé con ella dentro de la casa mientras mi abuelo hacía un repaso con mi mamá de los familiares que debían estar presentes y así calcular la cantidad de comida a preparar.
—Si estás cansado puedes ocupar nuestra cama y descansar hasta que esté lista la comida.
Me reí por su insistencia en creer que el viaje me había afectado y ella me dio unas palmaditas en el brazo.
Pero eso no me daba ganas de recibir a cada miembro de la familia que llegaba. Esperé un tiempo prudente para que no se sintiera brusco y salí a la calle bajo la excusa de querer recorrer el barrio. Agustina se sumó entusiasmada, no por querer pasear bajo el sol sino para evitar que le dieran alguna tarea en la cocina.
Caminamos hacia el lado opuesto de la estación por una calle polvorienta, llena de hierba crecida en los costados, sin veredas ni señales. Los únicos ruidos en el camino eran de las cigarras y nuestras voces. Después de varias manzanas solo vimos un par de perros dando vueltas, ni gente ni sombra, mucho menos un lugar fresco donde sentarnos, y Agustina quiso regresar a causa del calor. A nuestra vuelta nos encontramos con que el resto había llegado, entre ellos mi prima Lurdes con Ulises. Nos saludamos como siempre, como apenas unos conocidos, de esos que no empatizan lo suficiente para sostener conversaciones. Con una sonrisa penosa de mi parte y una sonrisa forzada de parte suya. Las sonrisas forzadas se harían algo habitual en él. Pero mi prima trajo más gente con ella, Victoria, su mejor amiga y futura madrina de bodas, quien, a su vez, estaba acompañada por su propia hermana, Camila. Era muy extraño que en nuestras reuniones participara gente ajena a la familia. Aun así no me interesó lo suficiente para intentar deducir alguna teoría que explicara la presencia de las chicas, ni siquiera cuando Lurdes se percató de pronto de mi existencia y tiró de mí hacia ellas.
—¿Por qué no les muestras el lugar mientras el resto preparamos la mesa?
La miré confundido, ella y yo no éramos los primos más unidos del mundo como para tener semejante confianza. Sus amigas también se mostraron sorprendidas por este abandono que recibían al ser dejadas en manos de un extraño pero, como buenas invitadas, no dijeron nada.
—Agustina sirve más para eso —respondí apartándome. Volteé e hice un gesto con la mano hacia mi hermana—. Además entre chicas se entienden mejor.
—¡Sí! —afirmó Agustina.
Cualquier cosa que le sirviera para no ayudar en la cocina a ella le venía bien y no lo desaprovechaba.
La expresión de las invitadas mejoró ante el cambio y se mostraron más predispuestas con mi hermana. Después de terminar con la ronda de saludos, las tres salieron de la sala. Agustina les ofrecía pasar al tocador y beber algo fresco en la galería. En respuesta a esto, Lurdes golpeó mi brazo sin explicar nada.
En la mesa las conversaciones estaban un poco dispersas. Las invitadas merecían cierta atención pero esta era mayormente forzada, para cumplir, luego se hablaba de lo que estuvo haciendo cada uno en todo el tiempo que no se vieron, de las vacaciones que se terminaban, los chicos que volverían al colegio, del casamiento de mi prima, de deporte y alguien se acordó que yo debía seguir estudiando para maestro.
—Este es tu segundo año, ¿verdad? —quiso confirmar mi abuelo.
Sabía que pasaría, que mencionarían mis estudios, siempre lo hacían. Pero no soltaría la noticia de que ya no estaba en la carrera, ni para ser profesor ni para ninguna otra cosa, en un almuerzo familiar. Solo asentí sin poder controlar el rubor en mi rostro que enmarcaba la mentira.
—Jero quiere ser profesor de matemáticas —aclaró Lurdes a sus amigas.
—Eso significa que eres muy inteligente —felicitó Victoria.
—Mucho y también trabaja —agregó mi prima que nunca se interesó tanto por mí.
—No a cualquiera le gustan los números —intervino mi abuelo, ansioso por presumir a un miembro de su familia.
—Y es muy educado —se apresuró en resaltar mi abuela—. Ya no se ven chicos así.
Miré mi comida abochornado por la conversación.
—Y no tiene novia —fue la innecesaria pero intencional aclaración de la madre de Lurdes a las invitadas.
—Ven —habló mi abuelo— está como un tomate. Hoy los jóvenes son demasiados desvergonzados como para ponerse así.
Las risas interrumpieron el acoso pero no me atreví a levantar la mirada ante el riesgo de animar más supuestos elogios. Solo miré de reojo, apenas un poco, para confirmar algo que temía, y ver a Ulises riendo con el resto. Luego de un rato mi abuelo recordó que comenzaba un partido de fútbol en el cual todos los hombres se interesaron, incluso Ulises a quien nunca le gustó ningún deporte. Eso limitó mucho más las conversaciones y el almuerzo se fue diluyendo lentamente; mi prima y sus amigas dejaron la mesa para ir al patio seguidas por mi hermana, mis tías y mi mamá fueron con mi abuela a revisar una lista de medicamentos que ella debía comenzar a tomar, mis dos primos pequeños imitaban el interés de su padre por el fútbol, y yo no soporté mucho.
—Voy al baño —avisé con intenciones de no volver.
—¿Cómo que te vas? —reclamó uno de mis tíos, señalando el televisor, viendo a través de mi plan.
—Déjalo —dijo mi abuelo—, es chico de libros no de fútbol, por eso es tan inteligente.
Mi tío giró para verme.
—Te voy a ayudar a ser más inteligente —me habló con complicidad—, ve a charlar con esas chicas que no vinieron aquí para nada.
—¿Qué?
Exageró un suspiro y rio por lo bajo.
—Camila es como de tu edad, ¿no?
Se quedó esperando una respuesta de mi parte pero no supe qué decir. Ante mi falta de reacción volteó a Ulises, su futuro yerno, buscando apoyo.
—¿Soy yo el que no se hace entender?
Ulises se sentaba con los brazos cruzados para dar la impresión de que la conversación era insignificante y levantó los hombros sin querer involucrarse en la discusión.
La voz del relator del partido de fútbol se intensificó por una jugada que puso en alerta a mis tíos y abuelo, Ulises también prestó atención pero le faltó la emoción del fanático cuya vida queda suspendida por el instante que dura una jugada. Pero sí hizo un gesto disconforme cuando la posibilidad de gol quedó truncada. Hasta entonces ninguna de sus actuaciones me habían dado escalofríos como lo hizo esa, en la que intentaba ser otra persona, con gustos y expresiones ajenos a él. Y apenas comenzaba, le faltaba toda la vida por delante en la que su personaje se iría perfeccionando para reemplazarlo por completo.
Aproveché la distracción y me fui. Había cometido un error al participar de esa reunión.
Afuera, en el patio, el grupo de chicas miraba el corral de las gallinas con asombro y me acerqué a ellas. Mi plan era salir a la calle, alejarme de todos, pero sus risas lograron atraerme.
—Hay huevos —me contó Agustina.
Desde el tejido apenas se veían dentro del pasto seco que hacía de cama pero su forma y color no dejaba dudas de que eran huevos.
—Tráelos —pidió Lurdes con una sonrisa y empujándome con suavidad— así podemos verlos.
El ánimo distendido se me contagió un poco y entré al corral. Cuando salí les mostré uno de los huevos.
—Está recién puesto.
Todas hicieron ruido de asco y rieron. Después de algunas discusiones, entraron al corral a caminar con terror entre las gallinas. Como las amigas de Lurdes no nos creían que podían encontrarse caballos sueltos en el barrio, salimos a dar una vuelta. Aunque no los encontramos en la calle, sí pudimos ver un par en el patio de un vecino. Durante todo nuestro recorrido Agustina intentaba entablar amistad con las otras chicas, al menos llamar su atención, porque eran mayores que ella y su simpatía equivalía a un reconocimiento. Así que fue quien más ocupó las charlas. Entre ellas, las mujeres, las conversaciones siempre parecían más fáciles, graciosas y cómodas. Yo las seguía, callado, disfrutando de esa alegría, solo aportando respuestas cuando me solicitaban alguna opinión.
A nuestro regreso nos esperaba el postre que nos quedó pendiente por culpa del partido pero al entrar en la casa Lurdes tiró de mi brazo para apartarme del resto.
—¿No te parece linda Camila? —preguntó en voz baja.
Tal vez era mucha casualidad pero presentí una especie de conspiración.
—No seas tan tímido —dijo sacudiendo mi brazo—. Tengo su número de teléfono si lo quieres.
Pero no lo quería, ni me parecía linda, no más que cualquier otra chica.
—No —respondí incómodo.
—¿No?
—No.
—¿Por qué no? —reclamó asombrada.
Ulises apareció interrumpiendo el momento de confidencia y Lurdes soltó mi brazo.
—¿Tendrá aspirinas tu abuela? —le preguntó a mi prima.
Ella se acercó a él preocupada.
—¿Te duele la cabeza?
Asintió.
—Ahora busco en la casa —aseguró, luego volteó hacia mí y me señaló—. Traté de hacerte un favor —recriminó antes de irse.
Ulises, en lugar se marcharse con ella, miró alrededor y se acercó a mí. Nunca hacía eso y también miré a nuestro alrededor por si acaso. Su rostro tenía una expresión compasiva que me preocupó.
—Tu mamá anda de casamentera —susurró—, dijo que estás buscando novia.
Nuestras miradas se sostuvieron por unos segundos y vi la intención de advertencia en sus ojos al compartirme una información que él adivinaba que yo desconocía. Sus palabras me retorcieron el estómago y, con una lucidez inusual, entendí todo. Mintió diciendo que buscaba novia, inventó palabras que nunca fueron dichas por mí, las esparció, y planificó un encuentro con una extraña para que su hijo gay, milagrosamente, dejara de ser gay. Ulises se alejó siguiendo los pasos de Lurdes.
Todos se reunieron en el comedor pero yo tomé la oferta que mi abuela había hecho a mi llegada y me recosté en su cama a esperar la hora de irnos. No quería verlos ni escucharlos. Estaban confabulados. Ardía de enojo pero solo había un culpable: yo. Dejé pasar el tiempo, seguí su juego y le di la oportunidad de planear esa tontería a mis espaldas.
Al partir acusé malestar por el calor y nadie lo cuestionó creyendo en mi mala cara. Saludé de lejos, sin decir que me alegró verlos, sin dar gracias, sin pronunciar la clásica frase "fue un gusto" a las amigas de mi prima, sin elevar el deseo de vernos pronto. Quería alejarme de todo eso y nada más.
En el tren mi mamá no tuvo mejor idea que seguir con su plan.
—La próxima vez podemos invitar a la familia a nuestra casa —miró a Agustina para no ser tan obvia— y a las amigas de Lurdes.
Mi hermana que estaba carente de amigas propias se entusiasmó con la idea. Esto le dio confianza a mi mamá para atreverse a insistir conmigo.
—Me parecieron muy simpáticas —dijo inclinándose hacia mí.
—A mí no —solté con enfado, aunque no era verdad mi afirmación.
Se irguió sorprendida y mi enojo aumentó
—No es lo que me gusta —seguí— y tú lo sabes.
Mamá se puso pálida pero no discutió, miró hacia otro lado como quien no quiere ver una herida porque le da impresión.
Agustina, despistada en ocasiones, atenta en otras, nos observaba sin comprender pero percibiendo la posibilidad de una discusión. Una discusión que no llegó, mamá guardó silencio el resto del viaje y en casa se encerró en su habitación. Pero no pude dejarlo pasar, la seguí y me paré frente a su puerta.
—Lo que soy no se puede cambiar —dije levantando la voz, todavía enfadado.
No obtuve respuesta, ningún sonido. Tomé aire para seguir pero la puerta no me inspiraba nada, era como hablar solo. Estuve parado allí un rato, esperando, hasta que me calmé. La posibilidad de mi mamá llorando del otro lado me entristeció de golpe pero me sentí aliviado, ya no podía fingir que no entendía que su hijo era gay.
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