Capítulo 38

Ser novios cambiaba muchas cosas. Principalmente las cosas dentro de mi cabeza.

El futuro, de repente, era diferente. Tener novio siempre me pareció un acontecimiento lejano, difícil, que podría ocurrir solo bajo mentiras y secretos. Fingiendo que no había tiempo para novias, creando excusas, escondiendo la relación, juntos a solas pero con vidas separadas frente a los demás. Viviendo a medias, resistiendo cualquier malestar, sonriendo con inocencia, mirando hacia otro lado.

Pero con Valentín nada de eso ocurriría y, aunque me asustaba un poco, me salvaba de ese futuro agobiante. Tampoco sabía cómo enfrentar ese nuevo futuro pero con él a mi lado, pasara lo que pasara, no me sentiría solo ni abandonado por el mundo. Con él a mi lado dejaba de estar a la deriva y pisaba tierra firme. Abandonaba un mar oscuro para llegar a una isla llena de luz.

Mi mamá y yo no intercambiamos muchas palabras cuando llegué. Ella me miraba esperando que detallara más sobre el lugar donde pasé la noche porque era evidente que no creía en la versión del amigo. Quería que confesara lo que erróneamente sospechaba: la existencia de una novia. La ingratitud de su hijo necesitaba nombre y apellido porque no podía ser producto de su propia voluntad. Pero no me interesaba su nueva meta y dejé que alimentara la idea de una nuera con la cual resentirse. Era lo mismo, tarde o temprano tendría algo más grave para odiar: a mí por lo que era. Preferí, en cambio, dedicar tiempo a mi acto de rebelión privado.

Tejer calmaba mi mente y ponía mis emociones en control, posiblemente por la atención que requería el trabajo manual. Me ayudaba a sentir que mi realidad se mantenía en la dirección correcta, me daba confianza, representaba uno de los tantos cambios que debía hacer. Si me había atrevido a tejer, entonces me atrevería a otras cosas.

Agustina, curiosa como siempre, se acercó con sigilo a mi cuarto y se sentó en una silla a mirar cómo tejía.

—¿Estuviste en la casa de tu amigo gay?

Ya no tenía problemas para mantener los puntos iguales y de a poco la bufanda se formaba en mis manos pero aún debía poner atención a cada movimiento. Cuando escuché la pregunta detuve el trabajo.

—Sí.

Acomodé el ovillo y revisé la bufanda. Ella quedó a la espera de más información.

—¿Es buena persona? —preguntó con curiosidad.

Me dolió el cuestionamiento porque sonaba a que una cosa no podía coexistir con la otra.

—Es bueno... es la mejor persona que conocí en mi vida. —Decir esas palabras alejaron la amargura, su rostro se hizo presente en mi mente llenándome de fuerza y esperanza. Él quería ser feliz conmigo. —Me gustaría ser como él —agregué reafirmando mi admiración.

Pero Agustina no entendía a qué me refería.

—¿Como él? —repitió con un gesto raro.

—La gente lo trata mal y él le hace frente a todo, incluso con miedo o tristeza. No es algo que cualquiera pueda hacer. Su fuerza es impresionante.

Seguí tejiendo bajo la mirada de mi hermana, ella parecía un poco confundida.

—A mamá no le va a gustar si se entera que tienes un amigo gay —comentó preocupada.

—No, no le va a gustar —convine.

Se quedó otro momento callada, como esperando algo, y levanté la cabeza instándola a seguir hablando.

—La próxima vez que salgamos a comer o al cine, le puedes decir que nos acompañe —dijo poco convencida de que fuera una buena idea.

—¿Ahora quieres ser su amiga?

—No dije eso —se quejó—. Es que tu conoces a mis amigas pero yo nunca conocí a un amigo tuyo.

Procesé sus palabras y sonreí. Agustina se apoyó en mi escritorio para ponerse a jugar con un calendario.

—No quiero ser como mamá que hace sentir mal a otros —murmuró.

—No eres como ella.

Soné demasiado contento al decirlo pero no se dio cuenta, mirando el calendario tampoco notó la sonrisa estampada en mi cara.

Me emocioné aunque sabía que no debía confiarme. Pero tenía la sensación de buena fortuna, Valentín se había convertido en mi novio y mi hermana me daba una pequeña esperanza. Era imposible no dejar que la alegría me inundara.

También me maravillé con los pensamientos de Agustina que parecían sobrepasar los míos a su edad. Ella no quería ser como le decían que debía ser y tampoco le importaba si decepcionaba de otros. Y, lo más importante, veía en nuestra madre lo que yo tardé en ver.

—Nunca vas a parecerte a ella —aseguré.

***

Esa noche esperé a Valentín en el rincón de siempre y, al acercarse, su mirada me buscó con anhelo.

—No hace falta que vengas todas las noches —dijo por compromiso mientras que su expresión me comunicaba todo lo contrario.

En el autobús mi mano buscó la suya y sus ojos contemplaron las caricias durante todo el trayecto. Su rostro había perdido la dureza creada por el recelo y todo en él se veía más suave y delicado, como se ven las personas en los sueños. Un aura de magia lo rodeaba, de ilusión e incredulidad, que brillaba iluminando mi corazón. Quise besarlo pero no se podía, esperé a que estuviéramos en la calle otra vez y en el primer escondite oscuro que encontré lo llevé conmigo. Allí le dediqué besos y palabras hermosas que lo hicieron reír.

—Tu risa es tan bonita —suspiré. Mis brazos lo rodearon con fuerza. —No quiero soltarte nunca. Solo pienso en ti todo el día.

Sentí unos besos cerca de mi oreja que parecieron llenarme de electricidad.

—Yo también pienso en ti todo el día.

—Me hace feliz que seas mi novio —seguí con arrojo—, que quieras ser feliz conmigo. Estoy en las nubes, estar contigo es el paraíso, no necesito nada más en la vida.

Desparramé besos en su hombro, él se apartó de mí y acarició mi rostro. Un rubor llenaba sus mejillas, me miró indeciso e incómodo.

—A mí no me salen tantas palabras —admitió con cierta decepción.

Casi estuve por decir que no hacía falta, que no se preocupara, pero era evidente que le importaba. Sus dedos pasaron por mis labios y siguieron por mi piel hasta llegar a mi oreja donde repasaron todos sus bordes con cuidado.

—Tus caricias lo dicen todo.

—Entonces —habló con una repentina seriedad— voy a acariciarte cada vez que quiera decirte algo lindo y no me salga.

Sus dedos bajaron por mi mandíbula y regresaron a mis labios.

—Como una clave entre nosotros —susurró.

***

Era casi perfecto pero el mundo real seguía en marcha. Interrumpiendo mis fantasías, recibí la llamada telefónica de un compañero de mi carrera para darme aviso de las fechas y los horarios en que debía inscribirme para cursar ese año.

Y no supe qué hacer.

La vida que empezaba a desear no era compatible con la vida de un maestro. Para enseñar tendría que mentir sobre la persona que quería y cuidarme de no ser descubierto. De golpe, nada de eso parecía valer la pena. Aunque llevaba poco tiempo conociendo a Valentín, solo a él podía imaginarlo en mi vida y no merecía una vida de ocultamientos.

Pero si no seguía estudiando, lo hecho quedaría desperdiciado y debería encontrar otra cosa a qué dedicarme. Hasta entonces nunca había pensado en otras posibilidades. Casi no dormí, de pronto todo tenía fecha límite: decidir qué estudiar, conseguir inscribirme a tiempo, dar explicaciones, confesar la verdad a mi familia.

Arrastrado por la indecisión, al día siguiente fui al instituto pero no ingresé. Me quedé en la vereda de enfrente mirando sus puertas, buscando una respuesta. Ser maestro no me serviría de nada en cuanto alguien supiera que era gay y en el fondo sentía que tal vez era mejor así, porque mi carácter seguía siendo pobre. Con esas ideas dándome vueltas me quedé allí más de una hora, haciendo un duelo por mi carrera, liberándome de otra cosa que, sin darme cuenta, también me pesaba.

Fue difícil despegar los pies del suelo para irme, porque no volvería a ese lugar, una vez que le diera la espalda otro cambio sucedería en mi vida.

Me marché un poco agitado, sintiendo a cada paso que necesitaba de los cambios. Necesitaba dejar de ser la persona que había inventado. O al menos había intentado inventar.

Pensé que a la primera persona que se lo contaría sería a Valentín pero terminé contándoselo a Simón.

Llegué al trabajo cabizbajo porque me quedaba el problema de no saber qué carrera seguir. Estuve gran parte de la tarde así, distraído y con una expresión penosa que llamó la atención de mi compañero. Esperó un momento en el que estuviéramos separados por el mostrador, simbolizando con el mueble la distancia que debía existir entre nosotros. Ser amable le pareció que era demostrar preocupación así que trató de sonar molesto.

—¿Qué te pasa?

Él estaba en la caja y yo acomodando snacks. Su puesta en escena me pareció ridícula y triste pero también curiosa. Me acerqué al mostrador y Simón miró hacia otro lado.

—Solamente preguntaba —dijo descartando el tema, arrepintiéndose de haber provocado la interacción.

—Hoy decidí que no voy a seguir estudiando —me miró con sorpresa— porque nadie quiere un maestro gay.

Con nadie me refería a personas como él entre muchos. Pero no fue una confesión hecha con rencor o intención de reclamo, solamente quería mostrarle un poco de la realidad que vivía.

Él, por su parte, se puso incómodo y no respondió.

Decírselo a alguien parecía hacerlo oficial y, por dentro, un pensamiento completó mis propias palabras: "no quiero una vida falsa".

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