Capítulo 32

Cuando abrió el nuevo McDonald's me pareció una buena idea visitarlo con Agustina. De esa forma ella saldría un poco de la casa y mejoraría su humor. Vivía encerrada en su cuarto a modo de protesta y se negaba a trabajar en la tienda mientras no recibiera un pago acorde.

Me asombraba su determinación y arrogancia, a mí, a su edad, ni se me hubiera pasado por la cabeza pedir que me pagaran.

A media mañana bajé a la tienda para avisar a mamá de mi plan para almorzar con mi hermana y ahorrarle el tener que cocinar.

—Tiene prohibido salir —fue su respuesta.

No tendría que haberme sorprendido pero me sorprendió.

Ella acomodaba las botellas de Coca-Cola y Pepsi en la heladera. Con el calor del verano la heladera siempre debía estar llena, nadie quería gaseosas si no estuvieran frías.

—No hizo nada malo.

Se detuvo para verme perpleja.

—No hace nada, que es diferente —replicó—. No ayuda y se comporta de forma insolente.

Era una nueva discusión sobre lo mismo. Me apoyé en el marco de la puerta cabizbajo, no quería otro enfrentamiento.

—Deberías hablar con ella —dijo con firmeza—, tú siempre ayudaste en la tienda. Si tú podías, ella tiene que poder.

El suelo tenía un cerámico desgastado en los bordes, puse atención en cada defecto, cerca de la pared había uno quebrado. Lo mejor era irme sin decir nada, no permitir que esa conversación avanzara ni enredarme en algo que podría ponerme en una situación incómoda. Pero no decir nada se sentía incorrecto.

—Yo lo hacía para quedar bien —respondí sin dejar de mirar el piso.

—¿De qué hablas?

Levanté la cabeza con duda.

—Lo de ayudar en la tienda. Lo hacía para quedar bien.

No supo cómo reaccionar y se quedó mirándome confundida.

—¿Qué te pasa?

—Es la verdad. ¿Soy mala persona por decirlo?

No respondió, volvió a ocuparse de las botellas, manejándolas con brusquedad, claramente ofendida. Su hijo no hacía más que traicionarla en cada intercambio. Aproveché la distracción que se creó con la entrada de un cliente para retirarme. No era un reclamo decir que lo hice para quedar bien, era una realidad. Todo en mi vida era para quedar bien. Yo era un arreglo floral para el deleite de otros y me estaba marchitando, no quería seguir siendo una decoración, quería ser una mancha en la pared si eso significaba ser libre. Fui al cuarto de Agustina y toqué a su puerta en un ritmo musical, con eso pudo distinguir mi llamado del de nuestra madre.

—Sí —respondió.

Metí la cabeza para encontrarla con una revista en la mano, la radio de fondo promocionaba los 40 temas principales que escuchaba religiosamente.

—¿Vamos a McDonald's?

***

El edificio del restaurante era amplio y brillante, contaba con un AutoMac y estacionamiento. Por la mañana brindaban desayunos con refill de café, luego comida el resto del día hasta las doce de la noche. En nuestra ciudad nada abría hasta tan tarde. Muchas personas ocupaban sus mesas disfrutando del aire acondicionado, bebiendo una gaseosa y usando el lugar para matar el tiempo. Agustina estaba encantada, le agradaban los sitios que representaban el estilo de vida que consumía en la televisión. Nos sentamos a comer junto a una ventana desde donde se veía la calle. Muy cerca se encontraba la plaza, una combinación que ayudaba a la concentración de jóvenes que nada tenían que hacer en el verano.

Pero además estaba feliz de haber escapado conmigo de la casa. Nos escabullimos y le dimos una vuelta completa a nuestra propia manzana para no pasar frente a la entrada de la tienda. Mamá se pondría furiosa y a mi hermana le gustaba esa idea.

—Se va a enojar por mezquina —celebró comiendo papas fritas.

Una parte de mí aún renegaba de acusar a mamá de lo que sea en voz alta pero no la censuré.

—No veo la hora de trabajar para poder irme —agregó.

—Es increíble lo diferentes que somos.

—¿Tú no quieres irte?

Sonreí apenado, no me refería a eso pero su pregunta tocaba un planteo que debía hacerme seriamente.

—Tengo que hacerlo en algún momento.

Alrededor nuestro todo era un murmullo jocoso que no dejaba de llamar la atención de Agustina. Aunque ella no lo decía era fácil imaginar que le gustaría estar allí con sus amigas, "como debería ser" me dije a mí mismo.

Luego del almuerzo caminamos mirando vidrieras, deteniéndonos en cada una para apreciar todos los nuevos artículos de la temporada de verano. Cada tanto algo me hacía pensar en Valentín y tocaba la estrella bajo mi ropa, un paseo como ese sería perfecto para conocerlo un poco más. Saber más de sus gustos, sus colores favoritos, su opinión sobre la moda, sus revistas predilectas, su preferencia en las comidas, los detalles del mundo que atraían su ojos así como todo lo que rechazaba y provocaba disgusto. En el puesto de diarios las revistas me trajeron el recuerdo del horóscopo que me llenaron de deseos por conversaciones relajadas, graciosas, triviales, esas que más lograban demostrar el afecto mutuo que crecía entre nosotros.

Podía imaginarnos toda la vida como en esos pequeños momentos. Hablando de cosas insignificantes que creaban recuerdos inolvidables.

Las revistas de manualidades me distrajeron de esos pensamientos. Entre ellas, siempre presentes, se encontraban las de tejido. Aunque mi hermana estaba a mi lado no disimulé mi interés. En realidad era difícil describir la emoción como interés, era otra cosa. Era lo que representaba: rebeldía y disconformidad, a pesar de que tejer sonaba a todo lo contrario.

—¿Quieres una revista? —ofrecí a Agustina.

Revisó todas sus opciones y eligió una de moda. Tomé coraje y agarré una de tejido envuelta en una bolsa transparente que contenía unas agujas de plástico para practicar. La cubierta prometía enseñar paso a paso lo más básico. Mi hermana la miró extrañada.

—¿Es para mamá?

—Es para mí.

—¡¿Vas a tejer?!

—Voy a intentar —respondí disimulando normalidad.

Pagué las revistas y nos encaminamos hacia la parada del autobús para regresar a casa.

—Nunca vi a un hombre tejiendo —comentó asombrada.

—Yo tampoco.

A pesar de lo valiente de mi acto, me sentía un poco avergonzado y me costaba responder apropiadamente o mostrar el entusiasmo que deseaba poder mostrar.

—Los diseñadores de moda cosen, tejer debe ser parecido. Alguien tiene que hacer ropa para la gente grande —concluyó mi hermana.

Antes de ingresar a casa, la cabeza de Aldo se asomó por la entrada de la tienda al vernos pasar. Su expresión advertía que adentro nos esperaba mamá, tan enfadada como imaginábamos. Me detuve en la puerta mirándolo, él hizo un gesto de compasión por nosotros.

En la sala mamá nos esperaba sentada junto a la mesa para recibir explicaciones. Se mantenía inmóvil con los brazos cruzados, sin mirarnos, armando una escena de telenovela. Agustina siguió de largo a su cuarto, indiferente.

—Te dije que tenía prohibido salir —me reclamó.

—Lo sé.

—¿Entonces por qué salió?

—Porque no hizo nada malo.

Suspiró con fuerza, haciendo ruido para mostrar que la paciencia se le agotaba.

—¿Qué crees que pensaría tu papá si te viera actuando de esta forma?

Con esa pregunta intentaba insinuar la palabra decepción y crear culpas. Su decepción y su acto dramático no fueron suficientes así que invocaba el fantasma de papá para sumar gravedad al asunto. En ese momento pasaban a ser dos quienes me sermoneaban, ella y la hipotética presencia de él.

El efecto que buscaba lograr en mí fue diferente y, en cierta medida, peor. Si estaba en un lugar privilegiado desde donde podía verlo todo, si eso fuera posible, vería que su hijo era gay, vería el afecto que sentía por Valentín y vería que acababa de comprar una revista para tejer.

—No tengo manera de saberlo, está muerto —solté dolido.

Imité a Agustina y seguí con mi camino ignorando su expresión.

No me dolía que mi papá estuviera muerto, no recordaba mucho de él para que doliera; era ella y su intención de usarlo como representación de un juicio divino para imponer sus ideas.

***

Tejer copiando dibujos de una revista no era sencillo. Hacía, deshacía y volvía a hacer cada punto pero siempre quedaban desiguales y torcidos. Las agujas de plástico se sentían incómodas, muy diferentes a las que usaba la señora que conocí en la feria del colegio. Escarbando en cajones conseguí unos metros de lana amarilla que debía reemplazar por un ovillo si quería practicar de verdad. Pero estaba malhumorado y esos pocos metros me daban algo con qué empezar.

Después de un rato de armar y desarmar puntos, olvidé por completo el enfrentamiento con mamá para volver a pensar en Valentín. De golpe estaba impaciente por contarle y ver su cara. Creería que estaba loco mientras que yo le prometería tejerle algo en cuanto me saliera bien.

Cuando las manos se me cansaban, soltaba las agujas y repasaba las hojas con explicaciones para hacer bufandas, gorros, agarraderas y cuadrados de dos o más colores. Estudiaba las fotos donde todo se veía prolijo y sin ningún defecto, leía las notas de tips que no entendía y examinaba las publicidades de otras revistas de manualidades. Luego comenzaba con un nuevo intento por conseguir un grupo de puntos parejos.

Aunque me sentía un poco tonto, estaba contento. En la radio sonaba Truly madly deeply de Savage Garden, una canción que parecía ser del gusto de Valentín. Siempre que un tema le agradaba levantaba un poco la vista hacia el cielo, o al techo bajo el puente, para ponerle un poco más de atención que a otras canciones. De estar a su lado, podría reírme con él de mis pobres intentos por tejer, de lo absurdo y extraño de todo el hecho, de mi rebelión contra todo y contra nada a la vez.

Quería reír, estar a su lado y besarlo.

***

Por la noche lo esperé en el lugar de siempre. Se acercó con un gesto coqueto por encontrarme en ese rincón, mi espera era una reafirmación de que no me cansaba de él.

—Ni en tu día libre descansas —halagó e ironizó al mismo tiempo.

—Tengo que aprovechar, después me pongo triste cuando no puedo acompañarte.

Miró en dirección a la parada de autobús sonriendo con algo de amargura.

—No puedo tomarte el ritmo —dijo afectado, como a modo de disculpa.

Me daba la sensación de que cada vez le preocupaban más las muestras verbales de cariño a las que no lograba responder con el mismo candor.

—¿Eso significa que te gustaría decirme algo lindo? —bromeé, insoportable, para que se relajara.

—Ya veo que sería mala idea.

Caminamos hasta la parada y en ese tramo saqué de mi bolsillo una tira amarilla de lana tejida.

—Mira. —Tomó la pieza confundido—. Estoy tejiendo.

—¿Tejes? —preguntó con sorpresa.

—Hoy empecé, ese es mi primer intento.

Su expresión de incredulidad fue igual a la que había imaginado.

—Un hombre tejiendo es extravagante —reflexionó, luego me miró con complicidad—. Estás muy osado.

Reí porque de alguna forma acertaba en cómo me sentía al respecto. La sensación tonta de tejer se esfumó en ese instante y solo quedó el abstracto triunfo sobre mi propia vergüenza.

En la parada Valentín sostuvo con ambas manos la tira amarilla, pasó las yemas de sus dedos sobre ella y apretó por un momento sus labios.

—¿Puedo quedármela?

Esa tira era lo más parecido a lo que uno encontraría en la basura, un sobrante, un restante de algo que no servía para nada, pero él la sostenía con firmeza y cuidado, como si se tratara de un documento importante que no debe ensuciarse ni arrugarse ni perderse de vista.

—Sí.

En la soledad y oscuridad del autobús, tomé su mano y su pierna se apoyó en la mía. El contacto se sentía necesario. Mirábamos nuestras manos, jugábamos con nuestros dedos, él acariciaba las líneas de mi palma y yo sonreía sin parar. En la esquina de su casa prometí que tejería algo para él cuando aprendiera a hacerlo.

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