Capítulo 31

La decepción de haber escuchado a mi mamá catalogar a los homosexuales de degenerados no se me iba. En la superficie parecía que el sentimiento había menguado porque podía hablarle o sentarme a comer en la misma mesa sin que me produjera algún pensamiento o dolor puntual. Pero en realidad la decepción solo se había asentado dentro de mí, ocupando un rincón en mi corazón de forma permanente, participando de cada latido. Cuando estaba con ella era como estar con una persona que hablaba otro idioma. Antes creía entenderla; todo lo que decía, todo lo que hacía, creía entender todas sus razones detrás de cada decisión, de cada actitud, de cada idea anticuada. Pero dejó de ser así. La veía, la escuchaba y pocas cosas parecían tener sentido.

—No consientas a tu hermana —me pidió en el desayuno.

Agustina no estaba con nosotros y sospeché que la guerra declarada se mantenía en pie. Seguí desayunando sin responder.

—Todavía es chica y hay muchas cosas que no entiende —insistió.

Ella esperaba una respuesta de mi parte, una palabra, un gesto, cualquier cosa que le diera la razón y mi silencio la consternó.

—Si defiendes sus caprichos —continuó sermoneándome— harás que crea que tiene razón y cada día se pondrá peor. Va a dejar de escuchar a los demás, hará solo lo que a ella le parece sin importar que sea una error. Eres su hermano mayor y tienes que cuidarla, no consentirla.

Inmediatamente se me ocurrió que la que no escuchaba a los demás era ella. Dejé el desayuno sin terminar y levanté todo para limpiar.

—El otro día te pusiste en mi contra —reclamó a mi espalda— y ahora ni me contestas.

—No me puse en tu contra.

—Jero...

Volteé para interrumpirla.

—Solamente no vemos las cosas de la misma manera —dije con esa decepción que circulaba en mi sangre.

Me dio la sensación de que no diría nada pero cuando me volví hacia el lavado para terminar de enjuagar mi taza, ella decidió llevar el tema a otro extremo.

—Estás saliendo con una chica, ¿verdad?

Giré sorprendido por la afirmación.

—Siempre vuelves tarde —señaló justificando su teoría— y se te nota diferente.

La miré aterrado, bajo ninguna circunstancia quería tener semejante conversación con ella o cualquier otra persona.

—No dejes que una chica meta ideas en tu cabeza.

—No hay ninguna chica —respondí con la voz entrecortada.

No me creyó.

—Tu familia es para siempre mientras que una chica es difícil saberlo.

Tomé aire pero no dije nada, la única respuesta era la verdad. La verdad terminaría con todo pero se me quedó atorada en el pecho, presionando mis pulmones, haciendo que sintiera que respiraba a medias. Tuve que hacer lo que hacía mejor en momentos de peligro, desviar el tema.

—Defender a mi hermana porque quiero verla feliz es mi propia idea. Ella no merecía una bofetada.

No era mi costumbre recriminar cosas pero fue lo más contundente que se me ocurrió para dejar atrás el asunto de la supuesta novia. El resultado fue positivo para mí, mamá se mostró incómoda ante la mención de la agresión física. Incómoda y traicionada, una vez más. Entonces fue su turno para hacer lo que mejor sabía hacer, irse dolida para crear culpa.

Pero la culpa que sentí no fue por ella, fue por Valentín. Por miedo oculté su existencia cuando debería haberlo mencionado con orgullo, con la cabeza en alto, dispuesto a soportar cualquier reacción, cualquier consecuencia. Quedé solo en la cocina pensando en que no podía volver a suceder que callara su nombre. Ocultarlo era una traición, una burla, una denigración, cuando él merecía toda mi lealtad.

***

Mi cobarde silencio quedó dando vueltas en mi mente de forma constante. Salir del armario con mi familia parecía la solución a todas mis angustias, además del nacimiento de nuevas tristezas, pero, por sobre todo, la mayor muestra de respeto para Valentín y para mí mismo. Y tanto se instaló la idea en mí que mi preocupación era cómo y cuándo, mantener el secreto ya no era opción.

En el trabajo pasaba cada minuto pensando en lo inevitable, allí era fácil, mis compañeros que no me hablaban le daban mucho tiempo libre a mi cabeza. Rafael no me dirigía la palabra; Nadia lo hacía por cuestiones laborales, con una mirada de reproche cada vez; Simón no se decidía sobre qué hacer conmigo.

En el primer turno que me tocó junto a Simón, luego del enfrentamiento con Rafael, me ignoró gran parte de la jornada hasta que en un momento de soledad dentro del videoclub se acercó a mí.

—¿Entre Valentín y tú pasa algo? —soltó sin rodeos, visiblemente inquieto.

—Dije que es mi amigo, nada más.

Desconocía las intenciones de Simón detrás de su interés y no quería meter en problemas a Valentín.

—También dijiste que tuviste química con chicos. ¿Es Valentín? ¿Era eso?

—¿Por qué te importa? —indagué preocupado.

Se alejó molesto por mi pregunta pero luego de unos pasos regresó a seguir con su acoso.

—Porque eres buena gente es que me importa.

Me pareció entender lo que planteaba, yo sabía bien que había cosas que no eran compatibles dentro del mundo en el que vivíamos.

—¿No puedo ser buena gente y gay a la vez?

Miró contrariado las películas de los estantes, indeciso por un momento, hasta que llegó a su resolución.

—Es posible pero yo no puedo ser amigo de un gay.

Sin más, se dirigió al sector de las cajas donde se puso a doblar y acomodar bolsas.

Aunque nunca fuimos amigos, quedé entristecido. Simón era el ejemplo de cómo serían mis relaciones el resto de mi vida. Las personas, en cuanto se enteraran que era gay, me descartarían. Mi familia no sería la excepción.

Cuando Valentín entró para el cambio de turno me di cuenta que mi tristeza no era tan desgarrante como podría ser y que la incertidumbre por el futuro no dolía tanto porque, a diferencia de cualquier tiempo anterior, ya no me sentía solo.

***

Compartir momentos con Valentín era mi única alegría entre tanto desconsuelo y nuestra cita en su día libre se sintió como un oasis dentro de un extenso desierto.

Nos encontramos bajo el puente, ese fue el sitio con el que coincidimos para obtener un poco de privacidad. Estuve allí temprano para poder apreciar su llegada y disfrutar de su presencia sin desperdiciar ni un solo minuto. Él llegó puntual y con la sudadera del trabajo puesta, aunque dada vuelta. Imaginé que habría mentido en su casa diciendo que iría a trabajar pero no pregunté, su expresión era más seria de lo que esperaba para tal ocasión.

—¿Estás bien?

—Sí.

No me pareció convincente pero temí insistir con la pregunta, tenía esa expresión hostil que me dedicaba antes de llevarnos bien.

Se sentó a mi lado, doblando las rodillas y apoyando sus brazos en ellas.

—Tenemos suerte que hoy no hace tanto calor —comentó.

Me sentí un poco aliviado al ver que no estaba enojado conmigo pero no menos preocupado. Podría haber ocurrido algo en su casa o algo en el camino, las personas no tendían a ser amables con él. Recostó su cabeza en sus brazos y se me quedó mirando con atención.

—Llegaste temprano —señaló queriendo hacer conversación.

—No quería perderme un segundo de ti.

Dirigió su mirada hacia el frente, hacia las vías del tren, un poco más animado.

—Tendría que haber adivinado tu respuesta —bromeó, o intentó hacerlo.

Me acerqué más a él hasta que estuve a su lado, mi hombro tocando su hombro.

—Estuve pensando y llegué a la conclusión —dije divertido, buscando mejorar un poco más su humor y hacer que olvidara lo que estuviera molestándolo— que te gusta que te diga cosas cursis.

—Admito que me sorprende tu capacidad de crear frases de película —replicó con una pequeña sonrisa.

—Quieres desviar el tema pero no vas a lograrlo. —Me miró de reojo—. Puedo demostrar que mi teoría es real.

De nuevo descansó su cabeza en sus brazos, con interés en sus ojos, más relajado y predispuesto.

—¿Y cómo vas a hacerlo?

—Diciéndote que me gustas. Que me gusta tu pelo, tus ojos, tu voz, tus mejillas, tus tobillos, tus miradas asesinas, tu sonrisa, tus orejas, tus manos. —Tomé una de sus manos y acaricié con suavidad su piel enfatizando mi declaración—. La forma en que te paras, en la que hablas, tus contestaciones, como inclinas tu cabeza, cuando aprietas tus labios, tu risa... tu risa es lo más hermoso de todo.

Valentín se ruborizó y no dijo nada, no hubo acusaciones ni intentos de minimizar mis halagos. Seguí acariciando su mano y me concentré en sus uñas, pasando por cada una de ellas.

—Me gustaría pintarlas de nuevo —susurré—. Y si hay más cosas que te gustaría hacer, me encantaría hacerlas contigo. Todo lo que te haga sonreír es todo lo que me hace feliz. —Levanté su mano y la besé—. Quiero conocerte de a poco para atesorar cada detalle que te hace quien eres. —Sus labios se abrieron levemente pero siguió sin pronunciar palabra—. Cuando estoy contigo mi alma está en paz. Estar a tu lado se siente como el lugar correcto, el lugar donde debo estar, el lugar que siempre busqué.

Valentín humedeció sus labios y bajó su mirada a mis manos que seguían sosteniendo la suya, sorprendido, sin saber qué decir o hacer.

—Yo... —murmuró apenado— no sirvo para estas cosas.

Llevé su mano a mi rostro y la presioné contra mi mejilla.

—Una sonrisa tuya me basta.

Pero en lugar de sonreír, me besó. Un beso suave, prolongado, lleno de afecto. La sonrisa llegó después.

—Eres tan extraño —dijo poniendo su atención en las vías y en los alrededores, sin dejar de sonreír.

—¿Es tu forma de no decirme loco? —bromeé.

Sus dedos se entrelazaron con los míos y se recostó un poco sobre mí. Adiviné que algo meditaba.

—No tengo tiempo, no tengo el mejor carácter, se me complica expresarme, las personas me miran mal, miran mal a quien esté a mi lado... En conclusión, no soy una buena opción. Pero sé lo que vas a decir: que no importa, que igual te gusto. Por eso creo que eres extraño. —Volteó a mirarme con dulzura—. Porque no te importa, porque igual te gusto.

Pensé en su uso de la palabra opción y mi calificación de extraño. Pude entender a qué se refería, la parte lógica del planteo. Lo conveniente muchas veces le ganaba a los sentimientos, especialmente a personas como nosotros, objetos del rechazo, Ulises era el mejor ejemplo.

—Yo creo que eres una opción muy tierna.

—No soy tierno.

—Sí lo eres.

Bufó sin querer creerme.

—Tus ojos cursis te engañan.

Solté una carcajada ante la acusación, Valentín también estaba muy animado.

Pasamos la tarde como lo habíamos hecho tiempo atrás, escuchando la radio, comiendo galletitas y bebiendo alguna gaseosa. Valentín se recostó en el suelo usando su mochila de almohada y me miraba con atención mientras le hablaba de tonterías. Nos reímos de los clientes, criticamos a nuestros compañeros, soñamos con vacaciones en lugares imposibles, discutimos seriamente sobre perros, compartimos opiniones sobre la música que sonaba de fondo y cada tanto quedábamos en un silencio contemplativo. Mi mano, incontrolable, siempre buscaba algún tipo de contacto. Tocaba fugazmente su pelo, su brazo, su mano; él recibía y disfrutaba cada detalle de cariño.

En ese rincón del mundo, bajo del puente, Valentín reía y gesticulaba con más soltura. Cuando se acomodaba el cabello por mera coquetería, cuando acompañaba sus palabras con un movimiento de manos, cuando buscaba detalles en su ropa, cuando movía un pie al compás de la música, cuando se estiraba con pereza, cuando se sentaba para beber su gaseosa, todo sucedía con una gracia delicada y principesca que generaría recelo en otras personas pero que a mí me cautivaba.

Al atardecer, mientras sonaba una canción de Christina Aguilera que parecía gustarle, decidí confiar en su buen humor.

—Cuando llegaste estabas enojado.

Presionó sus labios en señal de no estar a gusto con el recordatorio.

—¿Pasó algo?

Pensó un momento, porque toda respuesta de importancia debía pasar por su propia autoevaluación.

—Estaba enojado conmigo mismo. Dejé solo a mi papá para estar aquí. También lo dejo solo cuando voy a trabajar pero eso sería justificado. Verme con un chico no suena a buena excusa.

—¿Estás preocupado? ¿Quieres ir a tu casa?

Se demoró en responder, de nuevo lo pensaba, pero antes de contestar se puso de costado mirándome.

—Hablemos de otra cosa —pidió. Hizo una pausa estudiando mi reacción y asentí a pesar de mi confusión—. ¿Cuándo es tu cumpleaños?

—El trece de julio.

—Cáncer —murmuró.

Sonreí sorprendido.

—¿Y tú?

—Diez de noviembre. Escorpio.

—Tiene sentido —bromeé.

Eso le devolvió el entusiasmo. Seguimos hablando de horóscopo y signos. Le conté cuando leía sobre el asunto en las revistas de mis compañeras de colegio y él me confió algo inesperado:

—A veces compro esas revistas —dijo como si se tratara de una travesura.

Un pequeño acto de rebeldía que envidié enormemente.

***

En la esquina de su casa volví a recordar a su padre. Me generaba mucha intriga cómo era su vida dentro de esa casa, su relación con él, su estado de salud, el resto de su familia, todo. Pero no quise decir nada y molestarlo.

La inevitable separación nos llenó de una pena anhelante. Pegados a una pared, en la oscuridad, nos dimos un beso de despedida pero antes de alejarse Valentín susurró a mi oído.

—Gracias por darme una linda tarde.

—Todo lo que quieras de mí y te haga feliz, es tuyo.

Se fue contento, riendo por mi absurda y exagerada sinceridad, volteando para verme antes de entrar a su casa.

Su casa. El mundo detrás de esa puerta y sus muros era un lugar extraño, desconocido, inhóspito. Ese día dejó ver algo pequeño aunque indefinible de la vida que ocurría allí dentro. Me daba la sensación de que no quería mostrarse afectado o dolido ante el peligro de ser considerado débil o, peor aún, ser considerado una molestia.

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